Desde el
archivo, Cinco
anticuentos
de Juan José Millás
1.
Ánimo
Tomo notas,
indistintamente, con un bolígrafo o con un lápiz colocados junto al ordenador,
sobre un cuaderno escolar, de rayas. Al lápiz hay que sacarle punta de vez en
cuando, lo que constituye una actividad artesanal que sirve también para la
reflexión. Pero la diferencia más notable entre él y el bolígrafo es su modo de
perecer. El bolígrafo no cambia de apariencia ni siquiera cuando se encuentra
en las últimas. Y deja un cadáver tan curioso que nadie diría que está muerto
si no fuera porque no pinta nada ya, aunque resucite a veces de improviso y
trace un par de líneas, incluso un párrafo, antes de volver a expirar. La gente
se resiste a desprenderse de los bolígrafos vacíos porque continúan como
nuevos. Sólo se consumen por dentro, en fin, y siempre se acaban a traición,
como el butano. El lápiz, en cambio, agoniza por dentro y por fuera a la vez, y
deja un cadáver mínimo, un detrito del que uno se deshace sin ningún
sentimiento de culpa. Punto y aparte.
La
naturaleza presenta casos semejantes al del bolígrafo. Ahí está el caracol, que
envejece sin una sola arruga exterior, sin un fruncido. Y no hay que sacarle
punta cada poco: él mismo, mientras vive, asoma los cuernos al sol, caracol
quiscol, y una vez muerto, si te encuentras la concha en un tiesto o en el
agujero de un árbol, la guardas en el bolsillo y al llegar a casa la colocas
junto a los bolígrafos difuntos. Tenemos una pasión curiosa por la cáscara, de
ahí la afición a las cajas, sobre todo a las cajas fuertes. Hay personas que
coleccionan pastilleros vacíos, que viene a ser lo mismo que guardar bolígrafos
sin tinta, con los que sólo se pueden escribir poemas inexistentes, que muchas
veces son los mejores.
Pese a todo,
tal vez sea más digna la actitud existencial del lápiz que la del bolígrafo, la
de la babosa que la del caracol, aunque no dejen cáscara para los arqueólogos.
Conviene sacarse punta cada mañana, pese al espanto de ver cómo se agota uno.
Lo complicado de sacarse punta es saber cuánto te tienes que afilar para
escribir lo suficientemente claro sin romperte antes de que hayas acabado la
novela o la vida. Pero eso constituye un ejercicio de conciencia, y quizá de
consciencia, bastante saludable. Ánimo.
2.
Dios y el Diablo
Mi padre
tuvo durante algún tiempo en casa una incubadora artificial. Se trataba de una
caja de madera, con la tapa de cristal, en cuyo interior, gracias a unas
bombillas especiales, había una temperatura constante. Aunque nos dejaba
contemplar el artefacto a cierta distancia, siempre quedó claro que el juguete
aquel era suyo, lo mismo que el tren eléctrico. De repente, un día se
presentaba en casa con un cucurucho de papel lleno de huevos que colocaba
cuidadosamente en el aparato. Creo que los polluelos nacían al cabo de tres
semanas, y la espera era excitante. Recuerdo haberme colocado clandestinamente
en el desván, que era el lugar de la incubadora, y pasar horas en la
contemplación de aquellos huevos, intentando imaginar las sustancias que se
espesaban en su interior para dar lugar a ese curioso bicho de dos patas y pico
que para mí, pese a su domesticidad, siempre tuvo algo de animal quimérico,
como el ornitorrinco.
Muchas veces
asistí al nacimiento de los polluelos, que se anunciaba con un breve temblor en
el huevo. A continuación la cáscara se quebraba ligeramente en algún punto y en
seguida aparecía el animal, amarillo, húmedo, perplejo. Lo más impresionante de
aquel espectáculo incomprensible era precisamente el rostro de perplejidad del
bicho. Miraba a un lado y otro con la expresión del que ha salido del metro en
Marte por error. Una incubadora no es lugar para venir a este mundo.
-Y pensar que hay gente que no cree
en Dios -decía mi
madre intentando dar una clase de religión práctica.
