26 de Noviembre 2014
“La mayor sorpresa que me topé en los talleres que he impartido fue conocer al mejor escritor de México”, nos dijo una tarde Daniel Sada. Sus labios delgados, pálidos y rosa tenue se cerraron por un momento. Sabía crear tensión. “Incluso creo que él sería la mayor influencia en mi forma de escribir”, remató con esa mirada perdida que a veces se le daba, dándonos a entender que había mentido en las entrevistas en las que mencionaba a Guimarães Rosa, a Rulfo, a Faulkner…
Le preguntamos quién era, pero él, sabiendo cómo mantenernos en ascuas soltó un triste: “No se conoce, está inédito”.
En aquel tiempo llevábamos ya un par de años acudiendo a su casa a un taller de novela. Éramos seis o siete jóvenes a quienes seguro Daniel quería o en quienes se reflejaba. De no haber sido así, ¿por qué mantuvo el taller después de que lo cancelaron en Casa del Lago tras la llegada de Sealtiel Alatriste a Difusión Cultural de la UNAM, por qué nunca nos cobró un peso, por qué siempre nos invitaba un café o a cenar y por qué nos dedicaba tiempo, tallereando nuestros incipientes textos?
Aquella tarde, como si narrara un cuento y supiera que ya había atrapado a su lector escupió un nombre ante nuestra insistencia: Juan Crisóstomo Álvarez.
Entonces continuó la historia: Daniel daba un taller en Monclova (si no mal recuerdo), él apenas iniciaba su carrera y estaba receptivo a todo. Entonces, una tarde, un hombre con aliento alcohólico se presentó al taller. Era un viejo, más bien un cincuentón, con ropas humildes, bajito, moreno. Al parecer no lo dejaban entrar, hasta que Daniel intercedió por él.
“¿A qué vienes?”, dijo que le preguntó, con esa forma de hablar directa tan norteña. “Vengo al taller para escribir, soy escritor”. Tras esa declaración, aquel hombre, barrendero de una primaria lejana y alcohólico, se quedó a esa sesión. Al final, intrigado por su conducta, Daniel lo interrogó: ¿Por qué dices que eres escritor, por qué quieres ser escritor? “Porque tengo tres libros escritos”, le habría respondido.
Unas semanas después le llevó a Daniel sus libros: dos de cuento y una novela. Sada quedó impresionado, tanto así que comenzó una amistad extraña, donde ambos convivían pero sin meterse el uno en la vida del otro. Aquel hombre, sin duda, era el mejor escritor de México, pensó el joven Daniel Sada.
“El güero aguamielero” se llamaba uno de los cuentos, mismo que Daniel se encargó de que se publicara en la revista Frontera Norte, que más tarde se convertiría en Fronteras. Aprovechando el éxito del mencionado cuento entre los críticos, Daniel consiguió que invitaran a Juan Crisóstomo Álvarez a un encuentro de escritores en Tijuana (creo). Bernardo Ruiz y otros cuantos escritores vieron también la grandeza de aquel barrendero escolar y solicitaron a Conaculta (o como se llamara entonces el organismo federal que daba becas) que le pagaran a Crisóstomo su residencia en el Distrito Federal, que le dieran una beca para escribir. Sin embargo, al parecer no lo solicitaron con el empeño suficiente o simplemente las autoridades no quisieron arriesgarse.
Daniel entonces le dijo a Juan Crisóstomo que debían publicarlo, pero él, tímido, dijo que le daba pena. ¿Cómo un barrendero, quien en su vida sólo había leído un libro de Lovecraft y El Llano en llamas, que “tallereaba” sus escritos con un compadre mecánico teporocho, quien se escondía de su mujer por las noches para teclear en su máquina de escribir mecánica (ella odiaba que escribiera) iba a publicar sus “cosas”?
A pesar de sus negativas, el diario local lo entrevistó y salió en primera plana. De esa manera, Juan Crisóstomo (sin desearlo) tuvo sus diez minutos de fama, hasta que el director de la escuela donde trabajaba vio el periódico. No era posible que él, un hombre recto, de buena familia, jamás hubiera ameritado la atención de los periodistas, en cambio Juan Crisóstomo Álvarez…
El director amenazó a Crisóstomo, le pidió alejarse de la literatura, respaldado por la esposa de Juan, y lo amenazó con despedirle si insistía en escribir. El barrendero, temeroso de perder el sustento de su familia, le hizo caso y dejó de acudir al taller literario.
