viernes, 21 de diciembre de 2012

SEGÚN OCATVIO PAZ, JULIO ORTEGA "PRACTICA EL MEJOR RIGOR CRÍTICO: EL RIGOR GENEROSO"



BLOG DE JULIO ORTEGA
Biografías del ensayo

 Francine Prose y la lectura


Narradora bien conocida y analista de la dimensión bio-gráfica de la lectura, Francine Prose (New York, 1947) acaba de contar su experiencia de leer Cien años de soledad.  Todo lector tiene algo que decir sobre su primera lectura de la novela de García Márquez, la que suele producir casi una redefinición geo-gráfica que  forma parte de la historia de la lectura en español. Nos había ocurrido otro tanto con las primeras lecturas de Don Quijote y de los cuentos de Borges. El NYT Book Review le ha preguntado a Francine Prose: “¿Qué libro es el que ha tenido mayor impacto en Ud.? ¿Qué libro la hizo querer escribir?” Y responde ella: "Cien años de soledad me convenció de que debía dejar los estudios del doctorado en Harvard. Esa novela me recordó todo lo que mi programa doctoral estaba tratando de hacerme olvidar. Gracias, Gabriel García Márquez.“ En su lbro Reading like a writer (2006), una guía inspirada para leer mejor, que es el único método seguro de aprender a escribir, recomendaba Francince Prose una biblioteca bajo el perentorio título de “Libros que hay que leer inmediatamente.” En primer lugar, está el Quijote.  Luego, Pedro Páramo de Juan Rulfo. Y por fin, Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera.  Hoy el éxito popular de la novela de GM  en Estados Unidos es un fenómeno cultural, y Cien años de soledad se lee en la escuela secundaria como un rito de pasaje a la Universidad. Menos evidente es el éxito de El amor en los tiempos del cólera entre los escritores norteamericanos. Me sorprendió mucho que John Hawkes, quien adoraba la novela picaresca, fuera vencido por El amor en los tiempos del cólera, al punto no sólo de gustarle más que Cien años de soledad,  sino de hacerlo llorar. Si Francine Prose abandonó Harvard después de leer al Gabo, Jack no pudo soportar la muerte del doctor Urbino y cerró la novela. La retomó después, adolorido. Me preguntó, excusándose, si ese episodio no era, en español, demasiado cruel. ¡Pero Jack, respondí, si la novela en español, desde la picaresca, es una paliza! Me pidió recomendarle otra novela latinoamericana. Le sugerí El obsceno pájaro de la noche de José Donoso. Le gustó tanto que la declaró la mejor novela latinoamericana. Cuando murió ( yo estaba en México ese día de mayo del 98) Hawkes se encontraba escribiendo su primera novela mexicana: la historia de una niña novicia en un convento de Cuernavaca. 



Video-ensayo de Hito Steyerl



No sé si tú, lector, has tenido que decidir entre Benjamin y Adorno, pero yo debo confesar que cuando me tocó hacerlo no dudé: la crítica que Adorno le dedica a la idea del “montaje” que Benjamin expone como la forma artistica de exceder los meros contextos, me resultó no sólo empiricista sino inamistosa.  Tampoco me parece justo que en su artículo sobre el ensayo Adorno incluya a Benjamin entre ensayistas más bien sociológicos y sostenga que el ensayo se dedica a lo acontecido, cuando es más interesante que para Benjamin el ensayo fuese una interpretación estética que fragmenta lo nuevo para ver lo moderno con-figurándose. Leer los signos de la historia haciéndose en la urbe es la nueva articulación (caleidoscópica) de la mercancía, el consumo y las artes.  En el Art Institute de Chicago pude por fin visitar la extraordinaria exhibición de Hito Steyerl (Alemania, 1966),  cuya práctica de “video-ensayo”, basada precisamente en el montaje, se desarrolla como una serie de secuencias interpoladas, en un despliegue de imágenes, videos, entrevistas, testimonios, y una teoría de esa misma praxis. “Focus” llama ella a esta escenificación entre paneles que sugieren una cámara oscura, y que empieza desplegando la idea de lo gris.  Un video muestra como pintar el gris: raspando en la superficie de un muro blanco aparece una materia grisácea. Lo gris remite, claro, a Goethe: gris es toda teoría, etc.  Hegel, por su parte, había dicho que cuando la filosofia pinta su propia grisura, una forma de vida ha envejecido.  Los filósofos Nina Power y Peter Osborn especulan, en el video, sobre  la “dialéctica negativa” de Adorno, que no postula la negatividad de lo no existente, sino el potencial creativo de lo que aún no existe. Lo gris es, finalmente, el recomienzo de lo utópico.  Este no- color del color, contiene, de hecho, la posibilidad de todo color.  Lisa Dorin, la curadora de esta exposición, describe tanto el proceso del montaje como sus elementos focalizados en cada emblema de este ensayo visual.  Si el gris es el único color que te obliga a focalizar, el arte, y el pensamiento crítico se generan desde tu negatividad.



Esta serie de secuencias tiene como eje el episodio que sufrió Adorno en la que iba a ser su última conferencia, en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Frankfurt, el 22 de abril de 1969.  El filósofo iba a empezar su charla cuando tres de las estudiantes caminaron hacia el podium con los torsos desnudos, y empezaron a danzar en torno suyo.  El evento, silencioso pero desafiante, se conoce como el “Busenattenttat” o “Breast attack” (ataque de tetas).  La filmación muestra a un Adorno de pronto dudoso y rígido, que sin saber qué hacer busca sus papeles, los mete en su maletín y abandona la sala, más gris que nunca.  Según Power, Adorno no pudo entender la función no sexual  ni maternal de unas tetas que eran, más bien, beligerantes o militantes.  Tomó, parece, como una ofensa a su magisterio un acto silencioso y pacífico cuyo significado no quería ser evidente. Había sido uno de los inspiradores del movimiento juvenil de protesta radical de entonces, pero la protesta silenciosa de sus alumnas lo excedió.  Murió pocos meses después. Este “video-ensayo” incluye varias otras focalizaciones, como “Territorios Mezclados”, donde se ilustra otro orden de información crítica: cuando la unificación alemana, las armas del ejército del Este fueron vendidas a los turcos, que las usaron contra los kurdos.  De esas contracorrientes de la información se hace este ensayo sobre la teoría y la práctica de ver más y mejor, no en la mera oposición del gris y el color sino en su trama política: en la invención diaria de la visión crítica de un tiempo que ha dejado de ser nuestro.



Ensayo hablado del intelectual público



Pensar el siglo XX  (Taurus), de los historiadores Tony Judt y Thimothy Snyder, fue elegido por los críticos de Babelia como el mejor libro del año 2012.  Esa lectura resulta, de por si, intrigante; más allá de los méritos de un libro que, dramáticamente, es su testamento. Judt estaba paralizado por un desorden neurodegenerativo fatal, y en este “libro hablado”, compuesto con su joven colaborador, hace un juicio sumario del siglo veinte, en buena medida a partir de pensadores europeos. Bien conocido por sus ardorosos artículos en el New York Review of Books y por su obra magistral, Postwar: A History of Europe Since 1945 (2005), Judt incluye en Pensar el siglo XX páginas de otros libros suyos, sobre su historia formativa, y vuelve a sus elogios y sanciones de las figuras claves del XX. Es fascinante la figura de un historiador que fue más bien un académico, convertido por Nueva York, según dijo, en intelectual público. La mejor reseña de este libro se debe al  profesor Robert Westbrook, y está en Bookforum (dic-ene 2012). Judt tuvo el valor de hacerse anticonvencional no sólo por sus matrimonios con tres de sus estudiantes graduadas, sino por sus opiniones desafiantes, empezando por su crítica de Israel (el Holocausto, dice, será devaluado por el mal comportamiento de Israel), y terminando con su puesta en duda de las reglas contra el acoso sexual. Sus blancos favoritos fueron Frederic Hayek, Sartre y Ernest Junger; sus héroes son Keynes, Camus y Koestler. Su apasionada postura anti ideológica alcanza también al actual neoliberalismo y su prédica del mercado ubicuo. Creía que la social democracia requería de un estado capaz de propiciar la responsabilidad compartida. La democracia, dice, no es ni necesaria ni suficiente condición para la sociedad abierta porque, “la vasta mayoría de los seres humanos no están hoy capacitados para proteger sus propios intereses.”  A pesar de ese ingenio amargo, se sumó a la idea de un “pluralismo ético,” que seguramente se remonta a la noción de Weber de una “ética de la responsabilidad,” aunque Judt parecía creer en la condición proteica de la idea del Bien.  Un libro, en fin, provocador por un ensayista ferozmente independiente, libre incluso de sus propias convicciones.



Vale la pena, a quien le interese más la historia que los historiadores, cotejar esta evaluación del siglo con otro ensayo, más filósofico y no menos ideo-gráfico, El siglo, de Alain Badiou, publicado el 2005 y traducido al inglés en 2007. Su tesis es más elegante: las evaluaciones del siglo XX, ya sean conservadoras o liberales, buscan desaparecer el siglo XX. La “victoria de la Economía”, nos dice, pretende borrar la crítica y la creatividad de las grandes rupturas y subversiones del siglo. Quizá el éxito en español del testamento de Judt tenga que ver con la actual interrogante no sobre el debatido lugar de Europa en España sino sobre la suerte de España en esta Europa.



Alarma por los pueblos originales



¿Cómo no escuchar la alarma que nuevamente recorre el precario habitat de las poblaciones originales de las Américas?  La violencia, acoso y marginación que vive el pueblo Mapuche en Chile es del todo ilegible, salvo que uno lea la historia desde el modo de producción dominante, en este caso, la forma del latifundio a costa de la propiedad comunal. La reciente tragedia de una pareja de propietarios asesinada, es un caso condenable y policial; pero se utiliza como otro dictamen oficioso contra los mapuches, cuya exacerbada disputa con esa familia era antigua. La irresolución del drama, a costa de esa nación acorralada, amenaza con propagar la violencia. Sólo los nacionalistas creen que hay una sola nación en un país donde la violencia demuestra que hay varias. Y es lamentable que sean los gobiernos democráticos los que sumen más víctimas. No es demasiado distinto el estado de emergencia indígena en Perú, donde las comunidades protestan, a veces con violencia, la contaminación de sus aguas por las empresas mineras.  Este es un drama que vivió Estados Unidos en el siglo XIX. Lo solucionó desplazando a las tribus de sus tierras, como ya lo había hecho al comienzo de las colonias, cuando fueron desplazadas de las tierras donde el tabaco equivalía al oro de América hispánica. Hoy, en Estados Unidos, no se podría hace otro tanto, pero hay una mecánica paralela: si una real reforma migratoria no se hace efectiva con este gobierno de Obama, seguiremos teniendo padres desplazados de sus hijos, acusados de migrantes “ilegales.” Pero la irresolución del drama ecológico peruano (que algunas empresas extranjeras ofrecen reparar desviando sus residuos) se posterga agónicamente. Y la violencia se cierne, azuzada por una prensa extremista, políticamente suicida.  







Visita y disfruta una entrevista con 
JULIO ORTEGA 
hablando del "BOOM"

http://www.elboomeran.com/blog/483/blog-de-julio-ortega/


Además...


Mis 10 libros Preferidos de 2012
Julio Ortega*


Olvido García Valdés. Lo solo del animal. Barcelona: Tusquets.
La poesía es una de las pocas inteligencias del mundo que nos queda. Casi todo lo demás pertenece a la Banca. Y una de sus entonaciones contemporáneas distintivas es la que debemos a Olvido García Valdés (España, 1950), cuyo nuevo libro, que es muchos libros, despliega con gozo discreto y gusto formal variaciones en torno a los afectos. El lenguaje de las emociones sutiles que el poema trama, produce el lugar donde este mundo se piensa más libre y gratuito. Lo había anticipado César Vallejo: la pureza del hombre es su estado de inocencia animal. De lo animal han dicho algo Derrida y Deleuze, citado éste en uno de los poemas. Sólo que se trata, para esta poeta, del alfabeto de las emociones que el libro interroga en el paisaje transitivo donde los animales, aéreos, terrestres y literarios, discurren como juego, forma, lección y enigma. Estos poemas parecen grabados en el lenguaje pero, al mismo, fluyen liberando al lenguaje de su obligación de intercambio informativo. Son inscripciones en el flujo verbal y afirman, por ello, el asombro de lo vivo frente a las miserias de la muerte y el desafección, allí donde calla “lo solo del animal.” El resto es poesía. 





