jueves, 25 de abril de 2013

"¿EMPEZAR A LEER CON LOS CLÁSICOS?" POR JUAN DOMINGO ARGÜELLES TAL VEZ NO PARA INICIAR PERO DE SEGURO, SÍ PARA CONTINUAR.


¿EMPEZAR A LEER CON LOS CLÁSICOS?
Por Juan Domingo Argüelles* (CAMPUS, MILENIO)


Los clásicos son esos libros que todo el mundo dice que ha leído, aunque no sea cierto. Por ello, para expresarlo con mayor exactitud y sensatez, en las palabras de Italo Calvino, “se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos”.

“En las mejores condiciones para saborearlos”, dice Calvino, y es en esta frase donde hay que poner el énfasis, pues debería quedar claro—y sin embargo no es así— que los clásicos son los libros menos adecuados para iniciar en la lectura a los niños y a los jóvenes. Hay excepciones, desde luego: lectores que se iniciaron con los clásicos, pero las excepciones (de todo el mundo es sabido) confirman la regla. Para iniciar a alguien en la lectura, los clásicos pueden ser incluso contraproducentes: vacunas infalibles para ya no volver a leer ningún libro más.

Dicho de otro modo: el asunto de los clásicos es un tema que no se comprende cabalmente. En México, por ejemplo, José Vasconcelos se ha convertido en la muletilla preferida, en relación con esto, pero la verdad es que Vasconcelos editó y distribuyó a los clásicos, pero no emprendió, realmente, ningún programa de promoción y fomento de la lectura. Su programa fue editorial y, sobre todo, alfabetizador. Su justificación, desde la SEP, entre 1921 y 1924, al publicar los clásicos, es muy precisa en sus términos:

“La divulgación de estas obras viene a constituir la segunda parte de la campaña que estamos desarrollando contra el analfabetismo; pues de esta manera, después de enseñar a leer, damos lo que debe leerse, seguros de ofrecer lo mejor que existe, porque en la selección de las obras no nos guía más criterio que el de la suprema excelencia, y el propósito de formar una colección que abarque, hasta donde es posible, todos los aspectos más nobles del pensamiento humano”.

Casi por esos mismos años, y en otras circunstancias por supuesto, Bertrand Russell no habría pensado en ningún momento que Plotino, Plutarco, Platón, Homero, Dante, Goethe, Rolland, Tagore y otros clásicos antiguos y modernos eran lo que debía leerse ni siquiera en Inglaterra, pues él creía que sólo “hay dos motivos para leer un libro: uno, el disfrutar con él; el otro, el jactarse de ello”.

Hay que terminar de una vez por todas con el equívoco de que Vasconcelos llevó a cabo un programa de lectura. Lo que hizo fue un proyecto editorial (trunco) y un programa alfabetizador que las circunstancias nacionales le exigían, y optó por los clásicos (“raíz de toda nuestra literatura”, justificó) porque tal era su formación y porque, en gran medida, su juicio personal prevaleció sobre cualquier otro criterio, incluso en su desafortunado desdén y denuesto público contra Shakespeare. Sentenció: “Se publicarán, también, algunos dramas de Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente”. (En su esclarecedora tesis Análisis del proyecto editorial vasconcelista —UNAM, 2009—, Yazmín Liliana Cortés Bandala despeja muchas dudas y equívocos sobre este tema.)

Lo cierto es que cuando los escritores, los intelectuales, y la gente culta en general, afirman que no hay nada mejor que los clásicos para iniciar a los muchachos en la lectura, lo único que están haciendo es repetir un precepto políticamente correcto pero pedagógicamente erróneo.

Los libros tendrían que abrirnos puertas a la aventura para que leer signifique, y resignifique, algo más profundo y más libre que únicamente estudiar a los clásicos y hacer reportes y resúmenes de lectura. Leer es, sobre todo, recrear sentidos. Hace poco, en un concurso universitario de ensayo, en el que fui jurado, reconfirmé que muchos universitarios creen que comprender un libro es resumir su trama y mencionar las anécdotas y los personajes. No se atreven a emitir juicios ni a plantear ideas. Se empapelan: no se salen de las páginas leídas. Esto es lo que les ha enseñado la escuela. Y a eso le llaman “ensayo”, cuando ensayo es precisamente todo lo contrario, pues “ensayar” es pensar, inquirir, divagar, descubrir, hallar, como plenamente lo demostró Montaigne.

Una buena cantidad de libros sin ninguna connotación canónica ha iniciado a muchos lectores y luego los ha llevado, en su momento oportuno, a los clásicos, a las obras maestras, a los inmortales. Pero obligar a leer a los clásicos, como lo hace la escuela actualmente (y como creen muchos escritores e intelectuales que debe hacerse), es propiciar que los muchachos se alejen de ellos y, literalmente, los detesten. Los clásicos son, especialmente, el azote de los adolescentes, y en gran medida el desdén que sienten por ellos es culpa de la escuela y de los adultos que los han prejuiciado para siempre, producto de una obligación antipedagógica y sin ningún sustento didáctico.

Sensatos lectores e investigadores, como el autor del blog Desequilibros, sostienen que el día que se hizo obligatorio leer el Quijote en las escuelas españolas (mediante decreto del 6 de marzo de 1920), “fue el comienzo del terror que provoca su sola presencia entre escolares y universitarios y en los programas de estudios. Y el comienzo de una larga tradición de aversión hacia la lectura, que no hace sino perpetuarse, como se deduce de los índices de lectura e informes PISA de rigor”. Y añade: “El Quijote es uno de los ‘ochomiles’ de la literatura y de la lectura. Antes de enfrentarse a él, conviene realizar un proceso de aclimatación que nos prepare física y psicológicamente para afrontar el reto de leer una de las mejores y más lúcidas obras que haya parido mente alguna”. Pero esto no lo saben en las escuelas.

Con gran sinceridad y alejado de todo prejuicio culturalista, Bertrand Russell confesó: “He de decir que gasté durante mi juventud una gran cantidad de tiempo, que hoy considero casi completamente estéril, estudiando latín y griego. El conocimiento de los clásicos no me proporcionó ninguna ayuda en ninguno de los problemas que me han preocupado más tarde. Me ocurrió lo que al 99 por 100 de los que estudian clásicos: que nunca profundicé lo suficiente para llegar a leerlos con placer. [...] Cuando yo era niño, la astronomía y la geología me ayudaron más que las literaturas de Inglaterra, Francia y Alemania, cuyas obras maestras leía, obligado a ello, sin mucho interés”.

Mal leída y peor comprendida, esta confesión de Russell podría llevar a pensar a más de un taimado que el autor de La conquista de la felicidad desautoriza leer en la escuela o fuera de ella a los clásicos, y que quien lo cita le hace eco para machacar su propia convicción. Nada más lejos de ello.

