Rezandera
Paola Tinoco
Cuento. OFICIOS EJEMPLARES (Páginas de Espuma)
Era un día de muertos. Ana nunca había ido a la calle Shultz, y estaba perdida entre Sullivan y Antonio Caso, dando vueltas equivocadas junto a momias, diablos y brujas pidiendo dulces o amenazando con travesura.
El ruido y la alharaca se fueron apagando conforme avanzaba en su coche y entraba finalmente a la cuadra de los velatorios. “Pasando el monumento a la madre”, le dijo un transeúnte. Schulz era una calle particularmente sombría, no sólo porque la muerte de su abuela fuera la razón de su visita a esa zona funeraria, sino por el escaso alumbrado y la mínima circulación de gente. Mientras Ana estacionaba, escuchó hablar al encargado de las quejas que ponían en la iluminación, de sus esperanzas de que terminaran los asaltos, y de los pleitos por las prostitutas avecindadas en las calles aledañas.
Aquellos bien podían ser los motivos por los cuales sólo había movimiento en el tramo que ocupan los servicios para los deudos de los muertos: un velatorio de dos pisos, junto a un puesto de comida callejera, que por lo menos hasta las cuatro de la mañana seguía atendiendo a la gente; una minúscula cafetería que servía café soluble y papas fritas; una miscelánea y un local que vende fl ores y urnas para cenizas de difuntos durante toda la noche. El resto de la calle era de un color triste. Como si únicamente hubiera vida en el tramo que atendía los asuntos de los muertos.
La sala tres del velatorio estaba llena a las diez, cuando alguien preguntó a qué hora iban a empezar las oraciones y Ana se angustió. Tan bonito que rezaba la abuela y ella sin recordar entero el Ave María. Se acercó a hablar con su prima que, ayudada por uno de los empleados del velatorio, ponía a calentar agua para café.
—Si me permiten —interrumpió el empleado—, aquí tenemos una vecina que reza el rosario, ¿quieren que la traiga? Lo único necesario es hacer un donativo, porque ya ven que la rezada es larga. Las primas no dudaron en aceptar el ofrecimiento. El empleado salió acompañado de Ana y se dirigieron a una vecindad cercana al velatorio. Volvió a ver las lámparas de la calle que dan luz sin luz.
—¿Son grises o es mi imaginación? —le preguntó al empleado. Aquel no entendió la pregunta y Ana hizo una señal con la mano como si desvaneciera la pregunta en el aire. No tiene importancia, murmuró.
A pocas cuadras del velatorio estaba la vecindad donde vivía la rezandera. Tocaron en una puerta azul despintado que no era del mismo color de las otras puertas. Abrió un niño con camiseta blanca y pelos parados.
—¿Está la señora Cande?
—¿Quién la busca?
—Soy Severo, el de los velatorios.
—¡Mamá! —aulló el chiquillo y se metió de nuevo cerrando la puerta en la cara de aquellos extraños. Dos minutos después la puerta se volvió a abrir y una señora regordeta y sonriente los saludó.
Cande la rezandera ofreció nueve rosarios. Terminado uno, descansaba y pedía que le dieran un café. Las nietas de la difunta le acercaban de inmediato un vaso de unicel con café y una concha de pan sobre servilletas de papel. Alrededor de las cuatro de la mañana terminaron y Cande les preguntó si ya tenían contratada la misa de despedida. Las aludidas se miraron sorprendidas, sin saber mucho del asunto.
—No se preocupen, a las nueve de la mañana viene un padre, espérenlo media hora antes en la entrada porque luego se le junta la gente y las demoran para salir al panteón.
Las nietas de la difunta le dieron las gracias por la información y trescientos pesos como donativo. Ana se quedó a fumar a la entrada de los velatorios y saludó con la mirada a la señora de la florería que también fumaba sentada en la banqueta. A lo lejos se veía un grupo de gente, una patrulla y una ambulancia. La señora le contó que unos hombres se pelearon por las prostitutas de Sullivan y uno había fallecido.
—Qué feo... y justo en la noche de muertos.
—¡Uy señito! Ya estamos acostumbrados a los pleitos por estas pirujas. Si no es por ellas, por los velatorios, pero aquí en la San Rafael, todos los días son de muertos.
Ya mejor lo hacemos negocio –comentó sonriente la florista, señalando su local de urnas y flores.
Acerca de la edición:
Escapa; El síndrome Chéjov, de Miguel Ángel Muñoz;
El lector de Spinoza, del actual Premio Ribera del Duero
Javier Sáez de Ibarra, llega la novel del 2010 de Páginas
de Espuma, la mexicana Paola Tinoco.
Sus cuentos nos traen, entre otros, a una mujer que
cobra por dejarse humillar en público, a un trabajador de
una distribuidora de libros que los roba para dar de
comer a los suyos y acaba atrapado por la lectura, a un
enterrador que debe desenterrar un cadáver... oficios
ejemplares.
Una colección avalada por Ricardo Piglia, Andrés
Neuman, Enrique Vila-Matas y Richard Ford." Páginas de Espuma
lo abandonó fue su mujer, alegando que su adicción por la lectura
era peor que si fuera alcohólico. Dijo que odiaba ver cómo sus ojos
iban de línea en línea mientras ella trataba de llamar su atención sin
conseguirlo. Aborrecía que leyera en el baño [...]
PAOLA TINOCO, “Ladrón de libros”,
Oficios ejemplares
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