José Balza: Cuentos. Ejercicios narrativos. Sevilla: Paréntesis.
Por fin en España un libro de relatos del venezolano José Balza (1939), un autor secreto cuya ausencia y renuncia al sistema literario lo mantenía confinado a su ruta voluntaria, entre la Universidad Central y el paisaje acuático del Delta del Orinoco, cuya reputación de origen del mundo, inaccessible acceso, y mapa improbable alimentan la obra de este narrador  mundano, de escritura tan vital como sutil. Balza es el autor más íntimo de la literatura de un país donde los artistas suelen ser de extremos casuales. No frecuenta los foros públicos, rehuye la prensa, y varias veces ha estado ausente de su propia celebración. Balza ha seguido explorando el paisaje del Delta, no sólo navegando su biografía sino escribiéndola con esa tinta espejeante y lustral. Dicho de otro, modo: aquí la escritura habla por el mundo, retrazando sus rutas de obediencia, donde hasta lo ritual es extravío. “Tierrra de gracia,” había dicho Colón de Venezuela; Walter Raleigh prometió que sus arenas eran de oro, lo que le costó la cabeza. Cada cuento, al final, es un bautizo, una ceremonia de los comienzos. En esta escritura todo acaba de formarse y discurre con apetito y goce,  pronto disuelta bajo el exceso de luz. Ejercicios, por eso, de una escritura que rehúsa la fijeza o el dictamen, que nada impone ni reclama. Son cuentos de dar a cada quien el don del camino.






Juan Francisco Ferré. Karnaval. Barcelona: Anagrama.
Esta gran novela española (aunque hace obsoleta la adscripción regional) es también del todo cervantina, sólo que ahora Sancho se actualiza como francés y pornográfico, y ha totalmente corrompido cualquier proyecto de Insula. Pero, ¿hay otra forma de poder?, nos pregunta esta novela festiva, satírica, y apoteósicamente cómica. No es sólo de Strauss-Kahn que Ferré (1962) se ocupa sino de la extraordinaria negatividad que el poder ha encarnado en estos tiempos filosóficamente definidos como Bullshit. Con esa negatividad obscena no hay nada que hacer, salvo una novela, que es (desde Celine hasta Pynchon) la fuerza virtual capaz de celebrar el fin del mundo con una carcajada pantagruélica. Lo propio de Ferré, como en su anterior Providence, es la desmesura, esto es, una nueva medida de la agudeza, más incisiva y mordiente, una lección sado-barroco-carnavalesca de la elocuencia de lo perverso. Sólo que esta vez, la escritura misma reverbera con brío imaginativo y humor gozoso. En este mundo al revés, la novela es la historia interna del futuro: su debate convoca el foro ilustre de los filósofos de la actualidad, entre los cuales el lector aporta la risa. Ferré es de los nuevos novelistas Atlánticos que hacen del género un instrumento subversivo, de sarcasmo y exorcismo.  Para tiempos melancólicos, no hay mejor remedio.





Sergio Ramírez. La manzana de oro. Ensayos sobre literatura. Madrid: Iberoamericana-Vervuert.
Uno de los mayores novelistas hispanoamericanos, capaz de escribir cada novela como si fuera su primera, con asombro por la travesía, renovada de sutileza comunicativa y fascinante de entramado, Sergio Ramírez (Nicaragua, 1942) ha reunido en este tomo sus ensayos sobre escritores y novelas aunque, en verdad, nos propone una biografía de la literatura tal como la entendemos hoy: como una aventura hecha de la errancia de lo vivo y lo fortuito de lo escrito. Vida y escritura se iluminan mutuamente el camino: entre luces y sombras, ambas disputan la versión de los hechos.  Todo es novelesco, nos sugiere Ramírez, porque todo es verdadero entre encuentros, viajes y destinos que se inscriben simétricamente. Autor y lector, así, van a dar al relato, que es la amistad de lo vivido. Desfilan en estas páginas como en una novela memoriosa, Martí y Rubén Darío, Cortázar y García Márquez, Carlos Martínez Rivas y Carlos Fuentes; y a cada uno les da Ramírez su lugar en el ágape. Pronto nos percatamos que el novelista ha citado a un convivio a los mejores contertulios, y nos ha guardado lugar privilegiado en la charla. Esa fe sutil y robusta en la comunicación distingue la obra placentera y la vida comprometida de Sergio Ramírez. La convicción nostálgica en el valor de las palabras ilumina su fecundo trabajo. En este libro, esa pasión fraterna nos asegura que, contra todas las razones contrarias, la razón literaria nos alberga.






Jorge Volpi. La tejedora de sombras. Madrid: Planeta.
“¿Tú a quién prefieres, a Freud o a Jung?” La pregunta de la muchacha que será su amante, la asume el profesor de Harvard no sólo como una aventura amorosa sino como la promesa de sus experimentos: Jung, responde él. Pero la pregunta la plantea esta brillante novela como un ejercicio de exploración y debasamiento de los paradigmas que las disciplinas nos imponen. Esos modelos babélicos están contaminados de biografía, de pasiones y violencia, y son más novelescos que científicos. Si el profesor hubiese respondido “Freud,” sus turbulentos amoríos y experimentos del placer (que harían de Sade un psicólogo feliz) tendrían que someterse a otras prácticas y agonías. Pero como responde “Jung,” sus amores discurrirán entre alegorías y pesadillas. Ya en sus novelas anteriores, sobre todo El fin de la locura, donde Lacan y Althuser se  refutan con saña no por diferencias teóricas sino por los favores de una discípula, Volpi (México,1968) había explorado la naturaleza novelesca de las construcciones teóricas. Esa sátira desmontaba la hipertrofia especulativa de los años 60. En ésta, Christiana Morgan, la “tejedora”, es también la que urde el texto y la textura de su propia misión en la suerte del Amor entre las máquinas de su héroe y las promesas visionarias de Jung. La “sombra” es el abismo que esta Ariadna ya no podrá tramar.  Esta brillante novela discurre con lucidez y nitidez, con gusto por las paradojas, no sin ironía pero también con simpatía.  Ninguna pareja es improbable, nos dice, gracias a los sueños de la razón fabuladora.






Javier Marías. Mala índole. Madrid: Alfaguara.
Recuerdo haber leído un cuento de Javier Marías en inglés, en el New Yorker, y haber pensado que la historia de un hombre que graba un video de su mujer en la playa para recordarla cuando ella muera, ocurría en la otra lengua como otra historia. El lenguaje era más ardoroso, urgido y sensual que el lenguaje del original español, que me pareció más especulativo, reflexivo e intrigante. Eran, o parecían ser, dos cuentos algo distintos.  Consideré que la mirada del narrador, que no usa sus gafas para broncearse mejor, y la mirada del marido desde el video, son dos percepciones que declaran la indeterminación de la pareja como tal. En español, esa función de ver y registrar las consecuencias (como ocurre en algunas de sus novelas) abre en el relato el abismo de lo casual; y, en otro escenario, la inquietud de lo raro y aun extravagante del deseo, que pasa por el ensayo de construir la improbable definición de la pareja. La traducción, deduje, introduce otra lectura. Y el lector, cualquier lector, la que sea capaz de decidir en una historia que no teje sino que desteje la trama variable de lo entrevisto. El cuento se llama, “Mientras ellas duermen.” En otro cuento se lee: “Miré sin ver, como mira que llega a una fiesta en la que sabe que la única persona  que le interesa no estará allí... Esa persona única estaba conmigo, a mis espaldas, velada por su marido.” Otro más, “Prismáticos rotos,” no es menos visual. La mirada reconstruye las representaciones, contaminadas de ficción. Esa palpitación del tiempo vivo anima estos cuentos y su varia seducción.







Edgardo Rodríguez Juliá. La piscina. Buenos Aires: Ediciones Corregidor.
Frente al padre que muere, el hijo considera la más larga agonía de una vida familiar laboriosa y destructiva a partir de las fotos, cartas y postales, verdaderas cicatrices, que revelan las relaciones del padre, la madre y el narrador  desde la perspectiva del luto.  Magnífico relato, que desentraña la íntima violencia de una familia desigual, y reconstruye, como quien arma la trama viva de la muerte cotidiana, la intrincada y fatal deriva de las relaciones humanas, entre un padre que camina “hacia las heridas…sus semejantes,” y una madre arrebatada por los “vientos de su ira.” Sólo que en lugar de la familia como “fábrica de la locura” (Klein) se trata aquí de la familia como perversa máquina de la tragedia, esto es, como el insomnio de la destrucción que los progenitores transfieren a los hijos. El dolor los hace inocentes pero el rencor los torna feroces. Sólo el relato les haría justicia ya no para liberarlos de su infierno acrecentado, sino para dedicarles la tolerancia de los balances, que la novela cede los narradores para, al final, dejar al hijo la herencia del luto.  La condición del hijo es asumir la tragedia familiar, que no en vano demanda los nueve capítulos del Infierno. Pero, como sabemos, el Infierno no es el castigo de los condenados, es lo desarticulado. Es decir, lo impensable; en esta novela, la fractura de lo vivo. Rodríguez Juliá (Puerto Rico, 1946) había ya construido en su Isla las formidables versiones contemporáneas de un barroco funerario. Y había hecho del Caribe el exacto revés del realismo mágico: el lugar residual del costo de lo moderno. Esta vez ha adelantado su piadoso Obituario.








Héctor Llaitul y Jorge Arrate. Weichan, conversaciones con un weychafe en la prisión política. Santiago de Chile: CEIBO Ediciones.
Sobrecogedor testimonio, denuncia y alegato de la extraordinaria saga de la etnia  Mapuche, uno de los últimos pueblos originales que han sobrevivido, en el sur de Chile, la colonización europea y la dominación del estado nacional. Jorge Arrate (Chile, 1941), dirigente socialista bien conocido por la calidad de sus tareas, retoma la palabra en diálogo con el dirigente mapuche Héctor Llaitul para entender él mismo, del lado del lector, la biografía de la protesta, que este dirigente encarna y sus largos años de prisión denuncian. Weichan  (Guerrear) es un testimonio exploratorio que declina la mediación de la grabadora y se basa en las notas del entrevistador, en la documentación mapuche y el proceso judicial. Rehúsa, por lo mismo, la autoridad etnológica pero también la instrumentación de la crónica, que hoy se alimenta de sí misma y eventualiza todo lo que toca. Logra, así, un protocolo de representación más digno del sujeto, y más sobrio: no sustituye al hablante, no lo vuelve a colonizar. Hoy que casi todos los medios de comunicación han renunciado a darle la palabra a los vencidos, este libro ensaya un modo inquietante de asomarse al abismo que rodea a la irracionalidad ideológica de este siglo.







Rosa Beltrán: Efectos secundarios. Madrid: 451 Editores.
En este feroz tratado, que une la sátira volteriana  a la diatriba nitzcheana, Rosa Beltrán (México, 1960) acude a la farmacopea para curarnos de espanto con una alegoría cómica y grotesca del predominio actual de los sacrificios humanos como ceremonia pública mexicana. Si el catastrofismo de Monsiváis y Pacheco ha sido superado por la descarnada refutación actual del otro y de los otros, que en las “redes sociales” se ha convertido en un banquete caníbal, en ésta novela filosófica, sátira literaria y alegato moral, Beltrán nos dice que el fin del mundo (maya o no haya) no sólo ya ocurrió, sino que somos sus fantasmas. El narrador es un lector de vanas banalidades, esto es, de libros de éxito; y su oficio es presentarlos en los foros de la Feria mexicana, entre hijos de la violencia, padres de los muertos, y caciques del poder letrado. Este relato es una protesta contra la vida mexicana como historia necrológica. La sátira literaria se convierte en crítica de una cultura corrupta que, hecha en la violencia, ya no es capaz de reconocer su modo de producción, paralelo al del crimen impune. En una vuelta de tuerca, como en el Orlando, el narrador se torna narradora, para compartir el testimonio. “¿Qué no entienden que estamos aquí para evitar la violencia?”, responde una enfermera en una manifestación a quienes la increpan, pero huye cuando un canalla saca una navaja y propone una violación masiva. Los matones letrados dominan el paisaje y multiplican el desvalor del lenguaje. Perseguidos hasta por los lectores que han secuestrado la lectura, sólo les queda a los pocos humanos el nomadismo, la deriva del sinsentido. Al final, el narrador(a) vuelve a Comala, el pueblo de Pedro Páramo, sólo que ahora la sentencia que definía al Cacique se ha hecho colectiva: “Nos hemos convertido en un rencor vivo.”