Lo que Russell afirma, y con lo cual coincido, es que la educación, aun en el caso de la disciplina, tiene que fundarse más en el placer que en el hábito y más en el goce que en la obligación; y que, para ello, la vieja creencia de que los clásicos y todos los libros canónicos son las lecturas ideales, es, por principio de cuentas, una creencia falsa fundada especialmente en un concepto aristocrático de “educación ornamental” con muy poco asidero, hoy, en la realidad.

Dicho de manera más simple, pero no simplista: Una buena lectura de un libro no canónico puede sorberle el seso a un estudiante y ayudarlo un día a acercarse a los clásicos, comprenderlos, gozarlos y realmente estimarlos y aun amarlos.

Lo malo de los clásicos es que, muy fácilmente, pueden apuntalar la hipocresía. Conozco a muchas personas que serían capaces de dejarse cortar un pie antes que reconocer que no han leído a determinado clásico que, efectivamente, no han leído.




*Juan Domingo Arguelles

Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de lectura. Sus más recientes libros: Escribir y leer con los niños, los adolescentes y los jóvenes (Océano, 2011), Estás leyendo... ¿y no lees? (Ediciones B, 2011), Lectoras (Ediciones B, 2012), La lectura (Fondo Editorial Estado de México, 2012) y Antología general de la poesía mexicana (Océano/Sanborns, 2012 y Edades (Parentalia, 2013).

viernes, 19 de abril de 2013

SIETE LIBROS QUE NO TE CONVIENE RECHAZAR, SEGÚN EDMUNDO PAZ SOLDAN (EL PAIS):

EDMUNDO PAZ SOLDAN


Con la abrumadora cantidad de libros que se publican, cada vez es más fácil que un buen título se pierda, un notable autor sea olvidado, la obra “menor” de un grande no sea tomada en cuenta. Con motivo del día del libro, van estas sugerencias:


 Vladimir Nabokov, Pnin (Anagrama). Una de las mejores contribuciones al subgénero de la “novela de campus”, aunque, como se trata de Nabokov, está claro que trasciende cualquier intento de clasificación. Una novela melancólica de ribetes cómicos, sobre las desventuras del profesor Timofey Pnin en Weindell College. Pnin, profesor de ruso que no sabe hablar inglés muy bien, quisiera encontrar la clave secreta de la armonía detrás del caos de la realidad, acaso porque lo marca la pérdida: de la Rusia que dejó atrás, del primer amor, de la esposa que lo abandona.




Francisco Tario, La noche (Atalanta). Pocos han escrito en español tan buenos relatos fantásticos como este autor mexicano. Se especializó en cuentos de fantasmas, pero en ese pequeño espacio logró complejas variaciones. La noche de Margaret Rose es un favorito de García Márquez, pero hay muchos más, entre ellos 'Un huerto frente al mar', 'La noche del féretro' y 'La noche de los cincuenta libros'. Esta antología reúne cuentos de dos libros: La noche (1943) y Una violeta de más (1968).




 Anna Starobinets, Una edad difícil (Nevsky Prospects). Se ha dicho de ella que es la Stephen King rusa, pero eso no da cuenta cabal de la escritura de Starobinets, que se mueve con naturalidad entre el horror, el género fantástico e incluso la ciencia ficción. “La familia” es un cuento que puede calificarse como “fantasía intelectual”, mientras que “Una edad difícil” es puro terror inquietante.




Heinrich von Kleist, Relatos completos (Acantilado). Este escritor alemán está lejos de ser olvidado, pero es conocido sobre todo como dramaturgo y cuando se habla de los grandes narradores europeos del siglo XIX su nombre no es de los primeros que se menciona. Es hora de remediarlo: “Michael Koolhaas” y “La marquesa de O.” muestran su frenético estilo de frase larga, de claúsulas subordinadas, con una tensión que comienza en la primera línea y no decae hasta el final, y preocupaciones temáticas que anticipan líneas centrales de la literatura del siglo XX; no por nada a Kafka le gustaba leerlo en voz alta a sus amigos, y una vez incluso hizo una lectura pública de “Michael Koolhaas” en Praga.




 Flannery O’Connor, Novelas (Debolsillo). De esta escritora del Sur profundo de los Estados Unidos se leen hoy, y con razón, sus cuentos excepcionales, pero las novelas son también buenas puertas de entrada a su mundo de predicadores arrebatados y de búsqueda de la gracia en lugares inesperados. Puede que Sangre sabia no sea redonda, pero la historia de Hazel Motes es más memorable que la que cuentan muchas novelas “perfectas”. 





Richard Flanagan, El libro de los peces de William Gould (Mondadori). Un libro hermoso dentro de un libro, que narra la historia del falsificador William Gould, su paso por la cárcel en la isla de Sarah (Tasmania), allá por el siglo XIX, y su obsesión por pintar peces que le hacen entender de qué va la condición humana.



Lina Meruane, Fruta podrida (Fondo de Cultura Económica). Lina Meruane ganó el último premio Sor Juana con Sangre en el ojo; la novela anterior, Fruta podrida, es igual de buena. Con guiños al José Donoso de El lugar sin límites, esta historia de dos hermanas muestra la preocupación de la escritora chilena por el cuerpo enfermo en la sociedad contemporánea; su escritura se inscribe en un código realista con múltiples connotaciones simbólicas, aunque la historia avanza de manera natural hacia un territorio alejado del realismo.

jueves, 18 de abril de 2013

ASÓMATE A LA OBRA DE JULIAO SARMENTO, ALTAMENTE ERÓTICO, EN EL MUSEO CARRILLO GIL EN LA CIUDAD DE MÉXICO. HASTA EL 4 DE AGOSTO.


Lady-In-Waiting (2012), de Julião Sarmento

EROTISMO MINIMAL EN LA CIUDAD DE MÉXICO

Por PABLO DE LLANO para EL PAÍS.




El cuerpo de la mujer. La arquitectura. La intimidad. 
Tres temas que se entrelazan en una sola exposición: Una forma extrema de privacidad, la primera muestra en México del artista portugués Julião Sarmento, en el Museo Carrillo Gil del DF. Su obra mezcla la estética limpia y objetiva del minimalismo con llamadas a la experiencia interior, subjetiva.

