jueves, 25 de abril de 2013

"¿EMPEZAR A LEER CON LOS CLÁSICOS?" POR JUAN DOMINGO ARGÜELLES TAL VEZ NO PARA INICIAR PERO DE SEGURO, SÍ PARA CONTINUAR.


¿EMPEZAR A LEER CON LOS CLÁSICOS?
Por Juan Domingo Argüelles* (CAMPUS, MILENIO)


Los clásicos son esos libros que todo el mundo dice que ha leído, aunque no sea cierto. Por ello, para expresarlo con mayor exactitud y sensatez, en las palabras de Italo Calvino, “se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos”.

“En las mejores condiciones para saborearlos”, dice Calvino, y es en esta frase donde hay que poner el énfasis, pues debería quedar claro—y sin embargo no es así— que los clásicos son los libros menos adecuados para iniciar en la lectura a los niños y a los jóvenes. Hay excepciones, desde luego: lectores que se iniciaron con los clásicos, pero las excepciones (de todo el mundo es sabido) confirman la regla. Para iniciar a alguien en la lectura, los clásicos pueden ser incluso contraproducentes: vacunas infalibles para ya no volver a leer ningún libro más.

Dicho de otro modo: el asunto de los clásicos es un tema que no se comprende cabalmente. En México, por ejemplo, José Vasconcelos se ha convertido en la muletilla preferida, en relación con esto, pero la verdad es que Vasconcelos editó y distribuyó a los clásicos, pero no emprendió, realmente, ningún programa de promoción y fomento de la lectura. Su programa fue editorial y, sobre todo, alfabetizador. Su justificación, desde la SEP, entre 1921 y 1924, al publicar los clásicos, es muy precisa en sus términos:

“La divulgación de estas obras viene a constituir la segunda parte de la campaña que estamos desarrollando contra el analfabetismo; pues de esta manera, después de enseñar a leer, damos lo que debe leerse, seguros de ofrecer lo mejor que existe, porque en la selección de las obras no nos guía más criterio que el de la suprema excelencia, y el propósito de formar una colección que abarque, hasta donde es posible, todos los aspectos más nobles del pensamiento humano”.

Casi por esos mismos años, y en otras circunstancias por supuesto, Bertrand Russell no habría pensado en ningún momento que Plotino, Plutarco, Platón, Homero, Dante, Goethe, Rolland, Tagore y otros clásicos antiguos y modernos eran lo que debía leerse ni siquiera en Inglaterra, pues él creía que sólo “hay dos motivos para leer un libro: uno, el disfrutar con él; el otro, el jactarse de ello”.

Hay que terminar de una vez por todas con el equívoco de que Vasconcelos llevó a cabo un programa de lectura. Lo que hizo fue un proyecto editorial (trunco) y un programa alfabetizador que las circunstancias nacionales le exigían, y optó por los clásicos (“raíz de toda nuestra literatura”, justificó) porque tal era su formación y porque, en gran medida, su juicio personal prevaleció sobre cualquier otro criterio, incluso en su desafortunado desdén y denuesto público contra Shakespeare. Sentenció: “Se publicarán, también, algunos dramas de Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente”. (En su esclarecedora tesis Análisis del proyecto editorial vasconcelista —UNAM, 2009—, Yazmín Liliana Cortés Bandala despeja muchas dudas y equívocos sobre este tema.)

Lo cierto es que cuando los escritores, los intelectuales, y la gente culta en general, afirman que no hay nada mejor que los clásicos para iniciar a los muchachos en la lectura, lo único que están haciendo es repetir un precepto políticamente correcto pero pedagógicamente erróneo.

Los libros tendrían que abrirnos puertas a la aventura para que leer signifique, y resignifique, algo más profundo y más libre que únicamente estudiar a los clásicos y hacer reportes y resúmenes de lectura. Leer es, sobre todo, recrear sentidos. Hace poco, en un concurso universitario de ensayo, en el que fui jurado, reconfirmé que muchos universitarios creen que comprender un libro es resumir su trama y mencionar las anécdotas y los personajes. No se atreven a emitir juicios ni a plantear ideas. Se empapelan: no se salen de las páginas leídas. Esto es lo que les ha enseñado la escuela. Y a eso le llaman “ensayo”, cuando ensayo es precisamente todo lo contrario, pues “ensayar” es pensar, inquirir, divagar, descubrir, hallar, como plenamente lo demostró Montaigne.

