PRESENTACIÓN DEL LIBRO
De repente un
toquido en la puerta
de Etgar Keret
Con Fernando Rivera Calderón,
José Gordon y el autor
El Miércoles 5 de diciembre • 7:00 pm
Centro Cultural Elena Garro
Fernández Leal 43, La Conchita, Coyoacán
EL DOMINGO 2 DE DICIEMBRE
PROYECCIÓN DE LA PELÍCULA
WRISTCUTTERS
(Basada en el libro Pizzería Kamikaze):
«Las
breves historias de Keret son feroces, graciosas, llenas de energía y
perspicacia,
y al mismo tiempo profundas, trágicas y muy conmovedoras.»
Amos
Oz
SORPRÉNDETE
LOS CUATRO CUENTOS CON LOS QUE INICIA EL LIBRO DE ETGAR KERET Y...UNO DE PILÓN:
De repente un toquido en la puerta. Etgar Keret. Ed. Sexto piso
De
repente un toquido en la puerta
—Cuéntame un
cuento —me ordena el hombre con barba que
está sentado
en el sofá de mi sala.
Reconozco
que la situación me resulta bastante incómoda,
porque yo
escribo cuentos, pero no soy un cuenta cuentos. Y
además no lo
hago por encargo. La última persona que me pidió
que le
contara un cuento fue mi hijo, hace un año. Inventé
algo sobre
un hada y un ratón de campo, ni siquiera recuerdo
qué, sólo sé
que a los dos minutos ya se había quedado dormido.
Mientras que
la situación de ahora es absolutamente
distinta.
Porque mi hijo no tiene barba. Ni pistola. Y porque
mi hijo me
pidió el cuento, mientras que la intención de
este hombre
es robármelo.
Procuro
explicarle al barbudo que si enfunda la pistola
será mucho
mejor para él. Para los dos, en realidad. Porque es
difícil que
se te ocurra un cuento mientras te encañonan la
cabeza con
una pistola cargada. Pero el tipo insiste.
—En este
país —explica—, cuando quieres algo, tienes que
exigirlo por
la fuerza.
Es un
inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia
la situación
es completamente diferente. Allí, cuando se
quiere algo,
se pide educadamente y, por lo general, te lo dan.
Pero en el
asfixiante y enrarecido Medio Oriente, eso no es así.
A uno le
basta con pasar aquí una semana para entender cómo
funcionan
las cosas. O para ser más exactos, para entender
cómo no
funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos
modales un
Estado. ¿Se los dieron? ¡Pura mierda! Mientras
que cuando
pasaron a hacerse volar por los aires en autobuses
cargados de
niños, empezaron a escucharlos. Los colonos
quisieron
que se les enviara a alguien con quien dialogar. ¿Les
enviaron a
alguien? Otra mierda, eso es lo que les enviaron.
Pero en
cuanto se pusieron a repartir madrazos y a lanzarles
aceite
hirviendo a los guardias fronterizos, los estamentos empezaron
a querer
tomar contacto. Este país sólo entiende el
lenguaje de
la fuerza y no importa que se trate de un asunto de
política, de
economía o de un lugar de estacionamiento. Aquí
sólo
entendemos la fuerza.
Suecia, el
lugar desde el que el barbudo ha inmigrado, es
un país
progresista y avanzado en no pocos campos. Porque
Suecia no es
sólo ABBA, IKEA y el Premio Nobel. Suecia es todo
un mundo de
cosas, y lo muchísimo que tienen lo han conseguido
exclusivamente
por las buenas. En Suecia, si se le hubiera
ocurrido ir
a casa de la vocalista de Ace of Base y tocar la
puerta para
pedirle que le cantara una canción, ella le habría
preparado
una taza de té, habría sacado la guitarra de debajo
de la cama y
se habría puesto a tocar. Y todo con una sonrisa.
¿Pero aquí?
Si no trajera una pistola en la mano seguramente
yo lo habría
echado a patadas escaleras abajo.
—Mira… —le
digo intentando que entre en razón.
—Nada de
mira —exclama furioso el barbudo tomando el
arma—, o el
cuento o un balazo en la cabeza.
Así que
comprendo que no tengo alternativa, que el tipo
va
completamente en serio.
—Hay dos
personas sentadas en una habitación —empiezo—,
cuando de
repente alguien toca la puerta con los nudillos.
El barbudo
se yergue. Por un momento creo que el cuento
lo ha
atrapado. Pero no. Está escuchando otra cosa. Y es que
realmente
hay alguien tocando la puerta con los nudillos.
—Abre —me
dice—, y no intentes nada. Échalo de aquí lo
más deprisa
posible, porque si no esto va a acabar muy mal.
El joven de
la puerta es un encuestador. Quiere hacerme
unas cuantas
preguntas. Muy cortas. Sobre la elevadísima humedad
que hay aquí
en verano y cómo ésta afecta a mi estado
de ánimo. Le
digo que no quiero que me haga la encuesta, pero
él, de todos
modos, se cuela.
—¿Quién es?
—me pregunta, apuntando hacia el barbudo.
—Es mi
sobrino, de Suecia —le miento—. Ha venido para
enterrar
aquí a su padre que ha muerto en un alud de nieve. En
estos
momentos estábamos mirando el testamento. ¿Serías,
pues, tan
amable de respetar nuestra intimidad yéndote ahora
mismo?
—¡Vamos! —me
dice el encuestador, dándome una palmadita
en el
hombro—, si son cuatro preguntitas de nada. Deja
que este
buen hombre se pueda ganar el pan. Me pagan por
encuesta
hecha.
Se
desparrama en el sofá con su carpeta. El sueco se sienta
a su lado.
Yo sigo de pie, intentando parecer convincente.
—Te ruego
que te vayas —le digo—, has llegado en mal momento.
—¿Cómo que
en mal momento? ¿Porque no soy lo suficientemente
blanco? Para
los suecos veo que sí dispones de
todo el
tiempo del mundo, pero para este marroquí que, como
soldado
recién llegado del frente del Líbano, ha dejado allí la
vida, para
este don nadie, no tienes ni un triste minuto.
Intento
explicarle que eso no es así, que simplemente se
le ha
ocurrido llegar en un momento delicado para el sueco y
para mí.
Pero el encuestador se acerca el cañón de su pistola
a los labios
indicándome que me calle la boca.
—Ya —me
dice—, déjate de excusas. Siéntate ahí en el sillón
y
desembucha.
—¿Que
desembuche qué? —le pregunto.
La verdad es
que ahora sí estoy nervioso. El sueco también
tiene una
pistola y aquí se puede llegar a armar un verdadero
enfrentamiento
entre Oriente y Occidente o algo así, por la
diferencia
de mentalidad. O hasta quizá resulte que al sueco le
dé por
enloquecer porque quería el cuento para él solito.
—No intentes
engañarme —me amenaza el encuestador—,
tengo la
mecha corta. Vamos, suelta ya de una vez un cuento.
—Eso —se le
une el sueco, con una sorprendente complicidad
mientras
también me apunta con su arma y yo carraspeo
para volver
a empezar.
—Tres
personas están sentadas en una habitación…
—Y nada de
«de repente tocan la puerta con los nudillos»
—me advierte
el sueco.
El
encuestador no entiende a qué se refiere, pero le sigue
la
corriente.
—Suéltalo ya
—exclama—, y sin toquidos en la puerta.
Cuéntanos
otra cosa. Algo que nos sorprenda.
Callo un
momento y tomo aire. Los dos tienen la mirada
fijada en
mí. ¿Por qué tendré que verme siempre en situaciones
como éstas?
A Amos Oz o a David Grossman nunca les pasaría
algo así. De
repente se oyen unos golpecitos en la puerta. La
mirada de
concentración de los dos se vuelve ahora amenazadora.
Yo me encojo
de hombros. No tengo nada que ver con eso,
ni mi cuento
tiene nada que ver con ese toquido en la puerta.
—Deshazte de
él —me ordena el encuestador—, sea quien
sea, dile
que se largue.
Abro la
puerta sólo una rendija. Es un repartidor que trae
una pizza.
—¿Eres
Keret? —me pregunta.
—Sí —le
digo—, pero yo no he pedido ninguna pizza.
—Aquí dice
Zamenhof 14 —insiste, agitando una nota delante
de mis
narices y metiéndose a la casa.
—Lo dirá —le
contesto—, pero yo no he pedido ninguna
pizza.