Un ejemplo es la performance Cometa. Se desarrolla dentro de una habitación. Fuera hay un aviso de que solo puede entrar un espectador. Dentro, un espacio con pocos elementos. Una chica sentada en una silla. Enfrente un chico sentado en una silla. Las paredes están pintadas de verde. En el techo hay cuatro barras de neón. La chica se levanta cuando entra el espectador y enciende un radiocasete. Ella se pone a bailar. Él la mira. Los dos tienen los pies descalzos. No miran al espectador, no se dirigen a él de ninguna forma, por lo que el espectador es un observador de una escena artística. El chico se levanta y empieza a bailar con la chica. Le soba el cuerpo. Se besan. Siguen sin mirar al espectador, pero ahora este ya no es solamente un observador. Está metido en una habitación con una pareja que se toca y que se besa, por lo que siente pudor o vergüenza o excitación o lo que sea, de modo que el observador se convierte en vouyer y protagonista de la obra de arte. Un detalle: la chica ha dejado al lado de su silla un libro del filósofo francés Emmanuel Lévinas, La realidad y su sombra. No se sabe si es lo que está leyendo la bailarina que ejecuta la obra mientras no entra ningún espectador o si es un pensador que le gusta a Sarmento.

La chica lleva un vestido de tela de una pieza que se le pega a las curvas cuando se mueve. En toda la exposición se nota el encantamiento que le produce al artista portugués el cuerpo de las mujeres. El curador de la exposición, el venezolano Carlos E. Palacios, dice que la relación de Sarmento con la belleza femenina es peculiar porque se expresa de una manera contenida: “Hay un goce estético con la mujer, pero no es un goce sensual, es algo neutral, y ahí está lo paradójico”. En la exposición la figura de la mujer aparece en distintos soportes: vídeo, pintura, escultura, performance. Y en todos los casos sus formas aparecen en composiciones sencillas. Es un erotismo rebajado por el rigor formal de las obras. Una sensualidad visible pero en suspenso que hace que sea de nuevo el espectador el que tiene que completar el significado de lo que ve.


'Dying animals' * , de Julião Sarmento

* Esa curiosa mezcla de sexualidad y contención estética es intensa en el cuadro To be revealed (Pornstar), una pintura esquemática de volúmenes negros sobre fondo blanco en la que se distingue un trasero que está encima de un pene. La imagen es obvia, pero sus formas son tan elementales que se enfría. Podríamos llamarle porno-minimalismo. De todos modos, la mayor parte de las obras de figuras femeninas de Sarmento son eróticas, no tanto pornográficas. Como Lacan’s Assumption, un vídeo en el que solo se ven las piernas cruzadas de una mujer que está sentada en una silla de oficinista. Lleva una falda negra y unos zapatos de tacón. Mueve las piernas, se frota levemente una con otra. Y nomás. Es como una versión recatada de Instinto Básico.

Junto a la sensualidad contenida hay otro gozne conceptual que atraviesa las obras del artista portugués: la privacidad y su relación con la mirada del otro. En una pared expone fotos frontales de todas las casas en las que ha vivido desde que nació (Lisboa, 1948). En otro vídeo aparecen imágenes de una discusión de pareja. En una sala aparece la figura de una mujer hecha de resina tapada por una manta blanca de algodón. La mujer está oculta y está puesta de cara a la pared. Es una escultura que recuerda a los enanos del artista español Juan Muñoz, fallecido en 2001, que fue amigo del artista portugués. La obra es Lady-In-Waiting (2012). Palacios dice que es la “negación absoluta de nuestra relación con la escultura”. La mujer fantasma que mira hacia la pared es una figura, y las figuras se hacen para ser vistas, pero la manta que lleva encima y su disposición de espaldas al público la convierte en lo contrario de una escultura, en un objeto que no se puede ver. Al menos completamente. La manta de algodón solo la cubre hasta debajo de las rodillas. Quedan a la vista los pies una pequeña parte de exposición del cuerpo, un mínimo de sensualidad, ese elemento presente y a la vez ausente en las obras de Julião Sarmento.






HIMNO ENTRE RUINAS. OCTAVIO PAZ






Himno entre ruinas
OCTAVIO PAZ


LA ESTACIÓN VIOLENTA

donde espumoso el mar siciliano...

Góngora

Coronado de sí el día extiende sus plumas.
¡Alto grito amarillo,
caliente surtidor en el centro de un cielo
imparcial y benéfico!
Las apariencias son hermosas en esta su verdad momentánea.
El mar trepa la costa,
se afianza entre las peñas, araña deslumbrante;
la herida cárdena del monte resplandece;
un puñado de cabras es un rebaño de piedras;
el sol pone su huevo de oro y se derrama sobre el mar.
Todo es dios.
¡Estatua rota,
columnas comidas por la luz,
ruinas vivas en un mundo de muertos en vida!

Cae la noche sobre Teotihuacán.
En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana,
suenan guitarras roncas.
¿Qué yerba, qué agua de vida ha de darnos la vida,
dónde desenterrar la palabra,
la proporción que rige al himno y al discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?
El canto mexicano estalla en un carajo,
estrella de colores que se apaga,
piedra que nos cierra las puertas del contacto.
Sabe la tierra a tierra envejecida

Los ojos ven, las manos tocan.
Bastan aquí unas cuantas cosas:
tuna, espinoso planeta coral,
higos encapuchados,
uvas con gusto a resurrección,
almejas, virginidades ariscas,
al, queso, vino, pan solar.
Desde lo alto de su morenía una isleña me mira,
esbelta catedral vestida de luz.
Torres de sal, contra los pinos verdes de la orilla
urgen las velas blancas de las barcas.
La luz crea templos en el mar.

Nueva York, Londres, Moscú.
La sombra cubre al llano con su yedra fantasma,
con su vacilante vegetación de escalofrío,
su vello ralo, su tropel de ratas.
A trechos tirita un sol anémico.
Acodado en montes que ayer fueron ciudades, Polifemo bosteza.
Abajo, entre los hoyos, se arrastra un rebaño de hombres.
(Bípedos domésticos, su carne
-a pesar de recientes interdicciones religiosas-
es muy gustada por las clases ricas.
Hasta hace poco el vulgo los consideraba animales impuros.)

Ver, tocar formas hermosas, diarias.
Zumba la luz, dardos y alas.
Huele a sangre la mancha de vino en el mantel.
Como el coral sus ramas en el agua
extiendo mis sentidos en la hora viva:
el instante se cumple en una concordancia amarilla,
¡oh mediodía, espiga henchida de minutos,
copa de eternidad!

Mis pensamientos se bifurcan, serpean, se enredan,
recomienzan,
y al fin se inmovilizan, ríos que no desembocan,
delta de sangre bajo un sol sin crepúsculo.
¿Y todo ha de parar en este chapoteo de aguas muertas?

¡Día, redondo día,
luminosa naranja de veinticuatro gajos,
todos atravesados por una misma y amarilla dulzura!
La inteligencia al fin encarna,
se reconcilian las dos mitades enemigas
y la conciencia-espejo se licúa,
vuelve a ser fuente, manantial de fábulas:
Hombre, árbol de imágenes,
palabras que son flores que son frutos que son actos.

