Incógnitos
Juan Villoro
11 Nov. 11
En La Habana para un infante difunto, Guillermo Cabrera Infante describe el momento excepcional en que subió por primera vez una escalera. A los 12 años se trasladó a La Habana y el deslumbramiento de la gran ciudad se presentó, antes que nada, como la ascensión a un segundo piso. En Gibara, el pueblo de casas bajas donde había nacido, se desconocía el sencillo artificio de los escalones.
La Habana para un infante difunto describe un aprendizaje paulatino; la capital cubana revela sus secretos como una gramática que comienza a ser conjugada. Cabrera Infante descubre el vertiginoso chirrido de los tranvías y el difuso resplandor del neón, prometedor de placeres.
La trama ocurre en los años cuarenta del siglo pasado, cuando la urbe aún puede deslumbrar a quien llega del campo. Hoy en día las ciudades se conocen a priori. El cine, las agencias de viajes, los portales de internet y Google Earth nos ponen en contacto con sitios de los que tenemos una idea sin haber estado en ellos. Obviamente, este conocimiento no elimina otros asombros. Aún es posible desconcertarse con las ciudades. Lo que ha cambiando es que las características básicas de la vida urbana (las avenidas numerosas, los transportes, el alumbrado público, la movediza muchedumbre) carecen del halo de maravilla que tuvieron en otro tiempo. Además, las distinguimos por signos específicos: la torre inclinada, el niño que orina, el coliseo, el alto reloj junto al río, el ángel bajo un cielo sin estrellas. Una metrópolis ya sólo puede ser terra incognita para el esquimal que no ha ido al cine.
Mientras las ciudades se volvían comprensibles sus habitantes dejaban de serlo. En su novela autobiográfica, el joven Cabrera Infante ignora las calles pero ordena la fauna en reconocibles tipos sociales (el vagabundo, la querida, el guajiro, la prostituta, el pandillero). Las personas son más clasificables que el territorio y resulta más sencillo ser antropólogo que cartógrafo.
En tiempos de GPS ocurre lo contrario. Las vastas ciudades están llenas de gente hermética. El conocimiento de la vida urbana ha sufrido un giro radical. Cuesta trabajo entender a las personas porque ellas luchan para ser entendidas por las máquinas.
En vez de arquetipos sociales tenemos códigos: credencial del IFE, afiliación al RFC y los PIN con que nos identifican las computadoras. Nuestros principales patrones de conducta derivan de los números telefónicos a los que llamamos, los passwords que dominamos, los precios de lo que compramos. En ocasiones, estos datos fríos se humanizan con una quimera: tenemos "amigos" en Facebook.
Definirnos a través de siglas sería una circunstancia inofensiva de no ser porque eso elimina la posibilidad de que una persona avale a otra. El trato ha caído en desuso como forma de certificación social. Durante siglos, las sociedades autentificaron las reputaciones a través de cartas de recomendación. En la automatizada actualidad, la frase "yo respondo por él" tiene sentido si se refiere a un doberman. Los humanos dependen de su historial bancario.
Es un lugar común decir que casi nadie se interesa en sus vecinos. Lo raro es que las máquinas se interesan en nosotros. Para circular socialmente, debes ser aceptado por el criterio de las computadoras.
Hasta hace tres meses yo pertenecía al sector atávico de los que no tienen celular. Compré uno para comunicarme con mi familia ahora que estoy en Princeton. Sin embargo, no pude contratar el servicio de roaming porque carezco de antecedentes telefónicos. En ese universo soy como Kaspar Hauser, un sujeto sin pasado. Lo curioso es que ningún otro historial crediticio me avala. Ya que dependemos de las máquinas sería significativo que dialogaran entre sí para que la computadora de Telmex o la de Banamex pudieran convencer a la de Telcel. Pero cada sistema es independiente. Al modo de las indescifrables ciudades de la antigüedad, un nuevo trámite es otra calle que va rumbo al infinito.
Quizá hemos dejado de asombrarnos con el territorio porque nuestra vida es un laberinto de datos.
Me reconfortó saber que en Nueva York la opinión de los demás aún tiene peso social. Para comprar un condominio, una pareja de amigos tuvo que recabar 14 cartas de recomendación: seis para ella, seis para él y dos para la mascota. Sin embargo, me decepcionó saber que las cartas a favor de mis amigos no hablaban de sus méritos afectivos sino de sus estados de cuenta y las cartas a favor de las mascotas no estaban firmadas por animales sino por veterinarios. En otras palabras, se trataba de una versión artesanal, es decir humana, de los certificados que expiden las computadoras.
Sería estupendo que la tecnología diseñara cajeros automáticos que nos conocieran a priori. Pero esto no sucede, y las dificultades con las máquinas comienzan a afectar la vida en común. "¿Cómo voy a confiar en él si ni el cajero automático lo reconoce?", oí que alguien decía.
Sabemos cómo son las ciudades antes de llegar a ellas. La nueva terra incognita somos nosotros.
