Héctor de Mauleón
La semana pasada, Felipe Calderón anunció que 12 mil 234 trámites serán eliminados de la administración pública: “Está prohibido hacer más normas, más oficios y más circulares… vamos por el camino correcto para hacer del gobierno un aliado y no un estorbo”. Hace treinta y tantos años, la noticia habría dejado sin tema para sus libros a Marco Aurelio Almazán, el mejor cronista satírico de la burocracia nacional. En beneficio del humorismo mexicano, el presidente admitió, sin embargo, que ahora solamente han quedado en pie 22 mil 213 trámites.
En libros que en tiempos del énfasis, la guayabera y la exuberancia retórica eran leídos por millares, Marco Aurelio Almazán decía que las tapias de los cementerios eran una insensatez: los que estaban adentro no podían salir, y los que estaban afuera no querían entrar. “Siguiendo esa lógica —escribió en Sufragio en efectivo. No devolución—, podríamos llegar a la conclusión de que las oficinas de gobierno tampoco tienen razón de ser, ya que al público le revienta tener que ir a ellas y a los burócratas también”. Si los virreyes españoles fueron expertos en la implantación de trámites inútiles, en las inefables décadas de Méndez Docurro, Merino Rábago, Martínez Manatou y Olivares Santana, los políticos priistas hicieron del papeleo una maquinaria que sólo era posible echar a andar con el combustible de la recomendación o, de preferencia, con el lubricante de la “mordida”.
Recuerdo a mis padres completamente inmersos en el mundo del original y las noventa y nueve copias: los veo sufriendo vómitos y mareos cada que recibían alguna comunicación oficial relativa a nuevos reglamentos, licencias y pago de impuestos. Mi padre se negaba a pasar siquiera frente a cualquier oficina de gobierno. Las palabras juzgado, derechohabiente y oficialía de partes imponían en sus mejillas una coloración de tonalidades verdes. Acercarse a una ventanilla, o a “la sección correspondiente”, significaba colas, dificultades, malos modos, vuelva usted mañana, fíjese que se perdió el expediente, y dice el licenciado que tiene que traer las actas de nacimiento de sus cuatro abuelos. Cruzar las puertas de una oficina pública significaba que la economía familiar estaba a punto de sufrir un tremendo quebranto.
Los burócratas emanados de los gobiernos revolucionarios, decía Almazán, desplegaban una energía extraordinaria para llegar a serlo: estaban dispuestos a lamer el piso con tal de conseguir un “hueso”. En cuanto se les instalaba en el cargo, sin embargo, el menor esfuerzo físico los agotaba, e incluso el semblante se les ponía agrio. Hoy sabemos que tenían en su poder 34 mil 457 normas, decretos, reglamentos y oficios, la mitad de los cuales no tenía otro fin que aceitar el engranaje de la administración.
En alguno de esos libros que en los años setenta se vendían como pan caliente, Almazán recomendaba a quienes asistían a tramitar cuestiones, ir provistos con ropa de invierno y de verano. “Nunca sabe uno cuánto puede durar la espera. Multitudes de solicitantes han muerto en los frígidos pasillos de una Secretaría, víctimas de pulmonías fulminantes, al echárseles el invierno encima, mientras ellos seguían con su ligera vestimenta del verano pasado. Y a la inversa, otros han fallecido por sofocación en agosto, enfundados en el grueso traje de lana con que llegaron en enero”.
Hoy Calderón anuncia que la vida ha cambiado. Termina la dictadura de la burocracia. El gobierno se convierte en nuestro aliado. Qué buena noticia: la vida consta ahora únicamente de 22 mil 213 trámites.
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