Yo no decía
nada, porque en casa estaba muy mal visto disentir de las manifestaciones
teológicas, pero pensaba que los pollos de incubadora tenían todas las razones
del mundo para ser unos ateos redomados. Quizá lo fueran. Ahora bien, visto
cómo han evolucionado las cosas para estos pobres animales proveedores de
dioxina, quizá hayan acabado creyendo en la existencia del diablo. Es lo que
decía mi madre también en sus últimos días, al enterarse de los progresos de la
ingeniería genética:
-Y pensar que hay gente que no cree
en el diablo.
3.
Lo que el ojo ve
No sé si
ustedes están siguiéndole la pista al asunto este de la materia oscura, pero
les aseguro que resulta apasionante. La situación es más o menos la siguiente:
parece ser que el 90% de la materia de la que se compone el universo es
invisible, de ahí la denominación de oscura que le dan los científicos. Pues
bien, ahora mismo acaban de descubrir que unas partículas elementales llamadas
neutrinos podrían ser el constitutivo primordial de esa materia. Los neutrinos
no se ven, no se tocan, no se huelen, carecen de carga eléctrica y viajan a la
velocidad de la luz; además de eso, atraviesan los cuerpos sin romperlos ni
mancharlos. Sin embargo, los científicos empiezan a sospechar que tienen masa.
Parece una contradicción insostenible que algo que se define por su ausencia de
materia, al menos desde el concepto de materia que anida en el imaginario
colectivo, tenga masa, pero es así, o está a punto de ser así, o está a punto
de ser así, qué le vamos a hacer.
O sea, que
usted y yo estamos sutilmente unidos por una materia oscura de la que formamos
parte: de hecho, nos traspasa, es decir que navegamos en ella como pedazos de
jamón en la masa de las croquetas; esa materia es la que proporciona densidad
al cosmos, aunque, al contrario de la bechamel, no se percibe con los sentidos.
Dicho de otro modo, los cuerpos, sean celestes o animales, no son más que los
grumos de una totalidad inabarcable.
A mí no me
sorprende nada este descubrimiento, la verdad. Siempre he sospechado que en la
vida de un hombre tiene más importancia lo que no se ve: fíjense en la
conciencia, que no ocupa, en apariencia, ningún lugar dentro del cuerpo y sin
embargo es capaz de llevarte a la locura. Lo que me extraña es que llamen
materia oscura al componente más luminoso de la creación. O sea, que para
oscuros nosotros, y los montes, y los astros, y los satélites. Lo oscuro es
precisamente lo que vemos: los ángeles son transparentes, eso dicen, y sin
embargo están llenos de luz. El ojo sólo percibe oscuridad.
4.
La Biblia
Somos hijos
del cuento, así que cuando en una época remota nos expulsaron a la realidad, no
sólo proveníamos de un útero, sino de un relato o de un conjunto de relatos que
después hemos reproducido minuciosamente en el áspero lugar de destino, para
encontrarnos como en casa. Somos, pues, hijos de Blancanieves, y de la
madrastra y de la bruja y de los enanos y del ogro, pero también de Edipo y de
su madre, incluso de Adán, y hermanos por lo tanto de Abel, aunque generalmente
de Caín. Hemos construido la torre de Babel y el Empire State y el edificio
Torres Blancas a pesar de Dios, que intentaba confundirnos para que no
alcanzáramos con nuestros andamios el cielo, donde nos aguardábamos
despavoridos, pues también somos dioses y demonios y ese gusano, el caernobis
elegans, con el que ya hemos logrado compartir el 36% de nuestro abismo
genético. Cuántas cosas.
Cambian las
formas, sí, pero a estas alturas de la creación seguimos acostándonos con
nuestra madre y engendrando minotauros con las bestias que nos llevamos a la
cama o al laboratorio, lo mismo da. Ahí están las moscas con ojos en las patas
y los ratones con orejas en la espalda y las ovejas clonadas en su laberinto.
No nos falta de nada, ni siquiera las pócimas que le duermen a uno, o las que
le despiertan, o las que nos convierten de gordos inmundos en afilados
príncipes sin panículo adiposo. Y ahí están las píldoras de la virilidad y las
de tener sixtillizos y las que quitan el hambre o la tristeza y las que nos
devuelven el pelo prometido.
Dormimos en postura
fetal, para volver al útero. Pero una vez despiertos no cesamos de reproducir
las historias de hadas o terror (son las mismas) para volver al mito. El mundo
es ya, por fin, un cuento. Qué digo un cuento: la Biblia, la Biblia en pasta,
con sus pestes.
5.