—Una
familiar —se empecina él—, mitad piña, mitad anchoas.
Está pagada.
Con tarjeta. Sólo tienes que darme la propina
y me largo
volando.
—¿Tú también
has venido por el cuento? —le pregunta el
sueco.
—¿Qué
cuento? —se extraña el repartidor de pizza.
Pero se le
nota que miente, porque es muy mal actor.
—Vamos,
sácala —le espeta el encuestador—, saca la pistola
de una vez.
—No tengo
ninguna pistola —confiesa el repartidor, dejando
asomar, sin
embargo, de debajo de la caja de cartón, un
largo
cuchillo de carnicero—, pero lo haré picadillo si no se
inventa
enseguida una buena historia.
Ahora están
los tres sentados en el sofá. El sueco a la derecha,
a su lado el
repartidor y a la izquierda el encuestador.
—Yo así no
puedo —les digo—, no se me va a ocurrir ningún
cuento si
están ahí los tres con la tontería de las armas.
Salgan un
rato a dar una vuelta y cuando vuelvan veré si les
tengo algo
preparado.
—Lo que va a
hacer el mierda éste es llamar a la policía
—le dice el
encuestador al sueco—. Cree que nos chupamos
el dedo.
—Vamos,
échate uno y nos vamos —me suplica el repartidor
de pizza—,
uno cortito. No seas tacaño, los tiempos que
corren son muy
malos, entre el desempleo, los atentados y
los iraníes.
La gente está sedienta de otra cosa. ¿Qué crees
que nos ha
traído hasta tu casa a unas personas normalitas como
nosotros? La
desesperación, hombre, la desesperación.
Yo asiento y
vuelvo a empezar.
—Cuatro
personas están sentadas en un sofá. Hace calor.
Se aburren.
El aire no funciona. Uno pide un cuento. Los demás
le hacen
coro…
—Eso no es
un cuento —exclama irritado el encuestador—,
eso es un
informe de la situación, de lo que en este momento
está pasando
aquí. Precisamente de lo que estamos
intentando
escapar. No nos recicles la realidad como el camión
de la
basura. Dale a la imaginación hermano, inventa algo, vamos,
lo más
increíble posible.
Vuelvo a
empezar.
—Un hombre
está sentado en una habitación. Está solo.
Es escritor.
Quiere escribir un cuento. Ha pasado mucho tiempo
desde que
escribió su último cuento y siente una fuerte
añoranza.
Echa de menos la sensación de crear algo a partir de
algo. Sí,
algo a partir de algo. Porque eso de crear algo de la
nada es para
cuando de verdad se inventa algo. Y eso ni vale
la pena ni
es gran cosa. Mientras que crear algo a partir de algo
quiere decir
saber descubrir algo que ya existía todo el tiempo
en ti y
descubrirlo a través de algo que ha sucedido y que nunca
antes había
pasado. Finalmente, el hombre decide escribir
sobre la
situación. No sobre la situación política, ni tampoco
sobre la
situación social del país. Decide escribir un cuento
sobre la
situación humana, o mejor dicho, sobre la condición
humana tal y
como él la está experimentando en ese mismo
momento.
Pero no se le ocurre nada. Porque la situación humana,
tal y como
él la está viviendo en ese momento, según
parece, no
merece ningún cuento. Está a punto de renunciar a
la idea
cuando de repente…
—Ya te lo he
advertido —me interrumpe el sueco—, nada
de toquidos
en la puerta.
—Es que
tiene que ser así —me empeño yo—, sin que toquen
la puerta no
hay cuento.
—Déjalo
—dice el repartidor de pizza suavemente—. Dale
un poco de libertad.
Si quiere que toquen la puerta, pues que
la toquen.
¡Lo que sea, con tal de que nos cuente un cuento
de una vez!
Mentiralandia
Robi dijo la
primera mentira a los siete años. Su madre le había
dado un
billete viejo y arrugado y le había pedido que fuera a la
tienda a
comprarle una cajetilla de Kent largos. Con el dinero,
Robi se
compró un helado. Las monedas del cambio las escondió
debajo de
una piedra grande en el patio trasero del edificio
en el que
vivían y cuando volvió a casa le contó a su madre
que un niño
pelirrojo con un aspecto horroroso y al que le faltaba
uno de los
dientes delanteros lo había parado en plena
calle y le
había dado una bofetada quitándole el billete. Ella se
lo creyó. Y
desde entonces Robi no ha dejado de mentir. Cuando
estaba en la
preparatoria se fue a Eilat y se tiró en la playa
casi una
semana después de haberle vendido al profesor de su
curso el
cuento de que a su tía de Beer-Sheva le habían diagnosticado
un cáncer.
En el servicio militar esa tía imaginaria
ya se había quedado
ciega y así es como pudo ayudar a Robi a
salir del
problema en el que se había metido por abandono del
puesto de
guardia, y eso sin ser detenido, ni siquiera arrestado.
En el
trabajo justificó en una ocasión un retraso de dos horas
con la
mentira de que se había encontrado un pastor alemán
atropellado
en la cuneta y que lo había llevado al veterinario.
En la
mentira el perro se quedó paralítico de dos patas y el
retraso fue
completamente olvidado. Fueron muchísimas las
mentiras que
Robi Elgrabli tuvo ocasión de contar durante
su vida.
Mentiras mancas y enfermas, violentas y malvadas,
mentiras con
piernas y con ruedas, mentiras con chaqueta
y mentiras
con bigote. Unas mentiras que se inventaba al instante,
sin pensar
en que un día fuera a tener que volver a encontrarse
con ellas.
Todo empezó
en un sueño. Un sueño corto y muy poco claro
sobre su
madre muerta. En el sueño estaban sentados los dos
en una
esterilla en medio de una plataforma blanca, sin más
detalles,
una extensión blanca que parecía no tener ni principio
ni fin. A su
lado, en la infinita plataforma blanca había
una máquina
expendedora de chicles, de las antiguas, con la
parte de
arriba transparente y una rendija por la que se echaba
la moneda.
Si se giraba una palanca le salía a uno un chicle de
bola. En el
sueño la madre de Robi le dijo que empezaba a fastidiarle
eso de estar
en el otro mundo, porque aunque la gente
ahí era muy
buena, no había cigarros.
—No es sólo
que no haya cigarros, sino que encima no
hay café, ni
existe la emisora Reshet Bet. ¡No hay nada de
nada! Tienes
que ayudarme, Robi —le dijo—, tienes que
comprarme un
chicle. Recuerda que yo te crié, hijo mío.
Durante un
montón de años te lo di todo sin pedir nada a
cambio. Y
ahora ha llegado el momento de recompensar un
poquito a tu
anciana madre. Cómprame una bola de chicle. De
ser posible,
roja. Aunque si te sale una azul, tampoco pasa
nada.
En el sueño,
Robi rebuscó una moneda en los bolsillos,
pero no
encontró ninguna.
—No tengo
dinero, mamá —le dijo bañado en lágrimas—,
no tengo ni
un centavo, he buscado bien en todos mis bolsillos.
Siendo como
era que él nunca lloraba cuando estaba despierto,
resultaba
raro que ahora llorara en el sueño.
—¿Has
buscado también debajo de la piedra? —le preguntó
su madre,
cubriendo con su mano la de él—, ¿estarán todavía
ahí aquellas
monedas?
Y entonces
se despertó. Eran las cinco de la mañana de un
sabbat y
fuera todavía estaba oscuro. Robi se encontró subiéndose
al coche y
dirigiéndose al lugar en el que vivió de niño.
Siendo un
sábado por la mañana, sin tráfico en la carretera, le
llevó menos
de veinte minutos llegar. En la planta baja del edificio,
donde en su
día había estado la tienda de Pliskin, habían
abierto una
de esas tiendas donde todo cuesta lo mismo, y al
lado, en
lugar de la zapatería, había ahora una tienda de una
compañía de
celulares que tenía tal variedad de terminales en
el
escaparate que se diría que no existía el mañana. Pero lo que
era el
edificio en sí, seguía igualito que siempre. Habían pasado
más de
veinte años desde que se fueron y entre tanto ni
siquiera lo
habían vuelto a pintar. El patio también seguía
igual, con
unas cuantas flores, la llave, el viejo manómetro oxidado
y un montón
de malas hierbas. Y en un rincón del patio,
al lado del
tendedero que todos los años convertíamos en
sukah,*
estaba la piedra blanca.
