El México que no volveremos a ver
Fernando Zamora
Memoria
El cine nació mudo. No fue sino hasta 1927 que Al Jolson anunció un día frente al asombro de la concurrencia: “Wait a minute! Wait a minute! You ain’t heard nothin yet”. Y era cierto. Nadie había escuchado en el cine la voz de sus actores. Se escuchaban sólo los acordes de un pianista mal pagado. El cine había nacido mudo, como arte y como tecnología. Y en uno y otro rubros, tuvo que ir ganando su voz.
Hace unos años discutía yo si el cine era ante todo un arte visual o un arte narrativo. Debo decir que suelo privilegiar lo visual por sobre lo narrativo y sin embargo el cine es como un amante frente a quien no puede uno decidirse definitivamente por una u otra razón para adorarlo. En aquella discusión terminé diciendo que si bien el cine era ante todo arte visual, tenía grandes momentos: esas frases que se han quedado pegadas en la mente. Esas que nos acompañan siempre. Las que no podemos olvidar: “¿Vas a salir?” pregunta Victoria Abril a Antonio Banderas. “Sí”, responde el galán (que como todo buen galán, es un poquito loco). “Entonces átame”, pide la chica y él, macho, sentencia un poco regañón: “!está bien, voy a atarte, pero es la última vez!” ¿Hay acaso una mejor metáfora de lo que es el amor carnal, que esta escena de Átame?
En aquella discusión había un editor que divertido, sugirió “¿Por qué no te escribes algo cortito, como de dieciséis mil caracteres con algunas de las frases que más te gustan del cine?”
¡Son tantas! Y era complicado encontrar el momento, pero ya lo ha dicho Milos Forman, que los escritores tienen que aprender a escuchar al editor que llevan adentro. Si esta frase fuera cierta, ¿cuánto más tendríamos que aprender a escuchar al editor que nos habla desde afuera?
Me propuse pues, escribir frases de Almodóvar pero debo confesar que si no las actúo (prefiero siempre el papel de la chica) no me salen bien. En papel suenan frías, sin chiste, faltas de salero. Hay otros diálogos y escenas que me gusta actuar: son las de las películas de Ripstein; Paz Alicia Garcíadiego ha escrito algunos de los diálogos más bizarros y memorables del cine mundial.
Comencé pues, a garabatear diálogos, escenas, como si fuesen los bocetos de una partitura que resultaría ——tal vez—— en un collage de frases heterodoxas, algo parecido a aquella escena de besos en Cinema Paradiso. Había decidido limitarme a frases de Ripstein y Almodóvar, pero pasado un tiempo hice bolita el papel lo lancé a la basura y me dije: “esto no está funcionando”. “Mejor”, me dije, “he de escribir un texto largo que demuestre que el cine está ligado a la vida más de lo que uno se piensa”. A través de frases que han quedado en el imaginario de generaciones completas, pensé que sería posible aprehender el espíritu de una época: “!Que la fuerza te acompañe!”, “!Houston we have a problem!”, “He aquí el inicio de una gran amistad”. Siguiendo esta idea descubrí que hay frases que, más allá de ser simpáticas, son profundas. Frases que ponen en escena lo que sucede en la vida en el momento histórico en que fueron filmadas: “Greed is good!” ha dicho Michael Douglas en la primera parte de Wall Street. Y era cierto. El mundo en 1987 se había entregado por completo al capitalismo, a la avaricia. Los hijos de los hippies despertaron hartos de los ideales de sus padres y como Charlie Sheen creyeron por completo que era buena la avaricia, que la avaricia había hecho mover al mundo, que la avaricia era el remedio contra toda mediocridad. Greed is good. Había caído el muro de Berlín, eran tiempos de Reagan y de Thatcher. Greed is good. No hay, a mi parecer, frase que resuma mejor el espíritu político y la historia de occidente al final de los ochenta. “Han caído las ideologías”, dijeron los pragmatistas y los ideales, se escondieron. Eras triunfador sólo, si tu mujer había sido center fold del Playboy, si tu coche era estacionado, el primero, frente a la Tour d’Argent en París, si había gente que compraba un libro en el que contabas cómo habías llegado a triunfar. Así lo declaró Dario Argento en una entrevista en los ochenta y era cierto: Greed is good.
