INSTRUCCIONES PARA LEER A JORGE. (El Universal, 20 01 13)
Hace casi tres décadas, el 27 de noviembre de 1983,
una tragedia aérea acabó con la vida de Jorge Ibargüengoitia, a los 55 años. El
accidente, ocurrido en Madrid, truncó la obra del guanajuatense, que este 22 de
enero cumpliría 85 años.
En una significativa coincidencia, la vida de
Ibargüengoitia comenzó el mismo año en que terminó la de Álvaro Obregón, cuyo
asesinato despertó un vívido interés en el escritor y periodista, quien retoma
las circunstancias del magnicidio en El atentado, una obra de teatro que, como
otros de sus trabajos, satiriza episodios de la Revolución Mexicana.
Con una peculiar vena humorística, Ibargüengoitia
parodió también la revuelta escobarista (en el ocaso de la gesta) en su primera
novela: Los relámpagos de agosto, ganadora del Premio Casa de las Américas
1964. De la lucha de Independencia partió de la conspiración de Miguel Hidalgo
para dar forma a la también novela Los pasos de López.
Pero el guanajuatense (22 de enero de 1928-27 de
noviembre de 1983), quien llegó a la ciudad de México aún niño, no sólo
desmitificó pasajes de la historia: su obra abarca infinidad de textos
periodísticos que revelan su interés por los asuntos de su época.
Debido a la soltura con la que pasaba de un género a
otro -teatro, novela, relato, artículo periodístico y cuento infantil- y al
singular estilo con el que abordó varios temas, Ibargüengoitia es uno de los
autores mexicanos que más ha influido en los escritores nacidos a mediados del
siglo XX.
Con motivo de los 85 años del nacimiento de
Ibargüengoitia, Juan Villoro, Fabrizio Mejía Madrid, Enrique Serna y Armando
González Torres hablan del legado del autor.
El escritor Juan Villoro, coordinador de la revisión
crítica de El atentado / Los relámpagos de agosto, sostiene: “Ibargüengoitia
entendió, como nadie, que no hay nada más misterioso que la cotidianidad.
Uno de sus libros de crónicas lleva el apropiado
título de Misterios de la vida diaria. Cuando se ocupó de temas históricos,
reveló que muchas de las gestas que consideramos épicas se debieron a caprichos
privados y arrebatos íntimos”.
No obstante la riqueza temática y estilística de la
obra del guanajuatense, Villoro ha sostenido que Ibargüengoitia es uno de los
escritores menos estudiados de nuestra literatura. Atribuye ese vacío a la
solemnidad de la cultura mexicana y a que el humor no se valora como un
atributo de la inteligencia.
“Esto ha ido cambiando; poco a poco, nuestro
ambiente cultural ha ido entendiendo que la ironía no es sólo una manera de
hacer reír, sino de hacer pensar”.
Fabrizio Mejía Madrid, narrador y cronista, coincide
en que “Ibargüengoitia rompe con la solemnidad de la tradición literaria
mexicana”. Esto, dice, al menos en dos aspectos: el humor y el uso de un
lenguaje desparpajado: “El mismo Ibargüengoitia confesó que su modelo literario
era Evelyn Waugh, quizás el más relajiento de los escritores británicos. En
donde Juan Rulfo ve sombras y montones de piedras, en donde Octavio Paz ve
árboles milenarios y explicaciones de la mexicanidad, Ibargüengoitia ve, en
cambio, el sainete, el relajo y la chunga. Esa mirada impacta a las siguientes
generaciones de escritores, comenzando, me parece, con Juan Villoro”.
Añade: “En Ibargüengoitia se combinan periodismo y
literatura. El humor en sus artículos era el mismo que en las novelas, no hay
diferencia. Cuando escribe Las muertas, sobre el caso de Las Poquianchis en lo
que, ahora es el rancho del ex presidente Vicente Fox, declara que quiso hacer
una novela como A sangre fría, de Truman Capote, pero que tuvo que ser
humorística porque ‘los testigos, la policía, los jueces, todos, habían sido
comprados’”.
Las muertas, inspirada en un sonado caso de
lenocinio es la obra maestra de Ibargüengoitia, según varios críticos.
Para el narrador y ensayista Enrique Serna,
“Ibargüengoitia era un narrador con una gran intuición para observar la
ridiculez humana y la doblez del comportamiento social. Caracterizaba muy bien
a sus personajes con unas cuantas pinceladas, y sabía urdir intrigas
tragicómicas que bordeaban la farsa, sin rebasar las convenciones de la novela
realista. Su enfoque irónico de la existencia y de la realidad mexicana en
particular amplió los horizontes de la narrativa mexicana moderna”.