Discurso del método
Estos días
tengo ardor de estómago y he perdido las gafas. Procuro llevarlo con
resignación. Soy muy metódico para todo, incluso para el sufrimiento. Por eso
es doblemente incomprensible lo de las gafas: siempre las coloco en el mismo
sitio cuando me desprendo de ellas, para no andar buscándolas desesperadamente
por toda la casa. Si no cabalgan sobre mis narices, sólo pueden encontrarse en
el lavabo o sobre la mesilla de noche. Pues bien, ayer las busqué, aunque sin
éxito, en estos lugares alternativos.
No sé qué ha
podido pasar; así que después de 24 horas intentando averiguar qué ha sido de
ellas, sólo se me ocurren cosas fantásticas para explicar su fuga. Es lo que
tenemos la gente muy meticulosa, que cuando falla el método, no nos queda más
remedio que acudir a lo sobrenatural. De hecho, he rezado siete padrenuestros
seguidos, que es lo que hacía mi madre cuando perdía el dedal, y he encontrado
siete dedales, en efecto, pero ni rastro de las gafas. Dios mío.
Al no ver
bien, se me ha disparado el fuego gástrico, que es típico de las situaciones de
cólera. Generalmente, procuro no irritarme porque la ira es muy difícil de
sistematizar y luego produce efectos indeseables sobre el organismo. Aunque yo,
en estas situaciones, siempre busco consuelo en la idea de que el cuerpo es un
sistema y como tal se mueve a golpe de método. No siempre es así, ya lo
sabemos, de ahí las enfermedades en general, y las neuralgias, que no parecen
obedecer a una pauta. Excepto con mi madre, a quien le dolía la cabeza cuando
iba a llover. A mí me ataca la punzada sin acompañamientos atmosféricos. Lo más
que he conseguido es golpearme en la frente cuando hay tormenta, pero no es lo
mismo decir va a llover porque me duele la cabeza, que me golpeo en la cabeza
porque llueve.
O sea, que a
mi madre, que no tenía método alguno para nada, le iban las cosas mejor que a
mí. Sólo perdía los dedales, que se los encontraba san Antonio, y no sabía lo
que era un dolor de estómago. En cuanto a las neuralgias, ya hemos visto que
eran propiamente fenómenos atmosféricos. No nos parecemos en nada.
El
autor
Juan José
Millás (Valencia-España, 1946). Escritor y periodista español. Nació en
Valencia, pero ha vivido en Madrid la mayor parte de su vida. En su numerosa
obra, de introspección psicológica en su mayoría, cualquier hecho cotidiano se
puede convertir en un suceso fantástico. En la actualidad colabora en prensa y
radio; sus columnas de los viernes en El País tienen un gran número de
seguidores, por la sutileza y originalidad de su punto de vista para tratar los
temas de la actualidad, así como por su gran compromiso social. Ha ganado
varios premios de periodismo muy prestigiosos, como el Francisco Cerecedo 2005.
En el programa La Ventana de la cadena Ser dispone de un espacio (Viernes 16:00
h) en el que anima a los oyentes a enviar pequeños relatos sobre palabras del
diccionario. En la actualidad, está construyendo un glosario con estos relatos
logrando una numerosa participación. En el mes de mayo del 2006 ha sido nombrado
doctor honoris causa por la Universidad de Turín.
Un
lector enciclopédico
Juan José
Millás afirma que su afición a la literatura nació cuando una tarde de la
infancia leyó el artículo "Muerte" de la enciclopedia Espasa. Estudió
la carrera de Filosofía y Letras en Madrid, que no terminó, alternando los
estudios con diversos trabajos. Influido por Dostoyevski y Kafka en sus
inicios, casado con una psicoanalista, sus novelas combinan un gélido
planteamiento del paisaje urbano como territorio semifantástico con una
angustiosa visión del ser humano, en tanto que sometido a fuerzas y
casualidades que constantemente le desbordan.
Hace menos
de diez años que comenzó su labor periodística en "El País" y en más
medios de comunicación. Parece poco tiempo para la popularidad de la que goza.
Comenzó como escritor de culto, gracias al Premio Sésamo de 1974, pero hoy en
día no se sabe qué decir primero, si Millás es periodista o escritor. Por ambas
actividades es una de las plumas más queridas y admiradas de nuestro tiempo por
los lectores españoles y extranjeros.
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