Alejandro Oliveros: Espacios en fuga (Poesía reunida 1974-2010). Edición y prólogo de Antonio López Ortega. Valencia: Pre-Textos.
Oliveros (Venezuela, 1948) es un poeta privilegiado. Todo lo que dice está poseído por la gracia dúctil de una prosodia hecha desde las virtudes orales del español: la resonancia vocálica fluida, la enunciación narrativa controlada por la duración del acto verbal, la suficiencia del nombre hecho imagen. Dicción que nos viene de Rubén Darío, enumeración variable que prodigó Neruda, nitidez de la imagen que cultivó Emilio Prados. Poeta, además, educado en el brío del terso coloquio latino, en la precisión referencial, y en el fraseo isabelino, ese pronto arrebato. Llamamos coloquial a esa poesía donde, como dijo Charles Olson, el verso respira en la duración y la sílaba late en la acentuación. El poema es un organismo vivo. La lectura, por ello, un pacto de fe: ¨Ve a las ciudades, libro mío, y busca lectores/ demorados. Huye del halago y la hipocresía.” Y es, también, un acto estoico de estirpe clásica: “La pregunta por el hombre no ha cambiado…Son tiempos difíciles, pero vendrán peores.”



JULIO ORTEGA
Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima).
De su crítica ha dicho Octavio Paz:  "Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."






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Oppan gangnam style
Gangnam style

Najeneun ttasaroun inganjeogin yeoja
Keopi hanjanui yeoyureul aneun pumgyeok issneun yeoja
Bami omyeon simjangi tteugeowojineun yeoja
Geureon banjeon issneun yeoja

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Najeneun neomankeum ttasaroun geureon sanai
Keopi sikgido jeone wonsyat ttaerineun sanai
Bami omyeon simjangi teojyeobeorineun sanai
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Geurae neo hey geurae baro neo hey
Areumdawo sarangseureowo
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Jigeumbuteo gal dekkaji gabolkka

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Ttwineun nom geu wie naneun nom
Baby baby naneun mwol jom aneun nom
Ttwineun nom geu wie naneun nom
Baby baby naneun mwol jom aneun nom

You know what i'm saying

Oppan gangnam style
Eh sexy lady
Oppan gangnam style
Eh sexy lady
Oppan gangnam style


¿Y qué es lo que quiere decir?



Lo llaman el BAILE DEL CABALLO

Oppa es Gangnam Style!
Gangnam Style!
Una chica que sea cálida y humana durante el día
Una chica con estilo que sepa disfrutar la libertad de una taza de café
Una chica cuyo corazón se caliente cuando llegue la noche
Una chica con esas características
Soy un chico
Un chico que es cálido como tu durante el dia
Un chico que se toma de un trago su café antes de que se enfríe
Un chico cuyo corazón explota cuando llega la noche
Esa clase de chico
Hermosa, adorable
Si tu, hey! Si tu, hey!
Hermosa, adorable
Si tu, hey! Si, tu hey!
Ahora sigamos hasta el final
Oppa es Gangnam Style
Gangnam Style
Op- op- op op- Oppa es Gangnam Style,
Gangnam Style
Op- op- op op- Oppa es Gangnam Style,
Heey, sexy chica
Op- op- op op- Oppa es Gangnam Style,
Heey, sexy chica op- op- op op-
Eh,eh, eh, eh, eh
Una chica que se ve inocente pero que juega cuando juega
Una chica que se suelte el cabello cuando llegue el momento indicado
Una chica que se cubre pero que es mas sexy que una que lo enseña todo
Una chica sensual como esa
Soy un chico
Un chico que aparenta ser tranquilo pero que juega cuando juega
Un chico que se vuelve loco cuando llega el momento indicado
Un chico que ha aumentado las ideas en vez de sus músculos
Esa clase de chico
Hermosa, adorable
Si tu, hey! Si tu, hey!
Hermosa, adorable
Si tu, hey! Si, tu hey!
Ahora sigamos hasta el final
Oppa es Gangnam Style
Gangnam Style
Op- op- op op- Oppa es Gangnam Style,



Gangnam Style
Op- op- op op- Oppa es Gangnam Style,
Heey, sexy chica
Op- op- op op- Oppa es Gangnam Style,
Heey, sexy chica op- op- op op-
Eh,eh, eh, eh, eh
Sobre el hombre que corre esta el hombre que vuela,
nena, nena soy un hombre que sabe una o dos cosas (BIS)
(Sabes lo que estoy diciendo)
Oppa es Gangnam Style
Eh,eh, eh, eh, eh
Heey, sexy chica
Op- op- op op- Oppa es Gangnam Style,
Heey, sexy chica op- op- op op-
Eh,eh, eh, eh, eh
Oppa es Gangnam Style

miércoles, 12 de diciembre de 2012

DE LUIS LESUR, LAS CLAVES OCULTAS DE LA VIRGEN DE GUADALUPE. COMENTADO POR FERNANDO SOLANA OLIVARES EN DIC. DE 2006. VIGENCIA SIN CADUCIDAD.



Apareció en  http://bit.ly/Z0aBgE  hace seis años... 
con algunas horas:

DICIEMBRE 08, 2006

OCULTA / VISIBLE: GUADALUPE



Con el permiso del poeta Miguel Hernández, inesperada visita de la memoria profunda, umbrío entonces por la situación nacional, casi bruno, porque la pena analítica, la pena de la conciencia sobre la naturaleza de las cosas tizna cuando estalla, este artículo, sin embargo, debe dedicarse al encuentro con un libro perspicaz, atípico y por ello oxigenante, Las claves ocultas de la Virgen de Guadalupe (Plaza y Janés, México, 2005), y a su talentoso e ilustrado autor, el astrólogo mexicano Luis Lesur.
¡Gulp! Astrología. ¿Cómo abordar un tema propio no del pensamiento racional ---cualquier cosa que esto signifique---, tan ajeno al cartesiano literal que todos llevamos dentro y tan tóxico para ese materialista vulgar en el que la modernidad nos ha convertido? Acaso, como todo encuentro casual es una cita, pueden emplearse tanto una variante romántica como otra clásica para ello. Se sabe que el escritor romántico quiere incesantemente expresar, y que el escritor clásico, en lugar de relatar, empeño subjetivo, prefiere describir lo que ve (o lo que lee) tal cual, pues no desconfía de la fuerza, de la poderosa virtud lacónica radicada en los signos del lenguaje.
Así pues, empleando la primera opción, deberá expresarse que hace unos meses, enfrascado en la búsqueda de otras interpretaciones sobre la contienda electoral en curso, este redactor leyó un adelanto del libro de Lesur en una revista especializada en astrología, Casa Nueve, y por el subyugante interés que le despertó se prometió a sí mismo conseguirlo. Tiempo después fue el mismo Lesur quien amable e inesperadamente se lo envió. Ninguna tarea queda cumplida a conciencia si no se conoce al remitente de aquello que se recibe. Pareció indispensable consultarlo como astrólogo para comprobar si tanta sapiencia como mostraba en su libro se desplegaba también en el análisis específico de un sujeto más o menos escéptico y de su biografía secular. El resultado fue una narración existencial mucho más aguda que arbitraria y mucho más precisa que circunstancial.
Recurriendo al segundo proceder clásico, que siempre requiere una petición de principios, debe asumirse que la historia del advenimiento del pensamiento racional oculta una pérdida, aquello que Apolo, dios tutelar del Logos, de la razón, usurpó de los agentes del otro principio divino polarizante y antes culturalmente necesario, Dionisos, lo cual dio cabida al origen de la civilización: el orden oracular propio de la Pitia, de la Sibila, cuyas supuestas incoherencias, al ser interpretadas, fueron los rudimentos de la hermenéutica creados precisamente alrededor de la adivinación. “El Señor cuyo oráculo está en Delfos ni habla ni oculta nada, sino que se manifiesta por símbolos”, explicó Heráclito hace milenios. Lo mismo hace hoy entre nosotros Luis Lesur al revelar (palabra que implica un doble sentido) las claves tutelares y caracterológicas ocultas en el horóscopo de la Virgen de Guadalupe, único emblema capaz de considerarse como abarcante y general para la nación en su conjunto, más allá incluso del espectro devocional católico.
“La sustancia básica del pensamiento astrológico es la imaginación ---escribe Lesur---, cuyas reglas y prioridades son distintas de la racionalidad de las disciplinas científicas, incluso de las sociales. La tradición racionalista supone que la comprensión de un fenómeno social consiste en poder establecer la variedad de causas y efectos que condujeron a él. Frente a esto, el anacronismo de intentar dar sentido a las cosas a través de algo como la astrología tiene que entenderse como una respuesta romántica ante la tiranía de las causas eficientes”. Asumiendo que el trabajo del astrólogo consiste “en establecer un diálogo con formas llamadas símbolos”, aceptando que lo que escribe puede ser “una mezcla de ciencia ficción, filosofía ficción, antropología ficción y psicología ficción”, y postulando, a partir de una voluntad estética más propia de la poesía y la imaginación simbólica, que lo mexicano y su identidad deben entenderse “primariamente desde el lado femenino”, Luis Lesur elabora uno de los retratos más clarividentes y potencialmente completos de la idiosincracia mexicana a partir de una fecha, 1531, donde antes que una aparición metafísica ocurrió una fundación nacional, se trazó un destino colectivo y comenzó una historia patria (o matria) de largo y contradictorio aliento que aún no cesa de manifestar su particularidad.
Recusando los tópicos sobre la identidad nacional que se han concentrado “en explicarla a partir de dilemas y procesos psicológicos característicamente masculinos”, que describen lo femenino “como algo valioso y misterioso, pero pasivo, frágil, mancillado”, Lesur levanta una hermenéutica derivada del horóscopo guadalupano donde “una feminidad activa, poderosa hasta lo amenazante, aunque de ninguna manera libre de patologías, es la que tiene el rol protagónico”. Otros arquetipos, otras narrativas, otras interpretaciones.
Sometido por el espacio del texto, y ya no umbrío por la pena política del país sino exaltado por la sorpresa cognitiva de su veraz naturaleza, al redactor de esta nota sobre un oráculo contemporáneo avecindado en Coyoacán, que no sentencia didácticamente nada sino que sugiere creativamente todo, no le queda más que hacer la sugerencia enfática de que ese libro se lea antes o después del 12 de diciembre para saber quién, la oculta/visible Virgen de Guadalupe, desde su mandorla como almendra, a todos los mexicanos nos sintetiza, nos determina, nos explica y nos tutela.

Fernando Solana Olivares
Premio Nacional de Periodismo.Divulgación cultural, 1993.

jueves, 22 de noviembre de 2012

ETGAR KERET EN MEXICO: EL 2 DE DICIEMBRE PROYECCIÓN DE UNA PELÍCULA BASADA EN SUS CUENTOS - EL 5 DE DICIEMBRE PRESENTACIÓN DE SU LIBRO MÁS RECIENTE CON PEPE GORDON Y PACO CALDERÓN - EL AUTOR ESTARÁ PRESENTE. ENTÉRATE:



PRESENTACIÓN DEL LIBRO
De repente un
toquido en la puerta
de Etgar Keret



Con Fernando Rivera Calderón,
José Gordon y el autor

              El Miércoles 5 de diciembre • 7:00 pm

Centro Cultural Elena Garro
Fernández Leal 43, La Conchita, Coyoacán









EL DOMINGO 2 DE DICIEMBRE 
PROYECCIÓN DE LA PELÍCULA
WRISTCUTTERS 
(Basada en el libro Pizzería Kamikaze):







«Las breves historias de Keret son feroces, graciosas, llenas de energía y
perspicacia, y al mismo tiempo profundas, trágicas y muy conmovedoras.»
Amos Oz



SORPRÉNDETE
LOS CUATRO CUENTOS CON LOS QUE INICIA EL LIBRO DE ETGAR KERET Y...UNO DE PILÓN:
De repente un toquido en la puerta. Etgar Keret. Ed. Sexto piso