Tiempo de miedo
Por Juan Villoro
Hace 10 años los mexicanos redondeamos nuestra contundente presencia en la Tierra. Un bebé lanzó el alarido que nos convertía en 100 millones. Con ese motivo escribí un "Retrato de grupo" en el que entrevisté a Roger Bartra, autor de La jaula de la melancolía, ensayo decisivo para superar la búsqueda del mexicano como un ente unívoco y asumir una idea plural de lo que somos: "Hemos tenido identidad nacional en demasía, exorbitante nacionalismo, revolución desmesurada, simbolismo sobrado", comentó el antropólogo.
En 2002, Bartra publicó Anatomía del mexicano, selección de textos donde la indagación del "alma nacional" se asumía como un tema ya histórico, definitorio del acervo cultural del siglo XX. En el nuevo milenio no sabíamos del todo cómo éramos, pero aceptábamos que el mexicano en estado puro es difícil de encontrar. Como sucede con las bebidas, nos resignábamos a tener un contenido adulterado.
En el prólogo a su antología, escribió Bartra: "Estoy convencido de que el siglo XX dio fe tanto del origen como del fin de esta curiosa modalidad cultural, aunque no cabe duda de que podemos encontrar un sinnúmero de precedentes y que veremos no pocas reminiscencias en los tiempos venideros". El tema no estaba completamente enterrado, pero se podía decir de él lo que Frank Zappa dijo del jazz: "No está muerto, pero huele un poco raro".
Una década después se ha vuelto urgente recuperar las instrucciones para ser mexicano. Heriberto Yépez, Agustín Basave y Jorge G. Castañeda han reflexionado sobre la peculiar tarea de pertenecer al país del chícharo y el ajonjolí. ¿A qué se debe el resurgimiento de la exploración del alma patria?
Los problemas para definirnos comienzan por el escudo nacional, el único que representa un acto de depredación. La bandera de Corea del Sur tiene por emblema el yin y el yang, la dialéctica de los opuestos. Nuestras mascotas tutelares no se complementan: están unidas por un mordisco. No es una mezcla de culturas sino una lucha. De acuerdo con una de nuestras más populares canciones, el águila se presentó al combate con buena educación: "Para subir al nopal, pidió permiso primero". En México la cortesía nunca ha estado reñida con la violencia. En La ciudad letrada, Ángel Rama dejó importantes reflexiones sobre el apego de los criollos novohispanos al español correcto, la forma más directa de aspirar a la riqueza y el poder. La lengua no siempre unía; garantizaba jerarquías y facultaba para la disputa.
Si el águila y la serpiente disputaran hoy en día, se someterían primero a una encuesta para despedazarse después, al estilo de los precandidatos del PRD. No hablarían como los animales en las fábulas de Esopo o Monterroso, sino con la retórica del enredo perfeccionada por los letrados del Virreinato, Cantinflas y los políticos del PRI. El águila estaría dispuesta a "coadyuvar a un enfrentamiento conducente a cumplimentar la voluntad popular", es decir, a manducarse a la serpiente en nombre de la patria.
La primera sección de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, lleva un subtítulo que define nuestra circunstancia: "Mexicanos perdidos en México". Desde una perspectiva antropológica y psicológica, Heriberto Yépez publicó en 2010 La increíble hazaña de ser mexicano. Ahí dedica un capítulo a la "mieditis": "El sistema político mexicano es corrupto, autoritario, disfuncional porque somos un pueblo con mucho miedo y elegimos a las personas que nos protegerán de nuestros miedos". En el país donde el águila se zampó a la serpiente, el jefe de familia domina a una madre victimizada y el consentido recibe patente de impunidad. No es casual que la mayor obra de nuestra narrativa, Pedro Páramo, trate de un patriarca, el padre colectivo, dueño de todos los destinos.
En la escuela se amplía esta educación a la inversa: la relación de fuerzas entre los compañeros no depende de lo que se aprende en el aula sino de lo que sucede en el patio. El gandaya que manda ahí concede los beneficios de la protección.
La burocracia y las pirámides empresariales, culturales y políticas acaban por configurar un país medroso, donde la iniciativa no se premia y el éxito se percibe como una traición a una comunidad resignada al fracaso. Cuando le pregunté a Manuel Lapuente, entonces entrenador de la selección nacional, cuál es el rasgo distintivo del futbolista mexicano, respondió sin vacilar: "la obediencia".
En 1987, La jaula de la melancolía prefiguró un país de identidades líquidas, dispuesto a aceptar los desafíos de la variedad cultural. El tema de la autodefinición ha vuelto en un momento en que el temor ontológico descrito por Yépez recibe el estímulo externo de la violencia y en que se anhela el regreso de un gobierno fuerte, similar a un padre atrabiliario pero seguro de sí mismo.
La portada de Nexos de noviembre, diseñada por Víctor Solís, resume la situación. Un retrato de familia donde todos llevan cascos y tienen caras de pánico. El encabezado es de irónica elocuencia: "Nuestra guerra".
