miércoles, 28 de noviembre de 2012

jueves, 22 de noviembre de 2012

ETGAR KERET EN MEXICO: EL 2 DE DICIEMBRE PROYECCIÓN DE UNA PELÍCULA BASADA EN SUS CUENTOS - EL 5 DE DICIEMBRE PRESENTACIÓN DE SU LIBRO MÁS RECIENTE CON PEPE GORDON Y PACO CALDERÓN - EL AUTOR ESTARÁ PRESENTE. ENTÉRATE:



PRESENTACIÓN DEL LIBRO
De repente un
toquido en la puerta
de Etgar Keret



Con Fernando Rivera Calderón,
José Gordon y el autor

              El Miércoles 5 de diciembre • 7:00 pm

Centro Cultural Elena Garro
Fernández Leal 43, La Conchita, Coyoacán









EL DOMINGO 2 DE DICIEMBRE 
PROYECCIÓN DE LA PELÍCULA
WRISTCUTTERS 
(Basada en el libro Pizzería Kamikaze):







«Las breves historias de Keret son feroces, graciosas, llenas de energía y
perspicacia, y al mismo tiempo profundas, trágicas y muy conmovedoras.»
Amos Oz



SORPRÉNDETE
LOS CUATRO CUENTOS CON LOS QUE INICIA EL LIBRO DE ETGAR KERET Y...UNO DE PILÓN:
De repente un toquido en la puerta. Etgar Keret. Ed. Sexto piso



De repente un toquido en la puerta

—Cuéntame un cuento —me ordena el hombre con barba que
está sentado en el sofá de mi sala.
Reconozco que la situación me resulta bastante incómoda,
porque yo escribo cuentos, pero no soy un cuenta cuentos. Y
además no lo hago por encargo. La última persona que me pidió
que le contara un cuento fue mi hijo, hace un año. Inventé
algo sobre un hada y un ratón de campo, ni siquiera recuerdo
qué, sólo sé que a los dos minutos ya se había quedado dormido.
Mientras que la situación de ahora es absolutamente
distinta. Porque mi hijo no tiene barba. Ni pistola. Y porque
mi hijo me pidió el cuento, mientras que la intención de
este hombre es robármelo.
Procuro explicarle al barbudo que si enfunda la pistola
será mucho mejor para él. Para los dos, en realidad. Porque es
difícil que se te ocurra un cuento mientras te encañonan la
cabeza con una pistola cargada. Pero el tipo insiste.
—En este país —explica—, cuando quieres algo, tienes que
exigirlo por la fuerza.
Es un inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia
la situación es completamente diferente. Allí, cuando se
quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan.
Pero en el asfixiante y enrarecido Medio Oriente, eso no es así.
A uno le basta con pasar aquí una semana para entender cómo
funcionan las cosas. O para ser más exactos, para entender
cómo no funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos
modales un Estado. ¿Se los dieron? ¡Pura mierda! Mientras
que cuando pasaron a hacerse volar por los aires en autobuses
cargados de niños, empezaron a escucharlos. Los colonos
quisieron que se les enviara a alguien con quien dialogar. ¿Les
enviaron a alguien? Otra mierda, eso es lo que les enviaron.
Pero en cuanto se pusieron a repartir madrazos y a lanzarles
aceite hirviendo a los guardias fronterizos, los estamentos empezaron
a querer tomar contacto. Este país sólo entiende el
lenguaje de la fuerza y no importa que se trate de un asunto de
política, de economía o de un lugar de estacionamiento. Aquí
sólo entendemos la fuerza.
Suecia, el lugar desde el que el barbudo ha inmigrado, es
un país progresista y avanzado en no pocos campos. Porque
Suecia no es sólo ABBA, IKEA y el Premio Nobel. Suecia es todo
un mundo de cosas, y lo muchísimo que tienen lo han conseguido
exclusivamente por las buenas. En Suecia, si se le hubiera
ocurrido ir a casa de la vocalista de Ace of Base y tocar la
puerta para pedirle que le cantara una canción, ella le habría
preparado una taza de té, habría sacado la guitarra de debajo
de la cama y se habría puesto a tocar. Y todo con una sonrisa.
¿Pero aquí? Si no trajera una pistola en la mano seguramente
yo lo habría echado a patadas escaleras abajo.
—Mira… —le digo intentando que entre en razón.
—Nada de mira —exclama furioso el barbudo tomando el
arma—, o el cuento o un balazo en la cabeza.
Así que comprendo que no tengo alternativa, que el tipo
va completamente en serio.
—Hay dos personas sentadas en una habitación —empiezo—,
cuando de repente alguien toca la puerta con los nudillos.
El barbudo se yergue. Por un momento creo que el cuento
lo ha atrapado. Pero no. Está escuchando otra cosa. Y es que
realmente hay alguien tocando la puerta con los nudillos.
—Abre —me dice—, y no intentes nada. Échalo de aquí lo
más deprisa posible, porque si no esto va a acabar muy mal.
El joven de la puerta es un encuestador. Quiere hacerme
unas cuantas preguntas. Muy cortas. Sobre la elevadísima humedad
que hay aquí en verano y cómo ésta afecta a mi estado
de ánimo. Le digo que no quiero que me haga la encuesta, pero
él, de todos modos, se cuela.
—¿Quién es? —me pregunta, apuntando hacia el barbudo.
—Es mi sobrino, de Suecia —le miento—. Ha venido para
enterrar aquí a su padre que ha muerto en un alud de nieve. En
estos momentos estábamos mirando el testamento. ¿Serías,
pues, tan amable de respetar nuestra intimidad yéndote ahora
mismo?
—¡Vamos! —me dice el encuestador, dándome una palmadita
en el hombro—, si son cuatro preguntitas de nada. Deja
que este buen hombre se pueda ganar el pan. Me pagan por
encuesta hecha.
Se desparrama en el sofá con su carpeta. El sueco se sienta
a su lado. Yo sigo de pie, intentando parecer convincente.
—Te ruego que te vayas —le digo—, has llegado en mal momento.
—¿Cómo que en mal momento? ¿Porque no soy lo suficientemente
blanco? Para los suecos veo que sí dispones de
todo el tiempo del mundo, pero para este marroquí que, como
soldado recién llegado del frente del Líbano, ha dejado allí la
vida, para este don nadie, no tienes ni un triste minuto.
Intento explicarle que eso no es así, que simplemente se
le ha ocurrido llegar en un momento delicado para el sueco y
para mí. Pero el encuestador se acerca el cañón de su pistola
a los labios indicándome que me calle la boca.
—Ya —me dice—, déjate de excusas. Siéntate ahí en el sillón
y desembucha.
—¿Que desembuche qué? —le pregunto.
La verdad es que ahora sí estoy nervioso. El sueco también
tiene una pistola y aquí se puede llegar a armar un verdadero
enfrentamiento entre Oriente y Occidente o algo así, por la
diferencia de mentalidad. O hasta quizá resulte que al sueco le
dé por enloquecer porque quería el cuento para él solito.
—No intentes engañarme —me amenaza el encuestador—,
tengo la mecha corta. Vamos, suelta ya de una vez un cuento.
—Eso —se le une el sueco, con una sorprendente complicidad
mientras también me apunta con su arma y yo carraspeo
para volver a empezar.
—Tres personas están sentadas en una habitación…
—Y nada de «de repente tocan la puerta con los nudillos»
—me advierte el sueco.
El encuestador no entiende a qué se refiere, pero le sigue
la corriente.
—Suéltalo ya —exclama—, y sin toquidos en la puerta.
Cuéntanos otra cosa. Algo que nos sorprenda.
Callo un momento y tomo aire. Los dos tienen la mirada
fijada en mí. ¿Por qué tendré que verme siempre en situaciones
como éstas? A Amos Oz o a David Grossman nunca les pasaría
algo así. De repente se oyen unos golpecitos en la puerta. La
mirada de concentración de los dos se vuelve ahora amenazadora.
Yo me encojo de hombros. No tengo nada que ver con eso,
ni mi cuento tiene nada que ver con ese toquido en la puerta.
—Deshazte de él —me ordena el encuestador—, sea quien
sea, dile que se largue.
Abro la puerta sólo una rendija. Es un repartidor que trae
una pizza.
—¿Eres Keret? —me pregunta.
—Sí —le digo—, pero yo no he pedido ninguna pizza.
—Aquí dice Zamenhof 14 —insiste, agitando una nota delante
de mis narices y metiéndose a la casa.
—Lo dirá —le contesto—, pero yo no he pedido ninguna
pizza.
—Una familiar —se empecina él—, mitad piña, mitad anchoas.
Está pagada. Con tarjeta. Sólo tienes que darme la propina
y me largo volando.
—¿Tú también has venido por el cuento? —le pregunta el
sueco.
—¿Qué cuento? —se extraña el repartidor de pizza.
Pero se le nota que miente, porque es muy mal actor.
—Vamos, sácala —le espeta el encuestador—, saca la pistola
de una vez.
—No tengo ninguna pistola —confiesa el repartidor, dejando
asomar, sin embargo, de debajo de la caja de cartón, un
largo cuchillo de carnicero—, pero lo haré picadillo si no se
inventa enseguida una buena historia.
Ahora están los tres sentados en el sofá. El sueco a la derecha,
a su lado el repartidor y a la izquierda el encuestador.
—Yo así no puedo —les digo—, no se me va a ocurrir ningún
cuento si están ahí los tres con la tontería de las armas.
Salgan un rato a dar una vuelta y cuando vuelvan veré si les
tengo algo preparado.
—Lo que va a hacer el mierda éste es llamar a la policía
—le dice el encuestador al sueco—. Cree que nos chupamos
el dedo.
—Vamos, échate uno y nos vamos —me suplica el repartidor
de pizza—, uno cortito. No seas tacaño, los tiempos que
corren son muy malos, entre el desempleo, los atentados y
los iraníes. La gente está sedienta de otra cosa. ¿Qué crees
que nos ha traído hasta tu casa a unas personas normalitas como
nosotros? La desesperación, hombre, la desesperación.
Yo asiento y vuelvo a empezar.
—Cuatro personas están sentadas en un sofá. Hace calor.
Se aburren. El aire no funciona. Uno pide un cuento. Los demás
le hacen coro…
—Eso no es un cuento —exclama irritado el encuestador—,
eso es un informe de la situación, de lo que en este momento
está pasando aquí. Precisamente de lo que estamos
intentando escapar. No nos recicles la realidad como el camión
de la basura. Dale a la imaginación hermano, inventa algo, vamos,
lo más increíble posible.
Vuelvo a empezar.
—Un hombre está sentado en una habitación. Está solo.
Es escritor. Quiere escribir un cuento. Ha pasado mucho tiempo
desde que escribió su último cuento y siente una fuerte
añoranza. Echa de menos la sensación de crear algo a partir de
algo. Sí, algo a partir de algo. Porque eso de crear algo de la
nada es para cuando de verdad se inventa algo. Y eso ni vale
la pena ni es gran cosa. Mientras que crear algo a partir de algo
quiere decir saber descubrir algo que ya existía todo el tiempo
en ti y descubrirlo a través de algo que ha sucedido y que nunca
antes había pasado. Finalmente, el hombre decide escribir
sobre la situación. No sobre la situación política, ni tampoco
sobre la situación social del país. Decide escribir un cuento
sobre la situación humana, o mejor dicho, sobre la condición
humana tal y como él la está experimentando en ese mismo
momento. Pero no se le ocurre nada. Porque la situación humana,
tal y como él la está viviendo en ese momento, según
parece, no merece ningún cuento. Está a punto de renunciar a
la idea cuando de repente…
—Ya te lo he advertido —me interrumpe el sueco—, nada
de toquidos en la puerta.
—Es que tiene que ser así —me empeño yo—, sin que toquen
la puerta no hay cuento.
—Déjalo —dice el repartidor de pizza suavemente—. Dale
un poco de libertad. Si quiere que toquen la puerta, pues que
la toquen. ¡Lo que sea, con tal de que nos cuente un cuento
de una vez!