Se quedó
allí de pie, en el patio trasero de la casa en la que
se crió, con
el anorak militar, una linterna de plástico grande
y
sintiéndose muy raro. Eran las cinco y media de la mañana
de un
sábado. Si de repente llegaba a salir un vecino, ¿qué le
iba a decir?
«¿Mi madre muerta se me apareció en sueños
y me pidió
que le compre un chicle de bola, así que he venido
por unas
monedas?» Resultaba bastante raro que la piedra siguiera
allí después
de tantos años. Aunque pensándolo bien,
tampoco es
que las piedras se dediquen a marcharse por su
cuenta a
ningún lado. Levantó la piedra con cierto miedo, como
si bajo ella
pudiera encontrarse escondido un escorpión.
Pero allí no
había ni escorpión ni serpiente ni ningunas monedas
de lira,
sino un hueco del diámetro de una toronja que
irradiaba
luz. Robi intentó mirar el interior del hueco, pero la
luz lo
cegaba. Vaciló un instante, metió la mano y después el
brazo
entero, hasta el hombro. Se tiró en el suelo esforzándose
por llegar a
tocar algo en el fondo del foso. Pero éste no tenía
fondo y lo
único que consiguió tocar tenía el tacto de un frío
metal. Como
de una palanca. La palanca de una máquina
expendedora
de chicles. Robi giró la palanca con todas sus
fuerzas y
notó que el mecanismo le obedecía. Ahora había llegado
el momento
en el que un enorme chicle redondo debía
salir
recorriendo el camino que va desde el interior metálico
de la
máquina hasta la palma de la mano del emocionado
niño que lo
espera impaciente. Ahora era el momento en el que
todo eso
debía suceder. Pero no sucedió. Porque en el momento
en el que
Robi terminó de girar la palanca apareció aquí.
Ese «aquí»
era otro lugar, pero también conocido. El lugar
del sueño
con su madre. Un lugar completamente blanco, sin
paredes, sin
suelo, sin techo, sin sol. Solamente blanco y con
una máquina
de chicles. Una máquina de chicles y un niño pelirrojo,
bajito y feo
al que Robi no vio en un primer momento.
Y antes de
que a Robi le hubiera dado tiempo de sonreírle o
de decirle
algo, el pelirrojo le dio una patada en la pierna con
todas sus
fuerzas haciéndolo caer de rodillas. Ahora, allí arrodillado
y gimiendo
de dolor, Robi y el niño eran exactamente
de la misma
altura. El pelirrojo miró a Robi a los ojos y, a
pesar de que
Robi sabía muy bien que nunca antes se habían
visto, aquel
niño le resultaba familiar.
—¿Quién
eres? —le preguntó al niño pelirrojo que tenía
delante
jadeando.
—¿Yo? —le
respondió el niño con una perversa sonrisa
que dejó al
descubierto que le faltaba uno de los dientes delanteros—.
Soy tu
primera mentira.
Robi intentó
levantarse. La pierna en la que el pelirrojo le
había dado
la patada le dolía a rabiar. El pelirrojo, entre tanto,
hacía ya
rato que había salido huyendo de allí. Robi examinó
de cerca la
máquina expendedora de chicles. Entre las bolas de
chicle se
escondían unas bolas de plástico medio transparentes
con sorpresa
dentro. Buscó una moneda en los bolsillos y se
acordó de
que el niño pelirrojo le había arrebatado la cartera
antes de
escapar. Robi se puso a cojear sin rumbo fijo. Como
en la
plataforma blanca no había ningún punto de referencia
que no fuera
la máquina de chicles, lo único que podía hacer
era intentar
alejarse de ella. Cada pocos pasos volvía la cabeza
para
comprobar que realmente la máquina se iba haciendo cada
vez más
pequeña, y una de las veces que miró hacia atrás vio un
pastor
alemán y a su lado un hombre viejo y enjuto con un ojo
de cristal y
las dos manos amputadas. Al perro lo reconoció enseguida,
por cómo
avanzaba medio reptando, ya que las patas
delanteras
arrastraban tras de sí, con gran esfuerzo, la parte de
atrás del
cuerpo, la paralizada. Aquél era el perro atropellado
de la
mentira. Y el perro, jadeando por el esfuerzo y muy nervioso,
estaba muy
contento de verlo. Le lamió la mano a Robi
mientras lo
miraba fijamente. Al hombre flaco no conseguía
Robi
identificarlo. El anciano le tendió el gancho que llevaba
montado
sobre el muñón derecho para estrecharle la mano.
—Robi —dijo
éste con una inclinación de cabeza.
—Igor —se
presentó el anciano, palmeándole la espalda a
Robi con uno
de los ganchos.
—¿Nos
conocemos? —le preguntó Robi, tras unos segundos
de vacilante
silencio.
—No
—respondió Igor, levantando la correa con uno de los
ganchos—.
Estoy aquí por él. Te ha olido a varios kilómetros de
distancia y
se ha puesto muy nervioso. Ha querido que viniéramos.
—Entonces
usted y yo no tenemos nada que ver —dijo Robi
con cierto
alivio.
—¿Tú y yo?
—dijo Igor—. En absoluto. Yo soy la mentira de
otra persona.
A Robi le
habría encantado preguntarle de quién era la
mentira,
pero no estaba muy seguro de que resultara educado
hacerlo. En
realidad, quería preguntarle también qué lugar era
aquél y si
había allí mucha más gente, o más mentiras, o como
quiera que
se llamaran a sí mismos, fuera de él, pero temía que
esa pregunta
resultara también demasiado delicada. Así que
en lugar de
hablar se limitó a acariciar al perro cojo de Igor. El
perro era
muy cariñoso. Parecía estar muy contento de ver a
Robi y éste
se compadeció de él y se sintió culpable por no haber
inventado
una mentira menos trágica y dolorosa.
—La máquina
de los chicles —le preguntó a Igor tras unos
minutos—,
¿con qué monedas funciona?
—Con liras
—le dijo el anciano.
—Antes
estuvo aquí un niño que me robó la cartera —le
dijo Robi—,
pero aunque no lo hubiera hecho no llevaba liras
en ella.
—¿Un niño al
que le faltaba un diente? —le preguntó Igor—.
Ese pájaro
roba a todo el mundo. Hasta las croquetas del perro.
Nosotros, en
Rusia, a un niño como ése, lo sacaríamos en camiseta
y calzones a
la nieve y no lo dejaríamos volver a entrar
en casa
hasta que no tuviera todo el cuerpo bien azul.
Igor se
señaló con uno de los ganchos el bolsillo trasero
del
pantalón.
—Ahí hay
unas cuantas liras. Tómalas, es un regalo que
te hago.
Robi,
confuso, sacó una lira del bolsillo de Igor y, tras
darle las
gracias, intentó ofrecerle a cambio su reloj Swatch.
—Gracias
—sonrió Igor—, pero ¿para qué necesito yo un
reloj de
plástico? Además, nunca tengo prisa por llegar a ningún
sitio.
Y al ver que
Robi buscaba otra cosa para darle, en vez del
reloj, se
apresuró a tranquilizarlo:
—Pero si el
que está en deuda contigo soy yo. Si no fuera
por tu
mentira del perro, ahora me vería aquí completamente
solo. De
manera que ya estamos en paz.
Robi se fue
cojeando muy deprisa en dirección a la
máquina de
chicles. La patada del niño pelirrojo le seguía doliendo,
pero menos.
Echó la lira en la máquina, aspiró profundamente,
cerró los
ojos y giró la palanca con rapidez.
Se encontró
tirado en el suelo del patio de su antigua casa.
La primera
luz empezaba ya a pintar el cielo de un tono añil.
Robi sacó la
mano apretada en un puño del profundo foso, y
cuando la
abrió descubrió en ella un chicle redondo y rojo.
Antes de
marcharse puso la piedra en su sitio. No se preguntó
qué era lo
que exactamente había pasado allí, en el foso,
sino que se
limitó a montarse en el coche, puso marcha atrás
y se fue de
allí. El chicle rojo lo metió debajo de la almohada,
para su madre,
por si volvía en sueños.
