viernes, 16 de diciembre de 2011

. JUAN VILLORO, SU COLUMNA EN REFORMA: MUNDO LOCO




Mundo loco

Por Juan Villoro

Onetti pensaba comenzar La vida breve con una frase oída al azar acerca de los absurdos del destino: "Burdel de Dios", pero los editores no se atrevieron a incluir esa expresión con aire de blasfemia. En la primera línea de la novela, una voz sin nombre dice: "Mundo loco".

Aunque la frase perdió carga transgresora, introdujo de mejor manera a un escenario desastroso que a fin de cuentas puede sobrellevarse. Los defectos del mundo rara vez nos llevan a abandonarlo.

La imperfección suele percibirse como algo muy localizado (en otra parte estaríamos mejor). Al mismo tiempo sabemos que está bien repartida (en otra parte estaríamos peor). Cada susto se relativiza con otro.

El sábado pasado, poco después de las nueve de la noche, caminaba en Brooklyn por Franklin Avenue cuando escuché disparos a muy poca distancia. Me volví por un segundo: vi las sombras de tres cuerpos corpulentos, realzadas por gruesos abrigos. Sólo un objeto se perfilaba con nitidez: una pistola.

A unos pasos estaba una lavandería. Entré ahí con otras personas. No había dónde refugiarse. Las lavadoras se extendían en dos hileras sin dejar huecos. El único sitio seguro era el de la ropa, pero entrar por esas portezuelas exigía pertenecer al circo chino. Nos vimos las caras en silencio. La mitad de los presentes sostenían bandejas con calcetines y camisas; tal vez por estar ahí con un fin práctico tenían rostros más tranquilos que los de quienes sólo sosteníamos nuestro miedo.

Alguien mencionó un bar que se había vuelto problemático y lo peligroso que era ese tramo de la calle. Brooklyn se había pacificado en los últimos años, pero nunca se puede estar seguro de nada. Mundo loco.

Mientras esto sucedía, en la Ciudad de México temblaba. Mi familia había ido a una reunión en Villa Olímpica y mi hija jugaba a las escondidas en el jardín. Le tocó ocultarse cuando ocurrió el sismo. No sintió nada especial, o nada más especial que la emoción de estar sola, dispuesta a no delatar su presencia. Los demás niños supieron que pasaba algo importante y el juego se suspendió, lo cual quiere decir que Inés dejó de ser buscada. Su madre, que estaba en uno de los edificios, bajó por ella y comenzó otro equívoco: mi hija creía que el juego seguía en curso y perfeccionó su ocultamiento; mi esposa la buscó con creciente angustia, entendiendo la desaparición como una consecuencia del terremoto.

Inés pensó en la posibilidad de que no dieran con ella. Planeó hacer una camita con hojas y trató de recordar el sitio donde había una toma de agua. Ya era de noche. Dormiría como Robinson Crusoe. Tardaban tanto en localizarla que seguramente había ganado el juego. La recompensa, sin embargo, era la soledad.

Mientras tanto yo seguía en el falso escondite. Ofrecíamos un blanco seguro. La lavandería semejaba un acuario iluminado en exceso, hecho para mostrar especímenes que no saben moverse. Mi esposa dio con Inés antes de que la desesperación fuera total. Mientras tanto, ya abandonaba la lavandería. Me dijeron que si doblaba en la siguiente calle entraría a una zona más tranquila. La violencia estaba claramente demarcada. En Estados Unidos el caos tiene reglas. En la esquina, una patrulla avanzaba al sitio del delito.

Una vez a salvo, pensé en la suerte de que mi familia no estuviera conmigo. Pero no hay mundos perfectos, no en éste.

Iba por primera vez a casa de unos amigos. Ninguno era mexicano. No había noticias del terremoto. Al día siguiente supe lo que pasó con mi familia. Recordé mi infancia, que en buena medida transcurrió en la calle. Cuando anochecía, mi madre se asomaba a decirle a un vecino: "Si ves a Juan, dile que ya vuelva". A la distancia, me sorprende la tranquilidad con que se renunciaba a buscar directamente a un hijo. Alguien lo encontraría. La ciudad estaba en orden.

Obviamente también entonces el mundo incluía peligros. La mayor diferencia es que los niños conocíamos el camino de regreso. Hoy son llevados de un sitio a otro. Saben en qué hueco, en qué rincón, en qué lugar están. Pero alguien debe llevarlos de ahí a su casa. Para alguien de 11 años, encontrar su camino entre las torres y los prados de Villa Olímpica para recomponer después la ruta a casa es una hazaña digna de un precoz Ulises citadino.

"Eran tiempos difíciles, como todos los tiempos", escribe Dickens. Acaso incurrimos en una imaginativa nostalgia al suponer que hubo grandes seguridades anteriores. Mi abuelo se embarcó como polizón a México a los 13 años y padeció indecibles rigores. Sin embargo, la inseguridad contemporánea nos hace pensar que incluso en las circunstancias más extremas la noción de estar a salvo tenía más sentido en el pasado. Hay una erosión esencial de esa confianza. "Burdel de Dios" es un reclamo teológico. "Mundo loco" expresa un sinsentido sin causa.

Y sin embargo, como los atribulados personajes de La vida breve, sobrellevamos la calamidad, ya sea en compañía de unos desconocidos que sostienen calcetines que no hacen juego o en la soledad donde una niña convierte el hueco de un jardín una habitación.

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Fecha de publicación: 16 Dic. 11

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