Nápoles, 1948

miércoles, 17 de abril de 2013






Arquitecto y urbanista Pedro Ramírez Vázquez

16 de abril de 1919 - 16 de abril de 2013










Ramírez Vázquez y la historia de
El Museo de Antropología

ARMANDO PONCE

17 DE ABRIL DE 2013 . PROCESO. REPORTAJE ESPECIAL




MÉXICO, D.F. (apro).- Hijo de un legendario librero de viejo, Pedro Ramírez Vázquez, nacido en 1919 y fallecido ayer, legó una de las más importantes aportaciones a la arquitectura del siglo XX mexicano.

El 16 de septiembre de 1985, a 21 años de su creación, Proceso realizó un reportaje acerca de cómo se hizo el Museo Nacional de Antropología. Para ello entrevistó a Ramírez Vázquez y, aparte, a otros especialistas que formaron parte de su equipo, como Ricardo Rovina y Luis Aveleyra.

Aquí se presenta un resumen.

* * *

La pregunta del candidato a la presidencia de la República en 1958, Adolfo López Mateos, pareció no sorprender a Pedro Ramírez Vázquez, ya entonces célebre arquitecto que le había construido su casa:

“La aspiración de un arquitecto en el pasado era construir una catedral. Ahora, ¿cuál es?”

De inmediato respondió:

“Un museo de arqueología.”

Siete años después la idea se volvió realidad: el 17 de septiembre de 1964 fue inaugurado el Museo Nacional de Antropología, mes y medio antes de que López Mateos dejara el cargo de presidente.

Ambos se conocieron en las veladas literarias de Sita Canessi, compañera de generación de Ramírez Vázquez.

Posteriormente éste, formado bajo la protección del poeta Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública, llegó a la dirección de Conservación de Edificios de la dependencia, época en que construyó también el edificio de la Secretaría del Trabajo, a cuyo frente López Mateos estuvo de 1952 a 1958.

Ese año fue “destapado” por el PRI. Ya Presidente electo, recibió la felicitación de Ramírez Vázquez. Entonces ALM le dijo:

“Parece que se nos va a hacer el museito.”

Sita Canessi aconsejó entonces a su colega:

“Que no se enfríe.”

Y llevaron a López Mateos, en compañía del museógrafo Iker Larrauri, al Museo Nacional de Arqueología (en las calles de Moneda 13), que dirigía el arqueólogo Luis Aveleyra.

Era un museo que Ramírez Vázquez conocía muy bien desde sus años universitarios:

“Todos los alumnos de arquitectura lo visitábamos seguido, íbamos para estudiar ahí o como estudiantes brujas con alguna niña.”

Para 1962, Jaime Torres Bodet organizaría el Congreso Internacional de Americanistas y su meta era cumplir con un acuerdo tomado en otro congreso similar, celebrado en México en 1895, según el cual Justo Sierra se comprometió a realizar un museo digno de nuestra antropología. Habían pasado 60 años. El argumento fue contundente. López Mateos preguntó a su secretario de Educación Pública cuánto costaría el museo. 60 millones. Alrededor de 60 millones. El Presidente dijo:

“El doble, pero háganlo.”

Costó, dijo Ramírez Vázquez, 130 millones de pesos:

“A los valores de ahora, unos 12 millones de dólares, hoy no podría hacerse.”

Para lograrlo se visitaron 58 museos del mundo (previo cuestionario) con el objeto de ver todos los aspectos de implementación técnica: instalaciones de seguridad, sistema eléctrico, movimiento de piezas (sobre todo en los museos estadunidenses), y especialmente el aspecto didáctico, preocupación directa de Jaime Torres Bodet: cómo es la investigación, sus conservadores, sus servicios de restauración, su museografía, su biblioteca, su organización de bodega. O sea, todo el respaldo para que el museo fuera una institución educativa.

“No queríamos ver, por un lado, el espacio arquitectónico y por otro la museografía –señaló Ramírez Vázquez–. No queríamos que estuvieran independientes sino integrados.”

Ramírez Vázquez no quiso situar la puerta principal frente a la avenida Reforma:

“Le iba a restar fluidez, y una institución como el museo no es un comercio. La puerta podía ser lateral y seguir siendo importante, principal. La importancia no se la da la avenida.”

De cualquier manera –pensó entonces– hay que señalar el museo. Ese señalamiento lo daría una pieza.

“Dijimos –rememoró–: una gran pieza arqueológica.”

Hubo varias ideas, incluso la de colocar ahí un Atlante de Tula y hasta la Piedra de Sol o Calendario Azteca, pero para Aveleyra sólo una cosa era segura:

“Se trataba de que se pusiera un señalamiento, una pieza que apantallara.”

Los recuerdos de Pedro Ramírez Vázquez son otros:

“Según yo, hubo dos propuestas: una, la Estela de Edzná (Campeche), y otra, la Estela de Yaxchilán (Chiapas). Cuando ninguna se pudo llevar a cabo, López Mateos comentó: `¿Y el Monolito de Coatlinchán?’.” Yo no lo conocía, no sabía de él. Me dijo que en Chapingo, en su época de estudiante, iba de excursión a verlo. Aveleyra lo había visto también. Fuimos con don Antonio Caso: `Es muy grande, olvídenlo’, dijo. Fuimos con López Mateos, quien preguntó: ‘¿Hay algo que con la técnica actual no podamos hacer?’. Y lo trajimos.”

Ramírez Vázquez contó que la Estela de Edzná (Campeche), de una altura como de seis metros, había sido ya aprobada incluso por ALM. Cuando los técnicos regresaron por la pieza, ésta había desaparecido.

El caso es que se determinó entonces traer la Estela 1 de Yaxchilán, cuya imposibilidad es otra historia insólita.

Confesó Ricardo Rovina, director del proyecto museográfico para el MNA, y explorador de una zona que a principios de los sesenta se hallaba incomunicada prácticamente: la parte alta del Usumacinta, en la frontera con Guatemala, conocida también como Valle Azul o Pensilvania. Había sólo un campito de aviación que Rovina mandó ampliar. De ahí salieron varias piezas para el nuevo museo. Rovina las concentró junto a la pista y mandó traer un avión especial para transportarlas, primero a Tuxtla y después a México.

“Los pilotos me hablaron del avión para decirme que al despegar el aparato se pegó con la zona arbolada del lado de Guatemala y de milagro logró salir –relató Rovina–. Me dijeron por radio que venían directamente a México. A las 3 ó 4 de la mañana llegaron nerviosos porque habían estado a punto de estrellarse. El avión traía golpes de 25 centímetros de diámetro. La pieza que traían era la penúltima. Faltaba la No. 1, de mayor peso, de unas 12 toneladas.”

Rovina contó:

“Y aunque los pilotos estaban dispuestos a traerse la estela, yo no. Así que se quedó en el Agua Azul, en la rampa para subir al avión.”