De repente un toquido en la puerta

—Cuéntame un cuento —me ordena el hombre con barba que
está sentado en el sofá de mi sala.
Reconozco que la situación me resulta bastante incómoda,
porque yo escribo cuentos, pero no soy un cuenta cuentos. Y
además no lo hago por encargo. La última persona que me pidió
que le contara un cuento fue mi hijo, hace un año. Inventé
algo sobre un hada y un ratón de campo, ni siquiera recuerdo
qué, sólo sé que a los dos minutos ya se había quedado dormido.
Mientras que la situación de ahora es absolutamente
distinta. Porque mi hijo no tiene barba. Ni pistola. Y porque
mi hijo me pidió el cuento, mientras que la intención de
este hombre es robármelo.
Procuro explicarle al barbudo que si enfunda la pistola
será mucho mejor para él. Para los dos, en realidad. Porque es
difícil que se te ocurra un cuento mientras te encañonan la
cabeza con una pistola cargada. Pero el tipo insiste.
—En este país —explica—, cuando quieres algo, tienes que
exigirlo por la fuerza.
Es un inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia
la situación es completamente diferente. Allí, cuando se
quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan.
Pero en el asfixiante y enrarecido Medio Oriente, eso no es así.
A uno le basta con pasar aquí una semana para entender cómo
funcionan las cosas. O para ser más exactos, para entender
cómo no funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos
modales un Estado. ¿Se los dieron? ¡Pura mierda! Mientras
que cuando pasaron a hacerse volar por los aires en autobuses
cargados de niños, empezaron a escucharlos. Los colonos
quisieron que se les enviara a alguien con quien dialogar. ¿Les
enviaron a alguien? Otra mierda, eso es lo que les enviaron.
Pero en cuanto se pusieron a repartir madrazos y a lanzarles
aceite hirviendo a los guardias fronterizos, los estamentos empezaron
a querer tomar contacto. Este país sólo entiende el
lenguaje de la fuerza y no importa que se trate de un asunto de
política, de economía o de un lugar de estacionamiento. Aquí
sólo entendemos la fuerza.
Suecia, el lugar desde el que el barbudo ha inmigrado, es
un país progresista y avanzado en no pocos campos. Porque
Suecia no es sólo ABBA, IKEA y el Premio Nobel. Suecia es todo
un mundo de cosas, y lo muchísimo que tienen lo han conseguido
exclusivamente por las buenas. En Suecia, si se le hubiera
ocurrido ir a casa de la vocalista de Ace of Base y tocar la
puerta para pedirle que le cantara una canción, ella le habría
preparado una taza de té, habría sacado la guitarra de debajo
de la cama y se habría puesto a tocar. Y todo con una sonrisa.
¿Pero aquí? Si no trajera una pistola en la mano seguramente
yo lo habría echado a patadas escaleras abajo.
—Mira… —le digo intentando que entre en razón.
—Nada de mira —exclama furioso el barbudo tomando el
arma—, o el cuento o un balazo en la cabeza.
Así que comprendo que no tengo alternativa, que el tipo
va completamente en serio.
—Hay dos personas sentadas en una habitación —empiezo—,
cuando de repente alguien toca la puerta con los nudillos.
El barbudo se yergue. Por un momento creo que el cuento
lo ha atrapado. Pero no. Está escuchando otra cosa. Y es que
realmente hay alguien tocando la puerta con los nudillos.
—Abre —me dice—, y no intentes nada. Échalo de aquí lo
más deprisa posible, porque si no esto va a acabar muy mal.
El joven de la puerta es un encuestador. Quiere hacerme
unas cuantas preguntas. Muy cortas. Sobre la elevadísima humedad
que hay aquí en verano y cómo ésta afecta a mi estado
de ánimo. Le digo que no quiero que me haga la encuesta, pero
él, de todos modos, se cuela.
—¿Quién es? —me pregunta, apuntando hacia el barbudo.
—Es mi sobrino, de Suecia —le miento—. Ha venido para
enterrar aquí a su padre que ha muerto en un alud de nieve. En
estos momentos estábamos mirando el testamento. ¿Serías,
pues, tan amable de respetar nuestra intimidad yéndote ahora
mismo?
—¡Vamos! —me dice el encuestador, dándome una palmadita
en el hombro—, si son cuatro preguntitas de nada. Deja
que este buen hombre se pueda ganar el pan. Me pagan por
encuesta hecha.
Se desparrama en el sofá con su carpeta. El sueco se sienta
a su lado. Yo sigo de pie, intentando parecer convincente.
—Te ruego que te vayas —le digo—, has llegado en mal momento.
—¿Cómo que en mal momento? ¿Porque no soy lo suficientemente
blanco? Para los suecos veo que sí dispones de
todo el tiempo del mundo, pero para este marroquí que, como
soldado recién llegado del frente del Líbano, ha dejado allí la
vida, para este don nadie, no tienes ni un triste minuto.
Intento explicarle que eso no es así, que simplemente se
le ha ocurrido llegar en un momento delicado para el sueco y
para mí. Pero el encuestador se acerca el cañón de su pistola
a los labios indicándome que me calle la boca.
—Ya —me dice—, déjate de excusas. Siéntate ahí en el sillón
y desembucha.
—¿Que desembuche qué? —le pregunto.
La verdad es que ahora sí estoy nervioso. El sueco también
tiene una pistola y aquí se puede llegar a armar un verdadero
enfrentamiento entre Oriente y Occidente o algo así, por la
diferencia de mentalidad. O hasta quizá resulte que al sueco le
dé por enloquecer porque quería el cuento para él solito.
—No intentes engañarme —me amenaza el encuestador—,
tengo la mecha corta. Vamos, suelta ya de una vez un cuento.
—Eso —se le une el sueco, con una sorprendente complicidad
mientras también me apunta con su arma y yo carraspeo
para volver a empezar.
—Tres personas están sentadas en una habitación…
—Y nada de «de repente tocan la puerta con los nudillos»
—me advierte el sueco.
El encuestador no entiende a qué se refiere, pero le sigue
la corriente.
—Suéltalo ya —exclama—, y sin toquidos en la puerta.
Cuéntanos otra cosa. Algo que nos sorprenda.
Callo un momento y tomo aire. Los dos tienen la mirada
fijada en mí. ¿Por qué tendré que verme siempre en situaciones
como éstas? A Amos Oz o a David Grossman nunca les pasaría
algo así. De repente se oyen unos golpecitos en la puerta. La
mirada de concentración de los dos se vuelve ahora amenazadora.
Yo me encojo de hombros. No tengo nada que ver con eso,
ni mi cuento tiene nada que ver con ese toquido en la puerta.
—Deshazte de él —me ordena el encuestador—, sea quien
sea, dile que se largue.
Abro la puerta sólo una rendija. Es un repartidor que trae
una pizza.
—¿Eres Keret? —me pregunta.
—Sí —le digo—, pero yo no he pedido ninguna pizza.
—Aquí dice Zamenhof 14 —insiste, agitando una nota delante
de mis narices y metiéndose a la casa.
—Lo dirá —le contesto—, pero yo no he pedido ninguna
pizza.
—Una familiar —se empecina él—, mitad piña, mitad anchoas.
Está pagada. Con tarjeta. Sólo tienes que darme la propina
y me largo volando.
—¿Tú también has venido por el cuento? —le pregunta el
sueco.
—¿Qué cuento? —se extraña el repartidor de pizza.
Pero se le nota que miente, porque es muy mal actor.
—Vamos, sácala —le espeta el encuestador—, saca la pistola
de una vez.
—No tengo ninguna pistola —confiesa el repartidor, dejando
asomar, sin embargo, de debajo de la caja de cartón, un
largo cuchillo de carnicero—, pero lo haré picadillo si no se
inventa enseguida una buena historia.
Ahora están los tres sentados en el sofá. El sueco a la derecha,
a su lado el repartidor y a la izquierda el encuestador.
—Yo así no puedo —les digo—, no se me va a ocurrir ningún
cuento si están ahí los tres con la tontería de las armas.
Salgan un rato a dar una vuelta y cuando vuelvan veré si les
tengo algo preparado.
—Lo que va a hacer el mierda éste es llamar a la policía
—le dice el encuestador al sueco—. Cree que nos chupamos
el dedo.
—Vamos, échate uno y nos vamos —me suplica el repartidor
de pizza—, uno cortito. No seas tacaño, los tiempos que
corren son muy malos, entre el desempleo, los atentados y
los iraníes. La gente está sedienta de otra cosa. ¿Qué crees
que nos ha traído hasta tu casa a unas personas normalitas como
nosotros? La desesperación, hombre, la desesperación.
Yo asiento y vuelvo a empezar.
—Cuatro personas están sentadas en un sofá. Hace calor.
Se aburren. El aire no funciona. Uno pide un cuento. Los demás
le hacen coro…
—Eso no es un cuento —exclama irritado el encuestador—,
eso es un informe de la situación, de lo que en este momento
está pasando aquí. Precisamente de lo que estamos
intentando escapar. No nos recicles la realidad como el camión
de la basura. Dale a la imaginación hermano, inventa algo, vamos,
lo más increíble posible.
Vuelvo a empezar.
—Un hombre está sentado en una habitación. Está solo.
Es escritor. Quiere escribir un cuento. Ha pasado mucho tiempo
desde que escribió su último cuento y siente una fuerte
añoranza. Echa de menos la sensación de crear algo a partir de
algo. Sí, algo a partir de algo. Porque eso de crear algo de la
nada es para cuando de verdad se inventa algo. Y eso ni vale
la pena ni es gran cosa. Mientras que crear algo a partir de algo
quiere decir saber descubrir algo que ya existía todo el tiempo
en ti y descubrirlo a través de algo que ha sucedido y que nunca
antes había pasado. Finalmente, el hombre decide escribir
sobre la situación. No sobre la situación política, ni tampoco
sobre la situación social del país. Decide escribir un cuento
sobre la situación humana, o mejor dicho, sobre la condición
humana tal y como él la está experimentando en ese mismo
momento. Pero no se le ocurre nada. Porque la situación humana,
tal y como él la está viviendo en ese momento, según
parece, no merece ningún cuento. Está a punto de renunciar a
la idea cuando de repente…
—Ya te lo he advertido —me interrumpe el sueco—, nada
de toquidos en la puerta.
—Es que tiene que ser así —me empeño yo—, sin que toquen
la puerta no hay cuento.
—Déjalo —dice el repartidor de pizza suavemente—. Dale
un poco de libertad. Si quiere que toquen la puerta, pues que
la toquen. ¡Lo que sea, con tal de que nos cuente un cuento
de una vez!