Mentiralandia

Robi dijo la primera mentira a los siete años. Su madre le había
dado un billete viejo y arrugado y le había pedido que fuera a la
tienda a comprarle una cajetilla de Kent largos. Con el dinero,
Robi se compró un helado. Las monedas del cambio las escondió
debajo de una piedra grande en el patio trasero del edificio
en el que vivían y cuando volvió a casa le contó a su madre
que un niño pelirrojo con un aspecto horroroso y al que le faltaba
uno de los dientes delanteros lo había parado en plena
calle y le había dado una bofetada quitándole el billete. Ella se
lo creyó. Y desde entonces Robi no ha dejado de mentir. Cuando
estaba en la preparatoria se fue a Eilat y se tiró en la playa
casi una semana después de haberle vendido al profesor de su
curso el cuento de que a su tía de Beer-Sheva le habían diagnosticado
un cáncer. En el servicio militar esa tía imaginaria
ya se había quedado ciega y así es como pudo ayudar a Robi a
salir del problema en el que se había metido por abandono del
puesto de guardia, y eso sin ser detenido, ni siquiera arrestado.
En el trabajo justificó en una ocasión un retraso de dos horas
con la mentira de que se había encontrado un pastor alemán
atropellado en la cuneta y que lo había llevado al veterinario.
En la mentira el perro se quedó paralítico de dos patas y el
retraso fue completamente olvidado. Fueron muchísimas las
mentiras que Robi Elgrabli tuvo ocasión de contar durante
su vida. Mentiras mancas y enfermas, violentas y malvadas,
mentiras con piernas y con ruedas, mentiras con chaqueta
y mentiras con bigote. Unas mentiras que se inventaba al instante,
sin pensar en que un día fuera a tener que volver a encontrarse
con ellas.
Todo empezó en un sueño. Un sueño corto y muy poco claro
sobre su madre muerta. En el sueño estaban sentados los dos
en una esterilla en medio de una plataforma blanca, sin más
detalles, una extensión blanca que parecía no tener ni principio
ni fin. A su lado, en la infinita plataforma blanca había
una máquina expendedora de chicles, de las antiguas, con la
parte de arriba transparente y una rendija por la que se echaba
la moneda. Si se giraba una palanca le salía a uno un chicle de
bola. En el sueño la madre de Robi le dijo que empezaba a fastidiarle
eso de estar en el otro mundo, porque aunque la gente
ahí era muy buena, no había cigarros.
—No es sólo que no haya cigarros, sino que encima no
hay café, ni existe la emisora Reshet Bet. ¡No hay nada de
nada! Tienes que ayudarme, Robi —le dijo—, tienes que
comprarme un chicle. Recuerda que yo te crié, hijo mío.
Durante un montón de años te lo di todo sin pedir nada a
cambio. Y ahora ha llegado el momento de recompensar un
poquito a tu anciana madre. Cómprame una bola de chicle. De
ser posible, roja. Aunque si te sale una azul, tampoco pasa
nada.
En el sueño, Robi rebuscó una moneda en los bolsillos,
pero no encontró ninguna.
—No tengo dinero, mamá —le dijo bañado en lágrimas—,
no tengo ni un centavo, he buscado bien en todos mis bolsillos.
Siendo como era que él nunca lloraba cuando estaba despierto,
resultaba raro que ahora llorara en el sueño.
—¿Has buscado también debajo de la piedra? —le preguntó
su madre, cubriendo con su mano la de él—, ¿estarán todavía
ahí aquellas monedas?
Y entonces se despertó. Eran las cinco de la mañana de un
sabbat y fuera todavía estaba oscuro. Robi se encontró subiéndose
al coche y dirigiéndose al lugar en el que vivió de niño.
Siendo un sábado por la mañana, sin tráfico en la carretera, le
llevó menos de veinte minutos llegar. En la planta baja del edificio,
donde en su día había estado la tienda de Pliskin, habían
abierto una de esas tiendas donde todo cuesta lo mismo, y al
lado, en lugar de la zapatería, había ahora una tienda de una
compañía de celulares que tenía tal variedad de terminales en
el escaparate que se diría que no existía el mañana. Pero lo que
era el edificio en sí, seguía igualito que siempre. Habían pasado
más de veinte años desde que se fueron y entre tanto ni
siquiera lo habían vuelto a pintar. El patio también seguía
igual, con unas cuantas flores, la llave, el viejo manómetro oxidado
y un montón de malas hierbas. Y en un rincón del patio,
al lado del tendedero que todos los años convertíamos en
sukah,* estaba la piedra blanca.
Se quedó allí de pie, en el patio trasero de la casa en la que
se crió, con el anorak militar, una linterna de plástico grande
y sintiéndose muy raro. Eran las cinco y media de la mañana
de un sábado. Si de repente llegaba a salir un vecino, ¿qué le
iba a decir? «¿Mi madre muerta se me apareció en sueños
y me pidió que le compre un chicle de bola, así que he venido
por unas monedas?» Resultaba bastante raro que la piedra siguiera
allí después de tantos años. Aunque pensándolo bien,
tampoco es que las piedras se dediquen a marcharse por su
cuenta a ningún lado. Levantó la piedra con cierto miedo, como
si bajo ella pudiera encontrarse escondido un escorpión.
Pero allí no había ni escorpión ni serpiente ni ningunas monedas
de lira, sino un hueco del diámetro de una toronja que
irradiaba luz. Robi intentó mirar el interior del hueco, pero la
luz lo cegaba. Vaciló un instante, metió la mano y después el
brazo entero, hasta el hombro. Se tiró en el suelo esforzándose
por llegar a tocar algo en el fondo del foso. Pero éste no tenía
fondo y lo único que consiguió tocar tenía el tacto de un frío
metal. Como de una palanca. La palanca de una máquina
expendedora de chicles. Robi giró la palanca con todas sus
fuerzas y notó que el mecanismo le obedecía. Ahora había llegado
el momento en el que un enorme chicle redondo debía
salir recorriendo el camino que va desde el interior metálico
de la máquina hasta la palma de la mano del emocionado
niño que lo espera impaciente. Ahora era el momento en el que
todo eso debía suceder. Pero no sucedió. Porque en el momento
en el que Robi terminó de girar la palanca apareció aquí.
Ese «aquí» era otro lugar, pero también conocido. El lugar
del sueño con su madre. Un lugar completamente blanco, sin
paredes, sin suelo, sin techo, sin sol. Solamente blanco y con
una máquina de chicles. Una máquina de chicles y un niño pelirrojo,
bajito y feo al que Robi no vio en un primer momento.
Y antes de que a Robi le hubiera dado tiempo de sonreírle o
de decirle algo, el pelirrojo le dio una patada en la pierna con
todas sus fuerzas haciéndolo caer de rodillas. Ahora, allí arrodillado
y gimiendo de dolor, Robi y el niño eran exactamente
de la misma altura. El pelirrojo miró a Robi a los ojos y, a
pesar de que Robi sabía muy bien que nunca antes se habían