Pensé encontrar, entonces, un repertorio de diálogos y frases que sintetizaran en forma profunda la política del mundo desde los locos veinte del siglo pasado hasta los pasmados años que vivimos. Había un problema, sin embargo: la mayoría de ellas habían sido escritas (y, por supuesto, dichas) en inglés. El texto corría el riesgo, además, de convertirse en un panfleto político.
Me preocupaba más lo primero: no soporto las películas dobladas y para escribir un texto coherente tendría que “doblar” yo mismo aquellas frases que hicieron la historia del mundo. Me imaginé escribiendo (con acento gachupín “!es buena la avarizia!” y desprecié mi criatura antes de haberla escrito.
No, había que quedarse sólo con frases que hubiesen sido escritas, dichas y cantadas en español. Y mejor: en mexicano. Me olvidé por completo del interés político y convencido ya de que el cine es un amante con el que a veces vale la pena conversar de estupideces me dejé seducir por la nostalgia: el cine de mi madre, el cine de mi país. El cine que miraba en la televisión cuando llegaba de la escuela. Sí. Había que bailar cachondo con la dulzura de aquellos momentos que se han quedado para siempre en la memoria. Lanzarlos sobre el papel recordando el cine que me recibía todas las tardes al volver de la primaria.
Me recuerdo niño, comiendo frente a una tele. ¿Por qué no regodearse en ese cine de rumberas, en ese cine ranchero, en el de la mala mujer, el macho cantor, la pecadora? Además, pensé, es más fácil explicar por qué le gusta a uno el “no me toques” que precede a un beso en una película de Gloria Marín que la importancia que tiene aquella frase que remata la última película de Tarkovski: “En el principio era el verbo: ¿por qué papá?”
¡Viva la simplicidad, pues! Vamos por frases de La Félix que vivió, como ha dicho en una película: “lanzando todo lo que amaba fuera de la ventana”.
El cine mexicano, tan criticado por los amargos está lleno de nostalgia y es ésta, la nostalgia, la única razón para coleccionar secuencias que giran en la cabeza en forma de diálogos y frases. Luego de tantas películas uno despierta un día y descubre que su forma de percibir el mundo ha cambiado. Mira la vida como dentro de una película y el acto más simple (lavarse la cara, por ejemplo) es un hecho estético y claro, con ese maratón de cine mexicano que me esperó en la casa al volver de la escuela, no he podido dejar de mirar al mundo también con sabor a rancheras, a melodrama. En el cine mexicano uno aprende que aunque la vida es dura, siempre hay momentos de cinismo y buen humor.
No pongo aquí más que las películas que me gustan del cine clásico mexicano. Y entiendo “clásico” como un adjetivo que refiere a esas películas que para imitarlas o para vapulearlas, siempre sirven de referencia. Son esas enterradas en la cabeza como un sueño cursi. Evito, a propósito el dislate de “cine de oro” porque en el cine mexicano aunque hubo oro, es cierto, también hubo oropel que, no por ello, deslumbra menos. Juan Orol y su cine de rumberas me recuerda aquella frase de Terry Gilliam en la maravillosa película The fisher king: en la basura se encuentran cosas maravillosas.
Comienzo con Santa, piedra angular del cine mexicano. Elogio de la noble puta tirada al arrabal. Una Santa que ha sufrido, pisoteada, las pasiones de un México macho y pendenciero. Santa no es sólo la primera película con audio sincronizado en México, es como su columna vertebral: la visión moralina que se reproducirá hasta el cansancio. En torno a su imposibilidad para salir del arrabal al que parece destinada, Santa vive, como México sintiéndose esclava de la mala suerte.
“!Quiero que me enseñes a bailar danzón!” le pide un cliente a Santa. Ella responde con voz borracha y un poco cachonda: “Te pones muy junto, ¿sabes? En la primera parte hay que dar muchas vueltas, casi sin salir del mismo lugar. ¡Toca bien Hipólito, que estoy enseñándole a este hombre a querer!”
Hay un problema con las grandes frases del cine clásico mexicano. Las mejores se han dicho cantando. No comparto la visión de Goethe quien refiriéndose a la ópera, dijo que si algo es suficientemente estúpido par ser dicho, siempre puedes decirlo cantando. Me gusta la ópera, claro, porque me gusta el melodrama. Encuentro en el sufrir de La Traviata (aquella otra puta queriendo siempre ser buena), frases y canciones dignas de llevar conmigo hasta la muerte y lo comento porque luego de Santa viene no un diálogo, sino una canción en La mujer del puerto. Andrea Palma interpreta a Rosario quien lánguida se recarga en un farol. “Vente conmigo” le pide el mal hombre borracho. Aparece entonces el galán vestido de marinero, impecable: “!déjala” (el borracho se va). Rosario, acurrucándose ya con el marinero con la promesa de sus amores pecaminosos pide: “dame un cigarro”. ¡Qué gran momento! Entra la música (fuma la mala mujer) y escuchamos la voz de Linda Boytler: “Vendo placer a los hombres que vienen del mar y se marchan al amanecer, ¿para qué yo he de amar?
¿Para qué? Para qué amar se pregunta Rosario, en La mujer del puerto y en intercortes la vemos cayendo en las camas de todos aquellos marinos sin nombre. Finalmente encontrará uno que valdrá la pena amar, lástima que será... su hermano.
Así que aunque el cine nació mudo como en todas partes del mundo, aprendió tan pronto a hablar que en un ratito ya estaba cantando. En 1936, Tito Guízar, vestido de charro, se puso frente a las cámaras e interpretando a José Francisco Ruelas se puso a cantar que “allá en el rancho grande, allá donde vivía, había una rancherita que alegre me decía: ‘te voy a hacer tus calzones como los que usa el ranchero, se los comienzo de lana y se los acabo de cuero’”
Primer gran éxito internacional mexicano con sutil crítica social, Allá en el rancho grande inauguró un género que (junto el de los luchadores) ha sido aporte del cine nacional al cine del mundo. Allá en el rancho grande, significó tal éxito que la retomó Joaquín Pardavé (como director) en 1947. La música era la misma, aunque cambiaba en algo la letra: “Por todo el Rancho Grande es tierra de alegría, me paso yo danzando, de noche y de día”. Sofía Álvarez hacía el solo: “Cuando vivía en el infierno, el diablo no tenía cuernos, en todo el Rancho Grande es tierra de alegría”. México parece haber sido ese Rancho en una tierra en la que el diablo no tiene cuernos: seguía adelante un progreso económico, cultural y social que no habría de detenerse hasta que descubriésemos, por ahí del 68, que también en Rancho Grande, los diablos tenían sus cuernos.
Al año siguiente (1948) Jorge Negrete volvió a retomar al charro Francisco Ruelas y volvió a parecer que en Rancho grande la fiesta no termina nunca, pero la prostituta buena, lejos estaba de haber salido del imaginario fílmico nacional. Al contrario, por esos años, Mauricio Magdaleno escribió esta colorida escena en Salón México: Miguel Inclán se sienta frente a Marga López. Ella le toma las manos, se las besa. Casto, Inclán le acaricia la barbilla y dice: “No Merceditas, soy yo quien debería besar sus manos. Y sus pies y hasta el suelo que pisa. ¡Palabra que siempre me latió que había algo raro en su vida! Y, pues ahora que lo sé, más la admiro por su grandeza. Es usted de oro puro. Y el oro... pues: ¡vale donde quiera!”
Hay oro, sin duda, en ese cine de mujeres que arrojadas al mundo no consiguen ser buenas: “la que quiera a la del Soto ¡qué pena de la vida! ¡Por quererla quien la quiera le dicen La Malquerida!” Oro y oropel en un cine en que la sociedad juega siempre el papel de la opresiva, la juzgadora. Hay que sacar juventud del pasado y bailar solo en la fiesta en la que nos dejaron plantado. En Pueblerina, Roberto Cañedo y Columba Domínguez se ponen a bailar. Las mesas de su gran fiesta se quedaron vacías. Los meseros, avergonzados, se miran los unos a los otros. Nadie ha venido. ¡Será una fiesta para dos! Comienzan los músicos las rimas y escuchamos en tono de copla la razón de sus soledades: “El palomo y la paloma se pusieron a llorar, tenían por sus amores acechando al gavilán”.
