NO ERA NINGUNA INTRUSA
Humilde homenaje a Borges
Fue un tal Borges quien le puso puntos y comas a una historia falseada desde el comienzo. A nadie le incumbe que un escritor recree sus personajes como mejor le plazca, pero tratándose, como es el caso, de sucesos reales en los que incluso se alude a los protagonistas por su propio nombre y se les sitúa en el lugar donde acontecieron, no se vale el “me lo dijeron por ahí”. Pero claro, como él era hombre, prestó oídos a las versiones que rodaron entre el vulgo que frecuentaba los antros de mala muerte, y ¿quién es esa gente? ¡Hombres! Y ¿acaso no es verdad que a los hombres les encanta endulzar sus oídos con relatos que aparentan verdad, con los que se convencen a sí mismos de que son ellos y sólo ellos los creados a imagen y semejanza de Dios; los legítimos herederos de su poder en la tierra; los dueños de la vida y de la muerte de todo aquel ser que no tenga un pito colgándole entre las dos patas?
No afirmo que en lo escrito por Borges exista dolo, pero sí que su historia está plagada de imprecisiones y falacias. Es cierto que sucedió en Turdera; también que me llamo Juliana Burgos, no así el apellido que atribuye a los Colorados: ni Nelson ni Nilsen, en realidad se apellidaban Nelison. Y en virtud de que ambos portaban como distintivo una enorme nariz, el Nélison degeneró a Nárizon, que era como en verdad se les conocía. Sobre la descripción que el señor Borges hace de los hermanos, y de su manera de vivir y de ser, afirmo que sólo se trata de una tendenciosa manipulación de la realidad con la que pretende resaltar sus dudosas dotes de valientes; allá ustedes si prefieren imaginarlos así, aunque no está de más recordar que un perro ladrando no es tan fiero como aparenta. A mí sólo me interesa aclarar la parte que me involucra.
Es totalmente falso que “Cristian me haya llevado a vivir con él”, así, cual objeto que se recoge en el camino. Se omite informar que yo era la hija única del que por estos lares sería reputado como el cacique del pueblo, y por tanto, la mujer casadera más codiciada por los varones de la comarca, jóvenes y viejos, ricos y pobres, con disposición para el matrimonio. Entre los que se encontraban los Nárizon, quienes desde que advirtieron –y no es por vanidad que lo digo—las voluptuosas formas con que muy a mi pesar la naturaleza me dotó, emprendieron una campaña de asedio tal, que yo tenía que armarme con toda la paciencia y esperar a que se descuidaran para poder poner un pie fuera de casa.
Por supuesto que entre tantos buenos y acaudalados mozos de donde escoger marido, tendría que haber estado loca para elegirlos; y digo “los” porque a los Nárizon era imposible individualizarlos, parecían clones. Pero sucedió que a mis “preocupantes” veintidós yo me seguía rehusando a prometerme en matrimonio, en razón de lo afrentoso que me parecía la costumbre de ser cambiada por una dote que, contrario a lo acostumbrado en otros lugares, en Turdera era pagada por el prometido. Mi padre, indignado y apesadumbrado, al ver que el tiempo corría y yo continuaba célibe, en un momento de ofuscación amenazó –y lo cumplió—con dar mi mano al primer hombre que volviera a solicitarla, aunque sólo fuera a cambio de una moneda de cobre. Tuve la mala fortuna de que fueran los Nárizon quienes lo hicieran. Fue una estocada artera que mi propio padre le asestó a mi dignidad y orgullo, pero en esa época las mujeres no éramos escuchadas, ni se nos toleraba intento alguno de rebeldía, de modo que fui obligada a elegir de entre los hermanos al que había de ser mi esposo. No fue difícil, lo jugué a cara o cruz. Ganó Eduardo. Me casaron en una ceremonia apresurada, casi secreta y por demás simple a la que yo fui, literalmente, llevada a rastras. Por supuesto me negué a asistir al festejo, ¡qué bochornoso hubiera sido!
De modo que al término de éste, fui conducida y escoltada por dos pelmazos que portaban la sonrisa más estúpidamente satisfecha, a lo que ellos llamaban su casa, que no era más que un galerón sucio y desvencijado.
Se equivoca quien piense que lograron someterme a sus exigencias y caprichos. Yo nunca les serví. Nunca les proporcioné la atención que se exige de las esposas, ni practiqué la obediencia con ellos. ¿Cómo podría haber tenido una conducta tan aberrante si los detestaba? ¿Cómo actuar de esa manera si desde mi nacimiento estuve acostumbrada a ser servida, atendida y obedecida? Ellos en cambio, siendo apenas niños tuvieron que procurar por sí mismos. Ahora, además de cubrir sus necesidades tenían que cubrir también las mías, o lo que ellos creían que eran mis necesidades. Y no exagero; me colmaban de atenciones y detalles empalagosos y ridículos; intentaban adivinar mis pensamientos; me hablaban con una deferencia digna de una reina. Tal grado de servilismo no había presenciado en mi vida: ¡Me hartaban! Eran tan cursis que la causa de que no me llamaran Juliana, a secas, fue que se enfrascaron en una risible competencia para inventar la forma “más poética” de nombrarme; vayan estas perlas como ejemplo: mi ala de mariposa, mi capullo-pétalo-botón de rosa, mi flor de invernadero, mi agua del desierto.