visto, aquel niño le resultaba familiar.
—¿Quién eres? —le preguntó al niño pelirrojo que tenía
delante jadeando.
—¿Yo? —le respondió el niño con una perversa sonrisa
que dejó al descubierto que le faltaba uno de los dientes delanteros—.
Soy tu primera mentira.
Robi intentó levantarse. La pierna en la que el pelirrojo le
había dado la patada le dolía a rabiar. El pelirrojo, entre tanto,
hacía ya rato que había salido huyendo de allí. Robi examinó
de cerca la máquina expendedora de chicles. Entre las bolas de
chicle se escondían unas bolas de plástico medio transparentes
con sorpresa dentro. Buscó una moneda en los bolsillos y se
acordó de que el niño pelirrojo le había arrebatado la cartera
antes de escapar. Robi se puso a cojear sin rumbo fijo. Como
en la plataforma blanca no había ningún punto de referencia
que no fuera la máquina de chicles, lo único que podía hacer
era intentar alejarse de ella. Cada pocos pasos volvía la cabeza
para comprobar que realmente la máquina se iba haciendo cada
vez más pequeña, y una de las veces que miró hacia atrás vio un
pastor alemán y a su lado un hombre viejo y enjuto con un ojo
de cristal y las dos manos amputadas. Al perro lo reconoció enseguida,
por cómo avanzaba medio reptando, ya que las patas
delanteras arrastraban tras de sí, con gran esfuerzo, la parte de
atrás del cuerpo, la paralizada. Aquél era el perro atropellado
de la mentira. Y el perro, jadeando por el esfuerzo y muy nervioso,
estaba muy contento de verlo. Le lamió la mano a Robi
mientras lo miraba fijamente. Al hombre flaco no conseguía
Robi identificarlo. El anciano le tendió el gancho que llevaba
montado sobre el muñón derecho para estrecharle la mano.
—Robi —dijo éste con una inclinación de cabeza.
—Igor —se presentó el anciano, palmeándole la espalda a
Robi con uno de los ganchos.
—¿Nos conocemos? —le preguntó Robi, tras unos segundos
de vacilante silencio.
—No —respondió Igor, levantando la correa con uno de los
ganchos—. Estoy aquí por él. Te ha olido a varios kilómetros de
distancia y se ha puesto muy nervioso. Ha querido que viniéramos.
—Entonces usted y yo no tenemos nada que ver —dijo Robi
con cierto alivio.
—¿Tú y yo? —dijo Igor—. En absoluto. Yo soy la mentira de
otra persona.
A Robi le habría encantado preguntarle de quién era la
mentira, pero no estaba muy seguro de que resultara educado
hacerlo. En realidad, quería preguntarle también qué lugar era
aquél y si había allí mucha más gente, o más mentiras, o como
quiera que se llamaran a sí mismos, fuera de él, pero temía que
esa pregunta resultara también demasiado delicada. Así que
en lugar de hablar se limitó a acariciar al perro cojo de Igor. El
perro era muy cariñoso. Parecía estar muy contento de ver a
Robi y éste se compadeció de él y se sintió culpable por no haber
inventado una mentira menos trágica y dolorosa.
—La máquina de los chicles —le preguntó a Igor tras unos
minutos—, ¿con qué monedas funciona?
—Con liras —le dijo el anciano.
—Antes estuvo aquí un niño que me robó la cartera —le
dijo Robi—, pero aunque no lo hubiera hecho no llevaba liras
en ella.
—¿Un niño al que le faltaba un diente? —le preguntó Igor—.
Ese pájaro roba a todo el mundo. Hasta las croquetas del perro.
Nosotros, en Rusia, a un niño como ése, lo sacaríamos en camiseta
y calzones a la nieve y no lo dejaríamos volver a entrar
en casa hasta que no tuviera todo el cuerpo bien azul.
Igor se señaló con uno de los ganchos el bolsillo trasero
del pantalón.
—Ahí hay unas cuantas liras. Tómalas, es un regalo que
te hago.
Robi, confuso, sacó una lira del bolsillo de Igor y, tras
darle las gracias, intentó ofrecerle a cambio su reloj Swatch.
—Gracias —sonrió Igor—, pero ¿para qué necesito yo un
reloj de plástico? Además, nunca tengo prisa por llegar a ningún
sitio.
Y al ver que Robi buscaba otra cosa para darle, en vez del
reloj, se apresuró a tranquilizarlo:
—Pero si el que está en deuda contigo soy yo. Si no fuera
por tu mentira del perro, ahora me vería aquí completamente
solo. De manera que ya estamos en paz.
Robi se fue cojeando muy deprisa en dirección a la
máquina de chicles. La patada del niño pelirrojo le seguía doliendo,
pero menos. Echó la lira en la máquina, aspiró profundamente,
cerró los ojos y giró la palanca con rapidez.
Se encontró tirado en el suelo del patio de su antigua casa.
La primera luz empezaba ya a pintar el cielo de un tono añil.
Robi sacó la mano apretada en un puño del profundo foso, y
cuando la abrió descubrió en ella un chicle redondo y rojo.
Antes de marcharse puso la piedra en su sitio. No se preguntó
qué era lo que exactamente había pasado allí, en el foso,
sino que se limitó a montarse en el coche, puso marcha atrás
y se fue de allí. El chicle rojo lo metió debajo de la almohada,
para su madre, por si volvía en sueños.
Durante los primeros días Robi todavía pensó mucho en
aquello, en el perro, en Igor, y en sus demás mentiras, con las
que, por suerte, no se había encontrado. Porque estaba aquella
extraña mentira que una vez le había dicho a Ruti, su novia anterior,
cuando no había ido a la cena del viernes a casa de los
padres de ella y le dijo que su sobrina que vivía en Netania tenía
un marido muy violento que la amenazaba con matarla y
que por eso había tenido que ir allí a calmar los ánimos. Hasta
hoy no entendía cómo había sido capaz de inventar una historia
tan demencial como ésa. Quizá fuera porque creía que
cuanto más complicada y retorcida fuera la excusa, Ruti más
se la creería. Hay personas que cuando no van a cenar a la
casa a la que están invitados el viernes por la noche se limitan
a decir que les duele la cabeza, mientras que por culpa de esa
mentira que él había dicho, ahora vivirían no lejos de allí, en
una especie de foso bajo tierra, un marido loco y una mujer
maltratada.
No regresó al foso, pero algo de aquel lugar seguía en él.
Al principio todavía siguió mintiendo, pero decía mentiras positivas,
nada de pegar palizas, ni de personas que cojeaban o
que tenían cáncer. Llegaba tarde al trabajo porque había tenido
que ir a regar las plantas a casa de una tía suya que se había
ido a visitar a su maravilloso hijo a Japón; no había podido
asistir a una fiesta de britah* porque una gata había parido en
su puerta y él se había tenido que ocupar de los gatitos. Y cosas
por el estilo. Pero el problema con todas estas mentiras positivas
era que resultaba mucho más difícil inventarlas. Por lo
menos las que sonaban creíbles. Porque cuando uno le cuenta
a alguien algo malo, enseguida se lo traga y le parece de lo más
normal. Mientras que cuando te inventas cosas buenas, la gente
tiende a sospechar. Así que poco a poco Robi se encontró
con que cada vez mentía menos. Sobre todo por pereza. Y con
el tiempo también fue pensando cada vez menos en aquel lugar.
En el foso. Hasta la mañana en la que oyó en el pasillo
a Natasha, la de presupuestos, hablando con el jefe de su departamento.
Le estaba pidiendo que le diera urgentemente un
permiso de unos pocos días porque su tío Igor había sufrido
un infarto. Un pobre viudo con muy mala suerte que había perdido
las dos manos en un accidente de tráfico en Rusia y que
ahora se encontraba completamente solo y desamparado. El
jefe le dio el permiso y Natasha se fue a su despacho, tomó su
bolsa y salió del edificio. Robi la siguió hasta el coche. Cuando
Natasha se paró para sacar las llaves del bolso, él también se
detuvo y ella se volvió hacia él.
—¿Trabajas en compras? —le dijo—. Eres el ayudante de
Zaguri, ¿verdad?
—Sí —asintió Robi—, me llamo Robi.
—Vaya, Robi —exclamó Natasha dedicándole una nerviosa
sonrisa rusa—, pues ¿qué cuentas? ¿Qué querías?
—Es por lo de la mentira que le acabas de decir al jefe de
tu departamento —tartamudeó Robi—, yo sé quién es.
—¿Me has seguido todo este rato hasta el coche sólo para
acusarme de ser una mentirosa? —le soltó Natasha.
—No —se defendió Robi—, si no te estoy acusando de nada,
de verdad. Que seas una mentirosa me parece genial. Yo también
lo soy. Pero al Igor de tu mentira lo conozco. Tiene un
corazón de oro. Y tú, perdona que te lo diga, te pasaste inventándole
más desgracias. Así que lo que te quiero decir es
que…
—¿Podrías quitarte? —lo cortó Natasha con frialdad—. No
me dejas abrir la puerta del coche.
—Sé que suena demencial, pero te lo puedo demostrar
—dijo Robi, ahora ya muy nervioso—. Igor sólo tiene un ojo,
bueno, quiero decir que es tuerto. Seguramente una vez mentiste
diciendo que Igor había perdido un ojo, ¿cierto?
Natasha, que ya se estaba subiendo al coche, se detuvo
en seco.
—¿De dónde sacas tú eso? —le dijo con recelo—. ¿Eres
amigo de Slava?
—No conozco a ningún Slava —balbució Robi—, sólo a Igor.
Si quieres te puedo llevar hasta él.
Estaban en el patio trasero del edificio. Robi quitó la piedra, se
tiró en la tierra húmeda y metió el brazo en el agujero. Natasha
estaba allí de pie a su lado. Él le tendió la mano libre y dijo:
—Agárrate fuerte.
Natasha miró a aquel hombre tendido allí a sus pies. De
unos treinta y pico, guapo, vestido con una camisa blanca, limpia
y muy bien planchada que ahora, en realidad, estaba menos
limpia y muchísimo menos planchada, con un brazo metido en
un agujero y la mejilla pegada al suelo.
—Agárrate fuerte —repitió Robi, mientras ella no hacía
más que preguntarse a sí misma, mientras le daba la mano,
cómo era posible que siempre se las arreglara para dar con tarados
como ése.
Cuando él había empezado con sus tonterías junto al coche,
Natasha había creído que quizá sólo se tratara de una clase
de humor algo especial, o de alguna estúpida broma típica israelí
para la cámara indiscreta, pero ahora se daba cuenta de
que aquel chico de mirada tierna y azorada sonrisa estaba
de psiquiatra. Sus dedos se aferraron con fuerza a los de ella.
Se quedaron así, completamente quietos por un momento, él
tirado en el suelo y ella de pie, un poco encorvada y mirándolo
confundida.
—Muy bien —susurró Natasha muy bajito y con un tono
casi de terapeuta—, ya estamos agarraditos de la mano, ¿y ahora
qué?
—Pues ahora voy a girar la palanca —dijo Robi.
Les llevó muchísimo tiempo dar con Igor. Primero se encontraron
con una mentira peluda y jorobada, por lo visto la
mentira de un argentino que no hablaba ni una palabra de
hebreo, y después con otra mentira de Natasha, un policía
religioso de lo más pesado que estaba empeñado en seguirlos
para que le mostraran la documentación y que, encima,
ni siquiera había oído hablar de Igor. La que terminó por
ayudarlos fue la sobrina maltratada de Robi, la de Netania.
Se la encontraron dando de comer a los cachorritos de la gata
de la última mentira que él había dicho. La tal sobrina hacía
ya unos días que no veía a Igor, pero sabía dónde podrían encontrar
al perro. Y éste, cuando terminó de lamerle las manos
y la cara a Robi, pareció encantado de guiarlos hasta la cama
de su amo.
Igor estaba bastante mal. Tenía la piel completamente
amarilla y se encontraba empapado en sudor. Pero al ver a Natasha
esbozó una enorme sonrisa. Estaba tan contento de que
hubiera ido a verlo, que hasta se empeñó en levantarse para
abrazarla, aunque apenas se podía parar. Cuando la abrazó,
Natasha se soltó a llorar y empezó a pedirle perdón, porque el
tal Igor, además de ser una de sus mentiras, era tío suyo. Un
tío que ella se había inventado, sí, pero su tío al fin y al cabo.
Igor le dijo que no tenía por qué disculparse y que aunque la
vida que había inventado para él no siempre fuera de lo más
fácil, él disfrutaba de cada momento y que no tenía por qué
preocuparse, ya que en comparación con el accidente de tren
en Minsk, el rayo que le había caído en Vladivostok y el ataque
de la jauría de lobos rabiosos en Siberia, el infarto que acababa
de sufrir era una menudencia. Después, al regresar a donde
estaba la máquina de chicles, Robi metió por la ranura una moneda
de lira, agarró la mano de Natasha y le pidió que hiciera
girar la palanca.
Cuando estuvieron de nuevo en el patio del edificio, Natasha
vio que tenía en la palma de la mano una bola de plástico
con una sorpresa dentro, un feísimo colgante de plástico amarillo
con forma de corazón.
—¿Sabes? —le dijo a Robi—, esta tarde tenía que marcharme
al Sinaí con una amiga para pasar unos días, pero creo que
lo voy a cancelar y que mañana volveré aquí para cuidar de Igor.
¿Quieres venir conmigo?
Robi asintió. Sabía que para poder ir con ella mañana tendría
que decir alguna mentira en la oficina y, aunque todavía
no había planeado exactamente cuál, ya sabía que se trataría de
una mentira alegre y que tendría mucha luz, flores, sol y, quién
sabe, puede que hasta unos cuantos bebés sonrientes.
* Sukah: precaria cabaña que se construye al aire libre para la Fiesta de las
Cabañas o de los Tabernáculos y en la que la familia vive los siete días que
dura la fiesta en conmemoración a las transitorias viviendas en las que se
alojaron los israelitas los cuarenta años que duró su éxodo en el desierto
tras su huida de Egipto. (N. de la T.)
* Britah: femenino de la palabra brit, «circuncisión». Ceremonia con la
cual se presenta a familiares y amigos al nuevo miembro femenino de
la familia, al que se le hace una fiesta similar a la de la circuncisión de los
varones. (N. de la T.)



