RUY SÁNCHEZ
VARGAS LLOSA
BENEDETTI
VOLPI
ECHENIQUE
AIRA
Fotos
de escritor: la verdad de la pose
27-07-2011
“Mordzinski
lleva al escritor a la situación en la que ya no se reconoce, y justo ahí lo
fotografía”. Martín Kohan analiza las claves de las fotos de Daniel Mordzinski.
Texto escrito para la exposición de trabajos de Mordzinsky
en El Centro Cultural Recoleta, R.A.
Por Martín Kohan.
Qué más
verdad que la pose, la pura pose, puede haber en un escritor. Lo suyo es la
escritura, que es decir sacar el cuerpo, por mucho que se insista con metáforas
en sentido opuesto y se hable de que hay un “cuerpo de la letra”, que se
escribe “poniendo el cuerpo”, etcétera, etcétera, etcétera. Porque llega un día
en que, por las razones que sea, el escritor tiene que poner el cuerpo ahí (el
cuerpo de veras, de veras ahí) al menos para ser fotografiado, y la diferencia
salta literalmente a la vista. Ya vimos a Charles Baudelaire retratado por
Nadar: tembloroso, huidizo. Una cosa es esa “imagen de escritor” que se hace
con palabras, con puras construcciones verbales, un tramo más del decir. Y muy
otra es esta clase de imagen: la que se da a ver, pero más directamente, en el
cuerpo expuesto a la captación de la fotografía. En respuesta, los escritores
posan. Adustos o embibliotecados, posan. Responden así, con golpes de
artificio, a las pretensiones de naturalidad que impugnan por falaces. En esas
poses, las de Oscar Wilde por ejemplo, se encuentra por eso mismo su verdad. La
pose no viene a encubrir una verdad, aunque tampoco a descubrirla; la pose es
la verdad. No la oculta, pero tampoco la representa; más bien la ejecuta, la
lleva a cabo, la realiza.
Hay que
admitir no obstante que, en cierta forma, a fuerza de insistir con ella, la
pose acabó por volverse natural. Perdida la afectación acentuada de la pose
como tal, perdida la premeditada mostración del artificio, se llegaría,
estereotipo mediante, a una inútil, paradójica y engañosa naturalidad. Por eso
podría decirse que sacar a los escritores de la pose ha llegado a ser una
verdadera consigna en el momento de sacarles una foto. Solamente de esa manera
podría ser posible obtener de ellos (no de ellos, sino de su apariencia) alguna
clase de autenticidad. Sacar al escritor de la pose convencional para provocar
en ellos el destello de lo auténtico.
En este
mismo sentido podrían considerarse las fotos de Daniel Mordzinski. Sólo que
Mordzinski parte para ello de una premisa radical, poderosa, determinante: la
única manera de sacar a un escritor de una pose es ponerlo en otra pose. Para
sacarlo de su pose hay que imponerle otra, una que le sea ajena, una que le sea
impropia. Es a su modo una vuelta a los atentados contra la naturalidad, pero
ya no a cargo del escritor fotografiado, sino a cargo del fotógrafo que lo
fotografía. El escritor es su objeto, en un sentido muy pleno: lo pone y lo
saca; y sólo entonces, cuando lo saca (de lugar) le saca (la foto). Mordzinski
lleva al escritor a la situación en la que ya no se reconoce, y justo ahí lo
fotografía; lo lleva al punto en que no sabe bien qué hacer, con su cuerpo
sobre todo, y justo entonces lo fotografía. El efecto es muchas veces cómico,
pero siempre verdadero.
Mordzinski
se vale de recursos diversos para ejercer ese arte de la descolocación al que
luego convierte en fotografía. Detectar lugares insólitos, o bien inventarlos,
es el más notorio de sus procedimientos: pienso en Adriana Lisboa metida dentro
de una vidriera de ropa, en Pedro Mairal subido a la estructura de metal de un
guardia de tránsito, en Ricardo Silva acostado en un techo de tejas, en Javier
Cercas leyendo de pie en un enorme piletón, en César Aira empotrado al través
en una bañera, en María Fasce apretada en un carrito de supermercado, en Hanif
Kureishi tapado hasta arriba en su cama, en Marcos Aguinis atareado en los
aparatos de un gimnasio. Mordzinski los ubica (es decir, los desubica) y los
pone a hacer alguna cosa: Antonio Ungar, en el arco, se agazapa a la espera del
penal; Alfonso Mateo Sagasta monta un burro, Raúl Guerra Garrido monta un
kárting, Alberto Fuguet atiende un comercio de tortas y refrescos, Senel Paz
amarra un buque al muelle, William Ospina barre el pasillo del hotel, Inaki
Abad espera por los huéspedes en la conserjería.
Otras veces
Daniel Mordzinski procede a agregar un objeto a la escena, pero siempre un
objeto impropio, con el que mas bien procura dejar al escritor sin objeto. Así
por caso Alejandro Zambra bajo el sol y con un paraguas abierto, Álvaro Enrigue
con una lamparita en la boca, Roberto Fernández Retamar con un cajón de tomates
en los brazos, Daniel Alarcón empuñando una aspiradora, José Manuel Fajardo con
un enorme pescado entre manos, o Goncalo Tavares, Andrés Neumann y Eduardo
Halfon haciendo malabares con manzanas verdes. “Ponete incómodo”, podría llegar
a adivinarse como consigna previa de estas fotos, siempre que se la entienda
como una conjura eficaz contra las trampas habituales de la falsa comodidad.
