CUENTOS PARA DISFRUTAR
TIERRA COMO YO
Por
Curzio Malaparte.
Que el hombre
está hecho de tierra, constituye sin duda su más estricta razón de nobleza.
Pero hay que ver de qué tierra está hecho uno; porque hay hombres hechos de
tierra de tejas, otros de tierra de ladrillos, otros de tierra de cazuelas y de
pipas. En cuanto a mí, yo me contento con estar amasado con esta buena tierra
de Prato, por la que camino, en la que me siento, en la que planto árboles y
hierbas, y en la que un día dormiré tranquilo y feliz. Tierra del valle del
Bísenzio, de la colina del Fossino, de las Sacca. de la Retaia , arcillosa, lisa, un
poco viscosa, fácil de trabajar con las manos, sólo con que le eches un poco de
agua del Rianoci o del Riabuti, e inmediatamente fermenta como la masa del pan.
Aquí la hierba
es tierna, extrañamente verde y brillante a la sombra de los hermosos bosques
de cipreses, en los que algún que otro pino introduce un acento más claro y,
diría yo, más triste. Debajo de la hierba delicada y viva la tierra huele a
resina y a hongos, a salvia y a menta, y dan ganas de comérsela. Porque es
buena para comer, sabrosa, un poco seca quizás, y deja en la boca aquel mismo
sabor entre dulce y áspero que deja la alcachofa cruda. Si la de las Sacca sabe
a enebro, y te quema los labios con un sabor amargo de antigua herida, la del
Spazzavento es como el pan rallado, hecha de polvillo de piedra berroqueña, en
la que el cuarzo brilla como oro apagado. Pero la tierra de la colina del
Fossino sabe a ciruela ácida, se pega a los dientes, cruje en la boca, y la del
Soccorso, abajo en la llanura, es grasa y pastosa, como para extenderla sobre
una buena rebanada de pan moreno, y con un poco de aceite y de sal es el mejor
aliño del mundo.
Una vez, de
chicos, nos entró el antojo de salir a probar todas las tierras de los
alrededores de Prato, atentísimos a escupir, como si fueran los huesos, a sus
habitantes. Escapamos a hurtadillas de casa un atardecer, y subimos por las
colinas. Mi hermana Edda iba en la
cabeza, y de vez en cuando se agachaba a recoger un puñado de tierra, se
la metía en la boca, y en la oscuridad decía:
-¡Qué buena está!
La primera
noche nos comimos toda la colina del Fossino, procurando no engullir los
pajares, los establos, los árboles y las casas de los campesinos. Al día
siguiente madrugamos, cruzamos el Bisenzio y comenzamos a roer con los dientes
las redondeadas laderas de la
Retaia. A eso de la medianoche la Retaia había quedado
reducida a un montón de piedras, y podría decirse de huesos: y nosotros,
echados sobre la hierba a orillas del Bisenzio, después de una noche de
agradable sueño, mirábamos correr las libres nubes por el cielo, obstruido
anteriormente por la elevada mole de la montaña. Luego nos fuimos a Galceti, al
otro lado del río, y nos comimos todo el Monteferrato, con sus pinos, sus
cipreses, sus minas de oro y sus canteras de mármol verde, lo que nos dio un
trabajo extraordinario: el hierro, con el que estaba amasada aquella montaña,
nos arañaba las encías, y las pajuelas de oro nos resplandecían en los labios,
arrancando el sol de nuestras caras maravillosos resplandores. Y al día
siguiente nos habríamos comido todo el monte de lavello, si aquella noche no
hubiera llovido. El chubasco de primavera esparció por la llanura todo el
mantillo de las colinas de los alrededores, el Bisenzio crecido iba lleno de un lodo
en el que se juntaban todas las diferentes especies de la tierra de Prato,
amasadas con la hierba de los prados, la paja de los pajares las flores
amarillas de las retamas, las hojas de los árboles, las agujas de los pinos. Y
comimos aquel barro, para intentar encontrar en él todos los sabores de las
diferentes tierras, el sabor de la colina del Fossino, de las Sacca, del
Spazzavento.
Mi hermana Edda se sentaba un poco
aparte en el arenal y callaba, probando de vez en cuando el lodo que corría
vertiginoso delante de ella. Mi hermana no se equivocaba jamás en reconocer una
tierra, incluso antes de masticarla sólo por el olor. Escarbaba con las manos
el barro, se lo metía en la boca, probaba, escupía volvía a probar, engullía y
decía:
-Éste es de la colina de la Gramigna , éste es de la
granja de Rucellai, éste es de la finca de los Filicaia, éste de la colina. de
Filettole.
De repente comenzó a mover los labios
lentamente, cerró los ojos y dijo:
-Esta tierra no sé de dónde es.
Todos la probamos, pero ninguno de
nosotros supo decir de dónde venía aquella tierra que mi hermana tenía en la
palma abierta de la mano.
Era una tierra negra, pastosa, de un
sabor extraño: no se puede decir que fuera buena. era más bien amarga y
fuerte, pero tenía un gusto que me parecía reconocer, semejante al sabor que
nos florecía en la boca cada vez, que para curarnos de un arañazo o de un
corte, poníamos los labios sobre la herida, sorbiendo la sangre; y un olor que
se parecía a nuestro olor, al de nuestra piel, al de nuestros cabellos. Era sin
duda la arcilla de que estábamos hechos nosotros, los chicos, la que había
utilizado mi padre para amasarnos. No debía quedar muy lejos de nuestra casa,
porque todos nosotros habíamos nacido de noche, y estaba claro que, a oscuras,
mi padre no debía haber ido a buscarla muy lejos. Pensamos que la había cogido
del Poggio o del Fossino, allí donde la costa desciende hacia Galceti. Pero nos
equivocamos: el terreno de aquella ladera tenía un sabor completamente
diferente al nuestro.
Así que salimos en busca de nuestra
carne, subiendo por el valle del Bísenzio, que unas veces en gargantas
salvajes y otras en cuencas abiertas, asciende al Mercado de Vernio. Trepamos
hasta Schignano, Gantagallo, la
Roca de la
Cerbaía , probando a cada paso las pellas, llenándonos la boca
de un mantillo salado o soso, amargo o dulzón.
Hasta que una noche se nos cayó el
alma a los pies y, sentados en un campo, un poco encima de Vaiano,
contemplábamos las cumbres de las montañas doradas por el fuego del crepúsculo,
y las espesuras de cipreses que en el aire cada vez más oscuro se ponían cada
vez más negras, librando al viento un sonido prolongado y grave. Estábamos
tristes, como buscadores de oro que durante largos años han excavado y hurgado
la tierra, y finalmente abandonan la empresa, para regresar, más pobres, más
cansados, más encorvados que antes, al lejano país del que un día salieron
llenos de esperanza. ¿Así que no estábamos hechos de una tierra de Prato? ¿Era
tal vez una tierra que mi padre había traído a casa de uno de sus lejanos
viajes? ¿Una tierra extranjera?
De repente nos sentimos extraños a
aquellos montes, a aquellas casas, a aquellos árboles, a aquella gente. Mi
hermana lloraba, y fue la primera en levantarse. Todos la seguimos en silencio
carretera de Coiano abajo, y al llegar a casa nos refugiamos en el huerto, cada
cual en su rincón predilecto, incubando nuestra muda desesperación.