Quesu -Cristo

¿Se han puesto a pensar alguna vez en cuál es la última palabra
más frecuentemente pronunciada por los que están a punto
de morir de una muerte violenta? El Instituto Tecnológico de
Massachusetts ha llevado a cabo un importante estudio sobre
la cuestión entre las distintas comunidades de Estados Unidos
y ha llegado a la conclusión de que la palabra no es otra sino
«fuck». Un 8% de los que están a punto de morir dice «what
the fuck», el 6% dice solamente «fuck», y hay un 2.8% que
dice «fuck you», que aunque en este caso la última palabra sea
«you», ésta no tendría sentido sin ir acompañada del «fuck»
que la precede. ¿Y qué es lo que dice Jeremy Kleinman cuando
llega medio muerto de hambre a la cantina de arriba? Dice:
«sin queso». Jeremy dice eso porque acaba de pedir algo en
una hamburguesería llamada Quesu-Cristo, y como en la carta
no tienen hamburguesas solas, Jeremy, que come kosher, pide
una hamburguesa con queso pero sin queso. La responsable
del restaurante ni se inmuta. Son muchísimos los clientes que
ya se lo han pedido con anterioridad. Tantos que ha sentido la
necesidad de informársela con unos cuantos correos electrónicos
detallados al director general de la red de hamburgueserías
Quesu-Cristo, que tiene la central en Atlanta. Le ha
pedido que añada a la carta la posibilidad de pedir simplemente
una hamburguesa. «Muchísima gente me la pide, y se ven
obligados a pedirme una hamburguesa con queso pero sin
queso, lo cual le resulta al cliente bastante ridículo, a la vez que
vergonzoso. Y, si me lo permite, le diré que también a mí
me resulta vergonzoso, por la empresa en general. Hace
que me sienta como una tecnócrata, y a los clientes los lleva a
pensar que la cadena es una empresa inflexible a la que tienen
que engañar con triquiñuelas para conseguir lo que quieren».
El director general no ha contestado a sus correos, y el hecho
de no haber obtenido respuesta ha sido para ella todavía más
vergonzoso y humillante que todas las veces que le han pedido
una hamburguesa con queso sin queso. Cuando un empleado
dedicado y responsable se dirige a su superior haciéndolo
partícipe de un problema, y con mayor razón si se trata de un
problema laboral relacionado con el lugar de trabajo, lo mínimo
que puede hacer el superior es reconocer que el problema
existe. El director general hubiera podido escribirle diciendo
que el asunto será analizado, o que aprecia que le haya escrito
pero que lamenta el hecho de que la carta del local no vaya
a poder ser modificada, o un millón de respuestas llenas de
palabrería similar. Pero no. No le ha contestado. Lo que ha
hecho que ella se sienta muy poca cosa. Exactamente igual que
aquella noche en New Haven cuando Nick, su novio, empezó
a echarle los perros a la mesera sin importarle que ella estuviera
sentada a su lado en la barra. Entonces lloró y Nick ni
siquiera entendió por qué. Aquella misma noche recogió todas
sus cosas y lo dejó. Unos amigos comunes la llamaron unas
cuantas semanas más tarde para decirle que Nick se había suicidado
y, aunque no la culparon directamente de lo sucedido,
había algo en la manera en cómo se lo contaron que resultaba
acusador, aunque no supiera muy bien definir cómo. De cualquier
modo, al no responderle el director general, sopesó
la posibilidad de renunciar. Pero aquella historia con Nick la
llevó a no hacerlo, y no porque creyera que el director de
Quesu-Cristo se fuera a suicidar cuando se enterara de que la
responsable de una de las apestosas sucursales del noreste del
país se había despedido al no responderle, pero aun así. Y
la verdad es que si el director general se hubiera enterado de
que se había marchado por él, se habría suicidado. La verdad
es que si el director general se hubiera enterado de que a
causa de la caza ilegal en África del león blanco, éste era un
animal en peligro de extinción, se habría suicidado. También
se habría suicidado si se hubiera enterado de algo mucho más
insignificante, como, por ejemplo, que al día siguiente iba
a llover. El director general de la red de hamburgueserías
Quesu-Cristo padecía una depresión clínica severa. Sus socios
y compañeros de trabajo lo sabían, pero se cuidaban de que
nadie conociera esa dolorosa realidad, por un lado porque respetaban
su intimidad y por el otro porque temían que las acciones
se desplomaran al instante. Y es que ¿qué nos vende, en
realidad, la Bolsa si no es la esperanza sin fundamento de un
futuro color de rosa? Y un director general que sufre de depresión
clínica no es que sea precisamente el embajador ideal para
transmitir ese mensaje. El director general de Quesu-Cristo,
que tenía asumida por completo la problemática personal y pública
de su estado anímico, intentaba ayudarse con medicación.
Pero las pastillas no le servían para nada. Los medicamentos
que tomaba se los prescribía un médico iraquí exiliado que
había conseguido el estatus de refugiado en Estados Unidos
después de que su familia hubiera sido bombardeada por error
por un caza F-16 que intentaba terminar con la vida de los hijos
de Saddam Hussein. Su mujer, su padre y dos hijos pequeños
resultaron muertos en el ataque y sólo su hija mayor, Suha,
sobrevivió. En una entrevista con la cnn el médico había dicho
que a pesar de su tragedia personal no estaba enojado con el
pueblo americano. Pero la verdad es que sí lo estaba. Más que
enojado, le hervía la sangre de ira contra el pueblo americano,
pero comprendía que si quería obtener la «Greencard» tenía
que mentir al respecto. Mientras mentía pensaba en los miembros
de su familia muertos y en su hija viva. Estaba convencido
de que poder estudiar en Estados Unidos le vendría muy bien
a su hija y que cuando mentía lo hacía, en realidad, por ella.
Pero se equivocaba de cabo a rabo. Su hija se quedó embarazada
a los quince años de un gordo y asqueroso blanco que estudiaba
un grado arriba de ella en la preparatoria y que se
negó a reconocer al niño. Por una complicación durante el
embarazo, el niño nació con daños cerebrales. Y en Estados
Unidos, como en la mayoría de los lugares del mundo, cuando
eres madre soltera de un niño retrasado, puede decirse que tu
suerte está echada. Seguramente habrá alguna película mala
que sostiene que eso no es así, que puedes encontrar el amor,
hacer carrera y otras cosas por el estilo. Pero no deja de ser una
película. En la vida real, desde el momento en el que te dicen
que tu hijo sufre retraso mental, es como si te colgaran por
encima de la cabeza un cartel con luces de neón parpadeantes
que dijera «game over». Quizá si su padre le hubiera dicho la
verdad a la cnn y no hubieran ido a Estados Unidos, la suerte
de ella habría sido otra. También en el caso de Nick, si no
le hubiera echado los perros a aquella mesera oxigenada de la
barra, su situación habría sido mejor, y la de la responsable
de la franquicia de la red de hamburgueserías, también. Y si el
director general de la compañía Quesu-Cristo hubiera recibido
el tratamiento médico adecuado, su estado anímico sería decididamente
estupendo. Y si aquel loco de la hamburguesería
no hubiera apuñalado a Jeremy Kleinman, el estado de Jeremy
sería el de un vivo, que es, como bien sabemos todos, muchísimo
mejor que el estado de un muerto, que era en el que se
encontraba en ese momento. Su muerte no fue inmediata. Jadeó,
quiso decir algo, pero la responsable de la franquicia que
lo tenía agarrado de la mano le pidió que no hablara para
que no se le fueran las fuerzas. Así que no habló, por intentar
conservar sus fuerzas. Lo intentó, sí, pero sin éxito. Hay una
teoría, creo que también del Instituto Tecnológico de Massachusetts,
que es la del efecto mariposa: una mariposa mueve
las alas en una de las playas de Brasil y, como resultado de ello,
al otro lado del mundo se desencadenará un tornado. Lo del
tornado está en el ejemplo original. Hubieran podido poner
otro ejemplo, que el aleteo de la mariposa trajera una lluvia
beneficiosa, pero los científicos que desarrollaron la teoría escogieron
un tornado. Y eso no fue porque también ellos, al
igual que el director de la red de hamburgueserías Quesu-Cristo,
sufrieran de depresión clínica, sino porque los científicos
especialistas en estadística saben que la probabilidad de que
algo dañino ocurra es mil veces mayor que la de que ocurra algo
útil. «Agárrame la mano», eso es lo que Jeremy Kleinman
quería decirle a la responsable del restaurante mientras la vida
se le escapaba como de una bolsa pinchada de leche chocolateada,
«dame la mano y no me la sueltes». Pero no se lo dijo
porque ella le pidió que no hablara. No se lo dijo porque no
hizo falta: ella lo tuvo agarrado de su sudorosa mano hasta que
murió. Y todavía un buen rato después, en realidad. Lo tuvo
agarrado de la mano hasta que los de la ambulancia le preguntaron
si era su mujer. Tres días después de aquello recibió un
correo electrónico del director general de la compañía. Lo que
había tenido lugar en aquella sucursal lo llevó a decidirse a
vender la compañía y a retirarse. La decisión lo sacó lo suficiente
de la depresión como para poder empezar a contestar
los correos. Los respondió con la computadora portátil desde
una maravillosa playa de Brasil. En el largo correo que escribió
le daba toda la razón y le decía que les transmitiría su razonada
petición a los nuevos directores. En el momento en el que le
dio al botón de «enviar», tocó con el dedo las alas de una mariposa
que descansaba adormecida en el teclado de la computadora.
La mariposa batió las alas. En algún lugar del otro lado
del mundo empezaron a soplar unos malos vientos.


