13 de Octubre 2014
Seguro ustedes creen que los hijos abandonan el nido en busca de su independencia y para aprender a volar. Lamento decepcionarlos, pero la verdad dista mucho de esa historia romántica que les han contado sus padres.
Los cinco hijos de mi madre salimos de la casa familiar a los 18 años respectivamente y no hemos vuelto. Mi mamá se empeñó en que estudiáramos en la Ciudad de México, a 800 kilómetros de distancia del terruño, porque estaba convencida de que era nuestra mejor oportunidad de futuro. Nunca dudé que tuviera razón, pero hoy me cuestiono sus verdaderos motivos.
Veamos. Ella jura que cuando el último de mis hermanos se fue con sus maletas del solar, se la pasaba llora que llora por los rincones, como la Zarzamora. Que el silencio era atroz y que llegó a anhelar aunque fuera un pleito adolescente con tal de escucharnos. Me late que más bien extrañaba a su hijito el consen, pero a estas alturas no me voy a poner en plan nene. Lo cierto es que conforme crecen mis hijas y se adentran en las temidas –por mí– profundidades de la adolescencia, empiezo a creer que su plan era otro: mi madre se liberó, a los 43 años y con una elegancia y corrección política impecable, de las hormonas de su progenie.
Olé. Me quito el sombrero.
Sé que nunca lo reconocerá, pero ya entendí todo. Porque a ver, ¿ahora resulta que el nivel de sacrificio que llegó a hacer –entiéndase las horas extras y el trabajo agotador– fue para que tuviéramos una carrera profesional? Nel. Hoy tengo la convicción de que todo lo hizo por su paz mental: los hijos tienen que irse para dar una tregua a los padres. La independencia, la adultez y el libre albedrío, qué. Igualito que las vacaciones de los ciclos escolares: son para los maestros, no para los alumnos.
¿Por qué creen que en los países desarrollados los hijos se van de sus casas cuando entran a la universidad? ¿Para que aprendan a volar solos? Bueno sí, pero ésa no es la razón principal. El objetivo central es que los padres –y sobre todo las madres– recuperemos nuestra vida. Que no los engañe la mala prensa del síndrome del nido vacío, hijos de madres latinoamericanas, que ya estoy descubriendo que ésos son bonos para, una vez idos, negociar regresos eventuales que nos permitan saber que están sanos y salvos y no sólo que necesitan dinero o nana para los nietos #PosÉstos.
Las cosas como son: ante los debates existenciales que avizoro de aquí a que mis hijas terminen la universidad, porque la adolescencia ahora acaba a los 25 y no a los 18 #HemosCreadoUnosMonstruos, y la amenaza de la peque de que nunca se va a ir de la casa porque #Yolo y pues qué flojera, el marido y yo hemos decidido que nuestro hogar no formará parte de la estadística que reporta la Encuesta Nacional de Juventud 2010 #AySíAjá. De acuerdo con los datos oficiales, el 39.8 por ciento de los jóvenes de 20 a 29 años aún vive con sus padres, mientras que el 22.2 por ciento lo hace con alguno de los dos (o sea, 62 por ciento en total) cifras parecidas a la de España, donde el 37.8 por ciento de los jóvenes de 25 a 35 años, y el 65 por ciento de los que tienen entre 18 y 35, siguen viviendo en la casa familiar.
Así que no lo tomen a mal, hijazos de nuestra vidaza, que es por (nuestro) su bien. Porque aún cuando la psicóloga infantil Laveme Antrobus, de la Clínica Tavistock de Londres, asegura que se puede llegar a un buen arreglo con nuestros adultescentes para que contribuyan al bienestar familiar y todos saquemos ventaja de la convivencia entre generaciones, la neta yo prefiero que las hijas preparen sus chilaquiles, acomoden sus flores y lleguen a la casa suya de ellas cómo y a las horas que más gusten. Ya en su caso veremos lo que proceda con la tercera generación, ahora de @malasnietas -y si es que se da-, pero desde ya anticipo que con gusto atiendo descendencia siempre que sea en mi casa, en horario laboral y con la nana respectiva, porque vieran que soy rebuena para coordinar. Y ya no diré más, no sea que mis planes se vayan a salar.
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