Durante los
primeros días Robi todavía pensó mucho en
aquello, en
el perro, en Igor, y en sus demás mentiras, con las
que, por
suerte, no se había encontrado. Porque estaba aquella
extraña
mentira que una vez le había dicho a Ruti, su novia anterior,
cuando no
había ido a la cena del viernes a casa de los
padres de
ella y le dijo que su sobrina que vivía en Netania tenía
un marido
muy violento que la amenazaba con matarla y
que por eso
había tenido que ir allí a calmar los ánimos. Hasta
hoy no
entendía cómo había sido capaz de inventar una historia
tan
demencial como ésa. Quizá fuera porque creía que
cuanto más
complicada y retorcida fuera la excusa, Ruti más
se la
creería. Hay personas que cuando no van a cenar a la
casa a la
que están invitados el viernes por la noche se limitan
a decir que
les duele la cabeza, mientras que por culpa de esa
mentira que
él había dicho, ahora vivirían no lejos de allí, en
una especie
de foso bajo tierra, un marido loco y una mujer
maltratada.
No regresó
al foso, pero algo de aquel lugar seguía en él.
Al principio
todavía siguió mintiendo, pero decía mentiras positivas,
nada de
pegar palizas, ni de personas que cojeaban o
que tenían
cáncer. Llegaba tarde al trabajo porque había tenido
que ir a
regar las plantas a casa de una tía suya que se había
ido a
visitar a su maravilloso hijo a Japón; no había podido
asistir a
una fiesta de britah* porque una gata había parido en
su puerta y
él se había tenido que ocupar de los gatitos. Y cosas
por el
estilo. Pero el problema con todas estas mentiras positivas
era que
resultaba mucho más difícil inventarlas. Por lo
menos las
que sonaban creíbles. Porque cuando uno le cuenta
a alguien
algo malo, enseguida se lo traga y le parece de lo más
normal.
Mientras que cuando te inventas cosas buenas, la gente
tiende a
sospechar. Así que poco a poco Robi se encontró
con que cada
vez mentía menos. Sobre todo por pereza. Y con
el tiempo
también fue pensando cada vez menos en aquel lugar.
En el foso.
Hasta la mañana en la que oyó en el pasillo
a Natasha,
la de presupuestos, hablando con el jefe de su departamento.
Le estaba
pidiendo que le diera urgentemente un
permiso de
unos pocos días porque su tío Igor había sufrido
un infarto.
Un pobre viudo con muy mala suerte que había perdido
las dos
manos en un accidente de tráfico en Rusia y que
ahora se
encontraba completamente solo y desamparado. El
jefe le dio
el permiso y Natasha se fue a su despacho, tomó su
bolsa y
salió del edificio. Robi la siguió hasta el coche. Cuando
Natasha se
paró para sacar las llaves del bolso, él también se
detuvo y
ella se volvió hacia él.
—¿Trabajas
en compras? —le dijo—. Eres el ayudante de
Zaguri,
¿verdad?
—Sí —asintió
Robi—, me llamo Robi.
—Vaya, Robi
—exclamó Natasha dedicándole una nerviosa
sonrisa
rusa—, pues ¿qué cuentas? ¿Qué querías?
—Es por lo
de la mentira que le acabas de decir al jefe de
tu
departamento —tartamudeó Robi—, yo sé quién es.
—¿Me has
seguido todo este rato hasta el coche sólo para
acusarme de
ser una mentirosa? —le soltó Natasha.
—No —se
defendió Robi—, si no te estoy acusando de nada,
de verdad.
Que seas una mentirosa me parece genial. Yo también
lo soy. Pero
al Igor de tu mentira lo conozco. Tiene un
corazón de
oro. Y tú, perdona que te lo diga, te pasaste inventándole
más
desgracias. Así que lo que te quiero decir es
que…
—¿Podrías
quitarte? —lo cortó Natasha con frialdad—. No
me dejas
abrir la puerta del coche.
—Sé que
suena demencial, pero te lo puedo demostrar
—dijo Robi,
ahora ya muy nervioso—. Igor sólo tiene un ojo,
bueno,
quiero decir que es tuerto. Seguramente una vez mentiste
diciendo que
Igor había perdido un ojo, ¿cierto?
Natasha, que
ya se estaba subiendo al coche, se detuvo
en seco.
—¿De dónde
sacas tú eso? —le dijo con recelo—. ¿Eres
amigo de
Slava?
—No conozco
a ningún Slava —balbució Robi—, sólo a Igor.
Si quieres
te puedo llevar hasta él.
Estaban en
el patio trasero del edificio. Robi quitó la piedra, se
tiró en la
tierra húmeda y metió el brazo en el agujero. Natasha
estaba allí
de pie a su lado. Él le tendió la mano libre y dijo:
—Agárrate
fuerte.
Natasha miró
a aquel hombre tendido allí a sus pies. De
unos treinta
y pico, guapo, vestido con una camisa blanca, limpia
y muy bien
planchada que ahora, en realidad, estaba menos
limpia y
muchísimo menos planchada, con un brazo metido en
un agujero y
la mejilla pegada al suelo.
—Agárrate
fuerte —repitió Robi, mientras ella no hacía
más que
preguntarse a sí misma, mientras le daba la mano,
cómo era
posible que siempre se las arreglara para dar con tarados
como ése.
Cuando él
había empezado con sus tonterías junto al coche,
Natasha
había creído que quizá sólo se tratara de una clase
de humor
algo especial, o de alguna estúpida broma típica israelí
para la
cámara indiscreta, pero ahora se daba cuenta de
que aquel
chico de mirada tierna y azorada sonrisa estaba
de
psiquiatra. Sus dedos se aferraron con fuerza a los de ella.
Se quedaron
así, completamente quietos por un momento, él
tirado en el
suelo y ella de pie, un poco encorvada y mirándolo
confundida.
—Muy bien
—susurró Natasha muy bajito y con un tono
casi de
terapeuta—, ya estamos agarraditos de la mano, ¿y ahora
qué?
—Pues ahora
voy a girar la palanca —dijo Robi.
Les llevó
muchísimo tiempo dar con Igor. Primero se encontraron
con una
mentira peluda y jorobada, por lo visto la
mentira de
un argentino que no hablaba ni una palabra de
hebreo, y
después con otra mentira de Natasha, un policía
religioso de
lo más pesado que estaba empeñado en seguirlos
para que le
mostraran la documentación y que, encima,
ni siquiera
había oído hablar de Igor. La que terminó por
ayudarlos
fue la sobrina maltratada de Robi, la de Netania.
Se la
encontraron dando de comer a los cachorritos de la gata
de la última
mentira que él había dicho. La tal sobrina hacía
ya unos días
que no veía a Igor, pero sabía dónde podrían encontrar
al perro. Y
éste, cuando terminó de lamerle las manos
y la cara a
Robi, pareció encantado de guiarlos hasta la cama
de su amo.
Igor estaba
bastante mal. Tenía la piel completamente
amarilla y
se encontraba empapado en sudor. Pero al ver a Natasha
esbozó una
enorme sonrisa. Estaba tan contento de que
hubiera ido
a verlo, que hasta se empeñó en levantarse para
abrazarla,
aunque apenas se podía parar. Cuando la abrazó,
Natasha se
soltó a llorar y empezó a pedirle perdón, porque el
tal Igor,
además de ser una de sus mentiras, era tío suyo. Un
tío que ella
se había inventado, sí, pero su tío al fin y al cabo.
Igor le dijo
que no tenía por qué disculparse y que aunque la
vida que
había inventado para él no siempre fuera de lo más
fácil, él
disfrutaba de cada momento y que no tenía por qué
preocuparse,
ya que en comparación con el accidente de tren
en Minsk, el
rayo que le había caído en Vladivostok y el ataque
de la jauría
de lobos rabiosos en Siberia, el infarto que acababa
de sufrir
era una menudencia. Después, al regresar a donde
estaba la
máquina de chicles, Robi metió por la ranura una moneda
de lira,
agarró la mano de Natasha y le pidió que hiciera
girar la
palanca.
Cuando
estuvieron de nuevo en el patio del edificio, Natasha
vio que
tenía en la palma de la mano una bola de plástico
con una
sorpresa dentro, un feísimo colgante de plástico amarillo
con forma de
corazón.
—¿Sabes? —le
dijo a Robi—, esta tarde tenía que marcharme
al Sinaí con
una amiga para pasar unos días, pero creo que
lo voy a
cancelar y que mañana volveré aquí para cuidar de Igor.
¿Quieres
venir conmigo?
