30 de Octubre 2014
Por Antonio Ortuño
I
Mi padre no es querido en el barrio. Los policías asoman por la casa cada lunes o martes y lo miran beber cerveza en el minúsculo cuadrado de cemento que antes fue jardín. Los vecinos no tienen un enrejado que los guarde pero nosotros sí. Mi padre bebe encaramado en un banquito sobre la misma calle, delito perseguido por aquí con severidad digna de crímenes mayores. Pero los policías no pueden cruzar el enrejado y detenerlo: se conforman con mirarlo beber.
Nuestra relación tampoco es buena. Mi madre murió y yo debo hacer el trabajo de la casa, él está educado para no tocar una escoba y yo, en cambio, parece que nací para manejarla. Cuando termino de barrer, sacudir, trapear y lavar baños y cocina (la ropa, jueves y lunes) debo vestir el overol y caminar a la fábrica.
Fui una alumna tan destacada que conseguí empleo apenas presenté mi solicitud, pero no tan buena como para obtener una beca y seguir. Trabajo en una línea de ensamble de las tres de la tarde a las diez de la noche, junto con veinte como yo, indistinguibles. Vistas desde arriba, a través la ventanilla de la oficina de supervisión, debemos parecer incansables, las doscientas o trescientas que formamos las quince líneas fabriles simultáneas durante los diferentes turnos.
Otra de mis fortunas (no me gusta quejarme: le dejo eso a los periódicos) es que mi camino de regreso resulta simple. Once calles en línea recta separan la casa de la fábrica. Algunas de mis compañeras, en cambio, deben abordar dos o tres autobuses y caminar por brechas enlodadas antes de darse por libres.
Las calles cercanas a la fábrica fueron oscuras pero ahora las iluminan largas filas de lámparas municipales. El patrullaje es permanente: durante el trayecto de once calles hasta mi puerta es posible contar hasta seis camionetas de agentes, dos en los asientos delanteros y cuatro detrás, arracimados en la caja, piernas colgantes y rifles al hombro.
Los periódicos se quejan. Dicen que el barrio es una vergüenza y lo comparan con los suaves fraccionamientos del otro lado de la ciudad. Es cierto: aquí no hay bardas ni jardines. Nosotros tuvimos uno, diminuto, que ahora está sepultado bajo el cemento y que mi padre utiliza como estación de vigilancia mientras bebe. Mira pasar a la gente de día y por la noche, cuando nadie se atreve a salir, espera mi regreso. O eso creo. A veces no está cuando llego y sólo aparece un rato después, botella en mano.
Es cierto que existen peligros. Y no todos son mentiras de la prensa, como sostienen algunos. Muchas compañeras, no se ha podido saber con precisión cuántas, jamás vuelven a la fábrica. Algunas porque se cansan de la mala paga o la ruda labor, suponemos. Otras, porque las arrebatan de las calles cercanas. Dicho así, suena como esos artículos del periódico en los que se quejan de la aparición de otro y otro cuerpo. Los acompañan fotografías en donde las muertas parecen juguetes. Así debemos vernos todas: muñecas articuladas, acompañadas por la mascarilla de seguridad. A veces jugamos a ensamblar muñecas (acá la cabeza, los brazos, acá piernas y ropa) y a veces, como muñecas, somos desarmadas. No: la verdad es que ensamblamos circuitos y la línea de muñecas cerró hace años por falta de mercado. Pero recorté un artículo que lo asegura porque me gustó su forma de mentir. Como si tuviera algún sentido lo que sucede, como si fuéramos algo que pudiera ser descrito.
El artículo fue publicado hace año y medio, por la época en que el patrullaje era mayor y las desapariciones (y los hallazgos de cuerpos), más frecuentes. Ahora han disminuido, aunque sin desaparecer del todo. Como sucede con esas parejas que aún se meten mano de vez en cuando si él bebió o ella está aburrida. Eso leí en otro artículo, en una sección que en vez de cuerpos muertos luce los muy vivos de algunas mujeres hermosas. Lo que no soporto son los crucigramas. De todos modos no podría resolverlos, porque mi padre se precipita sobre cada periódico que llega a la casa. Los agota en minutos, sin tachones ni dudas. Como si los hubiera planeado, como si fuera capaz de que sus palabras cupieran en los cuadritos sin que importara su correspondencia con la verdad. Nunca me he detenido a revisárselos.
No suelo pasear, sino que camino veloz y sin distracciones. No volteo si alguno de los policías, arriba de sus camionetas, llama. Algunas mujeres de la fábrica se hacen sus amigas y novias (es decir, se meten con ellos a los callejones y se deslizan sus miembros a la boca) en busca de escolta y protección, pero no tengo intenciones de revolcarme con uno ni necesito que me sigan hasta mi puerta. A mi padre no le gustaría verme llegar con un policía.
Los periódicos se quejan de todo pero, como pasa con la gente habladora, llegan a referir cosas útiles. Por ejemplo, tengo acá un artículo en donde informan que la fábrica es un negocio tan malo que resulta inexplicable que su dueño lo mantenga funcionando. No ha generado beneficios en ocho años y reporta pérdidas en todos los estados financieros. Incluso los recaudadores de impuestos se han vuelto laxos en sus revisiones, porque el dueño es amigo de un diputado y en el gobierno saben que esto no da dinero. Lo dejan en paz.
Otro problema de este barrio “en situación extrema”, leo, es que han muerto cinco policías en el año. El periódico, repitiendo los dichos del Ayuntamiento, propone que los agentes son abatidos por los mismos que secuestran y desechan los cuerpos de las compañeras. Pero cómo confiar en un diario que, luego de asestar esa información, secunda sin parpadear las imaginaciones del redactor encargado de los horóscopos. El mío, hoy, dice: Te encontrarás inusualmente sintonizada con tu pareja, aprovecha para decirle eso que te incomoda.
Mi pareja, que no existe, tendría que ser paciente: trabajo de lunes a sábado y en la casa no termina la labor. Y a mi padre le disgustaría verme llegar de la mano con alguien. Sobre todo, me parece, si fuera un policía y tuviera que meterme con él a los callejones y chuparlo.
Ahora me doy cuenta que terminé diciéndole esto a nadie y en verdad me incomoda. Otro triunfo para el horóscopo.
II
Salgo, de noche, con otras cincuenta. Somos relevadas por cincuenta más, idénticas. A pocas les conocemos la cara, porque debemos utilizar redes para el cabello y mascarillas de seguridad y no resulta cómodo quitarlas y ponerlas en su sitio cada vez, así que acostumbramos dejarlas allí, tapiándonos la vista.
Hace tres días que el mismo agente, de pie en la esquina más alejada de la puerta, justo donde comienza el camino de regreso, me da las buenas noches. Es un tipo feo incluso entre los de su especie, pero procura mostrarse amable. Le sonrío sin responder; sé que por esa ventana mínima que abro, vuelve.
Sus compañeros, las piernas colgando en la caja de una camioneta, se ríen. “No se te hace ni con la gata más pinche”, le dijeron el segundo día. No pienses, policía, que lo de la gata me ofende. La camioneta acompaña mi regreso pero se detiene ante la última esquina. El agente feo, de pie en la caja, me identifica como la hija del borracho del enrejado. Vuelven a burlarse. Debe haber pasado humillaciones peores: es realmente feo.
Una muchacha nueva, apenas mayor que las otras, llega a la fábrica. Dice conocerme. Vive en una de las apretadas casas al otro lado de mi calle: ha visto a mi padre beber en su banquito desde que era pequeña. Lee los periódicos tanto como yo, aunque evita las noticias sobre el barrio y se concentra en las que ofrecen explicaciones para los problemas de cama de hombres, mujeres y gatas. No puedo creer que esos hijos de puta me dijeran gata en la cara, sin parpadear.
Caminamos juntas de regreso, inevitablemente, como si la hubieran colocado en mi horario para obligarme a intimar. El policía feo parece interesarse por la vecina cuando la descubre a mi lado. Se sonríen. La animo, en las jornadas de ensamblaje, a sostenerle la mirada y acercarse. Me esperanza la idea de que se gusten.
Éxito: consigo librarme de mi compañera de ruta apenas se decide a conversar con el feo. Ella es linda, curiosamente linda, y ahora los compañeros del agente le gruñen, resentidos, en vez de burlarse. Yo no tengo ojos para ellos, sólo para las calles que recorro cada día y noche. No me preocupan. Nunca me colaré a un callejón para lamer, agradecida, a un protector.
Dice el horóscopo que debo cuidarme de murmuraciones. Y agrega, el diario, otro aviso: en vista de que el número de crímenes en el área ha disminuido hasta cincuentainueve punto dos por ciento, se reducirá en la misma proporción el patrullaje policial. Que me expliquen cómo le descontarán el decimal, amigos. Si pudiera calcularlo, me digo, quizá habría conseguido la beca. Y ahora escribiría los horóscopos en el diario.
