Arquitecto y urbanista Pedro Ramírez Vázquez
16 de abril
de 1919 - 16 de abril de 2013
Ramírez
Vázquez y la historia de
El
Museo de Antropología
ARMANDO
PONCE
17 DE ABRIL
DE 2013 . PROCESO. REPORTAJE ESPECIAL
MÉXICO, D.F.
(apro).- Hijo de un legendario librero de viejo, Pedro Ramírez Vázquez, nacido
en 1919 y fallecido ayer, legó una de las más importantes aportaciones a la
arquitectura del siglo XX mexicano.
El 16 de
septiembre de 1985, a 21 años de su creación, Proceso realizó un reportaje
acerca de cómo se hizo el Museo Nacional de Antropología. Para ello entrevistó
a Ramírez Vázquez y, aparte, a otros especialistas que formaron parte de su
equipo, como Ricardo Rovina y Luis Aveleyra.
Aquí se
presenta un resumen.
* * *
La pregunta
del candidato a la presidencia de la República en 1958, Adolfo López Mateos,
pareció no sorprender a Pedro Ramírez Vázquez, ya entonces célebre arquitecto
que le había construido su casa:
“La
aspiración de un arquitecto en el pasado era construir una catedral. Ahora,
¿cuál es?”
De inmediato
respondió:
“Un museo de
arqueología.”
Siete años
después la idea se volvió realidad: el 17 de septiembre de 1964 fue inaugurado
el Museo Nacional de Antropología, mes y medio antes de que López Mateos dejara
el cargo de presidente.
Ambos se
conocieron en las veladas literarias de Sita Canessi, compañera de generación
de Ramírez Vázquez.
Posteriormente
éste, formado bajo la protección del poeta Jaime Torres Bodet, secretario de
Educación Pública, llegó a la dirección de Conservación de Edificios de la
dependencia, época en que construyó también el edificio de la Secretaría del
Trabajo, a cuyo frente López Mateos estuvo de 1952 a 1958.
Ese año fue
“destapado” por el PRI. Ya Presidente electo, recibió la felicitación de
Ramírez Vázquez. Entonces ALM le dijo:
“Parece que
se nos va a hacer el museito.”
Sita Canessi
aconsejó entonces a su colega:
“Que no se
enfríe.”
Y llevaron a
López Mateos, en compañía del museógrafo Iker Larrauri, al Museo Nacional de
Arqueología (en las calles de Moneda 13), que dirigía el arqueólogo Luis
Aveleyra.
Era un museo
que Ramírez Vázquez conocía muy bien desde sus años universitarios:
“Todos los
alumnos de arquitectura lo visitábamos seguido, íbamos para estudiar ahí o como
estudiantes brujas con alguna niña.”
Para 1962,
Jaime Torres Bodet organizaría el Congreso Internacional de Americanistas y su
meta era cumplir con un acuerdo tomado en otro congreso similar, celebrado en
México en 1895, según el cual Justo Sierra se comprometió a realizar un museo
digno de nuestra antropología. Habían pasado 60 años. El argumento fue
contundente. López Mateos preguntó a su secretario de Educación Pública cuánto
costaría el museo. 60 millones. Alrededor de 60 millones. El Presidente dijo:
“El doble,
pero háganlo.”
Costó, dijo
Ramírez Vázquez, 130 millones de pesos:
“A los valores
de ahora, unos 12 millones de dólares, hoy no podría hacerse.”
Para
lograrlo se visitaron 58 museos del mundo (previo cuestionario) con el objeto
de ver todos los aspectos de implementación técnica: instalaciones de
seguridad, sistema eléctrico, movimiento de piezas (sobre todo en los museos
estadunidenses), y especialmente el aspecto didáctico, preocupación directa de
Jaime Torres Bodet: cómo es la investigación, sus conservadores, sus servicios
de restauración, su museografía, su biblioteca, su organización de bodega. O
sea, todo el respaldo para que el museo fuera una institución educativa.
“No
queríamos ver, por un lado, el espacio arquitectónico y por otro la museografía
–señaló Ramírez Vázquez–. No queríamos que estuvieran independientes sino
integrados.”
Ramírez
Vázquez no quiso situar la puerta principal frente a la avenida Reforma:
“Le iba a
restar fluidez, y una institución como el museo no es un comercio. La puerta
podía ser lateral y seguir siendo importante, principal. La importancia no se
la da la avenida.”
De cualquier
manera –pensó entonces– hay que señalar el museo. Ese señalamiento lo daría una
pieza.
“Dijimos
–rememoró–: una gran pieza arqueológica.”
Hubo varias
ideas, incluso la de colocar ahí un Atlante de Tula y hasta la Piedra de Sol o
Calendario Azteca, pero para Aveleyra sólo una cosa era segura:
“Se trataba
de que se pusiera un señalamiento, una pieza que apantallara.”
Los
recuerdos de Pedro Ramírez Vázquez son otros:
“Según yo,
hubo dos propuestas: una, la Estela de Edzná (Campeche), y otra, la Estela de
Yaxchilán (Chiapas). Cuando ninguna se pudo llevar a cabo, López Mateos
comentó: `¿Y el Monolito de Coatlinchán?’.” Yo no lo conocía, no sabía de él.
Me dijo que en Chapingo, en su época de estudiante, iba de excursión a verlo.
Aveleyra lo había visto también. Fuimos con don Antonio Caso: `Es muy grande,
olvídenlo’, dijo. Fuimos con López Mateos, quien preguntó: ‘¿Hay algo que con
la técnica actual no podamos hacer?’. Y lo trajimos.”
Ramírez
Vázquez contó que la Estela de Edzná (Campeche), de una altura como de seis
metros, había sido ya aprobada incluso por ALM. Cuando los técnicos regresaron
por la pieza, ésta había desaparecido.
El caso es
que se determinó entonces traer la Estela 1 de Yaxchilán, cuya imposibilidad es
otra historia insólita.
Confesó
Ricardo Rovina, director del proyecto museográfico para el MNA, y explorador de
una zona que a principios de los sesenta se hallaba incomunicada prácticamente:
la parte alta del Usumacinta, en la frontera con Guatemala, conocida también
como Valle Azul o Pensilvania. Había sólo un campito de aviación que Rovina
mandó ampliar. De ahí salieron varias piezas para el nuevo museo. Rovina las
concentró junto a la pista y mandó traer un avión especial para transportarlas,
primero a Tuxtla y después a México.
“Los pilotos
me hablaron del avión para decirme que al despegar el aparato se pegó con la
zona arbolada del lado de Guatemala y de milagro logró salir –relató Rovina–.
Me dijeron por radio que venían directamente a México. A las 3 ó 4 de la mañana
llegaron nerviosos porque habían estado a punto de estrellarse. El avión traía
golpes de 25 centímetros de diámetro. La pieza que traían era la penúltima.
Faltaba la No. 1, de mayor peso, de unas 12 toneladas.”
Rovina
contó:
“Y aunque
los pilotos estaban dispuestos a traerse la estela, yo no. Así que se quedó en
el Agua Azul, en la rampa para subir al avión.”
Y señaló el
origen de traer al “Monolito de Coatlinchan”:
“Pedro
Ramírez Vázquez quería poner una cabeza olmeca de La Venta y yo le dije que al
lado del museo iba a parecer una pelota de ping-pong. Lo que hay que poner es
el Monolito de Coatlinchán, que estaba tirado en una barranca de Texcoco. El no
lo conocía. Al día siguiente, fue con López Mateos, quien al ver la cabeza
olmeca en la maqueta le dijo que parecía una pelota de golf. No le gustó al
Presidente. Entonces Pedro le dijo que en Coatlinchán había un monolito. Y
López Mateos dijo: `Tráiganlo’.
“Yo lo
conocía en dos formas: primero, a los 17 años, lo conocí por la escuela de
arqueología (acababa yo de venir de España), hacíamos excursiones. La otra era
por una publicación de Leopoldo Bartres, hacia 1910, donde daba datos. Era un
monolito in situ, a medio labrar, de unos 7 metros de alto, sin sacar de la
roca madre. Había un dibujo. Tenía una idea lejana.”
Rovina
regresó a Coatlinchán, Texcoco, esta vez acompañado de su hijo. De 1937 a 1963.
Vio la piedra que consideraba de la época teotihuacana, como Bartres, y no
azteca. López Mateos exigió el aval de un “antropólogo de categoría” –relató
Rovina al tiempo que dijo “yo soy antropólogo y arquitecto2– para traer el
monolito. Rovina intevino, imitando a Caso, quien fue consultado: “¡Por ningún
motivo!” No se puede traer porque está adherido a la roca madre”.
Rovina acotó:
“Eso lo dice
Bartres, en efecto. Pero yo ya había hecho una excavación y sabía que no estaba
pegado a la roca. Propuse que López Mateos determinara que si no estaba
adherido podríamos traerlo. Así, cuando le dije a Caso que no estaba ligado a
la roca, que se había hecho la excavación, echó espumarajos por la boca. Se
enojó y ya no asesoró la Sala Mexica.”
Debido a que
el arqueólogo Román Piña Chán y su esposa Beatriz Barba (quien con el doctor
Julio César Olivé participó en el proyecto de las salas del museo), opinaron a
pedido de Proceso efectivamente “cortaron de la roca madre” al monolito, y
dudaron de que se tratara de Tláloc, pues según ellos no hay elementos para su
iconografía (“tiene falda, no es niño ni niña…”), Luis Aveleyra señaló que podría
tratarse de la Diosa del Agua Corriente, Chalchiuhtlicue, hermana de Tláloc
entonces.
“No se sabe
bien –dijo–. Es la de la falda de jade (jade, chalchihuites: dinero entre los
mexicas). No estaba pegado a la roca madre, pues conserva parte de la matriz
atrás. Se cree que cuando los teotihuacanos la labraban se convencieron de que
no podrían transportarla.”
Los
habitantes de Coatlinchán, que llaman al monolito “Piedra de los tecomates”
(los ahujeritos que tiene semejan pocitos, ollitas, “tecomates”), consideran
que la materia de la pieza no es del lugar, que no hay ahí piedras de ese color
grisáceo y de esa textura.
Después de
que la pieza de 167 toneladas fue desenterrada (sólo la parte superior estaba a
la vista), se montó en una estructura de fierro y se sujetó con cables de acero
para asegurarse de que no se fracturara. Después de una visita para ello, al ir
a tomar los autos, los habitantes de Coatlinchán se enfrentaron a la comitiva
oponiéndose a que Tláloc saliera.
El miedo se
apoderó de la comitiva, pero un agricultor, un tal Quezada, habló y en 40
minutos le dio la vuelta a las cosas. Les prometió escuela de 5 aulas.
“Yo ahí
intervine –dijo Rovina–: De 9. El prometió un pozo. Yo dije que no uno, ¡dos! Y
el camino pavimentado, restauración de la Iglesia, unidad de salud. Trajeron un
libro. Se firmó. Y les hicimos todo.”
La maestra
Guadalupe Villarreal Galicia, actual delegada del pueblo, dice: “No”. Y da
nombres: “Hablen con los viejos del pueblo. El pueblo se opuso a que se
llevaran a Tláloc. Todavía hoy los pueblos cercanos nos reprochan que no lo
hayamos defendido. Vinieron hasta los soldados. Y no cumplieron todo.”
El señor
Jorge Garay, quien vivió de cerca los acontecimientos de 1962 a 1964, narró:
“Don Benito
Bustamante, presidente municipal de Texcoco, nos llevó con el gobernador
Gustavo Baz, quien nos dijo que era mejor que no hubiera oposición, que era
orden del Presidente. Hicieron promesas, pero nada por escrito. Se hizo la
escuela, sí; pero la carretera no se llevó a cabo completamente sino hasta por
1970 ó 71, cuando ya era delegado, aunque la capa es muy delgada y se ha
descompuesto mucho.”
Para
transportar al Tláloc, se mandó construir una plataforma-trailer a Alabama. El
día que llegó para llevárselo, el pueblo explotó: “¡Se están llevando al
Tláloc!”, informó la maestra Villarreal Galicia que se gritaba por todo el
pueblo, que se fue contra la plataforma para destruirla. Garay señaló que la
gente había bebido, que estaba excitada. Don Plácido Juárez, esa noche, estaba
enfermo. Era uno de los tres delegados, recién nombrados. Se había ido a
recostar. A su casa llegaron los soldados. Se lo llevaron para Texcoco. Lo
interrogaron. Paralelamente, el pueblo destrozó los cables de los que pendía la
escultura y las viguetas de hierro se vencieron por el peso. También se robaron
la dinamita con que se había ido abriendo el camino. El ejército se hizo cargo
de la situación.
“En casa de
cada sospechoso de la dinamita les metieron agentes de la Federal”, testimonió
Ricardo Rovina.
De ahí pasó
a la euforia, al recuerdo del día en que Tláloc entró al Zócalo al saludo de
las campanas de Catedral. Era el 16 de abril de 1964. Según las crónicas
periodísticas, cayó una tormenta entre las 20:40 y las 22:08 horas. De 23:20 a
23:28 dio la vuelta al Zócalo, entre bocinazos de los dos camioneros que lo
jalaban. Se le depositó a la 1:13 del 17 de abril en el lugar que hoy ocupa en
Chapultepec. Todo el viaje estuvo protegido por los soldados. Sobre el
particular, la prensa de la época destacó:
“Ramírez
Vázquez hizo notar lo satisfactorio que es para el país, el hecho de que el
Ejército haya sido destinado precisamente a cuidar el traslado de una joya
arqueológica, o sea un hecho eminentemente cultural.”
Ramírez Vázquez
rememoró que cuando el museo se estaba ya realizando, “en plena armonía con
medio mundo”, se publicó un comentario en el que se señalaba que la riqueza de
México no se debía centralizar: “Y eso que el de Antropología no era un museo
hecho para crecer, además de que es selectivo, y además de que existen los
museos regionales. Eso prendió entre la gente del pueblo, se dieron cuenta de
la importancia del Tláloc y se vino esa agitación para que no sacáramos la
pieza. Eso nos retrasó cuatro meses. López Mateos me dijo: para traer a Tláloc
debe haber la aprobación del pueblo. Fui a conversar, se reunieron ahí todos,
más un viejo maestro rural de origen náhuatl. Después de varias horas de
argumentar brillantemente lo que creía, se me quedó viendo y me dijo: `Creo que
estás en razón’. Y les dijo a los demás: `Muchachos, la piedra es como el pasto
de la laguna. El pasto del centro y el pasto de la orilla, es pasto de la misma
laguna.’ El que hacía de cabeza de ellos se volvió y me dijo: ‘Te lo puedes
llevar’.”
Sobre las
promesas hechas, Ramírez Vázquez dijo que se cumplieron: “Pero no porque nos
las exigieran, sino porque creía yo que tenía que darles. Lo que convenció fue
el argumento de índole cultural. No lo canjearon, hubo generosidad.”
Ocho días
después, los representantes de Coatlinchán fueron a formalizar el acta de
entrega con Jaime Torres Bodet.
En ella se
asentó que sus habitantes podían entrar gratis, de por vida, al museo. Luego se
les invitó a una comida. Todavía había resentimientos, porque con humor
recuerdan los pobladores de Coatlinchán que los que asistieron se robaron los
platos.
Finalmente,
el año pasado se les invitó a otra comida, con ocasión de colocar una placa en
el monolito.
¿Orgullo
para los habitantes de Coatlinchán?
“Bueno, no
dice nada de Coatlinchán, es una plaquita chiquita, apenas se ve”, comentó el
señor Garay.
Considerado
por Luis Aveleyra como la obra más importante en la que ha participado en su
vida, el museo es para él, también, el mejor del mundo de un solo tema con obra
de un solo país. Ramírez Vázquez también se mostró cauto cuando se le pide
situarlo entre los museos más importantes:
“Nuestro
propósito nunca fue enseñar a los extranjeros a hacer museos. Hicimos el de
aquí, nada más.”
–¿Construyó
el ideal moderno, la catedral de nuestro tiempo?
“No hay
paralelo –comentó al cerrar la plática–– porque yo no pensaba en sí en la obra,
eso no me entusiasmaba (no conocía los problemas de un museo). Pero sí en el
destino. En mostrar toda esa raíz cultural nuestra con dignidad, que ahora ya
es respetable y difundida, pero que entonces no lo era.”
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