Aquel huerto era una gran parcela de
tierra encerrada entre altos muros. Mí padre la había cubierto de cepas, había
sembrado en ella zanahorias, lechugas, cebolletas, ajos, y excavado en el
centro dos profundos fosos para los espárragos, que crecían enhiestos y puntiagudos
como lanzas de guerreros sepultados de píe. Aquel huerto
era nuestro reino, en el que pasábamos buena parte de nuestros días. Edda,
junto al gallinero; Sandro, cerca de los fosos de los espárragos; yo, próximo
a la perrera; Ezio, entre las lechugas, y María, entre las zanahorias. Allí yo
había llorado por primera vez, abrazado a mi perro Leone, allí había leído los
primeros libros, detrás de aquel muro aguardaba el paso de Ubertina Gosí, que
tenía seis años, y era mi primer amor infantil.
De repente oímos un grito, mi hermana
Edda tenía la boca llena de tierra, y reía, lloraba, parecía enloquecida. Era
la tierra, la tierra de nuestro huerto, la que durante tantos días habíamos
buscado inútilmente por montes y valles. Era precisamente la tierra de la que
estábamos hechos, ¡aquélla era nuestra carne!
Cerca del gallinero había un sabor
dulce, un olor agradable: y era el olor de la piel de Edda. Sin duda mí padre,
aquella noche, apenas mi madre había comenzado a gritar en su cama, había
cogido la azada y salido al huerto. La tierra próxima a la perrera era la mía,
yo estaba hecho de ella. Junto a la fosa de los espárragos tenía el olor y el
sabor de Sandro, entre las lechugas era tierna y dorada como Ezio, y aquella en
la que nacían las zanahorias era la tierra de la que estaba amasada María, la
cual, en efecto, es pelirroja. Estábamos tan contentos que nos echamos a
llorar. Y después de haber llorado prolongadamente, abrazados todos juntos en
las cepas ya húmedas de sombra, cada uno se refugió en su rincón, y comenzó a
comer su propia tierra.
Así que aquella era nuestra carne: ¡y nosotros que la habíamos buscado
tan lejos sin imaginar que estaba allí, al alcance de la mano, y no habíamos
sido capaces de reconocerla! Teníamos la impresión de haberla traicionado.
Comimos tanta, que el huerto acabó convertido en una serie de agujeros; fosos,
valles. y grutas. Cuando mi padre descubrió aquel estrago lo entendió, pero no
nos dijo nada, nos contemplaba en silencio, parecía emocionado. Y nosotros
éramos felices, desde las ventanas de nuestras habitaciones acariciábamos con
los ojos la tierra de nuestro huerto, sentíamos en la boca aquel dulce sabor:
aquel sabor de nosotros mismos que aún ahora encuentro en mí, cada vez que
vuelven a mi mente los avatares de mi vida.
Y si
me dirijo a mi suerte, a mis extraordinarias esperanzas y desilusiones, vuelvo
a pensar en aquel huerto de Coiano, en el que me gustaría ser enterrado, entre
las cebollas, las lechugas, las zanahorias, y me parecería estar tendido entre
mis hermanas y mis hermanos. De vez en cuando mordería las finas raíces de la
hierba, pareciéndome tener en la boca el sabor, el olor, la voz y la mirada de
Ezio, de María, de Edda, de Sandro. Y así pasaría feliz el tiempo eterno,
nutriéndome de la misma tierra de que están hechos mi carne y mis huesos.
Fin
Kurt Erick Suckert, conocido con el seudónimo de Curzio Malaparte nació
en 1898 en Prato, cerca de Florencia. Estudió en la Universidad de Roma.
Es
colaborador de diferentes periódicos y revistas italianas, francesas e inglesas
que le dan mucha popularidad como escritor. Es arrestado por antifascista y
detenido por manifestarse abiertamente contra Hitler en Roma en 1938 durante
una visita del nazi. En 1941 lo persigue la Gestapo por sus ideas políticas. Se traslada a
Finlandia y posteriormente a Suecia, para regresar a escribir libremente a una
Italia libre después de la caída de Mussolini en 1943. Novelista y cuentista,
narrador excepcional fallece en Roma en 1957.
No hay comentarios:
Publicar un comentario