Un Nobel novel
Por Vera Milarka
La actuación del Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, en la función del sábado 5 pasado en el Teatro de Bellas Artes, es puro cuento.
El maestro es un escritor con oficio y talento; su narrativa no está a discusión, aún en la adaptación de un libro memorable como Las mil y una noches donde reaviva trece cuentos de los menos conocidos, para mostrar el espíritu de la ficción sobre la realidad y evidenciar la transformación de un hombre bárbaro, a partir de los relatos de una condenada a muerte: Sherezade.
Mario Vargas Llosa quien ya había actuado esta obra en España hace dos años, parece insistir en ser el protagonista de sus cuentos, pero los resultados son lamentables.
El montaje no es “minimalista” como él juzga, ya que los elementos superpuestos vistos en conjunto se abigarran, como la iluminación (Guillermo Vásquez) que no sólo es kitch, sino que en la función se operaron como si en vez de contar con una consola inteligente, se utilizaran latas de chiles jalapeños.
Eso hizo que ese “arabesco de mal gusto” se convirtiera en un distractor molesto con entradas y salidas de efectos sin intención dramática, al grado de hacer volar un ave (para atrás) y culminar con una luz como de discoteca (a fuerza de hacerla parecer celosía). El diseño y el manejo escenotécnico dieron una mala función también con la falla de los micrófonos.
La dispersa escenografía de muebles y tapetes (Marta Méndez) unidos al trazo escénico del director Luis Llosa completamente estáticos, se “adornaron” (sólo se acentuó el aspecto decorativo) con un biombo translúcido donde se proyectaron imágenes tratando de completar visualmente, lo que los actores fueron incapaces de recrear en su retórica.
Por un lado, el personaje del rey Sahrigar hierático y desapasionado, inmune a las artes imaginativas y de seducción de una Sherezade sin matices. Esa narración oral escénica, que no teatro, se sostuvo por el trío de bailarinas medianonas (mediocres y buenonas) de belli dance, cuya coreografía servía de transición y por algunos acentos de Vanesa Saba, la actriz, que gracias a su presencia y voz hizo soportable el tedio con el que el Nobel actúa, simplemente como un novel intérprete de teatro.
Con su túnica blanca y sus babuchas, Vargas Llosa recorría sin convicción el escenario (como si estuviese en pijama en su casa) con un porte desgarbado, los brazos colgando de su –ese sí regio y vertical cuerpo—pero sin comunicar emocionalmente nada más que un decir correcto de su texto, pausado y con buena dicción.
Las historias engarzadas tejen el gran velo de esas mil y una noches durante los tres años que Sherezade envolvió al rey para no ser decapitada como sus antecesoras. La ira y la animalidad inicial termina por dotar al personaje de humanidad y sensibilidad, amén de restablecer el sentimiento del amor por esa especial mujer que es Sherezade y que no sólo salva su vida, sino también profundamente la del rey.
Todo ese empeño por acentuar dos planos de realidad, que hizo que al principio y al final los “actores” se presentaran personalmente, para diferenciar la convención escénica, propició la participación de un público complaciente (ingenuo o inculto) que parece tener la consigna de reírse en los momentos inapropiados y de aplaudir sin distingo de lo que reconoce: si los merecidos premios o las lapidarias declaraciones políticas sobre México del escritor, o su fallida actuación en la que --en todo caso-- vimos a Vargas Llosa en el papel del mismísimo Vargas Llosa.
"A veces la verdad entra a la historia cabalgando a lomo del error ".
Reinhold Niebuhr
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