La pregunta
“¿Qué hago yo con esto?” es entonces una variante que se agrega a la pregunta
“¿Qué hago yo acá?”. Mordzinski alienta estas preguntas para poder fotografiar
las respuestas. “Qué hago acá” no sólo refiere a un sitio, sino también a un
entorno. Mordzinski monta escenas de entornos impropios, para colocar (que es,
otra vez, descolocar) al escritor exactamente ahí: pienso en Álvaro Bisama con
tres guardias armados justo detrás, en Anne Enright haciendo la venia entre
cuatro policías que la franquean, en Elena Poniatowska con un policía en la
plaza, en Iván Thays o en Gonzalo Celorio mezclados con niños de escuela, en
John Jairo Junieles en medio de una orquesta de mujeres con ropas típicas, en
Alberto Torres entre dos gimnastas, en José Ovejero y el homeless, en Matilde
Sánchez y los tres jóvenes de cuero y cerveza, en Antony Beevor con fondo de
futbolistas formados.
Las fotos de
Mordzinski hacen justicia así con los escritores que no necesariamente encajan.
Por eso suelen alterar las convenciones de la puesta en foco y de la puesta en
cuadro, como si el retrato de un escritor exigiera saber desenfocar no menos
que saber enfocar, saber desencuadrar no menos que saber encuadrar. Mordzinski
acentúa algunos primeros planos que detallan (tanto que hasta fragmentan los
rostros de Ronaldo Menéndez, de Yolanda Arroyo, de Eduardo Belgrano Rawson), o
decide segundos planos que diluyen (el escritor un poco perdido, un poco más
allá, un poco por ahí: José Pérez Reyes en el techo de una combi lejana, Raúl Zurita
al pie de una larga escalera mecánica, Marcelo Cohen detrás de la puerta de la
cocina, Arturo Carrera al trote bajo la lluvia en un cruce de calles, Ricardo
Piglia en algún lugar de una estación de trenes, Santiago Gamboa en algún lugar
de una estación de metro). Vemos a los escritores algo perdidos entre la gente,
cuando se trata de gente, o algo ocultos por un objeto, cuando se trata de
objetos (Alfredo Bryce Echenique detrás del antifaz, Santiago Roncagliolo
detrás del escobillón, Ian Mc Ewan detrás del paraguas rojo).
¿Quién es
entonces el escritor? Es ése que nosotros sabemos. Pero ése que nosotros
sabemos puede convivir significativamente en las fotos de Mordzinski con algún
otro que merodea y que en cambio lo ignora, y que es a la vez ignorado. Ese
otro introduce un principio de ajenidad dentro de la lógica de identidad que
preside el género retrato. El tercero o los terceros aquí no están excluidos,
forman parte de la imagen que el fotógrafo se hace del escritor: son las chicas
que leen a un lado de Eduardo Halfon, el niño que está detrás de Guadalupe
Nettel descalza, el tipo que se lava las manos en el baño mientras Rodrigo
Blanco Calderón toma posición frente al mingitorio, la mujer que se acoda en la
puerta de la peluquería donde rapan a Ariel Magnus, las mujeres que están al
pie de la muralla que erige a Alberto Barrera, el torero que practica detrás de
Gonzalo Santoja, la mucama de hotel que habla por teléfono mientras Antonio
García Ángel yace justo debajo de la cama. Ese alguien que se desentiende
decide la foto, ese entorno de gente que sigue en lo suyo decide la foto,
porque sin eliminar del todo la regla elemental del reconocimiento, le agregan
un comentario decisivo (y no necesariamente al margen) acerca de la
desatención.
Lo que vemos
por lo tanto son escritores en pose y a la vez fuera de pose. O en todo caso en
una pose que entrega otra vez, pero de otra forma, una verdad descubierta y
revelada. Son escritores descolocados, desacomodados, fuera de lugar,
desubicados; escritores sin objeto, que no encajan, que un poco se pierden, que
un poco ajenos quedan. ¿Y acaso no es ésa la imagen más verdadera de su manera
de estar en el mundo? En esa descolocación, en esa desubicación, en esa
inadaptación, en esa extrañeza, ¿no se percibe acaso la manera más auténtica de
existir, no digamos ya de los escritores, sino de la propia literatura, en
medio de las cosas reales, en medio de la realidad misma? Ese nunca encajar por
completo en el contexto al que, sin embargo, pertenece, ¿no es una cualidad muy
singular de la propia literatura? Mordzinski impone esa condición a los
escritores, y en esa clave los retrata y los exhibe.
Si toda
fotografía certifica, según decía Roland Barthes, el haber-estado-ahí de su
objeto, estas fotos de escritores vendrían a señalar qué tan complicado y
laborioso puede ser ese estar ahí. Sobre todo para aquellos que hacen de la
escritura un recurso para no estar, para practicar el arte del retraimiento,
una rara pasión de ausencia.
EL ARTISTA
EL LIBRO QUE REGISTRA RETRATOS Y AUTORRETRATOS
ALMADÍA-UNIVERSIDAD VERACRUZANA
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