VIERNES, 17 DE AGOSTO DE 2012
Estupidez y cobardía de
algunos generales mexicanos
México por asalto
(fragmento)
A la vera del camino por el que John cabalgaba, metido en
sus reflexiones, había barracas de madera y chozas de piedra y adobe. Los
habitantes del trayecto a Saltillo veían desde las puertas de sus humildes
viviendas, con una sensación de fatalidad irreparable impresa en las miradas, a
los soldados mexicanos, derrotados y cargando a sus heridos.
Sin que nadie pudiera explicarlo, el 24 de septiembre de
1846 Ampudia y Taylor habían acordado un inesperado cese al fuego.
Y después de esa tregua, durante la madrugada del día
siguiente, en una larga caravana de elegantes carrozas jaladas por cuatro
caballos cada una, Ampudia y sus más cercanos oficiales, en compañía de algunas
familias ricas de la Sultana del Norte, tomaron el camino que iba de Monterrey
a Saltillo, custodiados por soldados de a pie y a caballo.
Tras la salida de Ampudia, las tropas estadounidenses habían
dejado de disparar contra la población civil. Los soldados y oficiales de
Taylor se dieron a la tarea de recorrer las calles de Monterrey para restaurar
la paz. Los últimos disparos habían hecho que dos hombres cayeran fulminados
desde una azotea, donde se habían parapetado para matar a pedradas a los
invasores.
Aunque era el jefe supremo del ejército de México, Ampudia
ofreció capitular sin el menor remordimiento, como lo había hecho en Matamoros,
y entregar la plaza en términos que mantendrían, según él, la integridad y el
honor de su fuerza.
Gracias a la superioridad de su ejército, Taylor exigió al
principio la rendición total de Ampudia y sus hombres, pero después de
negociar, concedió la capitulación, lo que permitió que todos los soldados
mexicanos se retiraran más allá de una línea al sur y al oeste de la ciudad,
para iniciar su larga marcha hacia Saltillo.
Desolado, sin saber aún si había hecho bien al desertar –dos
veces ya–, de los ejércitos que lo habían alimentado, lo habían entrenado y le
habían dado una razón a su vida, John recordó esa mañana, cabalgando delante
del Batallón de San Patricio, el último día de luchas despiadadas, cuerpo a
cuerpo, en las calles de la ciudad, antes de que Ampudia hubiera decidido huir
al sur y dejar de presentar batalla.
“¡Hay que romperles la madre a esos putos!”, había dicho con
vehemencia un soldado raso que estaba al lado de John, justo antes de recibir
en un ojo un disparo de mosquete que lo lanzó por los aires.
“¡Hijos de puta!” había dicho Ordóñez y había cargado, él
solo, sin tomar ninguna precaución, con su espada desenvainada, contra cuatro
soldados de Taylor parapetados detrás de un edificio de ladrillos rojos en una
de las esquinas de la Plaza de la Purísima, en el corazón de la ciudad de
Monterrey.
En un santiamén, sobre los sudorosos y brillantes lomos de
su caballo, Ordóñez había logrado decapitar a los cuatro jóvenes estadounidenses
y había logrado regresar ileso a donde estaban sus hombres, tratando de
defender el puente de la Purísima.
Las escenas que recordaba John de las luchas cuerpo a cuerpo
en las calles de Monterrey, cuando los civiles regiomontanos pelearon con tanto
valor en defensa de su ciudad, eran horribles: una mano amputada tirada por
ahí, por allá un pie, y más lejos una cabeza cercenada, y todas esas partes
lejos del resto de los cuerpos... y los ríos de sangre que bañaban las aceras y
las calles... y los caballos y hombres muertos, despatarrados.
Los enemigos de Ampudia dentro de las filas del ejército
mexicano dijeron después que habrían peleado hasta el fin si él se hubiera
quedado, y lo culparon por no resistir lo suficiente y por destruir muchas casas
en Monterrey en sus esfuerzos de transformar a la ciudad en una fortaleza.
Cuando Ampudia capituló, Taylor entró a la ciudad con gran
arrogancia, montado sobre los lomos de Old Whitey, su inseparable caballo
blanco, rodeado de sus más cercanos oficiales. Llevaba la cabeza cubierta con
su gorra de general, pero al llegar a la plaza, se destocó frente al templo de
la Purísima, en señal de respeto.
En un mensaje enviado al general Mariano Salas, presidente
de México, Ampudia justificó su capitulación bajo el criterio de que había
preservado el “honor” militar de sus tropas.
