La novela del Metrobús
En 1882, Manuel Gutiérrez Nájera abordó un tranvía de mulitas y advirtió que la ciudad de México no comenzaba en el Zócalo ni terminaba en Reforma. “Yo doy a ustedes mi palabra de que la ciudad es mucho mayor –escribió–. Es una tortuga que extiende hacia los cuatro puntos cardinales sus patas dislocadas”. En aquel producto de la civilización al que los porfirianos pomposamente llamaron ómnibus, Gutiérrez Nájera atravesó “regiones vírgenes y mundos desconocidos”: rumbos extravagantes que movían a la zozobra y, a causa del olor, ahuyentaban el hambre. Don Manuel era, desde luego, un escritor aristócrata que había creído que Occidente empezaba en las puertas de La Sorpresa y acababa, cinco cuadras más tarde, en la esquina del Jockey Club.
Recorro ahora en el Metrobús la que acaso resulta la calle más larga del planeta. A diferencia de la urbe najeriana, la ciudad de nuestro tiempo comienza en Indios Verdes y termina, hora y media después, en la estación llamada Monumento al Caminero. Hora y media en la que la ciudad desfila, cambiando de tonos, de clima, de altura, de colores.
Yo doy a ustedes mi palabra de que las autoridades no supieron lo que hacían cuando ungieron al Metrobús como el único medio de transporte colectivo que iba a haber en Insurgentes. Abordarlo en las horas críticas demanda tumultos, empujones, rasguños, malas caras, palabrotas y pellizcos. Los siete segundos que tardan las puertas en cerrarse no bastan para que la multitud aborde o descienda. Me llevan en andas hasta un extremo del vagón, y dos estaciones más tarde me descubro flotando en el extremo opuesto: ¿cómo hice para avanzar sin poner un pie en la tierra donde habrán de sepultarnos? Quisiera bajarme en La Raza a reflexionar.
Afuera hay mercados sobre ruedas, puestos de fritangas, árboles marchitos, parques secos y moteles de paso. En el norte salvaje, el monumento que da nombre a la estación es el único arte que la ciudad se permite: una pirámide azteca que solicita olvidar la palabra mestizaje.
Me parece que de niño tenía facilidad para ganar volados. Decido quedarme en el vagón y poco después se desocupa un asiento.
En Manuel González aparece la modernidad vuelta cascajo: las ruinas de la Unidad Tlatelolco. El Metrobús se zangolotea frente al fantasma de Banobras, y recorre otro sueño sepultado: el puente de Nonoalco.
El sol pega de mi lado. Un hombre juzga sospechoso que esté tomando notas. Los pasajeros viajan pensativos, somnolientos.
Hay policías auxiliares, chavos con mochila al hombro, trajeados con portafolio, y encorbatados sin éste. Abundan mujeres de oficio indefinible y adultos mayores rayando el rigor mortis. Casi nadie habla, no se conversa. Viajar en Metrobús es una forma de hundir los ojos en horizontes lejanos.
Uno sabe que se aproxima al centro cuando el “tono ecológico” de Insurgentes norte se torna un conjunto de edificios viejos. Construcciones sucias, vacías, tocadas por el graffiti, resentidas desde el terremoto. Una pantalla que educa a los pasajeros pregunta si sabemos cuántos huesos tiene el cuerpo humano. Afuera, la Zona Rosa es un desastre; la colonia Roma, un mundo que empieza a respirar entre oficinas y tiendas de electrodomésticos. Insurgentes cambia después del Viaducto: bancos, bares, restaurantes, torres, centros comerciales, concesionarias de autos, edificios de cristal. Dinero, dinero, dinero y arquitecturas antiguas rescatadas para el comercio. Lo super in, sin embargo, comienza al pasar Churubusco: Gutiérrez Nájera se habría sentido feliz en esta sucesión de emporios en que transitan autos, mujeres y restaurantes de lujo.
Resulta que el país ha progresado desde que abordé en Indios Verdes.
Ciudad Universitaria fue alguna vez el fin de la urbe. Tal vez por eso, desde Villa Olímpica, las cosas adquieren estética de hacienda, de pueblo, de rancho. A partir de hoy pondré en mi currículum: he viajado 60 estaciones. Compito, cuando menos, con Humboldt.
EDITORIAL ANTERIORLas esculturas más feas de la ciudad
No hay comentarios:
Publicar un comentario