Jacarandas en la Condesa
Federico Campbell
Como el suicida en su propia sangre
yace mi ciudad anegada en flores
de jacarandas.
—Tita Valencia, El trovar
clus de las jacarandas
Amanecieron las calles alfombradas de lila, los carros bañados de flores como en carnaval, unos árboles muy ralos ya, otros todavía cargados de suave púrpura para continuar el relevo –porque unos se desfloran primero y otros más tarde- y llegar hasta el fin de la semana mayor. Porque el o la jacaranda es un árbol de cuaresma. Dura lo que un suspiro, unos cuarenta días, y entre el domingo de Ramos y el de Resurección las últimas flores se asocian al morado de la pasión en la liturgia católica.
Después las jacarandas no quedan del todo desnudas, como en invierno, pero ya no tiñen los barrios de West Condesa ni triunfan bajo el sol del valle de Cuauhnáhuac como cuando uno se va adentrando entre el follaje predominantemente lila de Tepoztlán. De este lado de la colonia Condesa destaca el señorío, la sombra impresionista de Cézanne, y la fiesta vegetal de estas flores que luego untamos en las banquetas y que son mucho más bellas que las de East Condesa o Guadalajara o la colonia del Valle.
Es nuestro breve verano, de marzo a mayo, en la capital, mientras en Mexicali y Hermosillo el horno sube hasta los 46 grados y no apagan allí el aire acondicionado sino hasta octubre. No alcanzamos la canícula de agosto, pero se aletargan las tardes entre la carpintería de don Eduardo Mexicano, el puesto de periódicos de Epifanio Valencia (mejor conocido como el Pifas), la zapatería de Santiago Ramírez, la sastrería del maestro Muñoz, la peluquería High Life de don Miguel Cote, junto a la cantina de puertas adentro y el Café de la Selva, a unos pasos del Gloria de Ernesto Saidi y el café Chiandoni (que atienden los nietos del Chiandoni de la colonia Nápoles). Se extrañan otros oficios arrasados por los restaurantes: el vulcanizador, el electricista, el panadero. Perviven el maletero, el cerrajero, el relojero, el herrero, el plomero, el librero, el señor de la basura, el de la tintorería, pero tienen sus días contados.
Afortunadamente, por ahora, no hay en la Condesa ni Vips ni Sanborns.
Don Eduardo Mexicano (así se lee el apellido en el acta de nacimiento de su bisabuelo) tiene 93 años y es de Comonfort, Guanajuato. Llega todos los días en pesero, con su bordón inseparable, y recuerda cuando le construyó un comedor y unos libreros a doña Amalia y al general Lázaro Cárdenas en Palmira, Morelos. “Ustedes no se van”, les dijo el Presidente al carpintero y su ayudante. “Se quedan a comer.”
-No te dejes que te digan el Pifas. Que te digan don Epifanio –le digo—. Aquí la gente es muy igualada.
Ya tiene veinticinco años con su puesto en la esquina de Michoacán y Cuernavaca, y lo suele trabajar con su esposa Rosario y sus hijos Grisel, Yazmín y Édgar. Y es un ser de luz, dice Carmen Gaitán. El más amoroso y solidario de los vecinos. A todos mundo ayuda. Le da trabajo a un viejito. Lava carros. Da bola. Te presta para el café. Te consigue a una planchadora, un taxi de confianza, un cerrajero, un electricista, vende libros usados y revistas como The New Yorker y Magazine Litteraire en su librería La Banqueta. Es un empresario del servicio a los demás y —como pocos mexicanos— tiene palabra. Honor y conmiseración.
En fin, esta planta bignoniácea, jacaranda brasiliana o sagraena, de hermoso follaje y grandes hojas subdivididas en hojuelas muy pequeñas y flores azuladas y en racimos, son de vida efímera. Dejan de estar en este mundo como las muertas jóvenes. En la semana mayor se cubrían antes los santos con franela color jacaranda.
Pero sus pétalos no son basura. Truenan y manchan el piso cuando los pisas. Crujen. Son de olor fuerte y se le huele todo el día, se te sube al cráneo. Si llueve el olor brota del asfalto muy agradable, como las hueledenoche. Sus raíces horizontales se expanden hacia a la superficie, revientan el cemento y rompen las tuberías del gas. Tiran las hojas, color violeta, entre azul y lila, cerca del morado, que quiere decir esperanza entre los católicos. Sus hojas dan flores, semillas. Constantemente está cambiando como las víboras que cambian de piel, dice Federico Ramírez, el chef cocinero de la fonda Don José (en Atlixco y Montes de Oca), con experiencia en Grecia y otras cocinas del Mediterráneo.
Y son también como el mar color del vino, al que se refiere Homero en la Odisea: la coloración violeta que entre las islas de Escilla y Caribis, en el litoral siciliano, cobra el fondo del mar a ciertas horas del amanecer.
JACARANDA
ResponderEliminar“Me subí a una jacaranda, por mi madre soy . . . Aranda.”
Jacaranda, de mi vida,
de la copa consentida,
hojas verdes, terciopelo,
sedas que besan el cielo.
Arbol de corteza agreste,
personalidad silvestre,
brazos fieles, columpiados,
nudos, brotes desmayados.
Si te meces, . . . preferida,
por Tacubaya querida,
en Polanco, la Narvarte,
con sentimiento abrazarte.
Coyoacán, semillas sanas,
tortolitas en las ramas,
follaje que vibra, al viento,
fragante de terso aliento.
Que bonitas primaveras,
flores lilas, mañaneras,
moradas, de azul violeta,
málvas, de corola inquieta.
Tu fronda, sombra, mi manto,
ha llorado, suave, tanto,
rocio, intenso, pegajoso,
sabia de néctar lechoso.
Procedente de Brasil,
México tu tierno abril,
en parques, calles, leyenda,
alfombras muy bien la senda.
Autor: Lic. Gonzalo Ramos Aranda
México, D. F., a 01 de abril del 2016
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