Y señaló el origen de traer al “Monolito de Coatlinchan”:

“Pedro Ramírez Vázquez quería poner una cabeza olmeca de La Venta y yo le dije que al lado del museo iba a parecer una pelota de ping-pong. Lo que hay que poner es el Monolito de Coatlinchán, que estaba tirado en una barranca de Texcoco. El no lo conocía. Al día siguiente, fue con López Mateos, quien al ver la cabeza olmeca en la maqueta le dijo que parecía una pelota de golf. No le gustó al Presidente. Entonces Pedro le dijo que en Coatlinchán había un monolito. Y López Mateos dijo: `Tráiganlo’.

“Yo lo conocía en dos formas: primero, a los 17 años, lo conocí por la escuela de arqueología (acababa yo de venir de España), hacíamos excursiones. La otra era por una publicación de Leopoldo Bartres, hacia 1910, donde daba datos. Era un monolito in situ, a medio labrar, de unos 7 metros de alto, sin sacar de la roca madre. Había un dibujo. Tenía una idea lejana.”

Rovina regresó a Coatlinchán, Texcoco, esta vez acompañado de su hijo. De 1937 a 1963. Vio la piedra que consideraba de la época teotihuacana, como Bartres, y no azteca. López Mateos exigió el aval de un “antropólogo de categoría” –relató Rovina al tiempo que dijo “yo soy antropólogo y arquitecto2– para traer el monolito. Rovina intevino, imitando a Caso, quien fue consultado: “¡Por ningún motivo!” No se puede traer porque está adherido a la roca madre”.

Rovina acotó:

“Eso lo dice Bartres, en efecto. Pero yo ya había hecho una excavación y sabía que no estaba pegado a la roca. Propuse que López Mateos determinara que si no estaba adherido podríamos traerlo. Así, cuando le dije a Caso que no estaba ligado a la roca, que se había hecho la excavación, echó espumarajos por la boca. Se enojó y ya no asesoró la Sala Mexica.”

Debido a que el arqueólogo Román Piña Chán y su esposa Beatriz Barba (quien con el doctor Julio César Olivé participó en el proyecto de las salas del museo), opinaron a pedido de Proceso efectivamente “cortaron de la roca madre” al monolito, y dudaron de que se tratara de Tláloc, pues según ellos no hay elementos para su iconografía (“tiene falda, no es niño ni niña…”), Luis Aveleyra señaló que podría tratarse de la Diosa del Agua Corriente, Chalchiuhtlicue, hermana de Tláloc entonces.

“No se sabe bien –dijo–. Es la de la falda de jade (jade, chalchihuites: dinero entre los mexicas). No estaba pegado a la roca madre, pues conserva parte de la matriz atrás. Se cree que cuando los teotihuacanos la labraban se convencieron de que no podrían transportarla.”

Los habitantes de Coatlinchán, que llaman al monolito “Piedra de los tecomates” (los ahujeritos que tiene semejan pocitos, ollitas, “tecomates”), consideran que la materia de la pieza no es del lugar, que no hay ahí piedras de ese color grisáceo y de esa textura.

Después de que la pieza de 167 toneladas fue desenterrada (sólo la parte superior estaba a la vista), se montó en una estructura de fierro y se sujetó con cables de acero para asegurarse de que no se fracturara. Después de una visita para ello, al ir a tomar los autos, los habitantes de Coatlinchán se enfrentaron a la comitiva oponiéndose a que Tláloc saliera.

El miedo se apoderó de la comitiva, pero un agricultor, un tal Quezada, habló y en 40 minutos le dio la vuelta a las cosas. Les prometió escuela de 5 aulas.

“Yo ahí intervine –dijo Rovina–: De 9. El prometió un pozo. Yo dije que no uno, ¡dos! Y el camino pavimentado, restauración de la Iglesia, unidad de salud. Trajeron un libro. Se firmó. Y les hicimos todo.”

La maestra Guadalupe Villarreal Galicia, actual delegada del pueblo, dice: “No”. Y da nombres: “Hablen con los viejos del pueblo. El pueblo se opuso a que se llevaran a Tláloc. Todavía hoy los pueblos cercanos nos reprochan que no lo hayamos defendido. Vinieron hasta los soldados. Y no cumplieron todo.”

El señor Jorge Garay, quien vivió de cerca los acontecimientos de 1962 a 1964, narró:

“Don Benito Bustamante, presidente municipal de Texcoco, nos llevó con el gobernador Gustavo Baz, quien nos dijo que era mejor que no hubiera oposición, que era orden del Presidente. Hicieron promesas, pero nada por escrito. Se hizo la escuela, sí; pero la carretera no se llevó a cabo completamente sino hasta por 1970 ó 71, cuando ya era delegado, aunque la capa es muy delgada y se ha descompuesto mucho.”

Para transportar al Tláloc, se mandó construir una plataforma-trailer a Alabama. El día que llegó para llevárselo, el pueblo explotó: “¡Se están llevando al Tláloc!”, informó la maestra Villarreal Galicia que se gritaba por todo el pueblo, que se fue contra la plataforma para destruirla. Garay señaló que la gente había bebido, que estaba excitada. Don Plácido Juárez, esa noche, estaba enfermo. Era uno de los tres delegados, recién nombrados. Se había ido a recostar. A su casa llegaron los soldados. Se lo llevaron para Texcoco. Lo interrogaron. Paralelamente, el pueblo destrozó los cables de los que pendía la escultura y las viguetas de hierro se vencieron por el peso. También se robaron la dinamita con que se había ido abriendo el camino. El ejército se hizo cargo de la situación.

“En casa de cada sospechoso de la dinamita les metieron agentes de la Federal”, testimonió Ricardo Rovina.

De ahí pasó a la euforia, al recuerdo del día en que Tláloc entró al Zócalo al saludo de las campanas de Catedral. Era el 16 de abril de 1964. Según las crónicas periodísticas, cayó una tormenta entre las 20:40 y las 22:08 horas. De 23:20 a 23:28 dio la vuelta al Zócalo, entre bocinazos de los dos camioneros que lo jalaban. Se le depositó a la 1:13 del 17 de abril en el lugar que hoy ocupa en Chapultepec. Todo el viaje estuvo protegido por los soldados. Sobre el particular, la prensa de la época destacó:

“Ramírez Vázquez hizo notar lo satisfactorio que es para el país, el hecho de que el Ejército haya sido destinado precisamente a cuidar el traslado de una joya arqueológica, o sea un hecho eminentemente cultural.”

