La
voz del poeta
JOSÉ LUIS
MARTÍNEZ. EL SANTO OFICIO. MILENIO DOMINICAL.
En el
prólogo de Jaime Sabines. Apuntes para una biografía, de Pilar Jiménez Trejo,
Daniel González Dueñas afirma: la voz del poeta “se escucha en cada página, en
cada párrafo, en cada apunte” de este libro escrito desde las profundidades de
la perseverancia, desde las alturas de la admiración y el afecto.
Todo Sabines
está en estos folios: su infancia, sus poemas, las mujeres, la muerte, la
soledad, la tristeza, la enfermedad, pero, sobre todo, su amor por la vida. “La
vida es maravillosa —le comenta a Pilar—. Y me dispongo a vivirla”.
Lo dice
después de un largo periodo de sufrimiento.
En noviembre
de 1989, en una visita a Tuxtla Gutiérrez, tropezó con un escalón y al caerse
se rompió el fémur de la pierna izquierda. La deficiente atención médica
inicial fue el origen de una larga sucesión de tormentos físicos.
“En cinco
años —rememora— me operaron varias veces de la pierna, de la cadera, del
abdomen; se me complicaron las cosas, tuve peritonitis dos veces, estuve en
salas de recuperación, de terapia intensiva, tuve cataratas, me pusieron
enormes agujas en las vértebras, clavos en las rodillas, sondas… Me tasajearon
el cuerpo 33 veces durante un lustro de enfermedad constante, por haber
cometido el error de caerme de un desnivel de ocho centímetros. ¡Qué vergüenza!
Yo habría querido desplomarme de la punta del Everest o por lo menos del cerro
de Mactumatzá, en mi pueblo de Tuxtla”.
El sentido
del humor, seco, lapidario, no es infrecuente en este libro. Tampoco lo son las
muestras del carácter de Sabines, quien jamás cedió ante la tentación de
tenerse lástima. “Si tú no te compadeces de ti mismo y miras las cosas
racionalmente, ganas —le explica a Pilar—. Cuando me dolía la pierna izquierda,
le mentaba la madre. De verdad, le decía: ‘¡Hija de la chingada, ya deja de
joder, por Dios’”.
El monje lee
absorto y apenado estas lecciones de entereza y determinación, cuando tantos
como él se quejan a la menor oportunidad y sienten morirse cuando se machucan
un dedo. Pero el poeta de “Los amorosos” y “Tarumba” soportó estoico todas las
pruebas, no solo la enfermedad sino también la muerte de sus padres, de su hijo
Jaime y su hermano Juan. Escribir —dice— lo ayudó a olvidar, a disfrutar la
hermosa vida.
Fotografías
con familiares y amigos, en viajes y lecturas, de manuscritos y dibujos, de
portadas de libros y documentos oficiales, complementan este testimonio intenso
del poeta, quien a pesar de las desventuras siempre andaba en busca de la
felicidad y, con una sonrisa, recordaba: “Cristo dijo una cosa maravillosa:
‘Dejad que los muertos entierren a los muertos’. Los vivos debemos vivir para
los vivos, para hoy y para mañana. Solo que a veces los muertos te atrapan y no
te quieren soltar, quieren hundirte con ellos en su tumba; entonces hay que
decirles: ‘Ya, quédate ahí tranquilo, yo me voy a caminar…’”.
Queridos
cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con
ustedes. Amén.
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