jueves, 18 de noviembre de 2010

LABERINTO 388 de Milenio. Un anticipo para llenarnos los ojos, la boca, el olfato, el oído y el tacto de REVOLUCIÓN





La contrarrevolución mexicana
Heriberto Yépez

La Revolución mexicana fracasó. Su fallo no fue económico o político sino ético, cultural.
En 1920, Vasconcelos decía: “La primera y más importante de las revoluciones es la que ha de operarse dentro de nosotros mismos”. Pero el propio Vasconcelos murió hecho un fascista.
La vía vasconcelosa —rebelde a reaccionario— también la siguió la Revolución mexicana.
Abortamos la educación. Los contenidos del sistema escolar promovieron inopia y maniqueísmo en los estudiantes mexicanos; y su forma, acendró el autoritarismo.
El maestro mexicano es trasmisor de la demagogia, valemadrismo y co-dependencia nacionales. Elba Esther es el vivo retrato del deterioro del inconsciente mexicano.
Todos hablamos de la Revolución de 1910. Pero no de la Contrarrevolución mexicana que 1910 avivó.
La contrarrevolución es la negación, consciente e inconsciente, a un cambio hondo de estructura, tanto psíquica como social. La contrarrevolución es el rechazo a la urgencia de una renovación.
El pasado en México es el Paraíso.
El artículo primero de la contrarrevolución indica que el mexicano no debe cambiar. El Otro —español, indio, gringo, el otro género u otra clase— es el Malo. Ellos son los que quieren —¡oh, no!— cambiarnos.
Lo mejor es conservar la forma de ser, la Tradición, las Costumbres, ¡Nosotros, los que resistimos a todo!
Régimen y cultura popular post-revolucionarias son conservadoras, nacionalistas, moralistas e idealizadoras de la “identidad” mexicana. El Pueblo o la Madre, donde unos proyectan sus autoengaños, como otros los proyectan en Jesús o el Mercado.
Otras responsables: la Iglesia y Televisa. Ambas instancias educaron más al mexicano del siglo XX que la SEP.
Televisa, por supuesto, quiere negarlo. Pero Televisa vive de aplaudir lo retro-mexicano. Su chiste, su machismo, su virgencita, su populismo.
Es un error creer que el centro de la educación es la escuela. La educación ocurre sobre todo fuera de ella.
La gran fuerza contrarrevolucionaria mexicana es la familia. La familia mexicana se encargó de cerrar la oportunidad de democracia y educación que se abrió en el confuso periodo post-revolucionario. El Partido de la Revolución Institucional es el estado existencial de estar partidos entre ser revolucionarios o ser institucionales.
Ya somos una democracia sin adjetivos. Sobre todo los adjetivos “confiable” o “real”.
El verdadero régimen que detuvo el progreso social fue la mexicanidad, nuestra gran religión.
La mexicanidad es una serie de identidades defensivas y una entidad nebulosa —pero que innegablemente opera en este territorio— que temió las consecuencias psico-históricas del estallido. Saboteó la revolución de esta sociedad.
Gracias a la (contra)Revolución, por sufragio afectivo, la mexicanidad se reeligió.

Heriberto Yépez,
escritor. Autor de La increíble hazaña de ser mexicano.


Un siglo después, ¿quién ganó la Revolución?
Héctor de Mauleón

En los años sesenta, cuando los héroes revolucionarios tenían escuelas y calles con su nombre, Francisco Villa era todavía el gran excluido de la Revolución. Con trabajos se había autorizado que una avenida de la ciudad de México llevara el nombre de la División del Norte. La primera vez que a Villa se le recordó oficialmente fue medio siglo después del inicio de la lucha armada, cuando Adolfo López Mateos encabezó, en 1960, la ceremonia luctuosa por el aniversario de su muerte. El gran enemigo de Carranza y Obregón, el personaje más legendario de la gesta revolucionaria, seguía siendo un proscrito: si la velocidad había sido en vida su rasgo distintivo —una suma de arranques súbitos y altos inesperados que hizo de la División del Norte una máquina de guerra de efectividad letal—, Francisco Villa se hallaba ahora atrapado en la lentitud del olvido. El Centauro del Norte era considerado por amplios sectores la peor cara de la Revolución. José Vasconcelos lo despreció siempre. Daniel Cosío Villegas sólo se refirió a él con sarcasmo. Diego Rivera lo pintó con “una fisonomía infernal de ídolo prehispánico”. En 1966, la propuesta de Gustavo Díaz Ordaz de colocar el nombre de Villa con letras de oro en la Cámara de Diputados, desató un debate tremendo: el diputado Vicente Salgado, del PRI, lanzó contra él un discurso incendiario, en el que recordó la sangre fría con que ordenaba fusilamientos y ejecuciones de ancianos y mujeres indefensas. Vicente Lombardo Toledano, del Partido Popular Socialista, se encargó de defenderlo trémulamente, y logró voltear los dados: Villa llegó a la Cámara por mayoría de votos, aunque no de manera abrumadora.

En 1969, cuando los restos de Plutarco Elías Calles llegaron al Monumento a la Revolución, a Villa sólo le concedió la inauguración de una estatua ecuestre en la esquina de Cuauhtémoc y Universidad. Aún peor: cuando la construcción de las obras del Metro pasó por ese sitio, la estatua fue echada a patadas al parque de los Venados.

De hecho, Villa regresó de entre los muertos apenas en 1976. En noviembre de ese año, obedeciendo un decreto de Luis Echeverría, una comisión abrió la tumba del héroe en Hidalgo del Parral y exhumó sus restos sin cabeza para conducirlos, por fin, al Monumento a la Revolución. La última cabalgata de Villa resultó espectacular: el cementerio era una romería. Se dice que la gente se agolpaba en la calle gritando: “¡Viva Villa!”. Un armón militar llevó la urna con los restos hechos polvo. Lo seguía un regimiento de caballería y un contingente militar ataviado a la manera de los célebres Dorados. En una camioneta, los restos del Centauro recorrieron el país. Se les rindió homenaje en Durango, en Zacatecas, en la Cámara de Diputados. El 20 de noviembre, Echeverría realizó su último acto de gobierno: recibir la urna a los pies del Monumento. Víctor Bravo Ahuja pronunció el discurso con el que la familia revolucionaria aceptaba al fin a Francisco Villa. Los restos fueron colocados en la misma columna en la que, desde 1960, descansaba Francisco I. Madero.

A cien años de la lucha armada, el bandolero, el mugroso, el proscrito, es el gran triunfador de la Revolución. De John Reed a Paco Ignacio Taibo, y de Martín Luis Guzmán a Frederich Katz, a ningún otro personaje se le han dedicado tantos libros, tantas canciones, tantas películas, tantas novelas. Mientras Obregón y Calles han perdido sus antiguos prestigios —muchos de ellos inventados a lo largo de setenta años por el régimen de la Revolución—; mientras Venustiano Carranza permanece en la grisura, el medio tono que rodeó su figura desde siempre, el Centauro del Norte ha logrado clavarse en el imaginario colectivo con una altura legendaria que no han podido alcanzar los otros grandes santificados por la Revolución: ni Madero, ni Zapata. Tal vez ni Cárdenas.

Jorge Aguilar Mora ha descrito el embrujo de Villa de esta forma: “Era nómada, era anónimo, era guerrero, era presa de caza, era jinete, era tirador, era mujeriego, era al mismo tiempo mestizo e indio ladino”. Todos esos rasgos definen, y simultáneamente mantienen en la indefinición, la figura del Centauro. La velocidad característica de Villa le ha permitido, después de muerto, convertirse en uno de los personajes más escurridizos de la historia. La innumerable bibliografía sobre sus hazañas ha ayudado a convertirlo en una personaje más misterioso, más legendario, más impreciso (existen tantos libros sobre Villa y faltan, por ejemplo, tantos libros sobre el villismo).
Si los últimos serán los primeros, en la carga de caballería rendida en los últimos 36 años, Francisco Villa se ha convertido acaso en una de las ideas que los hombres del Centenario tenemos de la Revolución. A un siglo del inicio de sus trabajos Francisco Villa aparece como triunfador indiscutible.

Héctor de Mauleón



Uno de tantos
Armando González Torres

La configuración más habitual del recuerdo colectivo está hecha de síntesis históricas y simplificaciones sentimentales que confluyen en ciertas interpretaciones hegemónicas. Hace dos décadas, Aguilar Mora publicó lo que probablemente sea una de sus obras más ambiciosas, Una muerte sencilla, justa eterna (Leelo aquí. Era, 1990), que es un fresco histórico áspero y sobreabundante en torno a la Revolución mexicana. Se trata de un libro múltiple: el de historiografía radical, que refuta interpretaciones y condena la traición del movimiento por las élites; el de los asaltos líricos y exabruptos del autor, y el de relatos que rescatan la epopeya de muchos anónimos, quienes, al encuentro con la muerte, encuentran también su identidad y grandeza. Fuera de su tono de indignación moral y su forma rebuscada, la interpretación histórica de Aguilar Mora no parece añadir algo nuevo a una visión rutinariamente contestataria de la Revolución: el impulso social del movimiento fue administrado por la fracción más pragmática y conservadora; el pensamiento radical a que dio origen sólo permaneció como vago discurso legitimador y el Estado posrevolucionario, tras su fraseología progresista, revive en muchos sentidos al racismo y el darwinismo descarnados del siglo XIX. No obstante, el aspecto más útil y novedoso de su historia no es el que interpreta largos períodos, sino el del recopilador de anécdotas y personajes que pretende restaurar una polifonía de voces desconocidas y dar cuenta del papel de la causalidad, el pequeño ideal y la bilis en la gestación de la historia. Es ahí, en sus historias de fusilados, en sus retratos de los múltiples “uno de tantos” que nutren las facciones beligerantes, en donde Aguilar Mora recupera gestas individuales, climas culturales y obras olvidadas.

Algunos de los capítulos más intensos del libro son los dedicados a la figura de Villa, cuyo casi anonimato, dice Aguilar Mora, es el de los hijos de la chingada, el de los bastardos que frente al nominalismo jerárquico de las élites reclaman la identidad de los que carecen de apellido. Por eso, para Aguilar Mora, con el villismo anarquizante, más que con cualquier otra fracción, el resentimiento justiciero se convierte en el insumo de la historia y la Revolución aparece como la gran catarsis, como la reivindicación jubilosa, como la posibilidad de la venganza de clase. Al término de la revolución, sugiere Aguilar Mora, las élites políticas y los intelectuales dedicaron sus esfuerzos a esterilizar en el monumento, las aspiraciones y símbolos surgidos de la revolución. De ahí que Aguilar Mora considere la recuperación de estos testimonios como una interpelación al monólogo de las élites, que permite escucha voces distintas, proyectos diferentes de nación y formas más inclusivas de cultura. Más allá del frecuente reduccionismo o los excesos de su estilo, este libro es una provocativa reminiscencia, que convoca a una forma de recuerdo escaso en la memoria mexicana.

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Armando González Torres es poeta y ensayista. Autor, entre otros, del libro Teoría de la afrenta.



2 comentarios:

  1. Hola que tal?
    Alguien me podria dar la fuente de la frase de Vasconcelos? la he buscado pero no la encuentro. De antemano gracias. Saludos

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  2. Hola, Mondragón.
    En varios libros que citan a Vasconcelos aparece esta frase.
    El link es:
    http://bit.ly/iwWzsk

    Gracias por estar cerca.
    Beto Buzali

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