Ramírez Vázquez rememoró que cuando el museo se estaba ya realizando, “en plena armonía con medio mundo”, se publicó un comentario en el que se señalaba que la riqueza de México no se debía centralizar: “Y eso que el de Antropología no era un museo hecho para crecer, además de que es selectivo, y además de que existen los museos regionales. Eso prendió entre la gente del pueblo, se dieron cuenta de la importancia del Tláloc y se vino esa agitación para que no sacáramos la pieza. Eso nos retrasó cuatro meses. López Mateos me dijo: para traer a Tláloc debe haber la aprobación del pueblo. Fui a conversar, se reunieron ahí todos, más un viejo maestro rural de origen náhuatl. Después de varias horas de argumentar brillantemente lo que creía, se me quedó viendo y me dijo: `Creo que estás en razón’. Y les dijo a los demás: `Muchachos, la piedra es como el pasto de la laguna. El pasto del centro y el pasto de la orilla, es pasto de la misma laguna.’ El que hacía de cabeza de ellos se volvió y me dijo: ‘Te lo puedes llevar’.”

Sobre las promesas hechas, Ramírez Vázquez dijo que se cumplieron: “Pero no porque nos las exigieran, sino porque creía yo que tenía que darles. Lo que convenció fue el argumento de índole cultural. No lo canjearon, hubo generosidad.”

Ocho días después, los representantes de Coatlinchán fueron a formalizar el acta de entrega con Jaime Torres Bodet.
En ella se asentó que sus habitantes podían entrar gratis, de por vida, al museo. Luego se les invitó a una comida. Todavía había resentimientos, porque con humor recuerdan los pobladores de Coatlinchán que los que asistieron se robaron los platos.

Finalmente, el año pasado se les invitó a otra comida, con ocasión de colocar una placa en el monolito.

¿Orgullo para los habitantes de Coatlinchán?

“Bueno, no dice nada de Coatlinchán, es una plaquita chiquita, apenas se ve”, comentó el señor Garay.

Considerado por Luis Aveleyra como la obra más importante en la que ha participado en su vida, el museo es para él, también, el mejor del mundo de un solo tema con obra de un solo país. Ramírez Vázquez también se mostró cauto cuando se le pide situarlo entre los museos más importantes:

“Nuestro propósito nunca fue enseñar a los extranjeros a hacer museos. Hicimos el de aquí, nada más.”

–¿Construyó el ideal moderno, la catedral de nuestro tiempo?

“No hay paralelo –comentó al cerrar la plática–– porque yo no pensaba en sí en la obra, eso no me entusiasmaba (no conocía los problemas de un museo). Pero sí en el destino. En mostrar toda esa raíz cultural nuestra con dignidad, que ahora ya es respetable y difundida, pero que entonces no lo era.”

lunes, 15 de abril de 2013

"SÍ, SOY ASESINO SUBLIMADO" CONTESTA ARTURO A UNA PREGUNTA DE AVELINA LESPER. ENTREVISTADO PARA MILENIO, AQUÍ:

muchas más imágenes en http://bit.ly/106lnmA


Arturo Rivera
es un pintor mexicano que nace en la Ciudad de México en 1945. Estudió pintura en la Real Academia de San Carlos, entre 1963 y 1968, y serigrafía y foto-serigrafía en The City Lit Art School en Londres, entre 1973 y 1974.

"Sí, soy un asesino sublimado"

Una entrevista de Avelina Lesper para MILENIO diario.








domingo, 14 de abril de 2013

LEÓN FELIPE, ENSEÑO A DECIR Y ESCRIBIR "AMOR" A SARITA MONTIEL.




Entre Sara Montiel y Manuel Acuña
Por José Luis Martínez
para su columna en MILENIO DOMINICAL


Haz clic en el siguiente enlace:

Como aderezo al texto, aquí un poema escrito por LEÓN FELIPE,
dedicado a SARITA MONTIEL:

No te tenías que llamar Sara.

Tu nombre debería ser libertad.

En tus bellos pardos ojos
el sol de la Mancha ríe;
en tu boca los claveles
de tus labios hacen nido;
la rubia era, caliente
voló formando tu pelo,
y las bodegas, umbrías,
y el rojo vino, sombrío,
savia a tu cuerpo dieron,
como la tierra a las tejas,
pan que fuese de trigo,
ruboroso, bien oliente,
nutritivo y entrañable.
La Mancha es en ti mujer
y en mi corazón el dardo.   

Haz clic:
Juan María Alponte

León Felipe





martes, 9 de abril de 2013

VERÓNICA MURGUÍA Y DAVID HUERTA. UNA PAREJA QUE TRASCIENDE.




“Cuando nos enamoramos no tratamos de averiguar qué es lo que nos pasa, nos entregamos de lleno. En el poema de Claudio (Rodríguez) la palabra verdad está cargada de intelectualismo, del ejercicio de la inteligencia: qué es lo que me pasa, no lo sé, yo me voy a entregar a esa experiencia, exaltada o penosa”

Del libro "Historia" CONACULTA de David Huerta. Haz clic en http://www.justa.com.mx/?p=26241



Hoy, 9 de abril, Verónica recibió el 
PREMIO GRAN ANGULAR 2013
por su novela "Loba"
La escritora con la pequeña estatua que representa el PREMIO

Más información en




MARGARET THATCHER 1925-2013

TODO ESTÁ DICHO
"En cuanto se concede a la mujer la igualdad con el hombre, 
se vuelve superior a él"

sábado, 6 de abril de 2013

JOSÉ RAMÓN ENRÍQUEZ Y SU COLUMNA "PÁNICO ESCÉNICO" EN REFORMA:





PÁNICO ESCÉNICO

Los conversos
Por José Ramón Enríquez

El autor aborda el libro 'Ovejas Negras', del escritor Emiliano Ruiz Parra

Son mayoría los estudiosos que hoy ven a los pueblos como protagonistas de su historia, a diferencia de un pasado, no tan lejano, en que la historia se leía desde las vidas de seres especiales, que llegaban "providencialmente" a cambiar destinos.

El pueblo es el protagonista a pesar de estructuras que, como la jerarquía católica, se encierran en cesarismos que quisieran inexpugnables pero resultan demasiado manchados por corruptelas al peor estilo renacentista.

Los pueblos actúan, con todas las dificultades y lentitudes que se van encontrando, para empujar los cambios a regañadientes de pastores que quisieran ser más omnipotentes que el Todopoderoso.

Esto me lo subrayó un compañero de mesa, el padre Lugo, durante la presentación del libro de Emiliano Ruiz Parra, Ovejas negras. Rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo 21, cuando yo calificaba como providenciales tanto al Papa bueno, Juan XXIII, como a Pablo VI, por haber convocado, uno, al Concilio Vaticano II y por haberlo llevado, el otro, a buen puerto con todas las dificultades y contradicciones que pudo haber en el camino.