Robi
asintió. Sabía que para poder ir con ella mañana tendría
que decir
alguna mentira en la oficina y, aunque todavía
no había
planeado exactamente cuál, ya sabía que se trataría de
una mentira
alegre y que tendría mucha luz, flores, sol y, quién
sabe, puede
que hasta unos cuantos bebés sonrientes.
* Sukah:
precaria cabaña que se construye al aire libre para la Fiesta de las
Cabañas o de
los Tabernáculos y en la que la familia vive los siete días que
dura la
fiesta en conmemoración a las transitorias viviendas en las que se
alojaron los
israelitas los cuarenta años que duró su éxodo en el desierto
tras su
huida de Egipto. (N. de la T.)
* Britah: femenino
de la palabra brit, «circuncisión». Ceremonia con la
cual se
presenta a familiares y amigos al nuevo miembro femenino de
la familia,
al que se le hace una fiesta similar a la de la circuncisión de los
varones. (N.
de la T.)
Quesu
-Cristo
¿Se han
puesto a pensar alguna vez en cuál es la última palabra
más
frecuentemente pronunciada por los que están a punto
de morir de
una muerte violenta? El Instituto Tecnológico de
Massachusetts
ha llevado a cabo un importante estudio sobre
la cuestión
entre las distintas comunidades de Estados Unidos
y ha llegado
a la conclusión de que la palabra no es otra sino
«fuck». Un
8% de los que están a punto de morir dice «what
the fuck», el
6% dice solamente «fuck», y hay un 2.8% que
dice «fuck
you», que aunque en este caso la última palabra sea
«you», ésta
no tendría sentido sin ir acompañada del «fuck»
que la
precede. ¿Y qué es lo que dice Jeremy Kleinman cuando
llega medio
muerto de hambre a la cantina de arriba? Dice:
«sin queso».
Jeremy dice eso porque acaba de pedir algo en
una
hamburguesería llamada Quesu-Cristo, y como en la carta
no tienen
hamburguesas solas, Jeremy, que come kosher, pide
una
hamburguesa con queso pero sin queso. La responsable
del
restaurante ni se inmuta. Son muchísimos los clientes que
ya se lo han
pedido con anterioridad. Tantos que ha sentido la
necesidad de
informársela con unos cuantos correos electrónicos
detallados
al director general de la red de hamburgueserías
Quesu-Cristo,
que tiene la central en Atlanta. Le ha
pedido que
añada a la carta la posibilidad de pedir simplemente
una
hamburguesa. «Muchísima gente me la pide, y se ven
obligados a
pedirme una hamburguesa con queso pero sin
queso, lo
cual le resulta al cliente bastante ridículo, a la vez que
vergonzoso.
Y, si me lo permite, le diré que también a mí
me resulta
vergonzoso, por la empresa en general. Hace
que me
sienta como una tecnócrata, y a los clientes los lleva a
pensar que
la cadena es una empresa inflexible a la que tienen
que engañar
con triquiñuelas para conseguir lo que quieren».
El director
general no ha contestado a sus correos, y el hecho
de no haber
obtenido respuesta ha sido para ella todavía más
vergonzoso y
humillante que todas las veces que le han pedido
una
hamburguesa con queso sin queso. Cuando un empleado
dedicado y
responsable se dirige a su superior haciéndolo
partícipe de
un problema, y con mayor razón si se trata de un
problema
laboral relacionado con el lugar de trabajo, lo mínimo
que puede
hacer el superior es reconocer que el problema
existe. El
director general hubiera podido escribirle diciendo
que el
asunto será analizado, o que aprecia que le haya escrito
pero que
lamenta el hecho de que la carta del local no vaya
a poder ser
modificada, o un millón de respuestas llenas de
palabrería
similar. Pero no. No le ha contestado. Lo que ha
hecho que
ella se sienta muy poca cosa. Exactamente igual que
aquella
noche en New Haven cuando Nick, su novio, empezó
a echarle
los perros a la mesera sin importarle que ella estuviera
sentada a su
lado en la barra. Entonces lloró y Nick ni
siquiera
entendió por qué. Aquella misma noche recogió todas
sus cosas y
lo dejó. Unos amigos comunes la llamaron unas
cuantas
semanas más tarde para decirle que Nick se había suicidado
y, aunque no
la culparon directamente de lo sucedido,
había algo
en la manera en cómo se lo contaron que resultaba
acusador,
aunque no supiera muy bien definir cómo. De cualquier
modo, al no
responderle el director general, sopesó
la
posibilidad de renunciar. Pero aquella historia con Nick la
llevó a no
hacerlo, y no porque creyera que el director de
Quesu-Cristo
se fuera a suicidar cuando se enterara de que la
responsable
de una de las apestosas sucursales del noreste del
país se
había despedido al no responderle, pero aun así. Y
la verdad es
que si el director general se hubiera enterado de
que se había
marchado por él, se habría suicidado. La verdad
es que si el
director general se hubiera enterado de que a
causa de la
caza ilegal en África del león blanco, éste era un
animal en
peligro de extinción, se habría suicidado. También
se habría
suicidado si se hubiera enterado de algo mucho más
insignificante,
como, por ejemplo, que al día siguiente iba
a llover. El
director general de la red de hamburgueserías
Quesu-Cristo
padecía una depresión clínica severa. Sus socios
y compañeros
de trabajo lo sabían, pero se cuidaban de que
nadie
conociera esa dolorosa realidad, por un lado porque respetaban
su intimidad
y por el otro porque temían que las acciones
se
desplomaran al instante. Y es que ¿qué nos vende, en
realidad, la
Bolsa si no es la esperanza sin fundamento de un
futuro color
de rosa? Y un director general que sufre de depresión
clínica no
es que sea precisamente el embajador ideal para
transmitir
ese mensaje. El director general de Quesu-Cristo,
que tenía
asumida por completo la problemática personal y pública
de su estado
anímico, intentaba ayudarse con medicación.
Pero las
pastillas no le servían para nada. Los medicamentos
que tomaba
se los prescribía un médico iraquí exiliado que
había
conseguido el estatus de refugiado en Estados Unidos
después de
que su familia hubiera sido bombardeada por error
por un caza
F-16 que intentaba terminar con la vida de los hijos
de Saddam
Hussein. Su mujer, su padre y dos hijos pequeños
resultaron
muertos en el ataque y sólo su hija mayor, Suha,
sobrevivió.
En una entrevista con la cnn el médico había dicho
que a pesar
de su tragedia personal no estaba enojado con el
pueblo
americano. Pero la verdad es que sí lo estaba. Más que
enojado, le
hervía la sangre de ira contra el pueblo americano,
pero
comprendía que si quería obtener la «Greencard» tenía
que mentir
al respecto. Mientras mentía pensaba en los miembros
de su
familia muertos y en su hija viva. Estaba convencido
de que poder
estudiar en Estados Unidos le vendría muy bien
a su hija y
que cuando mentía lo hacía, en realidad, por ella.
Pero se equivocaba
de cabo a rabo. Su hija se quedó embarazada
a los quince
años de un gordo y asqueroso blanco que estudiaba
un grado
arriba de ella en la preparatoria y que se
negó a
reconocer al niño. Por una complicación durante el
embarazo, el
niño nació con daños cerebrales. Y en Estados
Unidos, como
en la mayoría de los lugares del mundo, cuando
eres madre
soltera de un niño retrasado, puede decirse que tu
suerte está
echada. Seguramente habrá alguna película mala
que sostiene
que eso no es así, que puedes encontrar el amor,
hacer
carrera y otras cosas por el estilo. Pero no deja de ser una
película. En
la vida real, desde el momento en el que te dicen
que tu hijo
sufre retraso mental, es como si te colgaran por
encima de la
cabeza un cartel con luces de neón parpadeantes
que dijera
«game over». Quizá si su padre le hubiera dicho la
verdad a la
cnn y no hubieran ido a Estados Unidos, la suerte
de ella
habría sido otra. También en el caso de Nick, si no
le hubiera
echado los perros a aquella mesera oxigenada de la
barra, su
situación habría sido mejor, y la de la responsable
de la
franquicia de la red de hamburgueserías, también. Y si el
director
general de la compañía Quesu-Cristo hubiera recibido
el
tratamiento médico adecuado, su estado anímico sería decididamente
estupendo. Y
si aquel loco de la hamburguesería
no hubiera
apuñalado a Jeremy Kleinman, el estado de Jeremy
sería el de
un vivo, que es, como bien sabemos todos, muchísimo
mejor que el
estado de un muerto, que era en el que se
encontraba
en ese momento. Su muerte no fue inmediata. Jadeó,
quiso decir
algo, pero la responsable de la franquicia que
lo tenía
agarrado de la mano le pidió que no hablara para
que no se le
fueran las fuerzas. Así que no habló, por intentar
conservar
sus fuerzas. Lo intentó, sí, pero sin éxito. Hay una
teoría, creo
que también del Instituto Tecnológico de Massachusetts,
que es la
del efecto mariposa: una mariposa mueve
las alas en
una de las playas de Brasil y, como resultado de ello,
al otro lado
del mundo se desencadenará un tornado. Lo del
tornado está
en el ejemplo original. Hubieran podido poner
otro
ejemplo, que el aleteo de la mariposa trajera una lluvia
beneficiosa,
pero los científicos que desarrollaron la teoría escogieron
un tornado.
