sábado, 6 de abril de 2013



"Nunca antes te contaron el cuento así..."

"Una lectura, querido Beto, de la España actual par tus lectores"  
Un abrazo de Julio Ortega


Blancanieves invertebrada
EN EL BLOG DE JULIO ORTEGA




Casi toda buena película es hoy sobre el arte de hacer una película.  El cine comparte hoy su mecánica del “cut” y el “montaje” con la novela; y de ser el último arte que creaba la “ilusión de vida” en su cámara oscura, ha pasado a ser, como la actual literatura, un lenguaje sobre su misma convención comunicativa. Ese artificio de la representación hace de las mejores películas un acto conceptual: revelan su propia hechura entre tipos y estereotipos, tropos y parodias. Por eso, el buen cine ha dejado de ser el lugar del gusto permisible.  Las pobres películas solían sancionarse, licenciosamente,  en buenas (las que me gustan) y malas (las que no me gustan).  Todavía hay espectadores que frecuentan el cine de los Flinston, y ejercen de picapedreros armados del mazo de su juicio. Pero casi todo buen espectador tiene educado el gusto y tolera el metalenguaje fílmico con complicidad.

Las mejores películas realistas han terminado siendo teatrales, como ocurre con “Amour,” cuya economía se debe a la escena. Es tan realista, en el  sentido de la representación verosímil, que recae en el anacronismo: resulta conmovedor ver a un actor de nuestra juventud, Jean-Luis Trintignant, leyendo el periódico. 

Tarantino es culpable de esta apoteosis autoreferencial y hay que reconocer que logra plagiarse con éxito, a diferencia del precursor Woody Allen, que se imita pésimamente, y a quien esperamos que ninguna otra ciudad europea le financie una película. En defensa suya, digo. En “Queremos tanto a Glenda”, Julio Cortázar cuenta de un club de admiradores de una actriz que, de pronto, empieza a degradarse en películas imposibles;  el club decide secuestrar sus películas y, con justicia poética, eliminarla.

Claro que en su último film Tarantino abusa de los lugares comunes, según algunos para actualizar el horror de los mitos sobre el Sur norteamericano.  Pero dudo de su capacidad didáctica, y admiro, mas bien, su irreverencia con la buena conciencia americana. No hay que olvidar  que la artista Kara Walker utilizó la técnica de  siluetas recortadas de negros y blancos del Sur para exhibir el horror de lo reprimido. La representación de otra representación, el montaje de esas  escenas resultaban inocentes en su material (moldes del taller de costura) y perversas en su ilustración del racismo.

En “Malditos bastardos” hay un momento apoteósico de la convención escénica. Siempre se dijo que el "aparte" era el recurso teatral más convencional, al punto que resultaba burdo y propio de la astracanada. El peor ejemplo es el autor de comedias que  metió en escena cien personajes, y no sabiendo qué hacer con ellos decidió, en el siguiente acto, anunciar que habían tomado un barco, y el barco se había hundido. Tarantino pone a prueba a sus espectadores al usar el recurso en un momento decisivo: en la mesa del patrón, el mayordomo negro obliga a su amo a ir con él al cuarto adjunto, donde a puerta cerrada le revela la verdad de lo que está ocurriendo. Lo cual precipita la violenta economía del desenlace. Como demuestra María Pizarro Prada en su trabajo sobre el género policial, la verdad revelada mata. Tarantino, gracias a la retórica popular, se sale otra vez con la suya.

Este largo introito es para poder decir que “Blancanieves,” la película de Pablo Berger, me ha conmovido con su dolorosa ironía, calidad crítica, y apoteosis de lugares comunes. Ha sido comparada con “El artista” por su mera coincidencia en el cine mudo. Pero mientras la película francesa es simpática y liviana, esta espléndida versión de la "Bella durmiente” está situada en la experiencia de la crisis endémica de la verosimilitud como referente común. Y nos hace cómplices de una crueldad excesivamente nuestra; esto es, de una ideología premoderna, estereotípica  y patriarcal.

Se trata de la pesadilla que sueña la cultura ibérica en una noche de lucidez desamparada. Esa imagen atroz parece una sublimación de la actualidad: para verse a sí misma en el espejo del mundo al revés, la España de 2012 (entre los desahucios, la corrupción y los parados) solo puede soñarse en el horror moral de 1928. No le atribuyo al director y su equipo semejante tremendismo alegórico; pero aún sin proponérselo y a pesar suyo, cada escena del pasado representa una España ideológicamente construida como inexorable, incólume y feroz. Como si lo real se debiese a la lógica de una pesadilla irreversible.

La patología ideológica en esta obra (que debe más al “teatro de la crueldad” que al pintoresquismo de las españoladas del XIX francés) se debe a la melancolía como refutación puntual del deseo de vida.  Los sujetos sucumben  atrapados en su destino antimoderno de clase, género, geografía, historia y violencia.  Este mundo se parece a La Mancha del Quijote, de donde no se puede huir sino loco y a donde solo se puede volver a morir.  Blancanieves  es un emblema del desvalor porque ella no puede imaginar un horizonte de futuro. La melancolía española (la imposibiidad de superar lo real construido ideológicamente) tiene en esta película su apoteosis de crueldad, ironía y horror.  Se trata, bien vista, de una denuncia tan cervantina como goyesca: sutil y aguda. Del fondo de la gran tradición hispánica de representar la agonía como ejemplar, se levanta en esta obra la voluntad liberal, moderna y laica que confronta la cerrazón ideológica que pasa como verdad irrefutable. Se trata del arte del luto español. Experto en traernos una flor de cementerio.

La gracia perversa de Maribel Verdú hace del pasado actualidad. En la sociedad española actual, como ha visto la socióloga Isabel Madruga, la ruptura matrilineal y monoparental desampara a los hijos en la marginalidad.  Se trata, por lo mismo, de la estructura narrativa del “romance nacional” tópico: la fractura del núcleo familiar reproduce la improbabilidad de una familia nacional. A la niña deshauciada, que danza como la madre muerta y torea como el padre perdido, sólo le quedan la charlotada y la barraca, los márgenes de la cultura desheradada. En el mundo al revés, esta Blancanieves no tendrá casa, escuela, trabajo, seguro médico, ahorros, ni pensión. El mundo ideológico es el Infierno: su orden de clases y poderes son círculos desarticulados. Es, por eso, peor que el castigo: arbitrario y a la vez impensable. Sólo puede ser representado como Comedia, a veces divina, a veces humana, esta vez española.

No en vano esta película coincide en su ferocidad visual con el ardor sarcástico de Juan Goytisolo; con la denuncia del demótico castellano que propicia Julián Ríos; con la documentada protesta visceral de Manuel Vilas; con las hiperbólicas comedias bárbaras de José Ovejero; con el grotesco apoteósico de Juan Francisco Ferré; con la crítica de las representaciones naturalizadas con que nos reta  Robert Juan-Cantavella; con los nuevos espacios contra-ideológicos que postulan la mundanidad de  las heorínas de Lara Moreno; la libertad lúdica de las tersas historias de Elvira Navarro; y las parábolas de humor gótico que trama con brío Marina Perezagua,  entre varias otras voces de alarma de la España que despierta con furor creativo en su actual horizonte literario.

Cualquiera de estos narradores podria haber imaginado a Blancanieves trabajando en la barraca como Blancanieves. Y cualquiera de ellos habría postulado la hipótesis de una mujer ni viva ni muerta, dormida,  que llora una lágrima de sangre.


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