Mentiralandia

Robi dijo la primera mentira a los siete años. Su madre le había
dado un billete viejo y arrugado y le había pedido que fuera a la
tienda a comprarle una cajetilla de Kent largos. Con el dinero,
Robi se compró un helado. Las monedas del cambio las escondió
debajo de una piedra grande en el patio trasero del edificio
en el que vivían y cuando volvió a casa le contó a su madre
que un niño pelirrojo con un aspecto horroroso y al que le faltaba
uno de los dientes delanteros lo había parado en plena
calle y le había dado una bofetada quitándole el billete. Ella se
lo creyó. Y desde entonces Robi no ha dejado de mentir. Cuando
estaba en la preparatoria se fue a Eilat y se tiró en la playa
casi una semana después de haberle vendido al profesor de su
curso el cuento de que a su tía de Beer-Sheva le habían diagnosticado
un cáncer. En el servicio militar esa tía imaginaria
ya se había quedado ciega y así es como pudo ayudar a Robi a
salir del problema en el que se había metido por abandono del
puesto de guardia, y eso sin ser detenido, ni siquiera arrestado.
En el trabajo justificó en una ocasión un retraso de dos horas
con la mentira de que se había encontrado un pastor alemán
atropellado en la cuneta y que lo había llevado al veterinario.
En la mentira el perro se quedó paralítico de dos patas y el
retraso fue completamente olvidado. Fueron muchísimas las
mentiras que Robi Elgrabli tuvo ocasión de contar durante
su vida. Mentiras mancas y enfermas, violentas y malvadas,
mentiras con piernas y con ruedas, mentiras con chaqueta
y mentiras con bigote. Unas mentiras que se inventaba al instante,
sin pensar en que un día fuera a tener que volver a encontrarse
con ellas.
Todo empezó en un sueño. Un sueño corto y muy poco claro
sobre su madre muerta. En el sueño estaban sentados los dos
en una esterilla en medio de una plataforma blanca, sin más
detalles, una extensión blanca que parecía no tener ni principio
ni fin. A su lado, en la infinita plataforma blanca había
una máquina expendedora de chicles, de las antiguas, con la
parte de arriba transparente y una rendija por la que se echaba
la moneda. Si se giraba una palanca le salía a uno un chicle de
bola. En el sueño la madre de Robi le dijo que empezaba a fastidiarle
eso de estar en el otro mundo, porque aunque la gente
ahí era muy buena, no había cigarros.
—No es sólo que no haya cigarros, sino que encima no
hay café, ni existe la emisora Reshet Bet. ¡No hay nada de
nada! Tienes que ayudarme, Robi —le dijo—, tienes que
comprarme un chicle. Recuerda que yo te crié, hijo mío.
Durante un montón de años te lo di todo sin pedir nada a
cambio. Y ahora ha llegado el momento de recompensar un
poquito a tu anciana madre. Cómprame una bola de chicle. De
ser posible, roja. Aunque si te sale una azul, tampoco pasa
nada.
En el sueño, Robi rebuscó una moneda en los bolsillos,
pero no encontró ninguna.
—No tengo dinero, mamá —le dijo bañado en lágrimas—,
no tengo ni un centavo, he buscado bien en todos mis bolsillos.
Siendo como era que él nunca lloraba cuando estaba despierto,
resultaba raro que ahora llorara en el sueño.
—¿Has buscado también debajo de la piedra? —le preguntó
su madre, cubriendo con su mano la de él—, ¿estarán todavía
ahí aquellas monedas?
Y entonces se despertó. Eran las cinco de la mañana de un
sabbat y fuera todavía estaba oscuro. Robi se encontró subiéndose
al coche y dirigiéndose al lugar en el que vivió de niño.
Siendo un sábado por la mañana, sin tráfico en la carretera, le
llevó menos de veinte minutos llegar. En la planta baja del edificio,
donde en su día había estado la tienda de Pliskin, habían
abierto una de esas tiendas donde todo cuesta lo mismo, y al
lado, en lugar de la zapatería, había ahora una tienda de una
compañía de celulares que tenía tal variedad de terminales en
el escaparate que se diría que no existía el mañana. Pero lo que
era el edificio en sí, seguía igualito que siempre. Habían pasado
más de veinte años desde que se fueron y entre tanto ni
siquiera lo habían vuelto a pintar. El patio también seguía
igual, con unas cuantas flores, la llave, el viejo manómetro oxidado
y un montón de malas hierbas. Y en un rincón del patio,
al lado del tendedero que todos los años convertíamos en
sukah,* estaba la piedra blanca.
Se quedó allí de pie, en el patio trasero de la casa en la que
se crió, con el anorak militar, una linterna de plástico grande
y sintiéndose muy raro. Eran las cinco y media de la mañana
de un sábado. Si de repente llegaba a salir un vecino, ¿qué le
iba a decir? «¿Mi madre muerta se me apareció en sueños
y me pidió que le compre un chicle de bola, así que he venido
por unas monedas?» Resultaba bastante raro que la piedra siguiera
allí después de tantos años. Aunque pensándolo bien,
tampoco es que las piedras se dediquen a marcharse por su
cuenta a ningún lado. Levantó la piedra con cierto miedo, como
si bajo ella pudiera encontrarse escondido un escorpión.
Pero allí no había ni escorpión ni serpiente ni ningunas monedas
de lira, sino un hueco del diámetro de una toronja que
irradiaba luz. Robi intentó mirar el interior del hueco, pero la
luz lo cegaba. Vaciló un instante, metió la mano y después el
brazo entero, hasta el hombro. Se tiró en el suelo esforzándose
por llegar a tocar algo en el fondo del foso. Pero éste no tenía
fondo y lo único que consiguió tocar tenía el tacto de un frío
metal. Como de una palanca. La palanca de una máquina
expendedora de chicles. Robi giró la palanca con todas sus
fuerzas y notó que el mecanismo le obedecía. Ahora había llegado
el momento en el que un enorme chicle redondo debía
salir recorriendo el camino que va desde el interior metálico
de la máquina hasta la palma de la mano del emocionado
niño que lo espera impaciente. Ahora era el momento en el que
todo eso debía suceder. Pero no sucedió. Porque en el momento
en el que Robi terminó de girar la palanca apareció aquí.
Ese «aquí» era otro lugar, pero también conocido. El lugar
del sueño con su madre. Un lugar completamente blanco, sin
paredes, sin suelo, sin techo, sin sol. Solamente blanco y con
una máquina de chicles. Una máquina de chicles y un niño pelirrojo,
bajito y feo al que Robi no vio en un primer momento.
Y antes de que a Robi le hubiera dado tiempo de sonreírle o
de decirle algo, el pelirrojo le dio una patada en la pierna con
todas sus fuerzas haciéndolo caer de rodillas. Ahora, allí arrodillado
y gimiendo de dolor, Robi y el niño eran exactamente
de la misma altura. El pelirrojo miró a Robi a los ojos y, a
pesar de que Robi sabía muy bien que nunca antes se habían
visto, aquel niño le resultaba familiar.
—¿Quién eres? —le preguntó al niño pelirrojo que tenía
delante jadeando.
—¿Yo? —le respondió el niño con una perversa sonrisa
que dejó al descubierto que le faltaba uno de los dientes delanteros—.
Soy tu primera mentira.
Robi intentó levantarse. La pierna en la que el pelirrojo le
había dado la patada le dolía a rabiar. El pelirrojo, entre tanto,
hacía ya rato que había salido huyendo de allí. Robi examinó
de cerca la máquina expendedora de chicles. Entre las bolas de
chicle se escondían unas bolas de plástico medio transparentes
con sorpresa dentro. Buscó una moneda en los bolsillos y se
acordó de que el niño pelirrojo le había arrebatado la cartera
antes de escapar. Robi se puso a cojear sin rumbo fijo. Como
en la plataforma blanca no había ningún punto de referencia
que no fuera la máquina de chicles, lo único que podía hacer
era intentar alejarse de ella. Cada pocos pasos volvía la cabeza
para comprobar que realmente la máquina se iba haciendo cada
vez más pequeña, y una de las veces que miró hacia atrás vio un
pastor alemán y a su lado un hombre viejo y enjuto con un ojo
de cristal y las dos manos amputadas. Al perro lo reconoció enseguida,
por cómo avanzaba medio reptando, ya que las patas
delanteras arrastraban tras de sí, con gran esfuerzo, la parte de
atrás del cuerpo, la paralizada. Aquél era el perro atropellado
de la mentira. Y el perro, jadeando por el esfuerzo y muy nervioso,
estaba muy contento de verlo. Le lamió la mano a Robi
mientras lo miraba fijamente. Al hombre flaco no conseguía
Robi identificarlo. El anciano le tendió el gancho que llevaba
montado sobre el muñón derecho para estrecharle la mano.
—Robi —dijo éste con una inclinación de cabeza.
—Igor —se presentó el anciano, palmeándole la espalda a
Robi con uno de los ganchos.
—¿Nos conocemos? —le preguntó Robi, tras unos segundos
de vacilante silencio.
—No —respondió Igor, levantando la correa con uno de los
ganchos—. Estoy aquí por él. Te ha olido a varios kilómetros de
distancia y se ha puesto muy nervioso. Ha querido que viniéramos.
—Entonces usted y yo no tenemos nada que ver —dijo Robi
con cierto alivio.
—¿Tú y yo? —dijo Igor—. En absoluto. Yo soy la mentira de
otra persona.
A Robi le habría encantado preguntarle de quién era la
mentira, pero no estaba muy seguro de que resultara educado
hacerlo. En realidad, quería preguntarle también qué lugar era
aquél y si había allí mucha más gente, o más mentiras, o como
quiera que se llamaran a sí mismos, fuera de él, pero temía que
esa pregunta resultara también demasiado delicada. Así que
en lugar de hablar se limitó a acariciar al perro cojo de Igor. El
perro era muy cariñoso. Parecía estar muy contento de ver a
Robi y éste se compadeció de él y se sintió culpable por no haber
inventado una mentira menos trágica y dolorosa.
—La máquina de los chicles —le preguntó a Igor tras unos
minutos—, ¿con qué monedas funciona?
—Con liras —le dijo el anciano.
—Antes estuvo aquí un niño que me robó la cartera —le
dijo Robi—, pero aunque no lo hubiera hecho no llevaba liras
en ella.
—¿Un niño al que le faltaba un diente? —le preguntó Igor—.
Ese pájaro roba a todo el mundo. Hasta las croquetas del perro.
Nosotros, en Rusia, a un niño como ése, lo sacaríamos en camiseta
y calzones a la nieve y no lo dejaríamos volver a entrar
en casa hasta que no tuviera todo el cuerpo bien azul.
Igor se señaló con uno de los ganchos el bolsillo trasero
del pantalón.
—Ahí hay unas cuantas liras. Tómalas, es un regalo que
te hago.
Robi, confuso, sacó una lira del bolsillo de Igor y, tras
darle las gracias, intentó ofrecerle a cambio su reloj Swatch.
—Gracias —sonrió Igor—, pero ¿para qué necesito yo un
reloj de plástico? Además, nunca tengo prisa por llegar a ningún
sitio.
Y al ver que Robi buscaba otra cosa para darle, en vez del
reloj, se apresuró a tranquilizarlo:
—Pero si el que está en deuda contigo soy yo. Si no fuera
por tu mentira del perro, ahora me vería aquí completamente
solo. De manera que ya estamos en paz.
Robi se fue cojeando muy deprisa en dirección a la
máquina de chicles. La patada del niño pelirrojo le seguía doliendo,
pero menos. Echó la lira en la máquina, aspiró profundamente,
cerró los ojos y giró la palanca con rapidez.
Se encontró tirado en el suelo del patio de su antigua casa.
La primera luz empezaba ya a pintar el cielo de un tono añil.
Robi sacó la mano apretada en un puño del profundo foso, y
cuando la abrió descubrió en ella un chicle redondo y rojo.
Antes de marcharse puso la piedra en su sitio. No se preguntó
qué era lo que exactamente había pasado allí, en el foso,
sino que se limitó a montarse en el coche, puso marcha atrás
y se fue de allí. El chicle rojo lo metió debajo de la almohada,
para su madre, por si volvía en sueños.
Durante los primeros días Robi todavía pensó mucho en
aquello, en el perro, en Igor, y en sus demás mentiras, con las
que, por suerte, no se había encontrado. Porque estaba aquella
extraña mentira que una vez le había dicho a Ruti, su novia anterior,
cuando no había ido a la cena del viernes a casa de los
padres de ella y le dijo que su sobrina que vivía en Netania tenía
un marido muy violento que la amenazaba con matarla y
que por eso había tenido que ir allí a calmar los ánimos. Hasta
hoy no entendía cómo había sido capaz de inventar una historia
tan demencial como ésa. Quizá fuera porque creía que
cuanto más complicada y retorcida fuera la excusa, Ruti más
se la creería. Hay personas que cuando no van a cenar a la
casa a la que están invitados el viernes por la noche se limitan
a decir que les duele la cabeza, mientras que por culpa de esa
mentira que él había dicho, ahora vivirían no lejos de allí, en
una especie de foso bajo tierra, un marido loco y una mujer
maltratada.
No regresó al foso, pero algo de aquel lugar seguía en él.
Al principio todavía siguió mintiendo, pero decía mentiras positivas,
nada de pegar palizas, ni de personas que cojeaban o
que tenían cáncer. Llegaba tarde al trabajo porque había tenido
que ir a regar las plantas a casa de una tía suya que se había
ido a visitar a su maravilloso hijo a Japón; no había podido
asistir a una fiesta de britah* porque una gata había parido en
su puerta y él se había tenido que ocupar de los gatitos. Y cosas
por el estilo. Pero el problema con todas estas mentiras positivas
era que resultaba mucho más difícil inventarlas. Por lo
menos las que sonaban creíbles. Porque cuando uno le cuenta
a alguien algo malo, enseguida se lo traga y le parece de lo más
normal. Mientras que cuando te inventas cosas buenas, la gente
tiende a sospechar. Así que poco a poco Robi se encontró
con que cada vez mentía menos. Sobre todo por pereza. Y con
el tiempo también fue pensando cada vez menos en aquel lugar.
En el foso. Hasta la mañana en la que oyó en el pasillo
a Natasha, la de presupuestos, hablando con el jefe de su departamento.
Le estaba pidiendo que le diera urgentemente un
permiso de unos pocos días porque su tío Igor había sufrido
un infarto. Un pobre viudo con muy mala suerte que había perdido
las dos manos en un accidente de tráfico en Rusia y que
ahora se encontraba completamente solo y desamparado. El
jefe le dio el permiso y Natasha se fue a su despacho, tomó su
bolsa y salió del edificio. Robi la siguió hasta el coche. Cuando
Natasha se paró para sacar las llaves del bolso, él también se
detuvo y ella se volvió hacia él.
—¿Trabajas en compras? —le dijo—. Eres el ayudante de
Zaguri, ¿verdad?
—Sí —asintió Robi—, me llamo Robi.
—Vaya, Robi —exclamó Natasha dedicándole una nerviosa
sonrisa rusa—, pues ¿qué cuentas? ¿Qué querías?
—Es por lo de la mentira que le acabas de decir al jefe de
tu departamento —tartamudeó Robi—, yo sé quién es.
—¿Me has seguido todo este rato hasta el coche sólo para
acusarme de ser una mentirosa? —le soltó Natasha.
—No —se defendió Robi—, si no te estoy acusando de nada,
de verdad. Que seas una mentirosa me parece genial. Yo también
lo soy. Pero al Igor de tu mentira lo conozco. Tiene un
corazón de oro. Y tú, perdona que te lo diga, te pasaste inventándole
más desgracias. Así que lo que te quiero decir es
que…
—¿Podrías quitarte? —lo cortó Natasha con frialdad—. No
me dejas abrir la puerta del coche.
—Sé que suena demencial, pero te lo puedo demostrar
—dijo Robi, ahora ya muy nervioso—. Igor sólo tiene un ojo,
bueno, quiero decir que es tuerto. Seguramente una vez mentiste
diciendo que Igor había perdido un ojo, ¿cierto?
Natasha, que ya se estaba subiendo al coche, se detuvo
en seco.
—¿De dónde sacas tú eso? —le dijo con recelo—. ¿Eres
amigo de Slava?
—No conozco a ningún Slava —balbució Robi—, sólo a Igor.
Si quieres te puedo llevar hasta él.
Estaban en el patio trasero del edificio. Robi quitó la piedra, se
tiró en la tierra húmeda y metió el brazo en el agujero. Natasha
estaba allí de pie a su lado. Él le tendió la mano libre y dijo:
—Agárrate fuerte.
Natasha miró a aquel hombre tendido allí a sus pies. De
unos treinta y pico, guapo, vestido con una camisa blanca, limpia
y muy bien planchada que ahora, en realidad, estaba menos
limpia y muchísimo menos planchada, con un brazo metido en
un agujero y la mejilla pegada al suelo.
—Agárrate fuerte —repitió Robi, mientras ella no hacía
más que preguntarse a sí misma, mientras le daba la mano,
cómo era posible que siempre se las arreglara para dar con tarados
como ése.
Cuando él había empezado con sus tonterías junto al coche,
Natasha había creído que quizá sólo se tratara de una clase
de humor algo especial, o de alguna estúpida broma típica israelí
para la cámara indiscreta, pero ahora se daba cuenta de
que aquel chico de mirada tierna y azorada sonrisa estaba
de psiquiatra. Sus dedos se aferraron con fuerza a los de ella.
Se quedaron así, completamente quietos por un momento, él
tirado en el suelo y ella de pie, un poco encorvada y mirándolo
confundida.
—Muy bien —susurró Natasha muy bajito y con un tono
casi de terapeuta—, ya estamos agarraditos de la mano, ¿y ahora
qué?
—Pues ahora voy a girar la palanca —dijo Robi.
Les llevó muchísimo tiempo dar con Igor. Primero se encontraron
con una mentira peluda y jorobada, por lo visto la
mentira de un argentino que no hablaba ni una palabra de
hebreo, y después con otra mentira de Natasha, un policía
religioso de lo más pesado que estaba empeñado en seguirlos
para que le mostraran la documentación y que, encima,
ni siquiera había oído hablar de Igor. La que terminó por
ayudarlos fue la sobrina maltratada de Robi, la de Netania.
Se la encontraron dando de comer a los cachorritos de la gata
de la última mentira que él había dicho. La tal sobrina hacía
ya unos días que no veía a Igor, pero sabía dónde podrían encontrar
al perro. Y éste, cuando terminó de lamerle las manos
y la cara a Robi, pareció encantado de guiarlos hasta la cama
de su amo.
Igor estaba bastante mal. Tenía la piel completamente
amarilla y se encontraba empapado en sudor. Pero al ver a Natasha
esbozó una enorme sonrisa. Estaba tan contento de que
hubiera ido a verlo, que hasta se empeñó en levantarse para
abrazarla, aunque apenas se podía parar. Cuando la abrazó,
Natasha se soltó a llorar y empezó a pedirle perdón, porque el
tal Igor, además de ser una de sus mentiras, era tío suyo. Un
tío que ella se había inventado, sí, pero su tío al fin y al cabo.
Igor le dijo que no tenía por qué disculparse y que aunque la
vida que había inventado para él no siempre fuera de lo más
fácil, él disfrutaba de cada momento y que no tenía por qué
preocuparse, ya que en comparación con el accidente de tren
en Minsk, el rayo que le había caído en Vladivostok y el ataque
de la jauría de lobos rabiosos en Siberia, el infarto que acababa
de sufrir era una menudencia. Después, al regresar a donde
estaba la máquina de chicles, Robi metió por la ranura una moneda
de lira, agarró la mano de Natasha y le pidió que hiciera
girar la palanca.
Cuando estuvieron de nuevo en el patio del edificio, Natasha
vio que tenía en la palma de la mano una bola de plástico
con una sorpresa dentro, un feísimo colgante de plástico amarillo
con forma de corazón.
—¿Sabes? —le dijo a Robi—, esta tarde tenía que marcharme
al Sinaí con una amiga para pasar unos días, pero creo que
lo voy a cancelar y que mañana volveré aquí para cuidar de Igor.
¿Quieres venir conmigo?
Robi asintió. Sabía que para poder ir con ella mañana tendría
que decir alguna mentira en la oficina y, aunque todavía
no había planeado exactamente cuál, ya sabía que se trataría de
una mentira alegre y que tendría mucha luz, flores, sol y, quién
sabe, puede que hasta unos cuantos bebés sonrientes.
* Sukah: precaria cabaña que se construye al aire libre para la Fiesta de las
Cabañas o de los Tabernáculos y en la que la familia vive los siete días que
dura la fiesta en conmemoración a las transitorias viviendas en las que se
alojaron los israelitas los cuarenta años que duró su éxodo en el desierto
tras su huida de Egipto. (N. de la T.)
* Britah: femenino de la palabra brit, «circuncisión». Ceremonia con la
cual se presenta a familiares y amigos al nuevo miembro femenino de
la familia, al que se le hace una fiesta similar a la de la circuncisión de los
varones. (N. de la T.)