El general nacido en La Habana, que tampoco había
confrontado a Taylor en Palo Alto ni en la Resaca de Guerrero, que había
entregado Matamoros, y ahora Monterrey, además de lograr que su enemigo
político, el general Arista fuera juzgado en un tribunal militar, y de manchar
con sus insidias el nombre del general Francisco Mejía, agregó en su misiva que
quería mantener intactas sus fuerzas para pelear contra el ejército invasor en
otras batallas “que serán heroicas y decisivas”.
Las continuas derrotas y la entrega de ciudades importantes
en el norte del país habían comenzado a provocar en México, cada vez más,
reacciones en contra del general Marinao Paredes y su gobierno, así que el 6 de
agosto de 1846 el general Mariano Salas le dio un golpe de Estado a Paredes, y
se proclamó presidente.
El creciente malestar ayudó a que los federalistas, que
seguían insistiendo en imponer su visión política al país, se fortalecieran y
pudieran llamar de nuevo a Santa Anna, quien desembarcó en Veracruz a fines de
agosto de 1846.
A principios de agosto de 1846, a pesar de que el norte del
país estaba siendo invadido por fuerzas estadounidenses desde varios flancos,
el general Mariano Salas se había levantado en contra del general Mariano
Paredes y había tomado el poder en la ciudad de México.
Y Santa Anna, al llegar a Veracruz, había aprovechado el
caos político para hacer un viaje relámpago a la ciudad de México donde
anunció, entre los elogios de sus partidarios, que no quería ser presidente,
sino el hijo más humilde de la Patria, y se marchó rápidamente –rodeado de las
alabanzas sin las cuales no podía vivir–, hacia San Luis Potosí, al mando de un
ejército de casi dieciocho mil hombres, a enfrentar a Taylor. Salas cuya
fidelidad a Santa Anna era bien conocida, gobernó desde el 6 de agosto hasta el
23 de diciembre de 1846, puso en vigor la Constitución de 1824 y convocó al
Congreso Federal, que nombró presidente, una vez más, a Santa Anna, y
vicepresidente, una vez más también, a Valentín Gómez Farias.
Santa Anna no quiso, esta vez tampoco, ejercer las funciones
de jefe del Ejecutivo para dedicarse “a combatir hasta la muerte”, dijo, al
invasor, y designó como presidente, una vez más, a Gómez Farias, quien estuvo
en el cargo del 24 de diciembre de 1846 al 20 de marzo de 1847.
Lo primero que hizo Santa Anna al tomar el mando del
ejército mexicano, fue amonestar a Ampudia por haber intentado defender
Monterrey, arriesgando a sus hombres, le dijo, en una plaza donde no podía
vencer.
Santa Anna estaba seguro que Taylor intentaría pasar con sus
hombres por una de las gargantas de la Sierra Madre Oriental, la de Saltillo o
la de Tula, para después caer sobre San Luis Potosí, trescientos kilómetros al
sur de Saltillo, y que otra fuerza estadounidense trataría de asegurar el
puerto de Tampico, para establecer líneas de abastecimiento para la campaña
terrestre.
Taylor sabía que los pasos o gargantas a través de la Sierra
Madre Oriental se abrían en un terreno amplio e inhóspito, entre Saltillo y el
cuartel de Santa Anna, en San Luis Potosí. Y sabía también que cualquier fuerza
mexicana, operando al norte de Saltillo, o al este de Tula, estaría fuera del
control diario por parte de Santa Anna, pero estaba consciente de que cualquier
fuerza estadounidense, emplazada más allá de Saltillo o Tula, encontraría
serias dificultades para abastecerse.
Santa Anna le ordenó a Ampudia defender “hasta la muerte” la
garganta de Saltillo, y mandó a otras fuerzas a proteger la de Tula.
Luego de la inesperada tregua de Monterrey, Polk reprendió a
Taylor con severidad por haber pactado un cese al fuego que le permitió a
Ampudia escapar al sur con cuatro mil soldados bien armados, con todos sus
cañones, y con todas sus provisiones.
Polk le ordenó a Taylor que persiguiera al enemigo, lo
alcanzara, y no lo derrotara, sino que lo destruyera por completo. “No quiero
soluciones a medias”, le mandó decir. El proyecto de Polk iba más allá de las
instrucciones originales giradas a Taylor de “vigilar y proteger” la frontera
entre Texas y México. Su intención era ocupar la zona norte y noroeste de
México, por eso le había ordenado al general John Wool que partiera con tres
mil hombres y quinientas carretas de armas y provisiones, desde San Antonio,
Texas, hacia el oeste, en una marcha de ochocientos kilómetros, para ocupar la
zona norte del estado de Chihuahua, y que se pusiera a las órdenes de Taylor.