Mi vecina aprovecha nuestra cercanía en la línea de ensamblado para narrarme sus manoseos y lameteos con el policía. Su fealdad parece entusiasmarla. La hace sentir deslumbrante. Incluso el periódico ha bendecido sus apetitos, porque en la sección con las fotografías de bellas desnudas recomiendan a las lectoras buscarse novios horrendos pero apasionados.
Lo siguiente no debió ocurrir. Ella pudo quedarse con su hombre y permitirme caminar sola, pero en vez de ello se citó con él más tarde, en su casa, para presentarlo ante su familia, y me escoltó por las calles. Todo era perfecto, serían felices, él iba a pedir su cambio a un centro comercial y se alejaría de los peligros. Así que no le gusta el barrio, dije. A nadie, vecina, a nadie. Pues a la gata le gusta, pienso.
Pero la camioneta sale detrás de una esquina plena de luz y se detiene allí, al final de la calle. Negra, sin placa ni insignias, los vidrios levantados. Nos detenemos y sus faros nos esperan.
Ella debe imaginarse rota, en una zanja, alejada para siempre de su amante feo, su overol de trabajo y hasta de mí. A nadie le gusta pensar eso. Me toma de un brazo, tiembla. Yo no padecería este miedo si estuviera sola. No volveré a caminar con esta pendeja, me digo. De la parálisis nos salva la luz de una torreta. Por la calle avanza una patrulla. La camioneta, lenta como nube, se marcha.
Evito responderle al día siguiente, en la fábrica, cuando vuelve al tema. Le recomiendo que recurra a su novio y me deje volver sola, como sé, como me gusta. Se resiste. Dice, no sé con qué base, que juntas corremos menos peligro. Tengo que echarla de aquí. Tu puto novio me dijo gata y quiso que se la mamara. Chingas a tu madre tú y él igual. Ni me hables, pendeja. Todo eso y la espanto lo suficiente como para alejarla. Al fin.
Unos días después, veo a la distancia que le entregan una canasta de globos. Hay abrazos y algún aplauso. Se muda con el feo, se va de la fábrica. El alivio hace que las rodillas me tiemblen y mis muslos suden, como si la tibia orina de la niñez escurriera por ellos.
El periódico, ladino, calcula que el número de policías en el barrio podría haber bajado no por la disminución de crímenes, sino al revés: los crímenes habrían bajado en la medida que lo hacía el número de policías. Me doy cuenta de que, asombrosamente, mi padre no concluyó el crucigrama esta vez. La receta del día: ensalada de pollo con salsa dulce. Luce deliciosa.
La camioneta viene, lenta, hacia mí. En el mejor lugar posible para un asalto, a mitad del camino entre la fábrica y la casa, en un cruce de calles en donde nadie vive y subsisten pocos negocios, cerrados todos a esta hora. Me rebasa pero se detiene, aguardándome. Como no avanzo (para qué precipitarse), bajan dos hombres. Visten ropas de calle. Son el feo y un compañero, uno que quizá se reía más que los otros de esta pinche gata. Sus expresiones perfectamente serias. Nada de diversión, aquí.
El rodillazo me dobla y la patada me derriba. No puedo oponerme, nada en los bolsillos de mi overol o mi pequeña mochila puede ser utilizado como defensa. Me jalan a la camioneta y debo pesarles en exceso, porque no es un movimiento limpio sino uno lastimoso y torpe el que hacemos en conjunto. Logro sujetarme de un poste para retenerlos. Es obvio que no saben hacer esto.
Pero, claro, el experto está aquí. No lo ven, no lo esperan, pero el crujido que escucho mientras tironean mis pies y me patean las costillas son sus botas y arma. Cierro los ojos porque me duele, porque no disfruto esto ni me divierte cuando sucede.
Los tiros no son estruendo; apenas ecos acallados por la carne.
Sudo. Me arde el estómago, mi boca se abre y jala aire, todo el aire. Me arrastro al poste y, contra él, consigo incorporarme. Náuseas. Me hicieron daño.
El feo tiene el pecho destrozado y un agujero como una mano entre las ingles. Su compañero luce un boquete negro en el ojo derecho y las entrañas se le escapan del vientre.
Tengo las fuerzas necesarias para escupirles a ambos, devolverles las patadas. El dolor en las costillas me perseguirá un mes. Escucho un jadeo. El feo vive aún, trata de escurrirse.
Mira a la pinche gata, le digo, mírala.
Vuelven a dispararle.
Cierro los ojos.
Una mano me toma del hombro, me obliga a volverme.
Vámonos, pues, a la verga, dice.
Sí, papá.
Me contempla con aspereza.
Volverán las patrullas.
Lo sigo por calles vacías.
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