El poeta y ensayista Armando González Torres
considera que Ibargüengoitia “deja como legado un tono de humor lúcido y
crítico poco cultivado en la literatura mexicana”.
En relación con los recursos que empleó y los temas
que abordó, sostiene: “Cultivó los más variados registros del humor, desde la
burla abierta hasta el guiño irónico. Su mirada fue muy amplia y lo mismo se
ocupó de ridiculizar la Historia de bronce que de criticar amenamente al mundo
intelectual y sus vicios y mezquindades”.
De la ingeniería al arte dramático
Jorge Ibargüengoitia estudió ingeniería en la UNAM,
pero en 1951 empezó la carrera de arte dramático. Entonces incursionó en la
crítica y escritura de teatro como discípulo de Rodolfo Usigli. Así comenzó una
carrera prolífica en el mundo de las letras, una obra de la que diversos
escritores y periodistas se han nutrido.
Villoro, autor de ¿Hay vida en la tierra?, colección
de textos periodísticos que “siguen la estela” de Ibargüengoitia, comenta: “Me
gustaría pensar que he aprendido cosas de él, sobre todo en la vena irónica o
satírica de algunos de mis artículos. Él es mucho más económico y directo, pero
sin duda se trata de mi mayor modelo al escribir artículos que aspiran a ser
retratos irónicos de nuestra realidad”.
Villoro, quien seleccionó y prologó la antología de
crónicas de Ibargüengoitia Revolución en el jardín, dice que entre los autores
que han continuado con la tradición de Ibargüengoitia está Guillermo Sheridan
-quien ha compilado artículos periodísticos del guanajuatense en Autopistas
rápidas, Instrucciones para vivir en México y La casa de usted y otros viajes-,
y Mejía Madrid, quien confiesa: “cuando tengo bloqueos, leo una página de
Instrucciones para vivir en México y me salen ideas de novelas”.
En contraste, Serna afirma que nunca se ha propuesto
seguir el ejemplo de Ibargüengoitia, pues cree que es inimitable. “Yo tiendo
más al humor grotesco y él era más sutil”.
Ibargüengoitia, quien siempre rechazó el mote de
humorista y solía tener desencuentros con los asistentes a sus conferencias, fue
un escritor riguroso que construía meticulosamente sus historias y personajes,
según ha contado su viuda, la pintora inglesa Joy Laville, autora de las
portadas de sus libros y Premio Nacional de las Artes 2012.
En Milenio, Jorge F. Hernández, escribió en su columna:
¡Ibargüengoitia, "forever"!
AGUA DE AZAR
2013-01-24 •
Hoy quiero celebrar los 85 años de eterna vida de
Jorge Ibargüengoitia, sin importar que a finales de este mismo año tenga que lamentar
que se cumplen ya tres décadas de su lamentable fallecimiento. Quiero celebrar
en cada uno de sus cuentos la perfecta conjunción de chiste y chisme, sus
crónicas incandescentes, sus novelas indispensables, sus artículos mordaces
plenos de sarcasmo, ironía e ingenio, sus obras de teatro, sus ojos, papada,
sombra, voz y cada uno de sus párrafos de la mejor manera posible: leyéndolo, y
cada quien, a su manera, externando las razones de una deuda múltiple.
Mi primera deuda de sincera gratitud con Ibargüengoitia
radica en la revelación de su irreverencia ante el pretérito. No en balde, una
de las primeras y buenas reseñas que se publicaron sobre Pueblo en vilo, la
obra maestra de mi maestro Luis González y González, la escribió precisamente
Ibargüengoitia, por lo que, como lector y discípulo, debo mucho al entrañable
escritor que nos confirmó que todos los héroes se ven mejor sin el bronce de
sus estatuas, que nos enseñó que no todo lo grandote es grandioso, y que
también nos hizo imaginar vívidamente al Padre de la Patria azotando de
madrugada las puertas de un burdel, o el merengue tropical que tanto agria a
cualesquiera de los tiranos latinoamericanos que se creen eternos y absueltos,
y a todos los revolucionados de hace un siglo enfangados en un desmadre de
mentiras épicas y traiciones institucionales.