Primero llegó la ausencia de Juan Crisóstomo Álvarez, luego su esposa se negó a que lo vieran, más tarde la casa del barrendero quedó abandonada y después no hubo nadie que le diera señas a Daniel sobre el paradero de Juan Crisóstomo Álvarez, ni de sus tres libros que, por error, Sada le había regresado…
“Lo único que pude hacer”, dijo Daniel frente a nosotros, “fue dedicarle un cuento, está en ‘Registro de causantes’”…
Y por qué nunca has escrito esa historia, lo interrogamos. “Crisóstomo me contó muchas, demasiadas historias, pero eran suyas no mías, por lo demás, creo que lo estimo mucho y por eso nunca he podido contar cómo se frustró el sueño del que pudo haber sido el mejor escritor mexicano. No sé si sería capaz”.
Aquella tarde recordé a los detectives salvajes en busca de Cesárea Tinajero, y me convertí en uno de ellos por un tiempo: busqué en bibliotecas, registré catálogos, pregunté a personas, más nadie me dio razón de Juan Crisóstomo Álvarez. Unos meses después perdí el ánimo por encontrar al autor de “El güero aguamielero”.
Hoy aún recuerdo esa plática de Daniel y extraño su forma de hablar, de contar las cosas, midiendo las sílabas tal como hacía en sus libros. Pienso en qué pasaría si alguien encontrara a Juan Crisóstomo Álvarez y esos tres libros que dejaron fascinado a Sada. Hace algunos días, tras la publicación de Pedro Páramo en 1954, Heriberto Yépez dijo que la edición de esas versiones facsimilares y el mecanuscrito ayudaba a percibir a Rulfo como el único autor de su novela y, por lógica, a eliminar la idea de un co-autor. “Fantaseando ese otro, la clase literaria pudo ‘cumplir’ su fantasía, porque la imagen de ese supuesto otro (tipo Chumacero, Alatorre, Arreola) aplicando una medida correctiva a Rulfo ofrece una fórmula que se parece un poco más al Escritor Tradicional-Moderno fantaseado […] Rulfo no cumplía el perfil que la clase literaria había fantaseado para su máximo realizador”, apuntó Yépez.
¿Juan Crisóstomo Álvarez cumpliría con esa idea de “Escritor Tradicional-Moderno fantaseado”? ¿Daniel Sada sí? ¿Cuántos de nuestros escritores cumplen con esa caricatura que se hace del oficio de escritor: un ser que fuma compulsivamente, que usa lentes y que se la pasa escribiendo (a mano, en máquina de escribir o en computadora)?
¿Qué es ser un escritor mexicano hoy? ¿Alguien lo sabe? Pienso en Daniel Sada, en su generosidad, en su trabajo diario, en su forma de escuchar a los demás y en su risa tan franca que a veces nos compartía. Lo recuerdo y más que pensar en un escritor visualizo a un excelente ser humano, a ese que por algunos años fue el padre literario de esos seis o siete muchachos que llegábamos a su casa y no nos cansábamos de escuchar el poema “Imitación de Matsuo Basho” con que Daniel nos hacía entender la cadencia de las frases largas y las frases cortas; recuerdo cómo a algunos nos recomendaba leer La lechuza ciega mientras que a otros les sugería Cumbres de espanto; casi puedo oírlo decirle a Jorge Posadas que nunca se colgara de la lámpara y a mí que debía ser paciente (esas frases de sabio que sólo el tiempo nos ha aclarado). Lo recuerdo y entonces, como pasa con esos seres que falsamente creemos inmortales, siento ese vacío que nos dejó su muerte. Imagino que de ser uno de sus personajes en este punto Daniel escribiría: “Y he aquí la eficacia: el llanto maternal y el sentimentalismo verborreico. Fácil proclividad que doblega al más fiero”…
Qué rápido y qué lento han pasado estos tres años desde que Daniel ya no está…
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