Chicago
JUAN VILLORO
–Está duro el frío, ¿verdad? –el taxista me miró por el
espejo retrovisor–. Y esto no es nada. Si le dijera la de fríos que he
pasado...
Los taxis son espacios narrativos donde no se necesita
otro estímulo que el silencio para que el conductor comience a hablar. Me
dispuse a oír un monólogo sobre las bajas temperaturas, pero el discurso tomó
otro rumbo:
–¿Usted conoce Chicago?
–No.
–Ah caray, ¿cómo le explicaré pa’ que me entienda?
–¿Hace mucho frío? –traté de volver al tema.
–Ni se imagina. Es una ciudad canija, de veras canija.
¿Pero cómo le digo? –se pasó la mano por el pelo, de un negro azulado; en el
dorso tenía un tatuaje, una virgen de Guadalupe en miniatura. Le pregunté si se
lo había hecho en Chicago.
–Obvio, mi jefe –contestó con total desinterés– ¿Cómo le
digo?–insistió, sumido en cavilaciones–. Mire, a ver si me agarra la onda.
Chicago es más o menos del vuelo del DF. Si sube al Ajusco, ve luces hasta La
Villa, nomás que ahí hay unos radares gigantes. Todo es muy distinto. Haga de
cuenta que está en el Estadio Azteca. ¡Qué América ni qué nada! ¡Es la cancha
de los Osos! Desde el estadio se puede ir hasta Chapultepec en un tren de poca
madre. Sólo que en Chapultepec no hay bosque sino unos lagos tan grandes que no
se ve la otra orilla. En invierno, el viento de los lagos te corta las manos.
Es el factor de congelación, que le llaman. ¿Ha visto los cisnes negros de
Chapultepec? Bueno, pues allá hay patos salvajes. Vienen en bandadas desde
Canadá, o al revés, se van para allá. Los rascacielos son tan altos que los
patos no llegan a las azoteas; tienen que volar entre los edificios. Ahí Paseo
de la Reforma se llama la Milla Magnífica. ¡No sabe qué torres! Ochenta pisos
de puro cristal. Se necesitan unos huevotes para trabajar de limpiavidrios. A
esos cuates les dicen “la fuerza aérea”, ¡pura jerga de altura! Un cuñado mío
apenas aguantó un día en un andamio. Y ni pagan tanto, no se crea. El cuate que
conectó a mi hermano vive en un lugar pinche, allá por el norte, haga de cuenta
por Ecatepec. Pero allá Ecatepec está lleno de negros y hay un chingo de
tiendas que abren toda la noche, con eso de que muchos trabajan todo el día.
¿Sabe qué me impresionó? Esas tiendas son de chinos o de coreanos. Ecatepec es
negro pero las tiendas las dominan los orientales, ¿cómo la ve? Ellos viven en
otra zona, haga de cuenta Ciudad Satélite. No, si le digo, usted se mete a
Satélite y ve puros ojitos rasgados. Eso sí, los negros traen mejores carros. A
los chinos les vale madres, no gastan en nada. Si usted entra a Plaza Satélite,
todos están comprando fideos o unas chanclas que dan pena. Imagnínese:
¡levantar un buen billete para andar en chanclas! Pero le estaba diciendo que a
mi cuñado se le frunció en las alturas. De pronto me dice: “rifarme el físico
para vivir como negro, ¡ni madres!”. Ya le dije que su amigo el que lo conectó
vivía en el Barrio de la Sombra, como le dicen a Ecatepec. Eso sí, hay colonias
negras que mis respetos. ¿Ha subido por Las Águilas? Bueno, ya casi hasta
arriba hay unos departamentos de lujo. Ahí viven los negros ricos. Está un poco
lejos pero cada edificio tiene gimnasio y alberca cerrada. Con el friazo que
hace se antoja una nadadita, viendo la nieve que cae afuera. Eso sí, no sabe el
tráfico que hay para llegar a Las Águilas. Allá el Periférico se embotella a
las cinco de la tarde y cuando nieva, peor. Chicago es bonito pero cabrón. Con
decirle que viví en una ratonera donde nos cobraban la calefacción. Había que
echar quarters en la ranura de una máquina. Yo traía una chamarra bien lanuda,
y ni así. Si no echas tu moneda te congelas, es la ley. ¿Qué le iba a decir?
Ah, que vivía en un lugar jodidón pero céntrico. Haga de cuenta La Merced.
¡Chingos y chingos de naves industriales! Los chicanos viven por allá, luego
luego se conoce, por los altarcitos con la virgen de Guadalupe. Hasta en
invierno les ponen flores, de plástico, claro, si no imagínese. Si usted agarra
de ahí hacia el Zócalo pasa por un chingo de pizzerías de italianos. En la
plaza de Santo Domingo hay una sinagoga y unos carritos que echan humo y huelen
resabroso. El primer día pensé: “tortas, qué a toda madre”. Niguas. Te venden
unas roscas de harina, ¡más duras las hijas de la chingada! Si sigues hacia el
Zócalo y vas caminando y es invierno, ¡ya te congelaste! Hay que ir en metro.
Los túneles atraviesan toda la ciudad. Una vez caminé como de la Roma a la
Buenos Aires, así bajo tierra, bien padrote. Ya ve que aquí el metro lleva pura
raza, pues ahí hay de todo, ejecutivos muy acá, con portafolios de importancia,
¡y cada vieja! A una estación, haga de cuenta Pino Suárez, le decíamos el
Nalgódromo. Como le iba diciendo, si va de Santo Domingo al Zócalo atraviesa
unos comercios supermodernos, como cajas de cristal conectadas por puentes, y
luego ya llega a la plaza y pues no hay catedral ni bandera ni palacio ni nada.
Ah, caray, como que me agarró la nostalgia.
–¿De Chicago?
–N’ombre, de México. De pronto me sentí en el Zócalo de
allá. Viera qué distinto es.
–Me quedo en la esquina.
–No sé si me di a entender, mi jefe. ¡Es que como usted
no conoce Chicago!
Descendí en una calle cualquiera. El taxista se persignó
con el billete y arrancó rumbo a los vientos de Chicago, Distrito Federal.
FUENTE:
No hay comentarios:
Publicar un comentario