Agradezco sinceramente al olvidado reseñista que
reprobó la publicación de mi primer libro de cuentos porque le parecía que eran
“demasiado ibargüengoitescos”; queriéndome ofender, me hizo el mejor elogio
posible, pues efectivamente sigo fiel a la idea de que los relatos de La ley de
Herodes se me aparecen en el espejo como joyas del género corto, además de que
parecen anécdotas idénticas a las que heredo de familia. Quizá por aquí debí
haber empezado: mi familia es de Guanajuato, y aunque la mayoría de mis
parientes poblaron León (Donde hay muchísima gente, pero muy pocas personas),
hubo un ayer en el que, por expropiaciones y reformas agrarias, mis abuelos
tuvieron que cargar con todo y niños a la Ciudad de México. Por su muy temprana
orfandad paterna y por esperanzas paralelas, Ibargüengoitia también tuvo que
crecer a la sombra de sus tías, en la capital. Entonces, de niños, mi padre y
dos hermanos mayores se hicieron no solo amigos, sino cómplices de Ibargüengoitia:
cuando andaban de buenos, jugaban a las canicas, pero en la mayoría de sus
locas andanzas practicaban el juego — ahora políticamente incorrecto— de La
cruzada de las gatas. Armados con cascos de cartón y escobas en ristre,
lanzaban cargadas como de caballería rusticona contra todas las sirvientas de
azotea, nanas en Chapultepec o cocineras que venían del mercado con sus
cantaritos de leche pura. Mi padre decía que una de las mejores puntadas que se
aventó el niño Ibargüengoitia fue cuando le cambió los letreros a los baños en
cierta tienda departamental de prestigio. En cuanto entraba alguna señora con
urgencia mingitoria, y descubría jovencitos en el baño de damas, empezaba el
regaño con “¡Muchachos facinerosos!” o “¡Pervertidos del demonio!”. El propio
Ibargüengoitia se encargaba, bajo zapes, de enseñarle a la señora el letrero
que los exculpaba. La dama en turno, al filo de orinarse, se disculpaba
entonces con los niños y pasaba a alzarse las naguas y bajarse los chones en
pleno baño de caballeros. Más de una vez se escucharon geniales alaridos
femeninos (o alguna ronca sorpresa masculina) mientras los niños ya iban
corriendo de salida.
Celebro de Ibargüengoitia sus novelas, que releo
como si reviviera la época en que visitábamos las librerías esperando sus
nuevos libros. Soy de la idea de que las muchas perfecciones envidiables que
cuajó en Estas ruinas que ves (incluyendo sus dos finales), Dos crímenes y Las
muertas transpiran —entre la admiración y la envidia— una contagiosa adrenalina
por escribir, más allá del placer de su lectura. Celebro hoy, como siempre, que
Dos crímenes sea tan perfecta novela, tal como la reseñó Octavio Paz en su
momento, y me atrevo a importunar al fantasma de Truman Capote para afirmar que
Las muertas, al abrevar del expediente verídico de las Poquianchis, es tan obra
maestra como A sangre fría, entreverando bajo la clara sombra de la novela las
virtudes y recursos de la crónica y el reportaje.
De literatura en periódicos también supo
Ibargüengoitia marcar grandezas. Como un Chesterton de Coyoacán, era capaz de
escribir como navegación accidentada en altamar el viaje en pesero hasta el
Zócalo de la Ciudad de México, y como un Stevenson, perdido en islas del lejano
Pacífico, nadie como Ibargüengoitia para detectar en cualquier aeropuerto
europeo que ese misterioso fulano que lleva pantalón verde, calcetines naranjas
y mocasines gastados no es un polaco disfrazado con la ya clásica combinación
de los nacidos en Moroleón, Guanajuato, ¡sino que se trata, efectivamente, de
un paisano despistado que precisamente nació en Moroleón, Guanajuato! Nadie
como Ibargüengoitia para denunciar en tinta los abusos de quienes se creen
muy-muy, los que van a por todas y además las ganan, los funcionarios
corruptos, las secres gordas que estorban, los enredos de un burócrata.
Con el sarcasmo como conciencia, con ironía
pensante, con sentido del humor —que no como los que se hacen los chistocitos—,
Ibargüengoitia haría sonrojarse a cualquier y todo mamón que se creyera
infalible, incólume o inmortal. Ayer, como hoy, nadie como Ibargüengoitia para
poner en evidencia —por lo menos para avergonzarlos— a quienes se miran
tranquilamente en el espejo con la conciencia más negra que la cara de
Tezcatlipoca. Contra todos los injustos, él era un justo que subrayaba con
gracia la desgracia de los soberbios, ésos que no habiendo cometido ninguna
ilegalidad no tienen manera de disfrazar su inmoralidad o sus plagios
constantes.
Ibargüengoitia era un quijotesco inventor de mundos
imposibles que sabía mirar las muchas imposibilidades del mundo. A mí no se me
ocurre mejor final para que hoy mismo comience a leerlo un nuevo lector, que
alzarme como un Pípila y gritarle al mundo: ¡Ibargüengoitia, forever!
ALGUNOS TEXTOS DE JORGE PUBLICADOS EN LETRAS LIBRES:
EL GRANDE -EL INCOMPARABLE- SATIRISTA
http://bit.ly/VasBhk
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