del blog de julio ortega
CERTIDUMBRES DEL POEMA
José
Emilio Pacheco ha abandonado el lenguaje pero el lenguaje sigue hablando por
él. Esta breve suma de lecturas de poesía publicada en 2013 es en memoria de su
lector más íntimo y hacedor más fiel.
Diorama
(Madrid, Amargord), el espléndido libro
de Rocío Cerón (México 1972), cita al
lector en una cámara oscura donde su mirada se ve refractada: lector, mirada y
cámara transportados en milagro (que significa ver más) del lenguaje. Este
libro lo espera todo del lector. Lo convoca a recuperar el verbo desde la
acción del poema. Nos dice que la poesía es el lugar del lector en las
palabras, restadas aquí por el rigor y el radicalismo de su demanda contra un
mundo profuso y redundante. Tal proyecto de otro libro y otro lector, hace de
la poesía el instrumento para forjar una nueva sintaxis de re-habitación.
"La ofrenda: lengua en tierra propia," afinca en la materialidad
emotiva y lúcida, que el poema reorganiza con la claridad del recomienzo, allí donde la tersa enumeración recobra la
fuerza primaria del nombre. Dolor y celebración del lenguaje, este libro
refulgente despliega un horizonte de libertad por hacerse: una fe cierta en esa
margen visionaria y lúcida:
Donde los náufragos cantan apunta el
ojo. Hacia el rabillo austral de la
mirada -agua de la memoria- el tono
plomizo del frío. Uno podría ser
entendimiento crepuscular, avanzada
furiosa de jauría humana pero el
vórtice detiene la rebelión. Gotea
aún el rompevientos. Y entre el invierno
de milnovecientosetenaydos y el
presagio del dosmildocefindelmundo un
día y el otro. Gramática de
Babilonia. Descenso.
Alcools
(Lima, Paracaídas), del peruano Mirko Lauer (1947), no sólo es su mejor libro
de poemas sino el más cercano al lector, gracias a que si bien concibe el
lenguaje no como la transparencia del mundo sino como su re-inscripción, esta
vez el poema más que un acertijo cifrado es un flujo emotivo. Desde el decurso y la fluidez del soliloquio, el poema recompone una
secuencia de imágenes, y aunque no requiere proveer un tema, busca recomponer
fragmentos, ensayando una notación
músical, el fraseo asociativo que registra la deriva de lo vivido. Más
que el sentido de los hechos, el poema cristaliza, por eso, la entonación de la
época en el recuento del canto. Parte para ello de una mediación: los Alcools
de Apollinaire. Pero no se trata del estilo del poeta que suma los puentes,
sino de su dicción, de su capacidad de tramar en el canto la alarma de vivir en
el lenguaje; esto es, en la memoria de uno mismo como otro hablante. El poeta,
parece decirnos Lauer, no escribe poesía: trama una entonación, en este caso
memoriosa de instantes sumarios. El poema ocurre como un plan de asedio y
acopio, pero sobre todo como la voz devuelta a la ciudad, cuyo azar favorable
el poeta asume como un discurso suficiente y libre. Poesía conceptual que
refuta la lógica del lenguaje, que todo lo incorpora a su enciclopedia. Lo
vivo, en cambio, es aquí la gratuidad del sentido, que cuaja en el juego que
somete a prueba a las palabras, negándoles el beneficio de lo literal para
ponerlas en duda, y darle la vuelta a la referencialidad desde el no-lugar del
poema; ya no del poeta o del lector, sino de la poesía misma, liberada entre el
vejamen del tiempo y la acción del arte:
¨Pájaro sin más mente que su arte”. En Bird Charlie leemos:
Una
vez violentamente despojada el ave de su poderosa inteligencia,
La tarde se puede
llenar de su sonido: gratuitos chirridos
Que no llegan a ser un canto, ni un
consejo, ni una queja.
Sonido que nos invita a
hacernos cargo
De la indiferencia
instalada en el paisaje.