En cuanto al aspecto carnal, sólo diré que si decidí tener sexo con Cristian fue para comprobar si con él sería tan malo como con Eduardo. Lo fue. Pero también para provocar la discordia entre ellos, que tanto decían amarse. Quería provocarles celos y herir su orgullo de machos; ingenuamente creí que si lo lograba me devolverían mi libertad. No me importaba ser señalada por los aldeanos como “la dejada”. Me equivoqué, ¡ellos se mostraron muy complacidos por compartirme! Eso fue el colmo. Ya no soportaba su ramplonería, ni vivir con mi deseo de mujer totalmente insatisfecho.
Fue entonces que se volvió prioritario huir, pero ¿hacia dónde?, ¿con quién refugiarme? Pensarlo consumía la mayor parte de mi tiempo, y poco a poco, la opción que finalmente elegí fue cobrando fuerza, aún cuando implicaba hundirme en el total desprestigio.
Una fría madrugada de enero dejé Turdera para encaminarme a Morón, al prostíbulo de Morón. La patrona del lugar, encantada de renovar su mercancía, y haciendo un recuento anticipado de lo que le haría ganar me aceptó de inmediato. Tres motivos tuve para tomar la drástica decisión: cobrarle venganza a mi padre; humillar públicamente el orgullo de machos de los Nárizon; y comprobar si alguno de los hombres que frecuentaban el lugar era capaz, aunque fuera por una sola vez, de arrancarme un grito de pasión.
Mayúscula fue la sorpresa al percatarme un día de que las narices más grandes de Turdera esperaban pacientemente, sin viso alguno de vergüenza, su turno para comprar mi tiempo y atenciones. Ser la meretriz más solicitada me confería al menos el privilegio de seleccionar a mis clientes, así que me negué a atenderlos, ésa y todas las noches que siguieron hasta contar treinta y tres, que fue cuando su paciencia se agotó, y en un arrebato de furia me secuestraron para llevarme de regreso al galerón de Turdera en donde me volvieron a mantener cautiva y más vigilada que nunca.
Déjenme comentarles que aunque el señor Borges hubiera conocido la verdad acerca del vergonzoso –por ridículo—incidente en el que todos suponen perdí la vida, igual no lo habría escrito pues habría dado al traste con su finamente urdido relato.
Sucedió que en el pueblo, las armas de fuego eran poco vistas. Estaban, claro, las del arsenal de la comisaría y las de algunos civiles pudientes que las mantenían más como adorno que de instrumentos para la defensa, pues era Turdera un pueblo en verdad tranquilo donde raramente se presentaba la ocasión para usarlas. Por qué, no lo sé, pero cuando nos llegó el primer automóvil, nos llegaron los mercaderes en hordas y con ellos, las armas. Poseer entonces una matona pasó a ser una cuestión de orgullo entre los varones de Turdera: les daba prestigio. Los Nárizon no podían quedarse a la zaga; sin pensarlo cambiaron diez de las doce reses que poseían por el revólver que desde entonces los mantuvo totalmente absortos. Con entusiasmo de niños jugaban con él, lo limpiaban escrupulosamente, lo cargaban y descargaban, hasta llegar al máximo placer de practicar el tiro al blanco: todo por turnos. Utilizaron caja tras caja de balas en su afán de derribar las diez latas de café colocadas en una especie de altar construido ex profeso debajo del viejo manzano; ninguno de los dos logró ni una vez rozar siquiera alguna.
Ese día comenzó augurando males. Por primera vez los hermanos se enfrascaron en una áspera disputa. Primero, uno al otro se acusaron de olvidar comprar las balas; después, de haber hecho trampa para ganar el primer turno para usar el revólver.
Finalmente, cuando Cristian usó tres de las cuatro únicas balas, Eduardo, enardecido se lanzó contra él tratando de arrebatarle el arma. En el forcejeo consiguieron lo que tan afanosamente habían intentado: dar en algún blanco.
Desde que me tomaron cautiva, al regreso de Morón, yo solía pasar horas enteras mirando a través de la ventana aquel horizonte vasto que parecía llamarme, esperando la ocasión para volver a escapar. Ahí estaba, riéndome maliciosa del pleito entre los hermanos, cuando la bala cruzó de lado a lado mi cabeza a la altura de los ojos sellando mi destino.
Debo aceptar que vivir con los Colorados finalmente no fue para nada malo, sobre todo porque resultaron unos excelentes lazarillos.
Juliana Burgos.
Por: Eva Leticia de Sánchez.
Octubre del 2010.
La intrusa
Por Jorge Luis Borges
(El informe de Brodie - 1970)
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Moran. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé que negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venia con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo: -Yo me voy a una farra en lo de Farias. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristian solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose.
En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, mas allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas , Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristian.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenia, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serian las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenia que hacer en la Capital. Cristian se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo: -De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -Quién sabe que rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristian uncía los bueyes. Cristian le dijo: -Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la fresca. El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche. Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: -A trabajar, hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará mas perjuicios. Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vinculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.
Muy buenos cuentos, felicidades
ResponderEliminarHemos recibido muy buenos comentarios a esta inserción.
ResponderEliminarLamentablemente, anónimos.
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Agradecemos su lectura y comprensión.
Espléndido texto de Eva, notable. Felicidades. Ariel Ruiz
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