Wool había atravesado el río Bravo por la zona norte del
estado de Coahuila y había ocupado la ciudad de Monclova sin enfrentar ninguna
oposición. A su llegada, se enteró de la toma de Monterrey por Taylor, quien le
mandó decir que acampara, entrenara a sus hombres y esperara nuevas
instrucciones.
Los hombres de Wool, acampados a las afueras de Monclova,
comenzaron a realizar duros entrenamientos militares. En las noches, algunos
soldados escapaban de la vigilancia de los guardias y se iban a los fandangos
de la ciudad, para intentar enamorar señoritas mexicanas.
El astuto y expansionista Polk sabía que en el este, la
ciudad más importante era el puerto de Tampico, cuatrocientos kilómetros al sur
de Matamoros, en el Golfo de México, con la Sierra Madre Oriental separando a
las dos ciudades. La misión de tomar Tampico, el segundo puerto más importante
de México después de Veracruz, se la encomendó al comodoro David Conner.
En Europa, los más importantes diarios seguían los
acontecimientos y sus corresponsales y analistas escribían que los mexicanos,
que no tenían un buen ejército, ni armas suficientes, ni dinero, ni tampoco un
mando militar unificado, habían sido sorprendidos por la arrolladora fuerza del
expansionista Polk.
Los diarios registraban en sus páginas que mientras un
ejército invasor había tomado Matamoros y Monterrey, otro había ocupado Nuevo
México y California, y un tercero había bloqueado el Puerto de Veracruz.
Agregaban que durante esos meses terribles, el estado de
Yucatán se había independizado, Santa Anna había regresado de su exilio cubano,
y se había suscitado otro levantamiento armado en la ciudad de México.
A principios de junio de 1846, el comodoro John D. Sloat, al
mando de la flota del Pacífico, tomó Mazatlán sin encontrar resistencia, ocupó
después La Paz y siguió hacia el norte, camino a la Alta California. En agosto
de ese año, Robert Stockton y sus tropas tomaron la ciudad de Los Ángeles, la
de mayor población en el estado, y en enero de 1847 llegó a la plaza el general
Stephen Kearny, quien venía de conquistar Nuevo México para Estados Unidos.
Taylor, mientras tanto, después de sus victorias en
Matamoros y Monterrey, estaba a punto de tomar Saltillo.
A fines de 1846, el coronel Alexander Doniphan, al frente de
un poderoso ejército de voluntarios de Missouri tomó Paso del Norte, hoy Ciudad
Juárez, en el estado de Chihuahua, y en marzo de 1847 se desplazó al sur y
derrotó a las tropas mexicanas en el rancho de Sacramento y ocupó la capital
del estado.
Mientras Santa Anna se preparaba en San Luis Potosí para
tratar de frenar el avance de Taylor; Kearny y Wool desplazaban sus tropas
hacia Nuevo México, la Alta California y Chihuahua, y Polk, necesitado siempre
de asegurarse un lugar en la historia de su país, creó un nuevo ejército al
mando del general Winfield Scott, para que, según le dijo Polk, “siguiera la
ruta de Cortés” desde Veracruz, pasando por Puebla, hasta la ciudad de México.
Meses más tarde, Scott, ayudado por decenas de buques de guerra de la marina de
Estados Unidos, bloqueó el Puerto de Veracruz.
Durante las primeras horas de la huida de Ampudia de la
ciudad de Monterrey, supuestamente honrosa, John iba cabalgando despacio,
amargado, delante de los san patricios, convencido de que la actitud inexplicable
del general mexicano había sido un acto de cobardía.
A John le molestaban la desidia, la estupidez y la cobardía
de algunos de los más encumbrados generales mexicanos, y no podía entender que
permanecieran en sus puestos.
Recordó la fría oscuridad de las siete de la noche en el
Cerro del Obispado, después de dos días de turbulentas batallas en los
alrededores de la ciudad, cuando los muertos se habían ido apilando unos encima
de otros, de tantos que había, y tantos más que iban a morir porque nadie, dentro
de las filas del ejército mexicano, estaba dispuesto a rendirse... o al menos
así pensaba la tropa esa noche, sin saber lo que estaba por hacer el pusilánime
general que los comandaba.
Había cuerpos tumbados aquí y allá, algunos completos, boca
arriba, boca abajo, de lado, y otros mutilados, sin brazos, o piernas, y hasta
sin cabezas.
John recordó que esa noche, cuando terminaron los cañonazos
y las cargas de la caballería, la luna se había asomado plateada para ver los
estragos, y los coyotes habían salido de sus madrigueras y habían comenzado a
comerse a los muertos.
Durante esa noche fría en el Cerro del Obispado, amarga y
dolorosa, había escuchado las órdenes furiosas de Mick Maloney a sus hombres:
“ocúpense primero de los desertores, que no quede ninguno vivo”. Así de cerca
habían estado los dos ejércitos.
Esos recuerdos hicieron que las dudas religiosas de John
aumentaran, y por salud mental, como había hecho otras veces, decidió que lo
mejor era darse un respiro.
Mientras cabalgaba despacio ese día, con la deshonrosa
derrota y humillante huida sobre los hombros, se dijo que no trataría más de
forzar la fe y que dejaría que las cosas siguieran su curso natural. No quería
pensar más: la carnicería de Monterrey había sido peor que las de Palo Alto y
Resaca de Guerrero.
El dolor, la muerte, los sacrificios del pueblo, el heroísmo
de los soldados mexicanos y de los irlandeses y europeos del Batallón de San
Patricio, habían sido inútiles hasta ese momento ante la poderosa máquina de
guerra de Estados Unidos.
Esa noche, en el Cerro del Obispado, sin que nadie lo viera,
estuvo devolviendo el estómago luego de ver tantos cadáveres de jóvenes de
ambos bandos. Las muertes, la crueldad, la fragilidad de la vida y la soledad
lo estaban llevando a abrigar mayores dudas religiosas y existenciales, pero no
quería darse por vencido aún. El amor de Delia era lo único que lo sostenía en
ese momento.
Y a la hermosa Delia, pensó con nostalgia y pesadumbre, la
hubiera querido conocer antes, cuando no era todavía una puta, porque antes de
eso tendría que haber sido algo distinto, otra cosa, una niña inocente tal vez,
con su cuerpecito grácil y los ojos risueños, sin saber nada aún del arduo
destino que le aguardaba...
Cuando terminara la guerra quería irse a vivir con Delia a
algún lugar apartado, no para esconder el hecho de que su mujer hubiera sido
prostituta durante un tiempo, sino simple y sencillamente para lograr la paz
interior, que tanta falta le hacía.
En ese momento se dio cuenta, y no le importó, ni tampoco le
pidió permiso a Dios, que cada día le gustaban más las putas: su forma de
pensar acerca de la vida, su soledad y su tristeza, su manera alegre de
entregarse por unas cuantas monedas, y su resignación ante lo inevitable. A
veces pensaba que eran más santas que las decenas de vírgenes que adornaban los
templos católicos.
De esto había hablado con el padre Jemo, quien le había
dicho en una ocasión que estaba de acuerdo con su forma de sentir, y que esas
sufridas mujeres también estaban comprendidas dentro de la grey de Dios.
John, que se conocía al dedillo las prácticas de los curas
porque desde muy niño había sido educado por monjas y por sacerdotes, no sabía,
no podía saber, que el padre Jemo, promovido a capellán del ejército mexicano,
estaba enamorado de Delia y que sufría en secreto por ese amor prohibido.
Lo único que sabia era que los curas le seguían primero la
corriente a la oveja descarriada y después, poco a poco, iban regresándola al
redil. Así que era lógico que le hubiera dicho que tenía razón, que las putas
eran también amadas por Dios.
De pronto se dio cuenta de que su amigo, el sacerdote
católico Jesús Morales, originario de Puebla, transferido a una parroquia de
Matamoros desde 1843, y quien había decidido marchar junto a los irlandeses, no
venía con ellos.
-¿Has visto al padre Jemo? -le preguntó a Patrick.
-No -respondió el otro.
-Ve a ver, échate una cabalgada por ahí.
-Si lo veo, te aviso -le dijo Patrick y espoleó los flancos
de su caballo.
Desde que lo había conocido en Matamoros, John había
constatado el amor y la entrega con la que el cura confortaba a los heridos y
administraba la extremaunción a los moribundos. También se reunía con las
mujeres que acompañaban a sus hombres en esta guerra y confesaba a las
prostitutas y a las soldaderas.
(Capítulo 18 de mi novela México por asalto, publicada por
Grijalbo en 2008. La puede comprar en Amazon.com)
Publicado por Guillermo Zambrano
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