Simyon

Había dos personas en la puerta: un lugarteniente con kipá de
ganchillo y detrás de él una oficial muy delgadita con el pelo
claro y ralo, y unos galones de capitán en el hombro. Orit esperó
un momento, pero como seguían guardando silencio les
preguntó en qué les podía ayudar.
—Gozlan —soltó la mujer capitán en dirección al religioso
con un tono entre autoritario y reprobatorio.
—Es referente a tu marido —balbució el religioso—, ¿podemos
pasar?
Orit sonrió y les dijo que tenía que tratarse de un error,
porque ella ni siquiera estaba casada. La capitán miró la arrugada
nota que llevaba en la mano y le preguntó si se llamaba
Orit, y al responderle que sí, la capitán le dijo muy educadamente,
pero con determinación:
—¿Nos permites pasar un momento, de todos modos?
Orit los llevó a la sala que compartía con su compañera de
departamento y, antes siquiera de que le hubiera dado tiempo
de preguntarles si podía ofrecerles algo para beber, el religioso
soltó, así, sin más:
—Ha muerto.
—¿Quién? —preguntó Orit.
—¿Pero por qué ahora? —regañó la capitán al hombre—.
¿No has podido esperar un momento a que se sentara o que le
diera tiempo de haberse ido a buscar un vaso de agua?
—Te pido disculpas —se apresuró a decirle el religioso a
Orit, crispando los labios en una mueca de nerviosismo—, es
mi primera vez, y todavía no lo manejo muy bien.
—No pasa nada —le dijo Orit—, ¿pero quién es el que ha
muerto?
—Tu marido —respondió el religioso—. No sé si lo habrás
oído, pero esta mañana ha habido un atentado en Beit Lid…
—No —dijo Orit—, no he oído nada. Nunca escucho las noticias.
Pero en este caso tampoco importa, porque se trata de
un error, ya se lo he dicho, no estoy casada.
El religioso le dirigió una mirada suplicante a la capitán.
—¿Eres Orit Bielsky? —le preguntó la capitán con una voz
que denotaba cierta impaciencia.
—No —respondió Orit—, soy Orit Levin.
—Exactamente —asintió la capitán—, exactamente. Y en
febrero de hace dos años te casaste con el sargento primero
Simyon Bielsky.
Orit se sentó en el destripado sofá de la sala. Le picaba
mucho la garganta, de tan seca que la tenía. Pensándolo mejor,
la verdad era que sí habría sido mejor que el tal Gozlan hubiera
esperado a que pudiera traerse de la cocina un vaso de Coca-
Cola Light antes de empezar a hablar.
—Pues no lo entiendo —murmuró el religioso, sin bajar lo
suficientemente la voz—, ¿es ella o no es ella?
La capitán le hizo señas para que se callara. A continuación
fue hasta la llave de la cocina y le trajo a Orit un vaso
de agua. El agua de la llave del departamento era asquerosa. El
agua siempre le había dado asco a Orit, pero la de aquel lugar
especialmente.
—Tómate tu tiempo —le dijo la capitán a Orit acercándole
el vaso—, nosotros no tenemos ninguna prisa —añadió, sentándose
a su lado.
Se quedaron allí sentadas en completo silencio hasta que
el religioso, que seguía de pie, empezó a perder la paciencia.
—Estaba solo, aquí en Israel —dijo—, seguro lo sabías.
Orit asintió con la cabeza.
—Todos sus familiares se quedaron en Estados Unidos o
en la ex Unión Soviética o como se llame ahora, no lo sé bien.
Estaba completamente solo.
—Exceptuándote a ti —dijo la capitana, y tocó con su seca
mano la mano de Orit.
—¿Sabes lo que eso significa? —le preguntó Gozlan sentándose
en el sillón enfrente de ellas.
—Cállate ya de una vez, idiota —le espetó la capitán al religioso.
—¿Cómo que idiota? —respondió él muy ofendido—. Si al
final se lo vamos a tener que decir, así que ¿para qué alargarlo?
La capitán hizo caso omiso de sus palabras y le dio a Orit
un apretado abrazo que pareció turbarlas a las dos.
—¿Qué es lo que finalmente me van a tener que decir?
—preguntó Orit mientras intentaba liberarse del abrazo.
La capitán la soltó, respiró profundamente, con cierta teatralidad,
y dijo:
—Tú eres la única que lo puede identificar.
A Simyon lo conoció el día de la boda. Servía en la misma base
que Assi, y Assi siempre le contaba historias de él, como que
llevaba la cintura del pantalón tan alta que todas las mañanas
tenía que decidir de qué lado se acomodaba el pito, o cómo
siempre que escuchaban por la radio el programa en el que
se saluda a los soldados, cada vez que decían una frase parecida
a «para el soldado más encantador de Tsahal», Simyon
se ponía muy tenso, como si ese saludo le estuviera destinado
cien por ciento a él solito. «¿Pero quién va a mandarle saludos
a un cretino como él?», se reía Assi. Y Orit fue y se casó
con ese cretino. La verdad es que Orit propuso que fuera Assi
el que se casara con ella, para librarse así de tener que hacer el
servicio militar, pero éste dijo que de ninguna manera, porque
un casamiento por conveniencia con el novio ya no es
del todo un casamiento simulado y puede generar muchos
problemas. Fue también él quien propuso a Simyon. «Por
cien shekels el estúpido ese es capaz hasta de hacerte un niño
», se había reído Assi. «Por un billete de cien estos rusos
son capaces de todo». Orit le había dicho a Assi que lo tenía
que pensar, aunque en el fondo ya había aceptado. Porque los
dos años de servicio militar que tendría que hacer si no estaba
casada la orillaron a aceptar. Lo que la había ofendido
es que Assi no estuviera dispuesto a casarse con ella. Al fin y
al cabo se trataba de un favor, y tu pareja tiene que saber siempre
cuándo se le necesita. Aparte de eso, aunque se tratara
de algo simulado, no es nada agradable estar casada con un
imbécil.
Un día después de aquello Assi volvió de la base, le dio un
beso húmedo en la frente y dijo:
—Te he ahorrado cien shekels.
Orit se limpió las babas y Assi se lo explicó.
—El pendejo ese se casará contigo gratis.
Orit le dijo que no lo veía claro y que había que tener
cuidado, porque puede que Simyon no hubiera llegado a entender
del todo lo que significaban las palabras «matrimonio
por conveniencia».
—Lo entiende perfectamente, ¡y de qué manera! —le dijo
Assi, husmeando en el refrigerador—. Será todo lo bobo que tú
quieras, pero también es muy astuto.
—¿Entonces por qué está dispuesto a hacerlo gratis?
—preguntó Orit sin entender nada.
—Qui lo sa —se había reído Assi, dándole un mordisco a
un pepino sin lavar—, puede que haya pensado que es lo más
cercano a estar casado que va a conseguir estar en la vida.
La capitán conducía el Renault y el religioso iba sentado detrás.
Durante casi todo el trayecto permanecieron en silencio,
por lo que Orit dispuso de muchísimo tiempo para pensar