Quesu -Cristo

¿Se han puesto a pensar alguna vez en cuál es la última palabra
más frecuentemente pronunciada por los que están a punto
de morir de una muerte violenta? El Instituto Tecnológico de
Massachusetts ha llevado a cabo un importante estudio sobre
la cuestión entre las distintas comunidades de Estados Unidos
y ha llegado a la conclusión de que la palabra no es otra sino
«fuck». Un 8% de los que están a punto de morir dice «what
the fuck», el 6% dice solamente «fuck», y hay un 2.8% que
dice «fuck you», que aunque en este caso la última palabra sea
«you», ésta no tendría sentido sin ir acompañada del «fuck»
que la precede. ¿Y qué es lo que dice Jeremy Kleinman cuando
llega medio muerto de hambre a la cantina de arriba? Dice:
«sin queso». Jeremy dice eso porque acaba de pedir algo en
una hamburguesería llamada Quesu-Cristo, y como en la carta
no tienen hamburguesas solas, Jeremy, que come kosher, pide
una hamburguesa con queso pero sin queso. La responsable
del restaurante ni se inmuta. Son muchísimos los clientes que
ya se lo han pedido con anterioridad. Tantos que ha sentido la
necesidad de informársela con unos cuantos correos electrónicos
detallados al director general de la red de hamburgueserías
Quesu-Cristo, que tiene la central en Atlanta. Le ha
pedido que añada a la carta la posibilidad de pedir simplemente
una hamburguesa. «Muchísima gente me la pide, y se ven
obligados a pedirme una hamburguesa con queso pero sin
queso, lo cual le resulta al cliente bastante ridículo, a la vez que
vergonzoso. Y, si me lo permite, le diré que también a mí
me resulta vergonzoso, por la empresa en general. Hace
que me sienta como una tecnócrata, y a los clientes los lleva a
pensar que la cadena es una empresa inflexible a la que tienen
que engañar con triquiñuelas para conseguir lo que quieren».
El director general no ha contestado a sus correos, y el hecho
de no haber obtenido respuesta ha sido para ella todavía más
vergonzoso y humillante que todas las veces que le han pedido
una hamburguesa con queso sin queso. Cuando un empleado
dedicado y responsable se dirige a su superior haciéndolo
partícipe de un problema, y con mayor razón si se trata de un
problema laboral relacionado con el lugar de trabajo, lo mínimo
que puede hacer el superior es reconocer que el problema
existe. El director general hubiera podido escribirle diciendo
que el asunto será analizado, o que aprecia que le haya escrito
pero que lamenta el hecho de que la carta del local no vaya
a poder ser modificada, o un millón de respuestas llenas de
palabrería similar. Pero no. No le ha contestado. Lo que ha
hecho que ella se sienta muy poca cosa. Exactamente igual que
aquella noche en New Haven cuando Nick, su novio, empezó
a echarle los perros a la mesera sin importarle que ella estuviera
sentada a su lado en la barra. Entonces lloró y Nick ni
siquiera entendió por qué. Aquella misma noche recogió todas
sus cosas y lo dejó. Unos amigos comunes la llamaron unas
cuantas semanas más tarde para decirle que Nick se había suicidado
y, aunque no la culparon directamente de lo sucedido,
había algo en la manera en cómo se lo contaron que resultaba
acusador, aunque no supiera muy bien definir cómo. De cualquier
modo, al no responderle el director general, sopesó
la posibilidad de renunciar. Pero aquella historia con Nick la
llevó a no hacerlo, y no porque creyera que el director de
Quesu-Cristo se fuera a suicidar cuando se enterara de que la
responsable de una de las apestosas sucursales del noreste del
país se había despedido al no responderle, pero aun así. Y
la verdad es que si el director general se hubiera enterado de
que se había marchado por él, se habría suicidado. La verdad
es que si el director general se hubiera enterado de que a
causa de la caza ilegal en África del león blanco, éste era un
animal en peligro de extinción, se habría suicidado. También
se habría suicidado si se hubiera enterado de algo mucho más
insignificante, como, por ejemplo, que al día siguiente iba
a llover. El director general de la red de hamburgueserías
Quesu-Cristo padecía una depresión clínica severa. Sus socios
y compañeros de trabajo lo sabían, pero se cuidaban de que
nadie conociera esa dolorosa realidad, por un lado porque respetaban
su intimidad y por el otro porque temían que las acciones
se desplomaran al instante. Y es que ¿qué nos vende, en
realidad, la Bolsa si no es la esperanza sin fundamento de un
futuro color de rosa? Y un director general que sufre de depresión
clínica no es que sea precisamente el embajador ideal para
transmitir ese mensaje. El director general de Quesu-Cristo,
que tenía asumida por completo la problemática personal y pública
de su estado anímico, intentaba ayudarse con medicación.
Pero las pastillas no le servían para nada. Los medicamentos
que tomaba se los prescribía un médico iraquí exiliado que
había conseguido el estatus de refugiado en Estados Unidos
después de que su familia hubiera sido bombardeada por error
por un caza F-16 que intentaba terminar con la vida de los hijos
de Saddam Hussein. Su mujer, su padre y dos hijos pequeños
resultaron muertos en el ataque y sólo su hija mayor, Suha,
sobrevivió. En una entrevista con la cnn el médico había dicho
que a pesar de su tragedia personal no estaba enojado con el
pueblo americano. Pero la verdad es que sí lo estaba. Más que
enojado, le hervía la sangre de ira contra el pueblo americano,
pero comprendía que si quería obtener la «Greencard» tenía
que mentir al respecto. Mientras mentía pensaba en los miembros
de su familia muertos y en su hija viva. Estaba convencido
de que poder estudiar en Estados Unidos le vendría muy bien
a su hija y que cuando mentía lo hacía, en realidad, por ella.
Pero se equivocaba de cabo a rabo. Su hija se quedó embarazada
a los quince años de un gordo y asqueroso blanco que estudiaba
un grado arriba de ella en la preparatoria y que se
negó a reconocer al niño. Por una complicación durante el
embarazo, el niño nació con daños cerebrales. Y en Estados
Unidos, como en la mayoría de los lugares del mundo, cuando
eres madre soltera de un niño retrasado, puede decirse que tu
suerte está echada. Seguramente habrá alguna película mala
que sostiene que eso no es así, que puedes encontrar el amor,
hacer carrera y otras cosas por el estilo. Pero no deja de ser una
película. En la vida real, desde el momento en el que te dicen
que tu hijo sufre retraso mental, es como si te colgaran por
encima de la cabeza un cartel con luces de neón parpadeantes
que dijera «game over». Quizá si su padre le hubiera dicho la
verdad a la cnn y no hubieran ido a Estados Unidos, la suerte
de ella habría sido otra. También en el caso de Nick, si no
le hubiera echado los perros a aquella mesera oxigenada de la
barra, su situación habría sido mejor, y la de la responsable
de la franquicia de la red de hamburgueserías, también. Y si el
director general de la compañía Quesu-Cristo hubiera recibido
el tratamiento médico adecuado, su estado anímico sería decididamente
estupendo. Y si aquel loco de la hamburguesería
no hubiera apuñalado a Jeremy Kleinman, el estado de Jeremy
sería el de un vivo, que es, como bien sabemos todos, muchísimo
mejor que el estado de un muerto, que era en el que se
encontraba en ese momento. Su muerte no fue inmediata. Jadeó,
quiso decir algo, pero la responsable de la franquicia que
lo tenía agarrado de la mano le pidió que no hablara para
que no se le fueran las fuerzas. Así que no habló, por intentar
conservar sus fuerzas. Lo intentó, sí, pero sin éxito. Hay una
teoría, creo que también del Instituto Tecnológico de Massachusetts,
que es la del efecto mariposa: una mariposa mueve
las alas en una de las playas de Brasil y, como resultado de ello,
al otro lado del mundo se desencadenará un tornado. Lo del
tornado está en el ejemplo original. Hubieran podido poner
otro ejemplo, que el aleteo de la mariposa trajera una lluvia
beneficiosa, pero los científicos que desarrollaron la teoría escogieron
un tornado. Y eso no fue porque también ellos, al
igual que el director de la red de hamburgueserías Quesu-Cristo,
sufrieran de depresión clínica, sino porque los científicos
especialistas en estadística saben que la probabilidad de que
algo dañino ocurra es mil veces mayor que la de que ocurra algo
útil. «Agárrame la mano», eso es lo que Jeremy Kleinman
quería decirle a la responsable del restaurante mientras la vida
se le escapaba como de una bolsa pinchada de leche chocolateada,
«dame la mano y no me la sueltes». Pero no se lo dijo
porque ella le pidió que no hablara. No se lo dijo porque no
hizo falta: ella lo tuvo agarrado de su sudorosa mano hasta que
murió. Y todavía un buen rato después, en realidad. Lo tuvo
agarrado de la mano hasta que los de la ambulancia le preguntaron
si era su mujer. Tres días después de aquello recibió un
correo electrónico del director general de la compañía. Lo que
había tenido lugar en aquella sucursal lo llevó a decidirse a
vender la compañía y a retirarse. La decisión lo sacó lo suficiente
de la depresión como para poder empezar a contestar
los correos. Los respondió con la computadora portátil desde
una maravillosa playa de Brasil. En el largo correo que escribió
le daba toda la razón y le decía que les transmitiría su razonada
petición a los nuevos directores. En el momento en el que le
dio al botón de «enviar», tocó con el dedo las alas de una mariposa
que descansaba adormecida en el teclado de la computadora.
La mariposa batió las alas. En algún lugar del otro lado
del mundo empezaron a soplar unos malos vientos.


