La
memoria de Campbell
Escalera al
cielo
Por Christopher Domínguez
Michael
Ciudad de
México (23 febrero 2014).- Conocí muy joven a Federico Campbell, porque
era amigo de mi madre, y recuerdo perfectamente lo que le oí decir alguna tarde
de noviembre de 1979 cuando repitió ante mí la sentencia (en varios sentidos de
la palabra) de Cyril Connolly: "La función genuina de un escritor es
producir una obra maestra y ninguna otra finalidad tiene la menor
importancia".
Esas
palabras, estoy seguro, lo atormentaron hasta el final de su vida. La inmensa
mayoría de los escritores no escribimos nunca una obra maestra, pero a muchos
no les importa y se resignan. Federico, que no la escribió tampoco, no se
conformó e hizo de su vida literaria (en su caso, una forma de militancia:
siempre estaba allí) una búsqueda bien connollyana del porqué nos convertimos
en "enemigos de la promesa" con la que nos encandilamos de jóvenes.
Joven él mismo, viajó para entrevistar a escritores (Infame turba,
Conversaciones con escritores ) y
descubrir los secretos del oficio.
La obra
informal, fragmentaria y ensayística de Campbell (Post scriptum triste, Padre y
memoria ) es una averiguación sobre
el silencio literario, el bloqueo del novelista, el efecto del psicoanálisis en
la creación (me parece que fue un psicoanalizado reincidente y a su manera
feliz), todos ellos temas del universo de Connolly, que, a diferencia de
Campbell, no tuvo la fortuna de ser íntimo amigo de un silenciado ante el
Altísimo como Juan Rulfo. En un mundo ideal, Federico debería haber sido el
biógrafo de Rulfo. Los recuerdo juntos, en los altos de la desaparecida (todas
las librerías terminarán por desaparecer, diría JEP, otro nuevo en la ausencia)
Librería El Ágora, bebiendo Coca Cola y desde luego silenciosos. Nunca osé
interrumpirlos.
Es curioso
que los dos mexicanos que más novelas leyeron, por mucho, hayan nacido cerca de
la raya de la Baja California Norte. Los dos ya murieron: Daniel Sada
(Mexicali, 1953) y ahora, tras una hospitalización de varias semanas, Campbell
(Tijuana, 1941). En el caso de Federico, sus devociones fueron pocas, pero
contagiosas. Aparte de su obsesión por el teatro de Pinter (que nos unió una
época, por razones familiares) o de la novela italiana del siglo pasado, que a
todos nos puso a leer, a Campbell, más allá de su amor por Rulfo (que compartía
con dos colegas, según leo en Post Scriptum triste , no tan antagónicos como parecieran, Salvador Elizondo y Jorge
Aguilar Mora), lo guiaba en su fidelidad por Leonardo Sciascia, a quien fue a
ver a Racamulto y pasó de ser su maestro a su amigo. Quizá La memoria de
Sciascia (1989) fuese, entre sus
libros, aquel que prefería. Fidelidad
me parece más política que literaria: sobrepusieron el mapa de Sicilia y el
mapa de México, no en balde las dos antiguas tierras del imperio de los
Austrias, concluyendo, irrefutables, que en ambas el poder es impunidad.
A esa
fatalidad que hace del poder absoluto absolutamente corruptor y vuelve
indescifrable todo crimen cometido desde el poder, dedicó Campbell su obra de
periodista, coleccionada en títulos como La invención del poder y Máscara
negra. Crimen y poder .
Periodista (devoto, también, de la impronta de Julio Scherer García y de la
prosa de Guillermo Sheridan), Campbell vivía en permanente estado de
indignación, lo cual, me parece, es más propio del intelectual que del
verdadero periodista, que ha de ser frío y hasta indiferente frente a lo
averiguado, lo documentado y lo visto. Por ello, entre los libros de Campbell
falta ese gran reportaje que parecía el más indicado de todos los
escritores-periodistas para llevar a cabo.
En cuanto a
la novela pura, donde Campbell colocaba sin ninguna duda a esa obra maestra
exigida por Connolly en La tumba sin sosiego ,
escribió al menos dos que he releído con gusto y con cierto remordimiento:
merecen mayor fama de la que tienen. Pretexta
(1979), el concentrado enigma de un libelo, le abría a Campbell el camino de
una obra novelística que no prosiguió y releyendo aquella primera novela
encuentro unas líneas tristes en las cuales quizá el autor se identificó,
petrificado ante la imagen propia en el espejo de su libro: "Lo que le
había sucedido en los últimos días es que había perdido el tono. Experimentaba
como una empresa irrealizable la posibilidad de recuperar el entusiasmo y la
concentración continuada que en un principio lo movieron a ordenar, parte por
parte, los fragmentos dispersos y las ideas ajenas apenas bosquejadas en su libreta
de apuntes. Contaba por un lado con los recortes del periódico, los partes
policiacos, los historiales clínicos, y por otro con las transcripciones de las
cintas magnetofónicas que se le habían suministrado y que registraban el habla,
el modo coloquial, de los personajes previstos. Pero, y aquí venía lo más
desquiciante, la grabación empezó a parecerle un instrumento diabólico: hablaba
y pensaba por él, erigía en persona física a otro idéntico a él mismo, era como
el equivalente sónico de un espejo, una voz sin cuerpo, sola y desnuda, una voz
distinta a la que por su cabeza circulaba incontenible, como un río loco".
"El
realismo puede destruir el corazón de un escritor", dijo Salman Rushdie
(la frase se la escuché decir hace muchos años a Héctor Manjarrez) y acaso
Campbell estuvo entre esos damnificados. Por ello, de lo que he releído en las
horas y los días posteriores a su muerte, me quedo con Todo lo de las focas (1982), su novela de amor que,
brevísima, él quiso sepultar (así lo dijo) en Tijuanenses (1989). En el brutal desamor del hombre
que habita no a la mujer amada, sino el universo vacío que ella le dejó en las
playas bajacalifornianas, ese inhóspito brazo de un México que Federico
Campbell imaginó como un Pinocchio inánime y desmembrado, escucho de todas sus
voces, la que más me importa y más me conmueve.
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Fecha de publicación: 21-Feb-2014
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