jueves, 12 de agosto de 2010

ARMANDO GONZÁLEZ TORRES, su columna Escolios. En LABERINTO 374 para el próximo 14 de agosto

¿Quién mató a Rodó?
Escolios
Armando González Torres


José Enrique Rodo

¿Quién mató a Rodó y a muchos de sus colegas, ensayistas decimonónicos? ¿Por qué extraño fenómeno la prosa urgente y persuasiva de estos pro-hombres de la inteligencia americana, que tanta influencia ejerció en su época, se ha vuelto motivo de indiferencia y de bostezos? Hace poco les entregué a mis alumnos de un curso de ensayo una lista de ensayistas de las más distintas épocas y nacionalidades para que escogieran uno de ellos y prepararan una exposición. Aunque la lista incluía a los ensayistas hispanoamericanos más relevantes del siglo XIX, ninguno fue elegido por los alumnos. En aras de no tener que exponer yo sólo esa etapa del ensayismo hispanoamericano, intenté influir en la decisión de los alumnos e improvisé lo que yo consideraba un convincente discurso sobre la importancia de los temas, las buenas intenciones y el valor histórico de estos ensayistas. Con aquéllos que notaba más dubitativos, admito que de plano me entrometí y les expuse bajezas como “¿Para qué expones a ese tal De Quincey, era bien vicioso, o Connolly, un vago apegado a la frivolidad? ¿Qué te parece un patriota americano como Rodó o qué tal el imponente espíritu de Larra?” Fue en vano: con un gesto que oscilaba entre la repugnancia y la desconfianza ante cada uno de los nombres que mencionaba, mis alumnos me revelaron las arrugas de un canon. Por desgracia es verdad, la categoría “ensayo hispanoamericano del siglo XIX” evoca una ruda oratoria castiza, una mezcla nociva de angustia política y existencial, demagogia expresada con tufillo modernista y orgullo autocompensatorio de borrachos.

Lo cierto es que, en vísperas de las celebraciones bicentenarias, los temas y tonos que ocuparon a los ensayistas del XIX: la identidad, la autonomía cultural, el papel del mestizaje, la unidad de las américas parecen poco atractivos para las nuevas generaciones de lectores. Por supuesto, la acendrada vejez de estos ensayistas y su pensamiento edificante proviene, en gran parte, de su contaminación política. Porque, en la modalidad alguna vez dominante del ensayo cívico hispanoamericano, sobra fibra moral, pero faltan ligereza, humor, imaginación, improvisación, libertad y todos esos rasgos literarios que caracterizan el gran ensayo, aquel que no se limita a su utilidad práctica. Puede dictaminarse entonces que la muerte intelectual y literaria de muchos de estos ensayistas tiene que ver con su débil constitución que no soportó el paso de los años. Más allá de estas causas naturales, hay factores de negligencia que inciden en su temprana caducidad y, sin duda, a los estudiosos (críticos literarios, historiadores de las ideas) les ha faltado disposición y poder de persuasión para justipreciar y actualizar el conmovedor sentido de responsabilidad intelectual y el loable intento de ampliar la perspectiva de la cultura de estos ensayistas o para distinguir, en el páramo de retórica, las numerosas y estimulantes floraciones que aún subsisten.

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