22 de Agosto 2014
Hace casi un mes visité, en compañía de mi hermano, el campo de concentración de Sachsenhausen. Fue levantado por los nazis para encerrar y asesinar a opositores políticos, homosexuales, testigos de Jehová y todo aquello que creían digno de aniquilar.
Había algo en el aire, el olor a muerte que emana de esa clase de masacres. Un olor fantasmal, pero penetrante a fin de cuentas. Lo terrible, me dije, está en mi incapacidad de empatía con esos muertos. Lo que me aterra está en la distancia irreductible con ese mundo que se ve lejano y, sin embargo, todavía nos pisa los pies.
La pregunta de por qué hay que volver a ver El gran dictador (Charlie Chaplin, 1940) tiene una respuesta inmediata y legítima: para reír. Eso es un hecho: el cine de Chaplin hace reír porque posee, desde sus componentes más pequeños, un mecanismo donde lo cómico, 100 años después de su incursión en pantalla, es incapaz de caducidad. Así es, viendo a Chaplin uno se ríe como loco: Charlot, ese vago inmortalizado por la memoria del cine, configura dotes de gran mimo con los de un acusador inocente de instituciones que, hoy por hoy, todavía pesan sobre nuestros hombros. Pero en El gran dictador hay algo más, algo muy importante y corrosivo.
El argumento es conocido por muchos: un pequeño barbero judío, la última presentación en pantalla de Charlot, combate en nombre de la nación de Tomania durante los últimos días de la Primera Guerra Mundial. Después de rescatar al oficial Schultz, tiene un accidente aéreo que lo deja desmemoriado y a merced de un país que perdió la guerra. Pasa veinte años recluido en un hospital sin recobrar la memoria antes de escapar y volver a casa: el ghetto judío donde estaba su barbería. Sin saber que su país se encuentra ya bajo la tutela del fascismo y el odio hacia su gente, el barbero deambula por la calle en que vivía antes de combatir. Cae en cuenta así de que algo cambió: la leyenda JEW es visible por muros y ventanas; la imposición de guardias enormes y violentos es algo ahora cotidiano.
La pregunta de por qué hay que volver a ver El gran dictador (Charlie Chaplin, 1940) tiene una respuesta inmediata y legítima: para reír. Eso es un hecho: el cine de Chaplin hace reír porque posee, desde sus componentes más pequeños, un mecanismo donde lo cómico, 100 años después de su incursión en pantalla, es incapaz de caducidad. Así es, viendo a Chaplin uno se ríe como loco: Charlot, ese vago inmortalizado por la memoria del cine, configura dotes de gran mimo con los de un acusador inocente de instituciones que, hoy por hoy, todavía pesan sobre nuestros hombros. Pero en El gran dictador hay algo más, algo muy importante y corrosivo.
El argumento es conocido por muchos: un pequeño barbero judío, la última presentación en pantalla de Charlot, combate en nombre de la nación de Tomania durante los últimos días de la Primera Guerra Mundial. Después de rescatar al oficial Schultz, tiene un accidente aéreo que lo deja desmemoriado y a merced de un país que perdió la guerra. Pasa veinte años recluido en un hospital sin recobrar la memoria antes de escapar y volver a casa: el ghetto judío donde estaba su barbería. Sin saber que su país se encuentra ya bajo la tutela del fascismo y el odio hacia su gente, el barbero deambula por la calle en que vivía antes de combatir. Cae en cuenta así de que algo cambió: la leyenda JEW es visible por muros y ventanas; la imposición de guardias enormes y violentos es algo ahora cotidiano.
El gran dictador significó para Charlot la única oportunidad de hablar y, con ella, su desaparición. Nunca más fue visto en otra película. Su ausencia debe valorarse por lo que dijo antes de partir: “¡Ustedes no son máquinas, no son ganado! ¡Ustedes son hombres!” Toda palabra, gag, gesto de ternura o desconsuelo en esta película están aquí para recordarnos una verdad fundamental: que todo proyecto totalitario está destinado al fracaso, pero que a su paso es perfectamente capaz de engendrar un dolor insoportable. Que una figura tan descomunal y amenazante como la de Hitler puede ser significativamente afectada mediante el ridículo.
Acá pueden ver toda la info del ciclo.
Si prefieres vivir la experiencia Chaplin en casa, puedes ver The great dictator y el resto de las películas del ciclo a través de KliC.
Por: Armando Navarro
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