Pero un día amanecí harta de palabras. No cabían más en mí ni yo en ellas. Decidí tirarlas todas al cesto de basura. Sin concesiones, las rasgué una a una para herirlas. Orgullosa, me senté a mirar y miré extasiada. Aún las palabras me rondaban. Me perseguían. Poco a poco se esfumaron. Dormí sin palabras. Desperté llena de imágenes. Silencio.
El sonido de las cosas se me reveló; nuevos ecos llenaron mi oído. Acaricié los objetos que encontraba; me detenía con reverencia en sus contornos. El tacto colmado. Mis pupilas se tragaron los reflejos. Cansada, dormité. Un ensueño de neblinas me cubría. Al regreso, me sentí sola, extrañada. Un gusto ajeno en mis papilas. Otro mundo me había habitado. Tomé unas tiras delgadas de cartón y fui anotando los nombres de las cosas. Angustia de dar nombre por primera vez. Después, el júbilo, la redención. Qué suerte, designar a mi capricho. Pero ¿quién entendería? Seguí con mis tiras de papel, bautizando cada objeto. Y un día, comencé lentamente a recordar.
Hoy vivo a pluma y hoja con dos lenguas diferentes que rara vez se reconcilian.
diciembre 2010
Que foto tan curiosa
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