Y eso no fue porque también ellos, al
igual que el
director de la red de hamburgueserías Quesu-Cristo,
sufrieran de
depresión clínica, sino porque los científicos
especialistas
en estadística saben que la probabilidad de que
algo dañino
ocurra es mil veces mayor que la de que ocurra algo
útil.
«Agárrame la mano», eso es lo que Jeremy Kleinman
quería
decirle a la responsable del restaurante mientras la vida
se le
escapaba como de una bolsa pinchada de leche chocolateada,
«dame la
mano y no me la sueltes». Pero no se lo dijo
porque ella
le pidió que no hablara. No se lo dijo porque no
hizo falta:
ella lo tuvo agarrado de su sudorosa mano hasta que
murió. Y
todavía un buen rato después, en realidad. Lo tuvo
agarrado de
la mano hasta que los de la ambulancia le preguntaron
si era su
mujer. Tres días después de aquello recibió un
correo
electrónico del director general de la compañía. Lo que
había tenido
lugar en aquella sucursal lo llevó a decidirse a
vender la
compañía y a retirarse. La decisión lo sacó lo suficiente
de la
depresión como para poder empezar a contestar
los correos.
Los respondió con la computadora portátil desde
una
maravillosa playa de Brasil. En el largo correo que escribió
le daba toda
la razón y le decía que les transmitiría su razonada
petición a
los nuevos directores. En el momento en el que le
dio al botón
de «enviar», tocó con el dedo las alas de una mariposa
que
descansaba adormecida en el teclado de la computadora.
La mariposa
batió las alas. En algún lugar del otro lado
del mundo
empezaron a soplar unos malos vientos.
Simyon
Había dos
personas en la puerta: un lugarteniente con kipá de
ganchillo y
detrás de él una oficial muy delgadita con el pelo
claro y
ralo, y unos galones de capitán en el hombro. Orit esperó
un momento,
pero como seguían guardando silencio les
preguntó en
qué les podía ayudar.
—Gozlan
—soltó la mujer capitán en dirección al religioso
con un tono
entre autoritario y reprobatorio.
—Es
referente a tu marido —balbució el religioso—, ¿podemos
pasar?
Orit sonrió
y les dijo que tenía que tratarse de un error,
porque ella
ni siquiera estaba casada. La capitán miró la arrugada
nota que
llevaba en la mano y le preguntó si se llamaba
Orit, y al
responderle que sí, la capitán le dijo muy educadamente,
pero con
determinación:
—¿Nos
permites pasar un momento, de todos modos?
Orit los
llevó a la sala que compartía con su compañera de
departamento
y, antes siquiera de que le hubiera dado tiempo
de
preguntarles si podía ofrecerles algo para beber, el religioso
soltó, así,
sin más:
—Ha muerto.
—¿Quién?
—preguntó Orit.
—¿Pero por
qué ahora? —regañó la capitán al hombre—.
¿No has
podido esperar un momento a que se sentara o que le
diera tiempo
de haberse ido a buscar un vaso de agua?
—Te pido
disculpas —se apresuró a decirle el religioso a
Orit,
crispando los labios en una mueca de nerviosismo—, es
mi primera
vez, y todavía no lo manejo muy bien.
—No pasa
nada —le dijo Orit—, ¿pero quién es el que ha
muerto?
—Tu marido
—respondió el religioso—. No sé si lo habrás
oído, pero
esta mañana ha habido un atentado en Beit Lid…
—No —dijo
Orit—, no he oído nada. Nunca escucho las noticias.
Pero en este
caso tampoco importa, porque se trata de
un error, ya
se lo he dicho, no estoy casada.
El religioso
le dirigió una mirada suplicante a la capitán.
—¿Eres Orit
Bielsky? —le preguntó la capitán con una voz
que denotaba
cierta impaciencia.
—No
—respondió Orit—, soy Orit Levin.
—Exactamente
—asintió la capitán—, exactamente. Y en
febrero de
hace dos años te casaste con el sargento primero
Simyon
Bielsky.
Orit se
sentó en el destripado sofá de la sala. Le picaba
mucho la
garganta, de tan seca que la tenía. Pensándolo mejor,
la verdad
era que sí habría sido mejor que el tal Gozlan hubiera
esperado a
que pudiera traerse de la cocina un vaso de Coca-
Cola Light
antes de empezar a hablar.
—Pues no lo
entiendo —murmuró el religioso, sin bajar lo
suficientemente
la voz—, ¿es ella o no es ella?
La capitán
le hizo señas para que se callara. A continuación
fue hasta la
llave de la cocina y le trajo a Orit un vaso
de agua. El
agua de la llave del departamento era asquerosa. El
agua siempre
le había dado asco a Orit, pero la de aquel lugar
especialmente.
—Tómate tu
tiempo —le dijo la capitán a Orit acercándole
el vaso—,
nosotros no tenemos ninguna prisa —añadió, sentándose
a su lado.
Se quedaron
allí sentadas en completo silencio hasta que
el
religioso, que seguía de pie, empezó a perder la paciencia.
—Estaba
solo, aquí en Israel —dijo—, seguro lo sabías.
Orit asintió
con la cabeza.
—Todos sus
familiares se quedaron en Estados Unidos o
en la ex
Unión Soviética o como se llame ahora, no lo sé bien.
Estaba
completamente solo.
—Exceptuándote
a ti —dijo la capitana, y tocó con su seca
mano la mano
de Orit.
—¿Sabes lo
que eso significa? —le preguntó Gozlan sentándose
en el sillón
enfrente de ellas.
—Cállate ya
de una vez, idiota —le espetó la capitán al religioso.
—¿Cómo que
idiota? —respondió él muy ofendido—. Si al
final se lo
vamos a tener que decir, así que ¿para qué alargarlo?
La capitán
hizo caso omiso de sus palabras y le dio a Orit
un apretado
abrazo que pareció turbarlas a las dos.
—¿Qué es lo
que finalmente me van a tener que decir?
—preguntó
Orit mientras intentaba liberarse del abrazo.
La capitán
la soltó, respiró profundamente, con cierta teatralidad,
y dijo:
—Tú eres la
única que lo puede identificar.
A Simyon lo
conoció el día de la boda. Servía en la misma base
que Assi, y
Assi siempre le contaba historias de él, como que
llevaba la
cintura del pantalón tan alta que todas las mañanas
tenía que
decidir de qué lado se acomodaba el pito, o cómo
siempre que
escuchaban por la radio el programa en el que
se saluda a
los soldados, cada vez que decían una frase parecida
a «para el
soldado más encantador de Tsahal», Simyon
se ponía muy
tenso, como si ese saludo le estuviera destinado
cien por
ciento a él solito. «¿Pero quién va a mandarle saludos
a un cretino
como él?», se reía Assi. Y Orit fue y se casó
con ese
cretino. La verdad es que Orit propuso que fuera Assi
el que se
casara con ella, para librarse así de tener que hacer el
servicio
militar, pero éste dijo que de ninguna manera, porque
un
casamiento por conveniencia con el novio ya no es
del todo un
casamiento simulado y puede generar muchos
problemas.