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Campamento
Por Juan Villoro
En los años setenta no íbamos de excursión a la naturaleza sino fuera de la realidad. Aunque las hormigas encontraban la forma de entrar a la tienda de campaña, demostrando que el campo tiene otros dueños, acampábamos para estar al margen de las convenciones de la vida burguesa y cerca del cosmos, que en esa época estaba en la mente: el lado oscuro de la luna era un disco de Pink Floyd.
Aunque ya no pedían que les habláramos de usted, los padres aún no se volvían suficientemente permisivos. La forma más sencilla de asumir las aventuras de la libertad y graduarte como adulto psicodélico era ir a la lejanía donde solo te vigilan los alacranes.
Conocí a Gregorio Sánchez Pin en la playa de Zipolite, a donde llegamos siguiendo el rumor de que ahí las gringas nadaban sin otra vestimenta que un signo de peace & love. Sánchez Pin tenía un aire de ermitaño atlético, pero sus virtudes eran contraculturales: se volvió indispensable porque llevaba una casetera con suficientes pilas para oír las obras completas de Incredible String Band.
Por un resabio atávico, yo había empacado un cuchillo de monte de los Amigos del Bosque. Aún no entendía que la naturaleza había dejado de ser el sitio donde tiemblan los conejos para convertirse en un desmesurado proyecto alternativo: cada claro en la maleza era una oportunidad de Woodstock.
Gregorio fue el primero que me reveló un misterio rural mexicano: "Ten cuidado: la Arcadia puede estar en terrenos ejidales". No acampábamos en el jardín del Edén sino en un país donde la reforma agraria llevaba décadas fracasando.
Con gran talento para las relaciones públicas, se hizo amigo de un comisario ejidal que nos permitió extender nuestros sleeping bags a cambio de unos pesos. Sánchez Pin siempre estaba sobrio y había sacado a varios intoxicados de las salvajes olas del Pacífico. Fue la compañía ideal durante dos semanas. Nos despedimos con un sentido de la hermandad profundo. Como es de suponerse, no nos vimos en más de 30 años.
El antiguo excursionista de la conciencia acaba de volver a mi vida a causa de otro campamento. Nuestros hijos decidieron hacer un curso de preparación para el examen de ingreso a la UNAM. Dos sexenios panistas no han podido acabar con el prestigio de la educación pública superior. Para decenas de miles de estudiantes, Ciudad Universitaria goza del aura intangible de la Ciudad Prohibida de Pekín.
La dificultad de acceso ha hecho que proliferen los métodos para preparar el examen. Uno de ellos tiene tal fama que los solicitantes acampan durante tres días para obtener ficha de ingreso. En esta circunstancia reapareció Gregorio. El destino de nuestros hijos nos unió con la misma fuerza con que buscamos un nirvana provisional en Zipolite.
También en esta ocasión mostró su sentido práctico. Repartía botellas de agua, barras de granola y mudas de ropa con la habilidad con que antes repartía casets pirata de Led Zeppelin.
Durante tres días nuestros hijos dormirían en la calle, haciendo cola para obtener cupo. De los mexicanos se puede decir muchas cosas. Una de las más fáciles de comprobar es que somos demasiados. En cualquier sitio hay alguien que se coló. Para impedir la irrupción de extraños, los acampantes dormirían formando una cadena humana, tomados de las manos.
Una metáfora de dos épocas: nosotros habíamos acampado para huir de la realidad; nuestros hijos acampaban para entrar en ella. Hoy en día, ninguna excursión es más extrema que la de conseguir un sitio en la vida cotidiana.
Se lo comenté a Gregorio y habló de los autistas digitales coreanos. Me contó que el talento de los asiáticos para la computación, y su altísimo grado de conectividad, han hecho que muchos jóvenes se aíslen, negándose a salir de su cuarto. Para reingresarlos a la normalidad, un grupo de instructores los lleva de campamento en plena ciudad.
Nuestros hijos hacían lo mismo, no por terapia sino por urgencia. Lo interesante es que enfrentaban el desafío con el entusiasmo con que nosotros enfrentamos las olas del Pacífico. Tres días en la banqueta les parecían pocos.
Nuestro hijo tuvo la suerte de dormir en el patio del colegio, lo cual hacía suponer que estaría entre los 1,200 seleccionados. Otros dormían sin la menor certeza de obtener ficha.
Los organizadores del examen habían colocado pancartas para que se respetara a los vecinos; ante cualquier duda ofrecían consejos y alentaban a los participantes. Parecían los organizadores de un concurso de rock de beneficencia.
Las voluntarias molestias del turismo alternativo de los setenta son en 2011 un modo de acceder a la vida diaria. Gregorio Sánchez Pin y otros "vagabundos del Dharma" tratamos de evadirnos en busca de nuestra esquiva y acaso ilocalizable vida interior. Ahora nuestros hijos miraban la calle, la banqueta y los coches como una naturaleza desafiante, pero conquistable. Su apuesta era más alta.
Salir de la realidad es un mérito muy inferior al de soportarla. Se lo dije a Gregorio. Nos dimos un abrazo de hermanos y quedamos de vernos pronto.
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