Simyon

Había dos personas en la puerta: un lugarteniente con kipá de
ganchillo y detrás de él una oficial muy delgadita con el pelo
claro y ralo, y unos galones de capitán en el hombro. Orit esperó
un momento, pero como seguían guardando silencio les
preguntó en qué les podía ayudar.
—Gozlan —soltó la mujer capitán en dirección al religioso
con un tono entre autoritario y reprobatorio.
—Es referente a tu marido —balbució el religioso—, ¿podemos
pasar?
Orit sonrió y les dijo que tenía que tratarse de un error,
porque ella ni siquiera estaba casada. La capitán miró la arrugada
nota que llevaba en la mano y le preguntó si se llamaba
Orit, y al responderle que sí, la capitán le dijo muy educadamente,
pero con determinación:
—¿Nos permites pasar un momento, de todos modos?
Orit los llevó a la sala que compartía con su compañera de
departamento y, antes siquiera de que le hubiera dado tiempo
de preguntarles si podía ofrecerles algo para beber, el religioso
soltó, así, sin más:
—Ha muerto.
—¿Quién? —preguntó Orit.
—¿Pero por qué ahora? —regañó la capitán al hombre—.
¿No has podido esperar un momento a que se sentara o que le
diera tiempo de haberse ido a buscar un vaso de agua?
—Te pido disculpas —se apresuró a decirle el religioso a
Orit, crispando los labios en una mueca de nerviosismo—, es
mi primera vez, y todavía no lo manejo muy bien.
—No pasa nada —le dijo Orit—, ¿pero quién es el que ha
muerto?
—Tu marido —respondió el religioso—. No sé si lo habrás
oído, pero esta mañana ha habido un atentado en Beit Lid…
—No —dijo Orit—, no he oído nada. Nunca escucho las noticias.
Pero en este caso tampoco importa, porque se trata de
un error, ya se lo he dicho, no estoy casada.
El religioso le dirigió una mirada suplicante a la capitán.
—¿Eres Orit Bielsky? —le preguntó la capitán con una voz
que denotaba cierta impaciencia.
—No —respondió Orit—, soy Orit Levin.
—Exactamente —asintió la capitán—, exactamente. Y en
febrero de hace dos años te casaste con el sargento primero
Simyon Bielsky.
Orit se sentó en el destripado sofá de la sala. Le picaba
mucho la garganta, de tan seca que la tenía. Pensándolo mejor,
la verdad era que sí habría sido mejor que el tal Gozlan hubiera
esperado a que pudiera traerse de la cocina un vaso de Coca-
Cola Light antes de empezar a hablar.
—Pues no lo entiendo —murmuró el religioso, sin bajar lo
suficientemente la voz—, ¿es ella o no es ella?
La capitán le hizo señas para que se callara. A continuación
fue hasta la llave de la cocina y le trajo a Orit un vaso
de agua. El agua de la llave del departamento era asquerosa. El
agua siempre le había dado asco a Orit, pero la de aquel lugar
especialmente.
—Tómate tu tiempo —le dijo la capitán a Orit acercándole
el vaso—, nosotros no tenemos ninguna prisa —añadió, sentándose
a su lado.
Se quedaron allí sentadas en completo silencio hasta que
el religioso, que seguía de pie, empezó a perder la paciencia.
—Estaba solo, aquí en Israel —dijo—, seguro lo sabías.
Orit asintió con la cabeza.
—Todos sus familiares se quedaron en Estados Unidos o
en la ex Unión Soviética o como se llame ahora, no lo sé bien.
Estaba completamente solo.
—Exceptuándote a ti —dijo la capitana, y tocó con su seca
mano la mano de Orit.
—¿Sabes lo que eso significa? —le preguntó Gozlan sentándose
en el sillón enfrente de ellas.
—Cállate ya de una vez, idiota —le espetó la capitán al religioso.
—¿Cómo que idiota? —respondió él muy ofendido—. Si al
final se lo vamos a tener que decir, así que ¿para qué alargarlo?
La capitán hizo caso omiso de sus palabras y le dio a Orit
un apretado abrazo que pareció turbarlas a las dos.
—¿Qué es lo que finalmente me van a tener que decir?
—preguntó Orit mientras intentaba liberarse del abrazo.
La capitán la soltó, respiró profundamente, con cierta teatralidad,
y dijo:
—Tú eres la única que lo puede identificar.
A Simyon lo conoció el día de la boda. Servía en la misma base
que Assi, y Assi siempre le contaba historias de él, como que
llevaba la cintura del pantalón tan alta que todas las mañanas
tenía que decidir de qué lado se acomodaba el pito, o cómo
siempre que escuchaban por la radio el programa en el que
se saluda a los soldados, cada vez que decían una frase parecida
a «para el soldado más encantador de Tsahal», Simyon
se ponía muy tenso, como si ese saludo le estuviera destinado
cien por ciento a él solito. «¿Pero quién va a mandarle saludos
a un cretino como él?», se reía Assi. Y Orit fue y se casó
con ese cretino. La verdad es que Orit propuso que fuera Assi
el que se casara con ella, para librarse así de tener que hacer el
servicio militar, pero éste dijo que de ninguna manera, porque
un casamiento por conveniencia con el novio ya no es
del todo un casamiento simulado y puede generar muchos
problemas. Fue también él quien propuso a Simyon. «Por
cien shekels el estúpido ese es capaz hasta de hacerte un niño
», se había reído Assi. «Por un billete de cien estos rusos
son capaces de todo». Orit le había dicho a Assi que lo tenía
que pensar, aunque en el fondo ya había aceptado. Porque los
dos años de servicio militar que tendría que hacer si no estaba
casada la orillaron a aceptar. Lo que la había ofendido
es que Assi no estuviera dispuesto a casarse con ella. Al fin y
al cabo se trataba de un favor, y tu pareja tiene que saber siempre
cuándo se le necesita. Aparte de eso, aunque se tratara
de algo simulado, no es nada agradable estar casada con un
imbécil.
Un día después de aquello Assi volvió de la base, le dio un
beso húmedo en la frente y dijo:
—Te he ahorrado cien shekels.
Orit se limpió las babas y Assi se lo explicó.
—El pendejo ese se casará contigo gratis.
Orit le dijo que no lo veía claro y que había que tener
cuidado, porque puede que Simyon no hubiera llegado a entender
del todo lo que significaban las palabras «matrimonio
por conveniencia».
—Lo entiende perfectamente, ¡y de qué manera! —le dijo
Assi, husmeando en el refrigerador—. Será todo lo bobo que tú
quieras, pero también es muy astuto.
—¿Entonces por qué está dispuesto a hacerlo gratis?
—preguntó Orit sin entender nada.
—Qui lo sa —se había reído Assi, dándole un mordisco a
un pepino sin lavar—, puede que haya pensado que es lo más
cercano a estar casado que va a conseguir estar en la vida.
La capitán conducía el Renault y el religioso iba sentado detrás.
Durante casi todo el trayecto permanecieron en silencio,
por lo que Orit dispuso de muchísimo tiempo para pensar
que por primera vez en su vida iba a ver a una persona muerta,
que siempre se las arreglaba para buscarse novios que eran
todos unos cabrones y que a pesar de que lo sabía desde el primer
momento, siempre se quedaba con ellos un año o dos. Se
acordó del aborto y de su madre, que como creía en la reencarnación
se empeñó después en que el alma del bebé se había
reencarnado en su entristecido gato.
—Oye cómo llora —le había dicho entonces a Orit—, parece
la voz de un bebé. Hace cuatro años que lo tengo y nunca había
llorado así.
Ella sabía que su madre decía tonterías y que lo que le pasaba
al gato era que olía comida o alguna gata desde la ventana.
Pero la verdad es que sus maullidos se parecían bastante al
llanto de un niño y además no se callaba en toda la noche. La
única suerte de Orit era que para entonces Assi y ella ya no estaban
juntos, porque si se lo hubiera contado, él se habría partido
de la risa.
Orit intentaba pensar en el alma de Simyon y en qué habría
podido reencarnarse ahora, pero al instante se recordó
a sí misma que ella no creía para nada en esas cosas. Después
intentó explicarse cómo era posible que hubiera accedido a
ir con esa oficial a Abu Kabir y por qué no les había dicho que
aquello no había sido sino un matrimonio por conveniencia.
Había algo muy extraño en eso de tener que ir a la morgue para
identificar a un marido. Resultaba terrorífico a la vez que emocionante.
Era un poco como actuar en una película: vivir la
experiencia sin tener que pagar ningún precio por ello. Seguramente
Assi habría dicho que era una oportunidad de poca
madre para conseguir del ejército una pensión de viudez vitalicia
sin tener que mover un solo dedo y que ante una ketubbah*
del rabinato nadie en el ejército iba a poder decir absolutamente
nada.
—Todo va a estar bien —le dijo la capitán, que por lo visto
se dio cuenta de las arrugas que habían aparecido en la frente
de Orit—, estaremos contigo en todo momento.
Assi acudió al rabinato como testigo de Simyon y durante toda
la ceremonia intentó bromear con Orit haciéndole muecas.
Simyon parecía mucho mejor de lo que lo pintaba Assi en
sus historias. No es que fuera un hombre bueno, algo fuera de
* Ketubbah: contrato matrimonial judío. (N. de la T.)
serie, pero no era tan feo como lo había descrito Assi, ni tampoco
idiota. Era un tipo muy raro, pero tonto no, y al salir del
rabinato Assi los invitó a los dos a comer falafel. Durante todo
aquel día Simyon y Orit no se dijeron más que «hola» y lo
que estrictamente hay que decir en la ceremonia, y mientras
se comían el falafel hicieron también todo lo posible por no
mirarse. Eso pareció causarle mucha gracia a Assi.
—Mira qué mujer más guapa tienes —le decía a Simyon
poniéndole la mano en el hombro—, mira qué bombón.
Pero Simyon seguía con los ojos clavados en la grasosa pita
que tenía entre las manos.
—¿Qué va a ser de ti, Simyon? —seguía burlándose Assi—.
Sabes muy bien que ahora te toca besarla. Si no, según la ley
judía, el matrimonio no es válido.
Orit no había sabido si Simyon se lo había creído del todo.
Assi le dijo después que no, que sólo se había querido aprovechar
de la ocasión, pero Orit no estaba tan segura. Fuera como
fuere, de repente se había inclinado hacia ella para intentar
darle un beso. Orit dio un salto hacia atrás, así que los labios
de él no llegaron a tocarla, pero el olor que le salió de la boca
se mezcló con el olor del aceite frito del falafel y con el agradable
olor del rabinato que se le había pegado al pelo de Orit.
Ésta se alejó unos cuantos pasos más, vomitó en una jardinera
y cuando levantó la vista de la jardinera sus ojos se toparon con
los de Simyon. Simyon se quedó helado por un instante y se
limitó a correr para alejarse de allí. Sólo quería huir. Assi lo
llamó, pero Simyon no se detuvo. Y ésa fue la última vez que
Orit lo había visto. Hasta hoy.
De camino hacia allí temía no ser capaz de reconocerlo. Porque
lo había visto una sola vez hacía dos años, y entonces estaba vivo.
Y ahora, sin embargo, supo al instante que sí se trataba de
él. Una sábana verde le cubría todo el cuerpo excepto la cara,
que estaba entera a excepción de un pequeño orificio, no mayor
que una moneda de shekel, que tenía en la mejilla. El olor
del cadáver era exactamente el mismo que el olor de su aliento
en la mejilla de ella hacía dos años. Orit había recordado muchas
veces aquel momento. Ya junto al puesto de falafel le había
dicho Assi que ella no tenía la culpa de que a Simyon le oliera
la boca, pero ella había tenido siempre la sensación de que sí.
Y también hoy, cuando habían llamado a la puerta, tendría que
haberse acordado de él, porque cualquiera diría que se había
casado un millón de veces.
—¿Quieres que te dejemos sola un momento con tu marido?
—le preguntó la capitán.
Orit dijo que no con la cabeza.
—Puedes llorar —le dijo la capitán—, de verdad. No merece
la pena que te lo quedes dentro.