Tálamo
(Madrid, Hiperión), de Minerva Margarita Villarreal (México, 1957), es de una
inmediata enunciación: el poema se abre como una verdad más desnuda, tan breve
como suficiente. Su elocuencia brota de lo que no dice. Las palabras nacen de
otras palabras, anagramáticamente, pero
también con la urgencia de la confesión suscinta. El poema pone a prueba a las emociones: su
mesura se alimenta de la desmesura. El
lenguaje pasa por el poema con su timbre
intenso. Su función es pulir nombres como los huesos de un cuerpo verbal
tierno y lúcido. El nombre es la osatura del mundo y sostiene lo real como una
revelación. Este es un libro de horas, hecho por la oración más lúcida: al pie
de la noche, entre la llamarada de lo vivo y el abismo de la tinta. No se puede
decir más con menos:
La piedra
bajo la lluvia
La piedra
que ve a Dios
Diario de la
urraca (cuaderno paulista), (México: Universidad de Nuevo León), del cubano
Rodolfo Häsler (1958), residente de Barcelona desde los diez años, es una
impecable puesta en abismo de su peculiar y distintivo talento para dar a ver
y, de inmediato, conocer, una zona inédita de la imaginación de lo real. Con
una devoción puntual, ligeramente obsesiva, o sea, clásicamente persuasiva, RH
nos ha convencido de que su lección de cosas trama lo visionario y lo mundano,
la lírica que todo dice con la otra medida de natura, la mesura. Alguna de
ambas hace de luz y la otra de sombra, en el claroscuro de su figuración, cuyo
pulso analítico discurre con la lógica de una demostración improbable. Solo el
poema (parece no decirnos pero nos dice) habla de la poesía citándola para que
completemos su ecuación de ingenio, apetito y drama. Este “cuaderno” de
cuaderna vía contempla con pasmo cierto, horror sutil, y humor íntimo la
construcción de Sao Paulo, cuyas torres y parques deslumbran al lenguaje con su
artificio abismal. Si el Diablo, como dicen, sostiene el artificio de la ciudad
y no duerme para que ella sigue despierta y no regrese a la naturaleza, el
poeta, no menos demiurgo, gozoso del artificio y capaz de perturbar al Apóstol
con sus propias epístolas, imagina a la urraca como el pájaro cantor que
trabajando para el Diablo (en las horas libres que le deja Rossini) irrumpe en
el poema como una cita de esa Natura que sobrevive en sus aves musicales, algún
gato literato y un perro arrollado por un coche. Los poemas asumen el papel de
la urraca, la sobrevivencia del canto y el jardin: “El alma del mundo está
atrapada en la naturaleza, /basta entrar en el reino del sol.” Al final, las
torres, como en la tradición más ilustre, se alzan para caer:
Cada piedra
alza una jerarquía, y
calcinado por el sol
el edificio se
desmorona y se convierte en vestigio
abandonado. Y sin
embargo, seguimos sin indicar el alcance
de su misterio
Sínsoras
(Barcelona, Seix-Barral) de José Luis Vega (Puerto Rico, 1948) declara con
suficiencia que el poeta es producto privilegiado de la gran tradición que ha
hecho de su Isla del idioma un término de las sumas fluidas de España y el
Caribe, entre formas clásicas y decires de elocuencia mundana. Fresco de voces
inmediatas y sabio de sílabas y mediciones, Vega preside en Puerto Rico (feliz
metáfora y leve oxímoron) esa herencia de intercambios trasatlánticos. Se
entrecurzan en su obra el sabor de la dicción de los siglos de oro y la
sensorialidad del modernismo hispanoamericano con las lecciones del clasicismo
callejero de Luis Palés Matos. Ser poeta en Puerto Rico implicaba pasar de los
ritmos antillanos de Palés a los asombros de intimidad de Pedro Salinas. Estos
tres liróforos alertas deben de haber convertido a San Juan en la capital de
índice de población poética mayor del mundo. Por eso, en uno de sus poemas de
sumas e intercambios modélicos, Vega imagina a Pessoa y a Luis Palés Matos
caminando una calle de Lisboa que converge hacia el puerto de San Juan, como si
la poesía fuese, precisamente, la vía transitiva de las reconciliaciones:
No es Palés, es Pessoa,
dirán los entendidos cargadores del
muelle
al verlos, tambaleantes, calle abajo,
izados por un aire de marina,
de
brazo rumbo al río.