En el tema de la risa hay que tener cuidado. No soy amante del albur y prefiero las situaciones cómicas que los diálogos que forzosamente descansan en la simpatía de un personaje, pero en un recorrido como éste, no podía quedar excluido Cantinflas, haciéndose pasar por Leopolodo el Millonario en Ahí está el detalle. Con lo que no cuenta Cantinflas es que a Leopoldo, a él o a quien sea, esté dispuesta a endilgarle a siete niños doña Sara García: “Preséntense niños: Chucho, Chucho, Chente, Chinto, Pancho, Poncho, Mencho, para servir a usted”. “¿Es ese nuestro papá?”, pregunta uno de los niños. “Sí hijos míos y lo tienen que querer porque de hoy en adelante él los va a mantener”. “¿Tienen hambre?” “¡Mucha!” “Díganle papá”.
Como padre, Cantinflas deja, claro, mucho que desear. En un diálogo en que pelea con sus pequeños por una botella de cognac, grita el más pequeño, valentón: “yo soy tu padre”. Cantinflas ofendido toma al niño por la cintura, lo lanza sobre la cama y le dice: “mira sietemesino, donde vuelvas a responderme te voy a echar flit”. Todos se le lanzan hasta que aparece Joaquín Pardavé. Entonces Cantinflas explica que sus hijos le han dado cuartelazo y todo vuelve a estar tranquilo, pero antes de salir, Cantinflas lanza sobre el más chiquito esta amenaza: “ya me las pagarás, hijo de Blancanieves”.
En Historia de un gran amor hay otra fiesta. Gloria Marín y su marido presiden el baile. Al fondo tocan Andrés Huesca y sus costeños. Pero como Jorge Negrete ha estado enamorado durante toda la película de Gloria Marín, comienzan las coplas y comienza el duelo de egos. Durante una copla canta el charro cantor: “Yo no sé lo que consigo, olvidando lo que fueras, y vas a bailar conmigo, quieras o no quieras”. El marido se levanta, mira a Negrete. Nerviosos, los músicos siguen tocando. “A un valiente otro valiente”, canta el marido, “pero a un cuchillo otro cuchillo”, interrumpe Jorge Negrete. “¡Se acabó la música!” Y entonces, apelando a una vieja tradición Jorge grita: “!Cien mil onzas por bailar con la mujer de Antonio Arregui!” El marido no sabe qué hacer. Gloria Marín toma a su marido por el brazo y suplica “deja que baile, tengo mi orgullo”. Lo dice como si no estuviera en verdad enamorada. “Mi fábrica por que no baile mi mujer”, grita entonces Antonio Arregui. Nada ha podido detener la tradición. Se avecina la tragedia. Conscientes sólo de su amor, bailan los amantes y en un momento impúdico, incluso se dan un beso. un puñal corta el aire. Cae muerta la hermosa Marín. Domingo Soler, el sacerdote, viene ante la moribunda que alcanza a musitar: “Absuélvame padre. Y pídale a Antonio que me perdone. Manuel no tiene la culpa. La tengo yo por haberlo querido tanto”. Gloria mira al cielo, como si ya se abriese frente a sus ojos la escalera de Jacob: “Ahora ya todo será mucho mejor”, dice. Y expira.
Estas y otras frases me recibieron en la casa cuando yo era niño y volvía de la escuela. No se me salen y van por donde quiera que estoy. Hay, sin embargo, una que me fascina particularmente porque tiene algo de premonitorio. En El rapto, Durante una fiesta, Jorge Negrete se aproxima a María Félix y después de lavar su honor contándoles a todos que en realidad esa mujer es una santa, dice: “Adiós Aurora y perdóname”. Música (violines). “Perdónenme todos ustedes también”. El charro cantor se dirige a la salida de la fiesta. Lo sigue ya sólo su perro. Andrés Soler se aproxima a María Félix y murmura. “Dijo que ésta sería su última noche en el pueblo y que luego se iría muy lejos. Mucho me temo que ya nunca lo volveremos a ver”. María sale tras él y lo alcanza mientras él se dirige hacia el atardecer. Lo hermoso de esta escena es que a ese México que representa Negrete, ya nunca lo volveremos a ver. Esa fue la última película que filmó Jorge Negrete.
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