Pez dorado



Jonatan tuvo una brillante idea para un documental. Iría a las casas de la gente, tocaría la puerta, él solo, sin más miembros del equipo de rodaje, con una pequeña cámara, y preguntaría: «Si te encontraras un pez dorado que hablara y te concediera tres deseos, ¿qué es lo que le pedirías?» La gente le respondería y él montaría luego el documental con las respuestas más interesantes. Antes de cada bloque de respuestas, se vería a la persona de pie y sin moverse en la puerta de su casa, y en ese encuadre pondría un subtítulo con el nombre, el estado civil, los ingresos mensuales y puede que incluso el partido por el que vota en las elecciones. Y junto con los deseos, todo el asunto pasaría a ser un estudio que mostraría la distancia que existe entre nuestros sueños y la situación real en la que nuestra sociedad se encuentra.

Se trataba de una idea genial y barata. Para llevarla a la práctica no hacía falta nada más que la presencia del propio Jonatan y la de su cámara. Jonatan estaba seguro de que después de filmar y de montar el documental podría vendérselo sin problemas al Canal 8 o a Yes Docu. Si no como película, sí como unas postales en las que se podría ver cada vez a una persona con sus deseos. Con un poco de suerte, hasta podría conseguir que se interesara algún banco o alguna compañía de teléfonos que quisiera utilizarlo como eslogan. Algo al estilo de «Sueños distintos, deseos distintos, pero un sólo banco. El banco bla, bla, bla, el banco que sueña contigo» o «El banco que cumple tus deseos». Algo así.

Jonatan decidió empezar a trabajar en ello sin dilación. Iría sencillamente casa por casa tocando puertas. En el primer barrio que filmó, la mayoría de los que accedieron a colaborar pidieron cosas relativamente esperadas: salud, amor, una casa más grande. Pero hubo también momentos emocionantes. Una mujer estéril pidió un hijo, un superviviente del Holocausto con el número grabado en el brazo pidió que todos los nazis que todavía vivieran pagaran por sus delitos, y un transexual viejo pidió ser mujer. Y eso sólo en un par de calles del centro de Tel Aviv. Vete tú a saber lo que pediría la gente de las apartadas ciudades en desarrollo, de los asentamientos próximos a la frontera o en los de los territorios ocupados, en los pueblos árabes o en los centros de absorción de inmigrantes. Jonatan sabía que en un proyecto como ése también era muy importante que incluyera desempleados, religiosos, árabes y etíopes. Así que empezó a planear su calendario de visitas: Jaffa, Dimona, Ashdod, Sderot, Taibe. Se quedó mirando los nombres de los lugares que había anotado en el papel. Si conseguía filmar a un árabe que como deseo pidiera la paz, sería lo máximo.

A Sergei Goralick no le gustaba que nadie tocara a su puerta y menos todavía que le hicieran preguntas. En Rusia, cuando él era joven, eso pasaba mucho. Los de la KGB tocaban constantemente a su puerta porque su padre era sionista y prisionero de Sión. Cuando Sergei se mudó a Jaffa la familia le preguntó qué buscaba él en un lugar como aquél, en el que sólo hay drogadictos y árabes. Pero lo bueno de los drogadictos y de los árabes era que no tocaban a su puerta. Y así Sergei se podía levantar cuando todavía era de noche para salir con su barquita al mar, pescar un poco y regresar a casa. Y todo eso, solo. Tranquilamente. Como es debido.

Hasta que un buen día un muchacho con un arete en la oreja y cierto aspecto de homosexual toca a su puerta, bien fuerte, tal y como a Sergei no le gusta, y le dice que quiere hacerle unas preguntas, algo para la televisión. Sergei le hace saber bien claro que no quiere, y hasta le empuja un poco la cámara para que sepa que está hablando en serio. Pero el muchacho insiste. Dice un montón de cosas. A Sergei le cuesta un poco seguirlo, porque su hebreo no es muy bueno. Y el muchacho del arete habla muy rápido y dice que Sergei tiene unas facciones muy duras y que lo quiere para su documental. Sergei sigue empeñado en que no y hasta intenta cerrar la puerta, pero el muchacho es más rápido, se cuela y ya está en la casa de Sergei. Se pone a filmar sin permiso y vuelve a hablar de la cara de Sergei, de que transmite mucho sentimiento. De repente el muchacho ve el pez dorado de Sergei nadando en la jarra grande de cristal, en la cocina, y se pone a gritar:

—¡Un pez dorado! ¡Un pez dorado!

Sergei se pone muy nervioso y le pide que no filme al pez. Le explica que no es más que un pez que se le enganchó en la red. Pero el muchacho del arete sigue filmando y diciendo todo tipo de cosas sobre el pez, como que habla, que hay tres deseos, y hasta alarga la mano hacia la jarra con el pez. En ese instante Sergei se da cuenta de que el muchacho no está allí por la tele, sino que ha ido a quitarle el pez, y antes siquiera de que el cerebro de Sergei Goralik llegue a entender lo que su cuerpo hace, toma la sartén que está sobre la estufa de la cocina y le da al muchacho del arete un buen sartenazo en la cabeza. El muchacho se desploma y la cámara cae con él. La cámara se rompe al dar contra el suelo y la cabeza del muchacho, también. Le sale muchísima sangre de la cabeza y ahora Sergei no sabe qué hacer. Es decir, sabe lo que debería hacer, pero eso podría traerle complicaciones. Porque si llegara al hospital con ese muchacho le preguntarían qué es lo que ha pasado y la cosa podría terminar muy mal.

—No tienes por qué llevarlo al hospital —le dice el pez a Sergei en ruso—, está muerto.

—No es posible que esté muerto —protesta Segei—, si ni siquiera le he dado fuerte.

—El sartenazo no ha sido muy fuerte —está de acuerdo el pez—, pero parece que la cabeza del muchacho era todavía menos fuerte.

—Quería llevarte de aquí con él —dice Sergei.

—No —parece muy seguro el pez—, lo único que quería era filmar cuatro pendejadas para la tele.

—Pero si dijo…

—Pero si dijo… —lo corta en seco el pez—. Lo que pasa es que no lo has entendido. Tu hebreo no es que sea muy bueno.

—¿Y el tuyo sí? —le espeta Sergei con dureza.

—Sí, el mío sí —responde el pez con impaciencia—. Soy un pez mágico. Domino todas las lenguas.

El charco de sangre que hay debajo de la cabeza del chico no hace más que crecer, de modo que Sergei tiene ya que pegarse a la pared de la cocina para no pisarlo.

—Te queda otro deseo más —le recuerda el pez.

—No —dice Sergei moviendo la cabeza de lado a lado—, no puedo gastarlo, quiero guardarlo.

—¿Guardártelo para qué? —le pregunta el pez, pero Sergei no le contesta.

El primer deseo lo usó Sergei cuando a su hermana le detectaron el cáncer. Era cáncer de pulmón, del que no se cura, pero el pez lo solucionó al instante. El segundo deseo lo desperdició hacía ahora cinco años en el hijo de Sveta. El niño era entonces muy pequeñito, no había cumplido ni los tres años, pero los médicos dijeron que tenía algo en la cabeza que no estaba bien. Que iba a ser retrasado. Sveta lloró la noche entera y por la mañana Sergei volvió a su casa y le pidió al pez que arreglara el asunto. Nunca se lo contó a Sveta y al cabo de unos meses ella lo dejó por un policía, un marroquí, uno que tenía un viejo coche americano. Con el corazón Sergei se repetía que no lo había hecho por ella, que sólo lo había hecho por el niño, pero cuando lo pensaba con la cabeza estaba menos seguro de ello y sólo se le venían a la mente todas las demás cosas que habría podido pedir en vez de aquello. El tercer deseo todavía no lo había pedido.

—Puedo devolverlo a la vida —le dice el pez—. Puedo conseguir que el tiempo retroceda hasta el momento antes de que tocara la puerta. No hay ningún problema. Todo lo que tienes que hacer es pedírmelo.

El pez está moviendo la aleta de la cola de lado a lado, un movimiento que Sergei sabe que el pez sólo hace cuando está muy nervioso. También sabe que el pez ya olfatea su libertad. Después del último deseo, a Sergei no le va a quedar más remedio que soltarlo.

—Todo va a estar bien, de verdad —dice Sergei, a medias a sí mismo y a medias al pez—. Lo único que tengo que hacer es limpiar bien todo esto y por la noche, cuando salga a pescar, le ato una piedra y lo tiro al mar. Nadie lo encontrará jamás. Ya está. No pienso desperdiciar en esto un deseo.

—Pero si mataste a una persona, Sergei —le dice el pez—, y tú no eres un asesino. ¿Si no gastas un deseo en esto en qué lo piensas gastar?

Fue en Tira donde Jonatan, finalmente, encontró al árabe que iba a pedir la paz como uno de sus tres deseos. Se llamaba Munir y era un gordo con un bigotazo blanco que salió estupendo ante la cámara porque era muy fotogénico. Resultó muy emotivo el modo en el que formuló el deseo. Mientras lo filmaba, Jonatan sabía ya que aquello iba a impresionar. Lo mismo que el ruso de los tatuajes que encontró en Jaffa, el que había mirado directamente a la cámara y le había dicho que si encontrara un pez dorado que hablara no le pediría nada, sino que se limitaría a ponerlo en un estante en una jarra grande de cristal y se pasaría el día hablando con él, sin importarle de qué. De deporte, de política, de lo que el pez quisiera hablar. De todo. Con tal de no estar solo. F

Traducción de Ana María Bejarano.
Foto: Anna Kaim