Fue también él quien propuso a Simyon. «Por
cien shekels
el estúpido ese es capaz hasta de hacerte un niño
», se había
reído Assi. «Por un billete de cien estos rusos
son capaces
de todo». Orit le había dicho a Assi que lo tenía
que pensar,
aunque en el fondo ya había aceptado. Porque los
dos años de
servicio militar que tendría que hacer si no estaba
casada la
orillaron a aceptar. Lo que la había ofendido
es que Assi
no estuviera dispuesto a casarse con ella. Al fin y
al cabo se
trataba de un favor, y tu pareja tiene que saber siempre
cuándo se le
necesita. Aparte de eso, aunque se tratara
de algo
simulado, no es nada agradable estar casada con un
imbécil.
Un día
después de aquello Assi volvió de la base, le dio un
beso húmedo
en la frente y dijo:
—Te he
ahorrado cien shekels.
Orit se
limpió las babas y Assi se lo explicó.
—El pendejo
ese se casará contigo gratis.
Orit le dijo
que no lo veía claro y que había que tener
cuidado,
porque puede que Simyon no hubiera llegado a entender
del todo lo
que significaban las palabras «matrimonio
por
conveniencia».
—Lo entiende
perfectamente, ¡y de qué manera! —le dijo
Assi,
husmeando en el refrigerador—. Será todo lo bobo que tú
quieras,
pero también es muy astuto.
—¿Entonces
por qué está dispuesto a hacerlo gratis?
—preguntó
Orit sin entender nada.
—Qui lo sa
—se había reído Assi, dándole un mordisco a
un pepino
sin lavar—, puede que haya pensado que es lo más
cercano a estar
casado que va a conseguir estar en la vida.
La capitán
conducía el Renault y el religioso iba sentado detrás.
Durante casi
todo el trayecto permanecieron en silencio,
por lo que
Orit dispuso de muchísimo tiempo para pensar
que por
primera vez en su vida iba a ver a una persona muerta,
que siempre
se las arreglaba para buscarse novios que eran
todos unos
cabrones y que a pesar de que lo sabía desde el primer
momento,
siempre se quedaba con ellos un año o dos. Se
acordó del
aborto y de su madre, que como creía en la reencarnación
se empeñó
después en que el alma del bebé se había
reencarnado
en su entristecido gato.
—Oye cómo
llora —le había dicho entonces a Orit—, parece
la voz de un
bebé. Hace cuatro años que lo tengo y nunca había
llorado así.
Ella sabía
que su madre decía tonterías y que lo que le pasaba
al gato era
que olía comida o alguna gata desde la ventana.
Pero la
verdad es que sus maullidos se parecían bastante al
llanto de un
niño y además no se callaba en toda la noche. La
única suerte
de Orit era que para entonces Assi y ella ya no estaban
juntos,
porque si se lo hubiera contado, él se habría partido
de la risa.
Orit
intentaba pensar en el alma de Simyon y en qué habría
podido
reencarnarse ahora, pero al instante se recordó
a sí misma
que ella no creía para nada en esas cosas. Después
intentó
explicarse cómo era posible que hubiera accedido a
ir con esa
oficial a Abu Kabir y por qué no les había dicho que
aquello no
había sido sino un matrimonio por conveniencia.
Había algo
muy extraño en eso de tener que ir a la morgue para
identificar
a un marido. Resultaba terrorífico a la vez que emocionante.
Era un poco
como actuar en una película: vivir la
experiencia
sin tener que pagar ningún precio por ello. Seguramente
Assi habría
dicho que era una oportunidad de poca
madre para
conseguir del ejército una pensión de viudez vitalicia
sin tener
que mover un solo dedo y que ante una ketubbah*
del rabinato
nadie en el ejército iba a poder decir absolutamente
nada.
—Todo va a
estar bien —le dijo la capitán, que por lo visto
se dio
cuenta de las arrugas que habían aparecido en la frente
de Orit—,
estaremos contigo en todo momento.
Assi acudió
al rabinato como testigo de Simyon y durante toda
la ceremonia
intentó bromear con Orit haciéndole muecas.
Simyon
parecía mucho mejor de lo que lo pintaba Assi en
sus
historias. No es que fuera un hombre bueno, algo fuera de
* Ketubbah:
contrato matrimonial judío. (N. de la T.)
serie, pero
no era tan feo como lo había descrito Assi, ni tampoco
idiota. Era
un tipo muy raro, pero tonto no, y al salir del
rabinato
Assi los invitó a los dos a comer falafel. Durante todo
aquel día
Simyon y Orit no se dijeron más que «hola» y lo
que
estrictamente hay que decir en la ceremonia, y mientras
se comían el
falafel hicieron también todo lo posible por no
mirarse. Eso
pareció causarle mucha gracia a Assi.
—Mira qué
mujer más guapa tienes —le decía a Simyon
poniéndole
la mano en el hombro—, mira qué bombón.
Pero Simyon
seguía con los ojos clavados en la grasosa pita
que tenía
entre las manos.
—¿Qué va a
ser de ti, Simyon? —seguía burlándose Assi—.
Sabes muy
bien que ahora te toca besarla. Si no, según la ley
judía, el
matrimonio no es válido.
Orit no
había sabido si Simyon se lo había creído del todo.
Assi le dijo
después que no, que sólo se había querido aprovechar
de la
ocasión, pero Orit no estaba tan segura. Fuera como
fuere, de
repente se había inclinado hacia ella para intentar
darle un
beso. Orit dio un salto hacia atrás, así que los labios
de él no
llegaron a tocarla, pero el olor que le salió de la boca
se mezcló
con el olor del aceite frito del falafel y con el agradable
olor del
rabinato que se le había pegado al pelo de Orit.
Ésta se
alejó unos cuantos pasos más, vomitó en una jardinera
y cuando
levantó la vista de la jardinera sus ojos se toparon con
los de
Simyon. Simyon se quedó helado por un instante y se
limitó a
correr para alejarse de allí. Sólo quería huir. Assi lo
llamó, pero
Simyon no se detuvo. Y ésa fue la última vez que
Orit lo
había visto. Hasta hoy.
De camino
hacia allí temía no ser capaz de reconocerlo. Porque
lo había
visto una sola vez hacía dos años, y entonces estaba vivo.
Y ahora, sin
embargo, supo al instante que sí se trataba de
él. Una
sábana verde le cubría todo el cuerpo excepto la cara,
que estaba
entera a excepción de un pequeño orificio, no mayor
que una
moneda de shekel, que tenía en la mejilla. El olor
del cadáver
era exactamente el mismo que el olor de su aliento
en la
mejilla de ella hacía dos años. Orit había recordado muchas
veces aquel
momento. Ya junto al puesto de falafel le había
dicho Assi
que ella no tenía la culpa de que a Simyon le oliera
la boca,
pero ella había tenido siempre la sensación de que sí.
Y también
hoy, cuando habían llamado a la puerta, tendría que
haberse
acordado de él, porque cualquiera diría que se había
casado un
millón de veces.
—¿Quieres
que te dejemos sola un momento con tu marido?
—le preguntó
la capitán.
Orit dijo
que no con la cabeza.
—Puedes
llorar —le dijo la capitán—, de verdad. No merece
la pena que
te lo quedes dentro.
Pez dorado
Jonatan tuvo una brillante idea para un documental. Iría
a las casas de la gente, tocaría la puerta, él solo, sin más miembros del
equipo de rodaje, con una pequeña cámara, y preguntaría: «Si te encontraras un
pez dorado que hablara y te concediera tres deseos, ¿qué es lo que le
pedirías?» La gente le respondería y él montaría luego el documental con las
respuestas más interesantes. Antes de cada bloque de respuestas, se vería a la
persona de pie y sin moverse en la puerta de su casa, y en ese encuadre pondría
un subtítulo con el nombre, el estado civil, los ingresos mensuales y puede que
incluso el partido por el que vota en las elecciones. Y junto con los deseos,
todo el asunto pasaría a ser un estudio que mostraría la distancia que existe
entre nuestros sueños y la situación real en la que nuestra sociedad se
encuentra.
Se trataba de una idea genial y barata. Para llevarla a
la práctica no hacía falta nada más que la presencia del propio Jonatan y la de
su cámara. Jonatan estaba seguro de que después de filmar y de montar el
documental podría vendérselo sin problemas al Canal 8 o a Yes Docu. Si no como
película, sí como unas postales en las que se podría ver cada vez a una persona
con sus deseos. Con un poco de suerte, hasta podría conseguir que se interesara
algún banco o alguna compañía de teléfonos que quisiera utilizarlo como
eslogan. Algo al estilo de «Sueños distintos, deseos distintos, pero un sólo
banco. El banco bla, bla, bla, el banco que sueña contigo» o «El banco que
cumple tus deseos». Algo así.
