Autorretrato de Monterroso
Monterroso, mejor tortuga
El escritor guatemalteco es mucho más que
su minicuento del Dinosaurio
Encarna un intelectual latinoamericano en
las antípodas del 'boom'
Por ANDRÉS NEUMAN para
EL PAÍS
20 MAR 2013
Lo peor que
le pudo pasar a Monterroso fue que aquel empecinado dinosaurio siguiera y
siguiera allí. La radicalidad narrativa de Monterroso, su microscópico don para
el desorden y esa falta de solemnidad con que desafiaba su propia erudición
merecerían, de una vez por todas, confirmar la extinción de tan prehistórico
reptil.
Augusto
Monterroso encarna cierto tipo de intelectual latinoamericano en las antípodas
del boom, cuya ambición no persigue el proyecto total ni las esencias
nacionales, sino el atentado contra el tótem y la discreción irónica. A dicha
estirpe, tan desertora del canon como fronteriza en lo estético, pertenecen
también Alejandro Rossi, Marco Denevi o Rodolfo Wilcock. Quizá no casualmente,
en la obra de estos cuatro autores, humor e inteligencia son dos formas de leer
entre líneas. A caballo entre el ensayismo bonsái y la micronarrativa, todo
texto de Monterroso contiene un género y su parodia. Los motivos de esa
confrontación interna tienen que ver sin duda con una poética, pero también con
una actitud. A diferencia de quienes consideran que un ceño fruncido es signo
de genialidad, Monterroso (Tegucigalpa, 21 de diciembre de 1921 – Ciudad de
México, 7 de febrero de 2003) no aspiraba a exhibir su conocimiento, sino a
desconfiar de él.
Acaso la
consagración del cuento breve, demasiado anunciada como para que llegue algún
día, se parezca a aquel texto de Monterroso en el que Ribeyro, Bryce, el
narrador y su esposa esperan a un invitado para cenar. El cuento sucede en
París, donde acaba de celebrarse el enésimo congreso de escritores. Todos los
comensales han llegado y sólo falta Kafka, que se ha retrasado para recoger una
tortuga que desea obsequiarle a Monterroso, en reconocimiento por la rapidez
con que el congreso ha terminado. Kafka, que viaja en metro con la tortuga,
primero se equivoca de andén, luego se topa con una salida clausurada y
finalmente, tras parar en un café para darle un poco de agua a su tortuga,
localiza la calle pero no acierta con el piso. Mezcla de Godot y Aquiles, aunque
esté cada vez más cerca, el autor de El castillo jamás llega a la cena.
En esta
historia de lentas velocidades y eternos aplazamientos, me pregunto quién
representa al cuento: Kafka o la tortuga. ¿O quizá Kafka sería el cuentista y
la tortuga, su editor? En tal caso, ¿quiénes serían esos comensales que
aguardan la llegada del cuentista y su editor? ¿Los pacientes lectores? O acaso
sean los propios editores quienes ven cómo su cena se enfría, mientras cuento y
cuentista se desaniman antes de encontrar su casa. Leído así, el vagón que
avanza en dirección equivocada podría ser el mercado. O la crítica. O el
desorientado dinosaurio. Lo único seguro es que esta historia habla del cuento,
quiera o no Monterroso, y opine lo que opine la elíptica tortuga.
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