que por primera vez en su vida iba a ver a una persona muerta,
que siempre se las arreglaba para buscarse novios que eran
todos unos cabrones y que a pesar de que lo sabía desde el primer
momento, siempre se quedaba con ellos un año o dos. Se
acordó del aborto y de su madre, que como creía en la reencarnación
se empeñó después en que el alma del bebé se había
reencarnado en su entristecido gato.
—Oye cómo llora —le había dicho entonces a Orit—, parece
la voz de un bebé. Hace cuatro años que lo tengo y nunca había
llorado así.
Ella sabía que su madre decía tonterías y que lo que le pasaba
al gato era que olía comida o alguna gata desde la ventana.
Pero la verdad es que sus maullidos se parecían bastante al
llanto de un niño y además no se callaba en toda la noche. La
única suerte de Orit era que para entonces Assi y ella ya no estaban
juntos, porque si se lo hubiera contado, él se habría partido
de la risa.
Orit intentaba pensar en el alma de Simyon y en qué habría
podido reencarnarse ahora, pero al instante se recordó
a sí misma que ella no creía para nada en esas cosas. Después
intentó explicarse cómo era posible que hubiera accedido a
ir con esa oficial a Abu Kabir y por qué no les había dicho que
aquello no había sido sino un matrimonio por conveniencia.
Había algo muy extraño en eso de tener que ir a la morgue para
identificar a un marido. Resultaba terrorífico a la vez que emocionante.
Era un poco como actuar en una película: vivir la
experiencia sin tener que pagar ningún precio por ello. Seguramente
Assi habría dicho que era una oportunidad de poca
madre para conseguir del ejército una pensión de viudez vitalicia
sin tener que mover un solo dedo y que ante una ketubbah*
del rabinato nadie en el ejército iba a poder decir absolutamente
nada.
—Todo va a estar bien —le dijo la capitán, que por lo visto
se dio cuenta de las arrugas que habían aparecido en la frente
de Orit—, estaremos contigo en todo momento.
Assi acudió al rabinato como testigo de Simyon y durante toda
la ceremonia intentó bromear con Orit haciéndole muecas.
Simyon parecía mucho mejor de lo que lo pintaba Assi en
sus historias. No es que fuera un hombre bueno, algo fuera de
* Ketubbah: contrato matrimonial judío. (N. de la T.)
serie, pero no era tan feo como lo había descrito Assi, ni tampoco
idiota. Era un tipo muy raro, pero tonto no, y al salir del
rabinato Assi los invitó a los dos a comer falafel. Durante todo
aquel día Simyon y Orit no se dijeron más que «hola» y lo
que estrictamente hay que decir en la ceremonia, y mientras
se comían el falafel hicieron también todo lo posible por no
mirarse. Eso pareció causarle mucha gracia a Assi.
—Mira qué mujer más guapa tienes —le decía a Simyon
poniéndole la mano en el hombro—, mira qué bombón.
Pero Simyon seguía con los ojos clavados en la grasosa pita
que tenía entre las manos.
—¿Qué va a ser de ti, Simyon? —seguía burlándose Assi—.
Sabes muy bien que ahora te toca besarla. Si no, según la ley
judía, el matrimonio no es válido.
Orit no había sabido si Simyon se lo había creído del todo.
Assi le dijo después que no, que sólo se había querido aprovechar
de la ocasión, pero Orit no estaba tan segura. Fuera como
fuere, de repente se había inclinado hacia ella para intentar
darle un beso. Orit dio un salto hacia atrás, así que los labios
de él no llegaron a tocarla, pero el olor que le salió de la boca
se mezcló con el olor del aceite frito del falafel y con el agradable
olor del rabinato que se le había pegado al pelo de Orit.
Ésta se alejó unos cuantos pasos más, vomitó en una jardinera
y cuando levantó la vista de la jardinera sus ojos se toparon con
los de Simyon. Simyon se quedó helado por un instante y se
limitó a correr para alejarse de allí. Sólo quería huir. Assi lo
llamó, pero Simyon no se detuvo. Y ésa fue la última vez que
Orit lo había visto. Hasta hoy.
De camino hacia allí temía no ser capaz de reconocerlo. Porque
lo había visto una sola vez hacía dos años, y entonces estaba vivo.
Y ahora, sin embargo, supo al instante que sí se trataba de
él. Una sábana verde le cubría todo el cuerpo excepto la cara,
que estaba entera a excepción de un pequeño orificio, no mayor
que una moneda de shekel, que tenía en la mejilla. El olor
del cadáver era exactamente el mismo que el olor de su aliento
en la mejilla de ella hacía dos años. Orit había recordado muchas
veces aquel momento. Ya junto al puesto de falafel le había
dicho Assi que ella no tenía la culpa de que a Simyon le oliera
la boca, pero ella había tenido siempre la sensación de que sí.
Y también hoy, cuando habían llamado a la puerta, tendría que
haberse acordado de él, porque cualquiera diría que se había
casado un millón de veces.
—¿Quieres que te dejemos sola un momento con tu marido?
—le preguntó la capitán.
Orit dijo que no con la cabeza.
—Puedes llorar —le dijo la capitán—, de verdad. No merece
la pena que te lo quedes dentro.







Pez dorado



Jonatan tuvo una brillante idea para un documental. Iría a las casas de la gente, tocaría la puerta, él solo, sin más miembros del equipo de rodaje, con una pequeña cámara, y preguntaría: «Si te encontraras un pez dorado que hablara y te concediera tres deseos, ¿qué es lo que le pedirías?» La gente le respondería y él montaría luego el documental con las respuestas más interesantes. Antes de cada bloque de respuestas, se vería a la persona de pie y sin moverse en la puerta de su casa, y en ese encuadre pondría un subtítulo con el nombre, el estado civil, los ingresos mensuales y puede que incluso el partido por el que vota en las elecciones. Y junto con los deseos, todo el asunto pasaría a ser un estudio que mostraría la distancia que existe entre nuestros sueños y la situación real en la que nuestra sociedad se encuentra.

Se trataba de una idea genial y barata. Para llevarla a la práctica no hacía falta nada más que la presencia del propio Jonatan y la de su cámara. Jonatan estaba seguro de que después de filmar y de montar el documental podría vendérselo sin problemas al Canal 8 o a Yes Docu. Si no como película, sí como unas postales en las que se podría ver cada vez a una persona con sus deseos. Con un poco de suerte, hasta podría conseguir que se interesara algún banco o alguna compañía de teléfonos que quisiera utilizarlo como eslogan. Algo al estilo de «Sueños distintos, deseos distintos, pero un sólo banco. El banco bla, bla, bla, el banco que sueña contigo» o «El banco que cumple tus deseos». Algo así.