Una buena cantidad de libros sin ninguna connotación canónica ha iniciado a muchos lectores y luego los ha llevado, en su momento oportuno, a los clásicos, a las obras maestras, a los inmortales. Pero obligar a leer a los clásicos, como lo hace la escuela actualmente (y como creen muchos escritores e intelectuales que debe hacerse), es propiciar que los muchachos se alejen de ellos y, literalmente, los detesten. Los clásicos son, especialmente, el azote de los adolescentes, y en gran medida el desdén que sienten por ellos es culpa de la escuela y de los adultos que los han prejuiciado para siempre, producto de una obligación antipedagógica y sin ningún sustento didáctico.

Sensatos lectores e investigadores, como el autor del blog Desequilibros, sostienen que el día que se hizo obligatorio leer el Quijote en las escuelas españolas (mediante decreto del 6 de marzo de 1920), “fue el comienzo del terror que provoca su sola presencia entre escolares y universitarios y en los programas de estudios. Y el comienzo de una larga tradición de aversión hacia la lectura, que no hace sino perpetuarse, como se deduce de los índices de lectura e informes PISA de rigor”. Y añade: “El Quijote es uno de los ‘ochomiles’ de la literatura y de la lectura. Antes de enfrentarse a él, conviene realizar un proceso de aclimatación que nos prepare física y psicológicamente para afrontar el reto de leer una de las mejores y más lúcidas obras que haya parido mente alguna”. Pero esto no lo saben en las escuelas.

Con gran sinceridad y alejado de todo prejuicio culturalista, Bertrand Russell confesó: “He de decir que gasté durante mi juventud una gran cantidad de tiempo, que hoy considero casi completamente estéril, estudiando latín y griego. El conocimiento de los clásicos no me proporcionó ninguna ayuda en ninguno de los problemas que me han preocupado más tarde. Me ocurrió lo que al 99 por 100 de los que estudian clásicos: que nunca profundicé lo suficiente para llegar a leerlos con placer. [...] Cuando yo era niño, la astronomía y la geología me ayudaron más que las literaturas de Inglaterra, Francia y Alemania, cuyas obras maestras leía, obligado a ello, sin mucho interés”.

Mal leída y peor comprendida, esta confesión de Russell podría llevar a pensar a más de un taimado que el autor de La conquista de la felicidad desautoriza leer en la escuela o fuera de ella a los clásicos, y que quien lo cita le hace eco para machacar su propia convicción. Nada más lejos de ello.

Lo que Russell afirma, y con lo cual coincido, es que la educación, aun en el caso de la disciplina, tiene que fundarse más en el placer que en el hábito y más en el goce que en la obligación; y que, para ello, la vieja creencia de que los clásicos y todos los libros canónicos son las lecturas ideales, es, por principio de cuentas, una creencia falsa fundada especialmente en un concepto aristocrático de “educación ornamental” con muy poco asidero, hoy, en la realidad.

Dicho de manera más simple, pero no simplista: Una buena lectura de un libro no canónico puede sorberle el seso a un estudiante y ayudarlo un día a acercarse a los clásicos, comprenderlos, gozarlos y realmente estimarlos y aun amarlos.

Lo malo de los clásicos es que, muy fácilmente, pueden apuntalar la hipocresía. Conozco a muchas personas que serían capaces de dejarse cortar un pie antes que reconocer que no han leído a determinado clásico que, efectivamente, no han leído.




*Juan Domingo Arguelles

Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de lectura. Sus más recientes libros: Escribir y leer con los niños, los adolescentes y los jóvenes (Océano, 2011), Estás leyendo... ¿y no lees? (Ediciones B, 2011), Lectoras (Ediciones B, 2012), La lectura (Fondo Editorial Estado de México, 2012) y Antología general de la poesía mexicana (Océano/Sanborns, 2012 y Edades (Parentalia, 2013).

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