21 de Abril 2014
Uno no debería poder tomar leche. Nuestros ancestros no podían hacerlo. Fue sólo hace 9 mil años que los humanos adquirimos la habilidad de hacerlo sin enfermarnos.
Los niños podían tomarla. Pero no fue hasta que el hombre se dedicó a la producción de lácteos, que los adultos adquirieron la capacidad de digerir bien la leche.
Resulta ser que las sociedades con una historia de producción y consumo de lácteos tienen una tasa mucho más alta de tolerancia a la lactosa -y de su gen asociado- que aquellas que no.
El consumo de leche es sólo uno de los ejemplos en que las tradiciones y las prácticas culturales pueden influir en el rumbo de la evolución del hombre.
Tradicionalmente se pensaba que la cultura y la genética eran dos procesos separados, pero cada vez más los investigadores se han dado cuenta que están íntimamente relacionadas, y que cada una influye en la progresión natural de la otra.
A esto los científicos le llaman “coevolución genético-cultural”. Pero, ¿por qué es importante?
Si logramos determinar cómo la cultura afecta nuestra composición genética -y cómo estos procesos se aplican a otras criaturas- entonces podremos entender mejor cómo la forma en que hoy actuamos como sociedad influye nuestro futuro.
Otro ejemplo de cómo la cultura ha jugado un papel en la evolución genética es la relación que hay entre el cultivo de ñame y la resistencia a la malaria.
La lucha contra la malaria se libra en buena parte de África. Según en Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos (CDC por sus siglas en inglés), en 2010 se registraron unos 219 millones de casos de malaria en todo el mundo, 660 mil de esos afectados murieron. Más del 90% de los muertos vivía en África.
Sin embargo, algunas personas parecen tener una defensa natural contra esta enfermedad. Sus glóbulos rojos tienen forma de medialuna o de hoz, en lugar de discos aplanados. Esta anomalía produce anemia falciforme que puede tapar los vasos sanguíneos, lo que produce dolor y daños en los órganos.
¿Malaria o anemia?
En circunstancias normales, la evolución mantiene el índice de esta enfermedad en valores mínimos porque además de ser muy dañina puede reducir la expectativa de vida.
No obstante, debido a una peculiaridad biológica, el gen de la anemia falciforme puede proteger contra la malaria. Por lo tanto, en aquellas partes del mundo donde la tasa de infección de malaria es extremadamente alta, como en África, la selección natural puede favorecer a la anemia.
En el juego de la vida es preferible la protección contra la malaria, incluso con el riesgo potencial de sufrir esta afección.
Y aquí es donde está el dato interesante: aquellas comunidades que cultivan ñame tienen tasas más altas del gen de la anemia que otras cercanas donde tienen otro tipo de producción agrícola.
Para poder cultivar ñames hay que talar árboles. “La tala aumentó la cantidad de agua de lluvia estancada, lo cual proporcionó un mejor campo de cultivo a los mosquitos portadores de la malaria”, escribe enNature Reviews Genetics el biólogo Kevin Laland de la University of St. Andrews. Más mosquitos implican más malaria, lo cual hizo que las células de la anemia se adaptaran.
Si bien es la anemia falciforme la que protege contra la malaria, fue un comportamiento exclusivamente humano -el cultivo de ñame- el que le permitió que la evolución actuara.
No todos los ejemplos de coevolución genético-cultural son beneficiosos.
Los polinesios, por ejemplo, tienen una preponderancia de diabetes tipo 2. Es una de las más elevadas a nivel mundial.
Un grupo de investigadores descubrió que los polinesios tienen una alta tasa de una mutación de un gen llamado PPARGC1A y que este podría ser el responsable, al menos en parte, de los altos índices de diabetes tipo 2.
¿Por qué están tan afectados por esta enfermedad? Especialistas sugieren que puede estar relacionado con la costumbre de exploradores de sus ancestros.
“Metabolismo ahorrativo”
A medida que los polinesios se asentaban en las islas del Pacífico, debían soportar largos viajes por mar abierto y resistir el frío y el hambre. Dichas condiciones podrían haber favorecido un “metabolismo ahorrativo” que les permitiera crear con la comida disponible más rápido depósitos de grasa.
La selección natural pudo haber incrementado la frecuencia de las mutaciones genéticas asociadas. Pero el metabolismo que pudo haber ayudado a esos exploradores, podría ser hoy en día una de las causas de obesidad y diabetes tipo 2 en los individuos de la sociedad actual que cuentan con constantes fuentes de nutrición.
Entonces los polinesios de hoy pueden haber heredado una susceptibilidad a la diabetes tipo 2. No por vivir un estilo de vida sedentario, sino porque sus ancestros decidieron subirse a unas canoas y salir a explorar el planeta.
Si bien estos ejemplos son los que mejor explican la coevolución genético-cultural, expertos han identificado otros.
La domesticación de las plantas puede haber dado un empujón a los genes que nos permiten neutralizar ciertos compuestos químicos dañinos que están presentes en las plantas que comemos.
La invención de la cocina pudo haber alterado la evolución de nuestras mandíbulas y esmalte dental. Mientras que la aparición del lenguaje y cognición social compleja pudo haber hecho que la selección natural acelerara el desarrollo del cerebro humano y sistemas nerviosos.
La influencia cultural en nuestra evolución avanza con rapidez. Sin embargo, actualmente es imposible predecir cómo será.
¿Qué tipo de adaptaciones genéticas veremos como resultado de nuestra cultura tecnológica? ¿Cómo afectarán las interfaces humano-máquina, como las prótesis robóticas o los implantes neurales, a nuestra genética? ¿Obtendrán las culturas propensas a los deportes violentos adaptaciones contra los traumatismos de cráneo?
No tiene sentido seguir pensando que la genética y la cultura son dos grandes monolitos separados que no interactúan entre sí.
El problema reside en identificar en cómo uno influencia al otro. “Este es el gran reto del campo de la coevolución genético-cultural y es un reto formidable”, escribe Laland.
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