Jonatan decidió empezar a trabajar en ello sin dilación. Iría sencillamente casa por casa tocando puertas. En el primer barrio que filmó, la mayoría de los que accedieron a colaborar pidieron cosas relativamente esperadas: salud, amor, una casa más grande. Pero hubo también momentos emocionantes. Una mujer estéril pidió un hijo, un superviviente del Holocausto con el número grabado en el brazo pidió que todos los nazis que todavía vivieran pagaran por sus delitos, y un transexual viejo pidió ser mujer. Y eso sólo en un par de calles del centro de Tel Aviv. Vete tú a saber lo que pediría la gente de las apartadas ciudades en desarrollo, de los asentamientos próximos a la frontera o en los de los territorios ocupados, en los pueblos árabes o en los centros de absorción de inmigrantes. Jonatan sabía que en un proyecto como ése también era muy importante que incluyera desempleados, religiosos, árabes y etíopes. Así que empezó a planear su calendario de visitas: Jaffa, Dimona, Ashdod, Sderot, Taibe. Se quedó mirando los nombres de los lugares que había anotado en el papel. Si conseguía filmar a un árabe que como deseo pidiera la paz, sería lo máximo.

A Sergei Goralick no le gustaba que nadie tocara a su puerta y menos todavía que le hicieran preguntas. En Rusia, cuando él era joven, eso pasaba mucho. Los de la KGB tocaban constantemente a su puerta porque su padre era sionista y prisionero de Sión. Cuando Sergei se mudó a Jaffa la familia le preguntó qué buscaba él en un lugar como aquél, en el que sólo hay drogadictos y árabes. Pero lo bueno de los drogadictos y de los árabes era que no tocaban a su puerta. Y así Sergei se podía levantar cuando todavía era de noche para salir con su barquita al mar, pescar un poco y regresar a casa. Y todo eso, solo. Tranquilamente. Como es debido.

Hasta que un buen día un muchacho con un arete en la oreja y cierto aspecto de homosexual toca a su puerta, bien fuerte, tal y como a Sergei no le gusta, y le dice que quiere hacerle unas preguntas, algo para la televisión. Sergei le hace saber bien claro que no quiere, y hasta le empuja un poco la cámara para que sepa que está hablando en serio. Pero el muchacho insiste. Dice un montón de cosas. A Sergei le cuesta un poco seguirlo, porque su hebreo no es muy bueno. Y el muchacho del arete habla muy rápido y dice que Sergei tiene unas facciones muy duras y que lo quiere para su documental. Sergei sigue empeñado en que no y hasta intenta cerrar la puerta, pero el muchacho es más rápido, se cuela y ya está en la casa de Sergei. Se pone a filmar sin permiso y vuelve a hablar de la cara de Sergei, de que transmite mucho sentimiento. De repente el muchacho ve el pez dorado de Sergei nadando en la jarra grande de cristal, en la cocina, y se pone a gritar:

—¡Un pez dorado! ¡Un pez dorado!

Sergei se pone muy nervioso y le pide que no filme al pez. Le explica que no es más que un pez que se le enganchó en la red. Pero el muchacho del arete sigue filmando y diciendo todo tipo de cosas sobre el pez, como que habla, que hay tres deseos, y hasta alarga la mano hacia la jarra con el pez. En ese instante Sergei se da cuenta de que el muchacho no está allí por la tele, sino que ha ido a quitarle el pez, y antes siquiera de que el cerebro de Sergei Goralik llegue a entender lo que su cuerpo hace, toma la sartén que está sobre la estufa de la cocina y le da al muchacho del arete un buen sartenazo en la cabeza. El muchacho se desploma y la cámara cae con él. La cámara se rompe al dar contra el suelo y la cabeza del muchacho, también. Le sale muchísima sangre de la cabeza y ahora Sergei no sabe qué hacer. Es decir, sabe lo que debería hacer, pero eso podría traerle complicaciones. Porque si llegara al hospital con ese muchacho le preguntarían qué es lo que ha pasado y la cosa podría terminar muy mal.

—No tienes por qué llevarlo al hospital —le dice el pez a Sergei en ruso—, está muerto.

—No es posible que esté muerto —protesta Segei—, si ni siquiera le he dado fuerte.

—El sartenazo no ha sido muy fuerte —está de acuerdo el pez—, pero parece que la cabeza del muchacho era todavía menos fuerte.

—Quería llevarte de aquí con él —dice Sergei.

—No —parece muy seguro el pez—, lo único que quería era filmar cuatro pendejadas para la tele.

—Pero si dijo…

—Pero si dijo… —lo corta en seco el pez—. Lo que pasa es que no lo has entendido. Tu hebreo no es que sea muy bueno.

—¿Y el tuyo sí? —le espeta Sergei con dureza.

—Sí, el mío sí —responde el pez con impaciencia—. Soy un pez mágico. Domino todas las lenguas.

El charco de sangre que hay debajo de la cabeza del chico no hace más que crecer, de modo que Sergei tiene ya que pegarse a la pared de la cocina para no pisarlo.

—Te queda otro deseo más —le recuerda el pez.

—No —dice Sergei moviendo la cabeza de lado a lado—, no puedo gastarlo, quiero guardarlo.

—¿Guardártelo para qué? —le pregunta el pez, pero Sergei no le contesta.

El primer deseo lo usó Sergei cuando a su hermana le detectaron el cáncer. Era cáncer de pulmón, del que no se cura, pero el pez lo solucionó al instante. El segundo deseo lo desperdició hacía ahora cinco años en el hijo de Sveta. El niño era entonces muy pequeñito, no había cumplido ni los tres años, pero los médicos dijeron que tenía algo en la cabeza que no estaba bien. Que iba a ser retrasado. Sveta lloró la noche entera y por la mañana Sergei volvió a su casa y le pidió al pez que arreglara el asunto. Nunca se lo contó a Sveta y al cabo de unos meses ella lo dejó por un policía, un marroquí, uno que tenía un viejo coche americano. Con el corazón Sergei se repetía que no lo había hecho por ella, que sólo lo había hecho por el niño, pero cuando lo pensaba con la cabeza estaba menos seguro de ello y sólo se le venían a la mente todas las demás cosas que habría podido pedir en vez de aquello. El tercer deseo todavía no lo había pedido.

—Puedo devolverlo a la vida —le dice el pez—. Puedo conseguir que el tiempo retroceda hasta el momento antes de que tocara la puerta. No hay ningún problema. Todo lo que tienes que hacer es pedírmelo.

El pez está moviendo la aleta de la cola de lado a lado, un movimiento que Sergei sabe que el pez sólo hace cuando está muy nervioso. También sabe que el pez ya olfatea su libertad. Después del último deseo, a Sergei no le va a quedar más remedio que soltarlo.

—Todo va a estar bien, de verdad —dice Sergei, a medias a sí mismo y a medias al pez—. Lo único que tengo que hacer es limpiar bien todo esto y por la noche, cuando salga a pescar, le ato una piedra y lo tiro al mar. Nadie lo encontrará jamás. Ya está. No pienso desperdiciar en esto un deseo.

—Pero si mataste a una persona, Sergei —le dice el pez—, y tú no eres un asesino. ¿Si no gastas un deseo en esto en qué lo piensas gastar?

Fue en Tira donde Jonatan, finalmente, encontró al árabe que iba a pedir la paz como uno de sus tres deseos. Se llamaba Munir y era un gordo con un bigotazo blanco que salió estupendo ante la cámara porque era muy fotogénico. Resultó muy emotivo el modo en el que formuló el deseo. Mientras lo filmaba, Jonatan sabía ya que aquello iba a impresionar. Lo mismo que el ruso de los tatuajes que encontró en Jaffa, el que había mirado directamente a la cámara y le había dicho que si encontrara un pez dorado que hablara no le pediría nada, sino que se limitaría a ponerlo en un estante en una jarra grande de cristal y se pasaría el día hablando con él, sin importarle de qué. De deporte, de política, de lo que el pez quisiera hablar. De todo. Con tal de no estar solo. F

Traducción de Ana María Bejarano.
Foto: Anna Kaim