Virtú (Lima,
Hipocampo). Roger Santiváñez (Piura, 1956) forma parte del movimiento artístico
peruano que hace suya, y no sin gracia irreverente, las formas retóricas del
bien decir del repertorio retórico que Rubén Darío fue el primero en descubrir,
en toda su extensión formal, en la memoria lírica del español. Carlos Germán
Belli fue, sin duda, el poeta peruano que apropió la formidable retórica de los
gongorinos menores (¿los hay mayores?), duchos no sólo en relajar el entrecejo
del Maestro, como dijo Lezama. Con desenfado, Santiváñez propone, más que una
laboriosa hipérbole, un límpido fraseo de estirpe garcilasiana, quizá en el
ejemplo de Barahona de Soto, aunque es más claro su franco asalto de Cavalcanti
y el petrarquismo. Con talento lúdico y goce festivo, Santiváñez habría
aprobado con entusiasmo la genealogía de la Chica de Ipanema, que proviene del
paso, no menos fugaz, de la dama florentina en el poema de Dante. Dado el modelo, lo demás es cosecha del
habla: “Regia en blue-jean a mi morada/ Volvió lejana al instante desaparecido/
Párpado desliz, curva deslizada.” Esa tensión del repertorio lírico y el habla
urbana, logra un contrapunto tan fresco como tenso. El poema, al final, es una
estrategia para convocar el ardor del deseo. Lo dice bien Benito del Pliego en
su postfacio: “En Virtú la lengua (hablas que se cruzan con textura Pound)
perfila con insospechadas cualidades un texto tangible, un cuerpo textual de
respiración marina.” El poeta declara su nombradía: entre coloquialismos
juveniles y maestros del arte de desear, canta a las ninfas como fauno urbano y
memorioso. El Epílogo es “a la manera de José Maria Eguren”, el poeta que cantó
a “La niña de la lámpara azul;” sólo que, nos alarma Santiváñez, se trata de un
Eguren “erotizado.” Lo excusa el humor:
En el
jardín de Villacampa
Dulce
caramelo de limón
Aparece la
púber blanca
Los grandes
almacenes (Barcelona, La Rosa Cúbica. Con una imagen de Frederic Amat y dieño
de Estela Robles). Quisiera argumentar que David Huerta (México, 1949) no sólo
ha probado ser, desde la diversa textura de su voz, jamás beneficiada por un
estilo, uno de los poetas latinoamericanos cuya exploración abre, en sucesivos
pasajes, la capacidad de la poesía de producir las imágenes de estas épocas
interpuestas como un fin del mundo discursivo. Contra ese derroche verbal
precario que manejan los poderes en juego, la poesía de David Huerta recomienza
la hipótesis de una palabra tan incisiva como fecunda, afincada en su
territorio lírico y alerta a la pérdida del lenguaje entre las jergas
dominantes. Esta es una poesía de independencia radical, que resiste la
socialización compulsiva de los lenguajes institucionales . Y, sin embargo, o
por ello mismo, carece de programas, nada impone ni demanda. Leerlo es recuperar la gratuita suficiencia del
habla, su inmediatez rebelde, y su inteligencia dialógica. Su Prólogo a este
libro es sintomático: cada párrafo excusa el protocolo, para decirnos lo que no dirá. Y concluye: “Basta. Procedo a
la consideración asistemática de los grandes almacenes y al cántico de su sabor
extraordinario.” Ya en en el primer poema, el libro se anuncia como evento: “No
se dónde están los grandes almacenes pero sé, en cambio, que yo estoy en
ellos...No estoy en todo almacén simultáneamente...sino de manera alternada...A
saltos de esdrújula, de rotos y desgarbados dáctilos, el silencio y el cántico
de los almacenes se buscan con denuedo en mi boca.” De inmediato recordamos el
desafío de Tzara: “El pensamiento se hace en la boca.” Esto es, la poesía está
siempre por hacerse. Los almacenes se transforman: “Son todo lo que ignoro y
todo lo que rodea. Y a ellos debo mi sabiduría de fugitivo, mi sedentarismo de
vagabundo contradictorio...”. En ese “cosmos autosuficiente pero dudoso”
Balzac, Walt Whitman y Kafka, son parte del paisaje funambulesco y, a la vez,
de la escritura y la lectura. Es un paisaje Ilimitado y periódico, como la
Biblioteca borgeana; pero también una naturaleza artificiosa y una población
primaria, registrada por esta historia
de un sistema irrisorio y, además, regido por la ley y la abogacía. La implosión del poema da cuenta de la
zozobra del mundo almacenero. Pero más que una alegoría traducible a
situaciones contemporáneas, el libro (una primera cartografía de esos almacenes
omínvoros) sugiere una puesta al revés de las galerías y las avenidas donde
Walter Benjamin creyó ver en la forma de la mercancía el espíritu de la época.
En los almacenes de hoy, parece sugerir David Huerta, se trata, más bien, de
los hombres como la mercancía rizomática: el almacén sería, así, el
alma-ceniza, la pérdida de la forma humana en la melancolía de la ciudad residual,
tumba activa de la compra-venta universal. El evento del poema, sin principio
ni final, despliega la violencia
fantasmática que la escritura confronta
y discierne:
Es un olor de tinta y
toga, de martillazo y venda, sobre los ojos.
[Publicado el 17/3/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario