jueves, 25 de noviembre de 2010
UNA PROBADITA DE LABERINTO 389 disponible ed. impresa el sábado 27 de noviembre en puestos de periódicos
A salto de línea
Los libros, una industria cultural
Braulio Peralta
No más del dos por ciento, de los más de 100 millones de mexicanos, lee en México. Imagínense el tamaño de industria editorial que existe con ese número de lectores. No sé por qué Paco Ignacio Taibo II dice que hay muchos lectores. Seguramente se refiere a los suyos, que son legiones: lo leen a él, pero no a los demás autores. (Paco: lo digo con tristeza: se venden pocos libros en México. Somos más bien una industria cultural pobre.)
Existe la idea, ya generalizada por los críticos, de que en la industria editorial los que nos dedicamos al oficio de hacer libros tenemos la varita mágica para inventar prestigios o éxitos comerciales. Falso. Si un libro bueno o malo no se vende, no puede haber invento bajo ningún concepto. Y muchos libros no se venden, con todo el marketing que se les pueda haber invertido. Y al contrario. (Sergio González Rodríguez ha escrito pestes de la saga literaria de Stieg Larsson, mientras el Nobel de Literatura de este año, Mario Vargas Llosa, escribió elogiosamente del autor sueco de la trilogía Millennium. Ninguno de ellos influyó para que se vendieran millones en todo el mundo: fueron los lectores. Y conste: Larsson ni siquiera vio su éxito. Se murió antes de que se publicaran sus obras.) Vender o no, es un misterio. Demos el crédito correspondiente a los lectores: ellos sí concretan un éxito o un prestigio.
Los editores podemos cometer el error de no encontrar a los escritores de nuestro tiempo. O no: siempre habrá alguien que rescate a alguno. México es magnánimo. Nadie puede quejarse de que no le publiquen su libro. Cuando una editorial comercial dice no, se van a otra, y otra, hasta llegar a una “independiente” que patrocina el Estado, y santa paz: se le publican sus mil ejemplares de rigor. (En las editoriales comerciales se publican de tres mil ejemplares en adelante, pensando que los venderán, lo que por cierto es lo que menos le importa al Estado.)
Por más que le explicas a un autor que hay tres formas de ver a la industria editorial, o no lo entiende, no quiere, o no le interesa, salvo su obra. Pero le incumbe. Me explico: la imprenta cobra casi de inmediato la producción del libro. La distribución en librerías se queda con 45 por ciento —o más— del precio de venta al público; y la editorial, la productora del libro, puede tardar incluso nueve meses en ver sus resultados económicos. Esto, que parece de kínder, es un proceso difícil de aceptar: cada negocio editorial —imprenta, productora y distribuidora— ve para su propio establo. Aunque ya empiezan a entender que si desaparece uno de estos tres procesos, se acabó la posibilidad de publicar, donde el autor, bajo ningún aspecto está excluido.
A los autores debiera importarles, sin excepción, la venta de sus libros. A algunos sólo les interesa su publicación. A la hora de las regalías comienzan los problemas. Por eso hay que explicarles, desde el principio, de lo que se trata. Para que, cuando el libro se agote o regrese a las bodegas de la editorial, porque ya nadie quiere saber nada de él, los responsables seamos todos los involucrados, entre ellos el autor. Hay que entender a esta industria editorial como un equipo donde todos participamos. O nos hundimos o nos levantamos. Y por ahí vamos.
Todo lo anterior funciona para libros literarios, coyunturales, sobre la actualidad en el país, de autoayuda, libros nacionales o traducidos de otros idiomas. Libros impresos. De los digitales, será otra historia.
Si hoy no confrontamos estos temas entonces seguirá la idea romántica del libro y en breve desapareceremos de las industrias culturales.
Coda No lo olvidemos: las editoriales hacen libros para vender. Punto.
Álvaro Enrigue vs. los narcos
Archivo hache
Heriberto Yépez
hyepez.blogspot.com
La revista Chilango núm. 84 dedica su portada a “El cártel de los escritores” y reza “El crimen y el narco se han apoderado de la nueva narrativa mexicana. Hicimos confesar a los siete autores que la definen”.
En realidad no son autores que han definido la narcoliteratura sino nuevos escritores del centro del país.
Quienes la han definido son autores del norte, algo que aminora Álvaro Enrigue en el texto central de Chilango.
Enrigue llama “discreta plaga” y “narcoestruendo” a la narcovela, que retaca “las mesas de novedades de las librerías”, imagen más fantasiosa que real: en la última década el número de narconovelas no supera a otros géneros (el histórico o fantástico, digamos). La misma mesa imaginaria preocupaba a Rafael Lemus en el 2005, quien descalificaba la obra de Élmer Mendoza y Eduardo Antonio Parra.
Enrigue dice: “Hay autores consagrados que publican relatos de realidad ampliada en editoriales para la élite literaria y académica… pienso en los libros de cuentos de Eduardo Antonio Parra en Era o los thrillers de Elmer Mendoza en Tusquets”.
¿De verdad Parra y Mendoza son para élite?
Se dice que la narconovela es un cliché. Pero si hoy existe en México un género lugarcomunista es la crítica anti-narconovela.
Su arquetipo (o Idea Platónica): la mesa imaginaria, mala, repleta de narconovelas.
Su sermón infaltable: se necesita “distancia”, ergo, la narconovela ocupada de su época no es literatura verdadera ni periodismo siquiera.
¿La narconovela? Viñeta que es moda pasajera.
La “moda” lleva 20 años. A finales de los 80, Mendoza llamó la atención en el Norte. Al igual de Crosthwaite o Sada.
Hay que reconocer que Enrigue agregó un nuevo alegato: la narcoliteratura deja de ser costumbrista, chichimeca, comercial o elitista una vez que migró a Mesoamérica.
“La novela mexicana que alguna vez relacionamos con el Norte… hoy es un fenómeno de dimensiones nacionales”.
De ahí la lista. Todos ellos menores que él. ¿Menos amenazantes?
La narcoliteratura ha sido criticada con los mismos argumentos desde hace dos décadas, época en que la narrativa mexicana era tan supuestamente formalista que lectores, editoriales y medios aprovecharon el auge de una escritura que abordaba la realidad social de violencia, caló, Nafta, migración y tráfico, y la literatura escrita en el DF perdió su protagonismo irrebatible y cuyos mejores momentos fueron el posmodernismo de Bellatin y el realismo sucio de Fadanelli.
Lo que Enrigue (disimuladamente) fantasea es otro cártel que arrebate al Cártel de Sinaloa y al de Juárez su dominio del “mercado”.
Pero ¿de verdad la narconovela vende? ¿O ese es otro Pecado para moralizar contra su impureza?
¿Y no será que algunos piensan que para ser Buena es necesario que una literatura, literalmente, no se venda?
Hombre de celuloide
Quien entiende a Godard no ha entendido nada
Fernando Zamora
@fernandovzamora
Film socialisme es, claro, un filme político, pero no en el sentido más típico de la palabra. Un crucero navega por el Mediterráneo. Los pasajeros conocen ciudades y felices, van por el mundo protegidos en su all inclusive.
A la manera de los documentales de Santiago Álvarez en los sesenta y setenta, Godard introduce letreros que ironizan, completan o contrapuntean lo que el espectador ve. En uno de ellos leemos: Quo vadis Europa... ¿Hacia dónde vas, Europa? Europa parece ser este barco lleno de viejos: atolondrada, insensible. Unos tipos celebran misa junto al bar, las meseras aburridas miran el rito con desconcierto; los viajantes comen y beben. Se ríen de sí mismos y de cualquier seriedad. Vestidos de hawaianos ¿a dónde van? Al capitalismo responde Godard. De allí vienen. Y hacia allá van.
A partir de los años ochenta del siglo pasado, la obra de Godard se volvió más ácida y ferozmente crítica del “triunfo” capitalista. Hay que decir, en su defensa, que Jean-Luc Godard no comulgó nunca con el remedo de fascismo soviético que tuteló Stalin. Lejos del existencialismo de Sartre, el de Godard es más próximo al de Gabriel Marcel y si uno mira bien y sin prejuicios la obra del inventor del corte directo, verá que Godard ha tenido también profundas aportaciones teológicas (sólo un fanático podría pensar que Je vous salue Marie falta al respeto a la Virgen María). Ya antes, sin embargo había habido atisbos de un pensamiento político con el que el autor siendo congruente. En 1961 filmó Petit soldat, y en 1963 Les carabiniers. En ambas películas Godard denuncia el rumbo irremediablemente capitalista que tomó la Europa de la posguerra.
Film socialisme me recuerda la obra pictórica de Roy Lichtenstein. Las viñetas que se suceden en el barco (y algunas otras en un pueblito francés) tienen el colorido, el encanto de aquellos cuadros que anuncian emocionantes historias que, sin embargo, están más allá. Con estas viñetas, Godard genera un ambiente, un estado de ánimo que está constantemente refiriendo a una portentosa tradición de cine socialista. Ya he hablado de Santiago Álvarez, pero Jean-Luc Godard se da tiempo para otros juegos. En la famosa escalera en la cual Eisenstein filmó El acorazado Potemkin, por ejemplo.
Filme socialisme ofrece, sin embargo, pocas pistas en el corpus de Godard. No es una obra que lo compendie ni una que lo contradiga. No es ni la más hermosa ni la más contestataria. Y aunque desde el punto de vista social el director parece haberse actualizado lo suficiente como para burlarse del FBI y de su lucha contra la piratería, la pregunta sigue siendo la misma que ya se hizo hace cuarenta años: ¿a dónde vamos? ¿Es este mundo nuestro un all inclusive en el que todo se compra y todo se vende? ¿Somos una sociedad que irremediablemente ha convertido a algunas de las más hermosas ciudades del Mediterráneo en puestos de souvenirs? Tal vez sí, pero cuidado: ya el mismo Godard ha dicho que quien crea que lo ha entendido, en realidad no ha entendido nada.
FICHA
Film socialisme (Un filme socialista). Dirección: Jean-Luc Godard. Guión: Godard. Fotografía: Fabrice Aragno y Paul Grivas. Con: Catherine Tanvier, Christian Sinninger y Jean Marc Sehlé. Suiza, Francia, 2010
Corriente secreta
Los fotógrafos del peatón
Héctor de Mauleón
demauleón@hotmail.com
¿Cómo olvidarlos? Su zona de influencia era la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán. Durante años poblaron los álbumes familiares con cartoncillos grises en los que se enmarcaba, para siempre, un instante de la experiencia urbana. Carlos Monsiváis sostenía que gracias a los fotógrafos ambulantes había podido cumplirse la democratización de la efigie. Los recuerdo en esa calle entrañable, masacrando sin aviso a los peatones: la labor de aquellos artistas, maestros de lo espontáneo, consistía en aniquilar la pose, en desterrar el ideal de la representación —máxima pulcritud en indumentaria y postura— para devolverle al caminante un modo de ser y de habitar la urbe. En millares de fotografías captadas entre 1930 y fines de los años 70, han quedado consignadas, simultáneamente, vidas desaparecidas y retazos de una ciudad que se sumerge en sus continuas transformaciones.
En 1900, Kodak lanzó al mercado la primera cámara portátil: “apriete el botón, nosotros hacemos lo demás”. La American Photo Supply la introdujo en México al año siguiente. La moda de la fotografía instantánea se extendió como peste: los aficionados comenzaron a practicarla por su cuenta y progresivamente dejaron de visitar los estudios fotografícos del pasado.
Olivier Debroise relata que, para sobrevivir, los fotógrafos de estudio tuvieron que abocarse a otras actividades. Una de ellas: retratar a los sectores menos favorecidos. En 1906, una crónica de El Imparcial señalaba que todos los mexicanos, incluso aquellos cuyo aspecto físico debía obligarlos a llevar una existencia más modesta, contaban al menos “con tres ejemplares de su apariencia corporal: uno de busto, otro de cuerpo entero, y el restante en tropel”. Un ejército de artistas de la cámara deambulaba ahora cargando sobre la espalda sus útiles de trabajo. En tanto algunos fotógrafos se instalaban en espacios a los que lo típico había consagrado (Chapultepec, Xochimilco, La Villa, Santa Anita), otros recorrían las calles y las plazas: se asomaban a las vecindades para gritar, “con la misma tonada de los compradores de ropa usada”:
—¿Hay personas que retratar?
La reproducción industrial de las fisonomías —se burlaba El Imparcial— había quedado así al alcance de todas las fortunas. “Por unos reales ‘salen’ el perro consentido, el loro enjaulado, ¡y hasta un niño muerto vestido de San José!”
Mireya Bonilla asegura que al avanzar el siglo XX los fotógrafos ambulantes hallaron, en el nuevo ritmo de vida urbano, una fuente de inspiración: “una estética que celebraba la modernidad, la vanidad, el boato”. Pasear en mangas de camisa, vagabundear con la corbata floja, apresurarse con los ojos fijos en los aparadores, se convirtió en souvenir de la vida urbana.
Todos tenemos un cartoncillo por el que desfilan los muertos y en el que la ciudad está contenida en una calle. Todos tenemos una foto gris en la que, por arte de estos maestros del instante, lo ordinario pudo convertirse en extraordinario. Habitar una ciudad es ejercerla, ha escrito José Joaquín Blanco.
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