No se puede negar la clarividencia de estos dos papas, pero los cambios, las reflexiones y las aperturas que la iglesia católica habría de experimentar, se habían venido gestando en el seno de las comunidades, en el pueblo de Dios, protagonista auténtico de su historia.

Esto es importante tomarlo en cuenta ahora que se espera tanto de los caminos que andará el papa Francisco. La olla de presión en que está convertida la estructura eclesial, desde su cúpula burocrática hasta los más "insignificantes" de sus bautizados, exigen cambios que, ojalá, sean comprendidos y llevados a cabo por otro papa bueno, el que hoy ha elegido llamarse como el poverello de Asís e inicia, con ello, una serie de signos que aplaude la mayoría de los católicos.

Y si no los comprende o si el exceso de prudencia amenaza con paralizarlo, ojalá que se deje convertir, como otros pastores, por el pueblo al que sirve. Como quiera que sea ese pueblo seguirá caminando en dimensiones temporales imprevisibles.

Y esta es una de las características que se repiten en los personajes cuyos perfiles traza Emiliano Ruiz Parra en su libro Ovejas negras: de una u otra forma son conversos.

De familia con aristocracia eclesial (sobrino de obispo y primo de los sacerdotes humanistas Méndez Plancarte) don Sergio Méndez Arceo, doctor en historia, publicaba el libro La Real y Pontificia Universidad de México, en 1952, el año en que fue nombrado obispo de Cuernavaca. Pero su pueblo y el Vaticano II lo convirtieron, dejó vuelos académicos y se metió a fondo en la historia hasta ser calificado por la derecha como Obispón Rojo.

A don Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal, que llegó a su diócesis tras ser padre espiritual de Seminario en zona cristera, lo convirtieron sus indígenas, quienes lo llamaron Tatic.

Y lo mismo habría de sucederle a Fray Raúl Vera OP: lo convirtió el pueblo indígena y pobre, en San Cristóbal, y en Saltillo sigue fiel al pueblo de Dios. Con eso no contaban quienes lo enviaron a suceder a Don Samuel, con las intenciones con que enviaron al Cardenal Posadas a desmontar la obra de Don Sergio. Sólo que el Cardenal no se dejó convertir.

Casi todos los personajes del libro de Emiliano Ruiz Parra, Ovejas negras (Océano, 2012), son conversos porque en la Iglesia las ovejas han convertido a sus pastores, desde su fundador que por ello fue crucificado y resucitó.


panicoes@hotmail.com






Copyright © Grupo Reforma Servicio InformativoPÁNICO ESCÉNICO

Los conversos
Por José Ramón Enríquez

El autor aborda el libro 'Ovejas Negras', del escritor Emiliano Ruiz Parra

Son mayoría los estudiosos que hoy ven a los pueblos como protagonistas de su historia, a diferencia de un pasado, no tan lejano, en que la historia se leía desde las vidas de seres especiales, que llegaban "providencialmente" a cambiar destinos.

El pueblo es el protagonista a pesar de estructuras que, como la jerarquía católica, se encierran en cesarismos que quisieran inexpugnables pero resultan demasiado manchados por corruptelas al peor estilo renacentista.

Los pueblos actúan, con todas las dificultades y lentitudes que se van encontrando, para empujar los cambios a regañadientes de pastores que quisieran ser más omnipotentes que el Todopoderoso.

Esto me lo subrayó un compañero de mesa, el padre Lugo, durante la presentación del libro de Emiliano Ruiz Parra, Ovejas negras. Rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo 21, cuando yo calificaba como providenciales tanto al Papa bueno, Juan XXIII, como a Pablo VI, por haber convocado, uno, al Concilio Vaticano II y por haberlo llevado, el otro, a buen puerto con todas las dificultades y contradicciones que pudo haber en el camino.

No se puede negar la clarividencia de estos dos papas, pero los cambios, las reflexiones y las aperturas que la iglesia católica habría de experimentar, se habían venido gestando en el seno de las comunidades, en el pueblo de Dios, protagonista auténtico de su historia.

Esto es importante tomarlo en cuenta ahora que se espera tanto de los caminos que andará el papa Francisco. La olla de presión en que está convertida la estructura eclesial, desde su cúpula burocrática hasta los más "insignificantes" de sus bautizados, exigen cambios que, ojalá, sean comprendidos y llevados a cabo por otro papa bueno, el que hoy ha elegido llamarse como el poverello de Asís e inicia, con ello, una serie de signos que aplaude la mayoría de los católicos.

Y si no los comprende o si el exceso de prudencia amenaza con paralizarlo, ojalá que se deje convertir, como otros pastores, por el pueblo al que sirve. Como quiera que sea ese pueblo seguirá caminando en dimensiones temporales imprevisibles.

Y esta es una de las características que se repiten en los personajes cuyos perfiles traza Emiliano Ruiz Parra en su libro Ovejas negras: de una u otra forma son conversos.

De familia con aristocracia eclesial (sobrino de obispo y primo de los sacerdotes humanistas Méndez Plancarte) don Sergio Méndez Arceo, doctor en historia, publicaba el libro La Real y Pontificia Universidad de México, en 1952, el año en que fue nombrado obispo de Cuernavaca. Pero su pueblo y el Vaticano II lo convirtieron, dejó vuelos académicos y se metió a fondo en la historia hasta ser calificado por la derecha como Obispón Rojo.

A don Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal, que llegó a su diócesis tras ser padre espiritual de Seminario en zona cristera, lo convirtieron sus indígenas, quienes lo llamaron Tatic.

Y lo mismo habría de sucederle a Fray Raúl Vera OP: lo convirtió el pueblo indígena y pobre, en San Cristóbal, y en Saltillo sigue fiel al pueblo de Dios. Con eso no contaban quienes lo enviaron a suceder a Don Samuel, con las intenciones con que enviaron al Cardenal Posadas a desmontar la obra de Don Sergio. Sólo que el Cardenal no se dejó convertir.

Casi todos los personajes del libro de Emiliano Ruiz Parra, Ovejas negras (Océano, 2012), son conversos porque en la Iglesia las ovejas han convertido a sus pastores, desde su fundador que por ello fue crucificado y resucitó.


panicoes@hotmail.com






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"Nunca antes te contaron el cuento así..."

"Una lectura, querido Beto, de la España actual par tus lectores"  
Un abrazo de Julio Ortega


Blancanieves invertebrada
EN EL BLOG DE JULIO ORTEGA




Casi toda buena película es hoy sobre el arte de hacer una película.  El cine comparte hoy su mecánica del “cut” y el “montaje” con la novela; y de ser el último arte que creaba la “ilusión de vida” en su cámara oscura, ha pasado a ser, como la actual literatura, un lenguaje sobre su misma convención comunicativa. Ese artificio de la representación hace de las mejores películas un acto conceptual: revelan su propia hechura entre tipos y estereotipos, tropos y parodias. Por eso, el buen cine ha dejado de ser el lugar del gusto permisible.  Las pobres películas solían sancionarse, licenciosamente,  en buenas (las que me gustan) y malas (las que no me gustan).  Todavía hay espectadores que frecuentan el cine de los Flinston, y ejercen de picapedreros armados del mazo de su juicio. Pero casi todo buen espectador tiene educado el gusto y tolera el metalenguaje fílmico con complicidad.

