José L. Martinez 06/03/2011 Milenio semanal
Con el viento, vuelan al monasterio unas páginas escritas con letra enmarañada. El cartujo, paciente y laborioso, las descrifra y tiembla, son el comentario a un libro de título indecoroso, donde el anónimo autor escribe: “Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica —decía Borges”. Pensando en eso, a veces me pregunto cómo tiene ordenada su biblioteca Armando González Torres. ¿Qué libros guarda bajo llave y qué otros deja a la intemperie? ¿Cuáles coloca en lo más alto de sus libreros y cuáles abandona en los entrepaños inferiores? Su reciente libro —Del sexo de los filósofos, editado por el Gobierno del Estado de México— nos ayuda a responder estas preguntas. Colección de pequeños ensayos, en él está un buen número de los autores privilegiados en la biblioteca de González Torres. No aparecen aquí éxitos impulsados por la mercadotecnia sino libros que reclaman lectores atentos, reflexivos y a la vez apasionados, gambusinos que no confunden el oro con la pirita. Armando es generoso con sus lectores, y con una escritura alejada tanto de la pomposidad como de la simpleza, no así de la sencillez, nos propone un canon informal —como él mismo apunta— en el que incluye autores como George Steiner, María Zambrano, Denis Rosenfield, Antonio Porchia, Julien Green, Albert Caraco, Julio Ramón Ribeyro y tantos más conocidos por sus ideas, por su audacia, por su radicalismo. Así, Del sexo de los filósofos, entre otras cosas, es una celebración de la lectura, del derecho a leer por gusto antes que por obligación, de andar entre los libros un poco a la deriva hasta encontrar aquellos que —como los amores— nos flechan y detienen de la primera hasta la última de sus páginas y son imposibles de olvidar. Amenidad y erudición serían dos palabras que definen este trabajo; otra ya ha sido mencionada: generosidad. González Torres —nuestro dandy baudeleriano, como lo llama José de la Colina, otro lector ejemplar— prodiga sus amistades literarias, no hay en él asomo de mezquindad ni afán de construirse un falso prestigio con una prosa intrincada y pedante. No, su escritura es diáfana, y nos acerca temas, reflexiones y propuestas culturales o filosóficas que en un autor menos dotado serían, para los profanos, muy difíciles de aprehender. Del sexo de los filósofos encierra también una implacable pedagogía, como cuando su autor recuerda que en El arte de callar el abate Dinouart no emprende “una defensa del silencio arrobado de la fe, ni una apología del mudez del súbdito, sino una reivindicación del silencio y la mesura al hablar como prácticas de urbanidad, como enriquecimiento de la conversación, como gobierno del propio temperamento y la propia lengua”. Y en aras de ese arte de callar, sólo queda agradecerle a Armando González Torres su constancia no sólo como lector sino, sobre todo, en el arte mayor de la amistad… QUERIDOS CINCO LECTORES, en silencio absoluto El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.
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