Jonatan decidió empezar a trabajar en ello sin dilación.
Iría sencillamente casa por casa tocando puertas. En el primer barrio que
filmó, la mayoría de los que accedieron a colaborar pidieron cosas
relativamente esperadas: salud, amor, una casa más grande. Pero hubo también
momentos emocionantes. Una mujer estéril pidió un hijo, un superviviente del
Holocausto con el número grabado en el brazo pidió que todos los nazis que
todavía vivieran pagaran por sus delitos, y un transexual viejo pidió ser
mujer. Y eso sólo en un par de calles del centro de Tel Aviv. Vete tú a saber
lo que pediría la gente de las apartadas ciudades en desarrollo, de los
asentamientos próximos a la frontera o en los de los territorios ocupados, en
los pueblos árabes o en los centros de absorción de inmigrantes. Jonatan sabía
que en un proyecto como ése también era muy importante que incluyera
desempleados, religiosos, árabes y etíopes. Así que empezó a planear su
calendario de visitas: Jaffa, Dimona, Ashdod, Sderot, Taibe. Se quedó mirando
los nombres de los lugares que había anotado en el papel. Si conseguía filmar a
un árabe que como deseo pidiera la paz, sería lo máximo.
A Sergei Goralick no le gustaba que nadie tocara a su
puerta y menos todavía que le hicieran preguntas. En Rusia, cuando él era
joven, eso pasaba mucho. Los de la KGB tocaban constantemente a su puerta
porque su padre era sionista y prisionero de Sión. Cuando Sergei se mudó a
Jaffa la familia le preguntó qué buscaba él en un lugar como aquél, en el que
sólo hay drogadictos y árabes. Pero lo bueno de los drogadictos y de los árabes
era que no tocaban a su puerta. Y así Sergei se podía levantar cuando todavía
era de noche para salir con su barquita al mar, pescar un poco y regresar a
casa. Y todo eso, solo. Tranquilamente. Como es debido.
Hasta que un buen día un muchacho con un arete en la
oreja y cierto aspecto de homosexual toca a su puerta, bien fuerte, tal y como
a Sergei no le gusta, y le dice que quiere hacerle unas preguntas, algo para la
televisión. Sergei le hace saber bien claro que no quiere, y hasta le empuja un
poco la cámara para que sepa que está hablando en serio. Pero el muchacho
insiste. Dice un montón de cosas. A Sergei le cuesta un poco seguirlo, porque
su hebreo no es muy bueno. Y el muchacho del arete habla muy rápido y dice que
Sergei tiene unas facciones muy duras y que lo quiere para su documental.
Sergei sigue empeñado en que no y hasta intenta cerrar la puerta, pero el
muchacho es más rápido, se cuela y ya está en la casa de Sergei. Se pone a filmar
sin permiso y vuelve a hablar de la cara de Sergei, de que transmite mucho
sentimiento. De repente el muchacho ve el pez dorado de Sergei nadando en la
jarra grande de cristal, en la cocina, y se pone a gritar:
—¡Un pez dorado! ¡Un pez dorado!
Sergei se pone muy nervioso y le pide que no filme al
pez. Le explica que no es más que un pez que se le enganchó en la red. Pero el
muchacho del arete sigue filmando y diciendo todo tipo de cosas sobre el pez,
como que habla, que hay tres deseos, y hasta alarga la mano hacia la jarra con
el pez. En ese instante Sergei se da cuenta de que el muchacho no está allí por
la tele, sino que ha ido a quitarle el pez, y antes siquiera de que el cerebro
de Sergei Goralik llegue a entender lo que su cuerpo hace, toma la sartén que
está sobre la estufa de la cocina y le da al muchacho del arete un buen
sartenazo en la cabeza. El muchacho se desploma y la cámara cae con él. La
cámara se rompe al dar contra el suelo y la cabeza del muchacho, también. Le
sale muchísima sangre de la cabeza y ahora Sergei no sabe qué hacer. Es decir,
sabe lo que debería hacer, pero eso podría traerle complicaciones. Porque si
llegara al hospital con ese muchacho le preguntarían qué es lo que ha pasado y
la cosa podría terminar muy mal.
—No tienes por qué llevarlo al hospital —le dice el pez a
Sergei en ruso—, está muerto.
—No es posible que esté muerto —protesta Segei—, si ni
siquiera le he dado fuerte.
—El sartenazo no ha sido muy fuerte —está de acuerdo el
pez—, pero parece que la cabeza del muchacho era todavía menos fuerte.
—Quería llevarte de aquí con él —dice Sergei.
—No —parece muy seguro el pez—, lo único que quería era
filmar cuatro pendejadas para la tele.
—Pero si dijo…
—Pero si dijo… —lo corta en seco el pez—. Lo que pasa es
que no lo has entendido. Tu hebreo no es que sea muy bueno.
—¿Y el tuyo sí? —le espeta Sergei con dureza.
—Sí, el mío sí —responde el pez con impaciencia—. Soy un
pez mágico. Domino todas las lenguas.
El charco de sangre que hay debajo de la cabeza del chico
no hace más que crecer, de modo que Sergei tiene ya que pegarse a la pared de
la cocina para no pisarlo.
—Te queda otro deseo más —le recuerda el pez.
—No —dice Sergei moviendo la cabeza de lado a lado—, no
puedo gastarlo, quiero guardarlo.
—¿Guardártelo para qué? —le pregunta el pez, pero Sergei
no le contesta.
El primer deseo lo usó Sergei cuando a su hermana le
detectaron el cáncer. Era cáncer de pulmón, del que no se cura, pero el pez lo
solucionó al instante. El segundo deseo lo desperdició hacía ahora cinco años
en el hijo de Sveta. El niño era entonces muy pequeñito, no había cumplido ni
los tres años, pero los médicos dijeron que tenía algo en la cabeza que no
estaba bien. Que iba a ser retrasado. Sveta lloró la noche entera y por la
mañana Sergei volvió a su casa y le pidió al pez que arreglara el asunto. Nunca
se lo contó a Sveta y al cabo de unos meses ella lo dejó por un policía, un
marroquí, uno que tenía un viejo coche americano. Con el corazón Sergei se
repetía que no lo había hecho por ella, que sólo lo había hecho por el niño,
pero cuando lo pensaba con la cabeza estaba menos seguro de ello y sólo se le
venían a la mente todas las demás cosas que habría podido pedir en vez de aquello.
El tercer deseo todavía no lo había pedido.
—Puedo devolverlo a la vida —le dice el pez—. Puedo
conseguir que el tiempo retroceda hasta el momento antes de que tocara la
puerta. No hay ningún problema. Todo lo que tienes que hacer es pedírmelo.
El pez está moviendo la aleta de la cola de lado a lado,
un movimiento que Sergei sabe que el pez sólo hace cuando está muy nervioso.
También sabe que el pez ya olfatea su libertad. Después del último deseo, a
Sergei no le va a quedar más remedio que soltarlo.
—Todo va a estar bien, de verdad —dice Sergei, a medias a
sí mismo y a medias al pez—. Lo único que tengo que hacer es limpiar bien todo
esto y por la noche, cuando salga a pescar, le ato una piedra y lo tiro al mar.
Nadie lo encontrará jamás. Ya está. No pienso desperdiciar en esto un deseo.
—Pero si mataste a una persona, Sergei —le dice el pez—,
y tú no eres un asesino. ¿Si no gastas un deseo en esto en qué lo piensas
gastar?
Fue en Tira donde Jonatan, finalmente, encontró al árabe
que iba a pedir la paz como uno de sus tres deseos. Se llamaba Munir y era un
gordo con un bigotazo blanco que salió estupendo ante la cámara porque era muy
fotogénico. Resultó muy emotivo el modo en el que formuló el deseo. Mientras lo
filmaba, Jonatan sabía ya que aquello iba a impresionar. Lo mismo que el ruso
de los tatuajes que encontró en Jaffa, el que había mirado directamente a la
cámara y le había dicho que si encontrara un pez dorado que hablara no le
pediría nada, sino que se limitaría a ponerlo en un estante en una jarra grande
de cristal y se pasaría el día hablando con él, sin importarle de qué. De
deporte, de política, de lo que el pez quisiera hablar. De todo. Con tal de no
estar solo. F
Traducción de Ana
María Bejarano.
Foto: Anna Kaim
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