Las mejores películas realistas han terminado siendo teatrales, como ocurre con “Amour,” cuya economía se debe a la escena. Es tan realista, en el  sentido de la representación verosímil, que recae en el anacronismo: resulta conmovedor ver a un actor de nuestra juventud, Jean-Luis Trintignant, leyendo el periódico. 

Tarantino es culpable de esta apoteosis autoreferencial y hay que reconocer que logra plagiarse con éxito, a diferencia del precursor Woody Allen, que se imita pésimamente, y a quien esperamos que ninguna otra ciudad europea le financie una película. En defensa suya, digo. En “Queremos tanto a Glenda”, Julio Cortázar cuenta de un club de admiradores de una actriz que, de pronto, empieza a degradarse en películas imposibles;  el club decide secuestrar sus películas y, con justicia poética, eliminarla.

Claro que en su último film Tarantino abusa de los lugares comunes, según algunos para actualizar el horror de los mitos sobre el Sur norteamericano.  Pero dudo de su capacidad didáctica, y admiro, mas bien, su irreverencia con la buena conciencia americana. No hay que olvidar  que la artista Kara Walker utilizó la técnica de  siluetas recortadas de negros y blancos del Sur para exhibir el horror de lo reprimido. La representación de otra representación, el montaje de esas  escenas resultaban inocentes en su material (moldes del taller de costura) y perversas en su ilustración del racismo.

En “Malditos bastardos” hay un momento apoteósico de la convención escénica. Siempre se dijo que el "aparte" era el recurso teatral más convencional, al punto que resultaba burdo y propio de la astracanada. El peor ejemplo es el autor de comedias que  metió en escena cien personajes, y no sabiendo qué hacer con ellos decidió, en el siguiente acto, anunciar que habían tomado un barco, y el barco se había hundido. Tarantino pone a prueba a sus espectadores al usar el recurso en un momento decisivo: en la mesa del patrón, el mayordomo negro obliga a su amo a ir con él al cuarto adjunto, donde a puerta cerrada le revela la verdad de lo que está ocurriendo. Lo cual precipita la violenta economía del desenlace. Como demuestra María Pizarro Prada en su trabajo sobre el género policial, la verdad revelada mata. Tarantino, gracias a la retórica popular, se sale otra vez con la suya.

Este largo introito es para poder decir que “Blancanieves,” la película de Pablo Berger, me ha conmovido con su dolorosa ironía, calidad crítica, y apoteosis de lugares comunes. Ha sido comparada con “El artista” por su mera coincidencia en el cine mudo. Pero mientras la película francesa es simpática y liviana, esta espléndida versión de la "Bella durmiente” está situada en la experiencia de la crisis endémica de la verosimilitud como referente común. Y nos hace cómplices de una crueldad excesivamente nuestra; esto es, de una ideología premoderna, estereotípica  y patriarcal.

Se trata de la pesadilla que sueña la cultura ibérica en una noche de lucidez desamparada. Esa imagen atroz parece una sublimación de la actualidad: para verse a sí misma en el espejo del mundo al revés, la España de 2012 (entre los desahucios, la corrupción y los parados) solo puede soñarse en el horror moral de 1928. No le atribuyo al director y su equipo semejante tremendismo alegórico; pero aún sin proponérselo y a pesar suyo, cada escena del pasado representa una España ideológicamente construida como inexorable, incólume y feroz. Como si lo real se debiese a la lógica de una pesadilla irreversible.

La patología ideológica en esta obra (que debe más al “teatro de la crueldad” que al pintoresquismo de las españoladas del XIX francés) se debe a la melancolía como refutación puntual del deseo de vida.  Los sujetos sucumben  atrapados en su destino antimoderno de clase, género, geografía, historia y violencia.  Este mundo se parece a La Mancha del Quijote, de donde no se puede huir sino loco y a donde solo se puede volver a morir.  Blancanieves  es un emblema del desvalor porque ella no puede imaginar un horizonte de futuro. La melancolía española (la imposibiidad de superar lo real construido ideológicamente) tiene en esta película su apoteosis de crueldad, ironía y horror.  Se trata, bien vista, de una denuncia tan cervantina como goyesca: sutil y aguda. Del fondo de la gran tradición hispánica de representar la agonía como ejemplar, se levanta en esta obra la voluntad liberal, moderna y laica que confronta la cerrazón ideológica que pasa como verdad irrefutable. Se trata del arte del luto español. Experto en traernos una flor de cementerio.

La gracia perversa de Maribel Verdú hace del pasado actualidad. En la sociedad española actual, como ha visto la socióloga Isabel Madruga, la ruptura matrilineal y monoparental desampara a los hijos en la marginalidad.  Se trata, por lo mismo, de la estructura narrativa del “romance nacional” tópico: la fractura del núcleo familiar reproduce la improbabilidad de una familia nacional. A la niña deshauciada, que danza como la madre muerta y torea como el padre perdido, sólo le quedan la charlotada y la barraca, los márgenes de la cultura desheradada. En el mundo al revés, esta Blancanieves no tendrá casa, escuela, trabajo, seguro médico, ahorros, ni pensión. El mundo ideológico es el Infierno: su orden de clases y poderes son círculos desarticulados. Es, por eso, peor que el castigo: arbitrario y a la vez impensable. Sólo puede ser representado como Comedia, a veces divina, a veces humana, esta vez española.

No en vano esta película coincide en su ferocidad visual con el ardor sarcástico de Juan Goytisolo; con la denuncia del demótico castellano que propicia Julián Ríos; con la documentada protesta visceral de Manuel Vilas; con las hiperbólicas comedias bárbaras de José Ovejero; con el grotesco apoteósico de Juan Francisco Ferré; con la crítica de las representaciones naturalizadas con que nos reta  Robert Juan-Cantavella; con los nuevos espacios contra-ideológicos que postulan la mundanidad de  las heorínas de Lara Moreno; la libertad lúdica de las tersas historias de Elvira Navarro; y las parábolas de humor gótico que trama con brío Marina Perezagua,  entre varias otras voces de alarma de la España que despierta con furor creativo en su actual horizonte literario.

Cualquiera de estos narradores podria haber imaginado a Blancanieves trabajando en la barraca como Blancanieves. Y cualquiera de ellos habría postulado la hipótesis de una mujer ni viva ni muerta, dormida,  que llora una lágrima de sangre.