La
última edad
FEDERICO CAMPBELL
Parece que
la vejez ahora empieza un poco antes de los ochenta años porque la expectativa
de vida se he recorrido de los sesenta a los ochenta. No era así en tiempos del
hombre de las cavernas ni en los años de las guerras nepoléonicas.
“Tengo una vejez melancólica”, dice Norberto
Bobbio en su antepenúltimo libro, De senectute (sobre la vejez). Con ello se
refiere a lo que no pudo alcanzar en la vida y a lo inalcanzable. Si la vida es
un camino (o un río, o un viaje), en el que la meta siempre se desplaza hacia
delante, cuando uno cree haberla alcanzado resulta que no era la que se había
figurado. La vejez se convierte entonces en el momento en que uno tiene plena
conciencia de que no sólo no ha recorrido el camino, sino que ya no tendrá
tiempo de recorrerlo y tendrá que renunciar a la última etapa.
Cuando el maestro de Turín medita en la
sensación del tiempo perdido, recapitula y llega a la conclusión de que más que
de los libros y las conferencias sus conocimiento vienen de su vida de
relación: del intercambio con los otros, maestros y alumnos, parejas, camaradas
políticos, amigos, nietos.
El mundo de los viejos es el mundo de la
memoria. Al final uno es lo que ha pensado, amado, realizado. Uno es su
historia personal, uno es lo que recuerda, uno es la narración que lleva
adentro puliéndose, editándose. La memoria lo constituye y en ella reside su
identidad más profunda. La persona es la memoria. Mientras que el mundo del
futuro está abierto a la imaginación, y ya no le pertenece a uno, el mundo del
pasado es aquel donde a través de la memoria uno retorna a sí mismo,
reconstruye su individualidad, que se ha ido formando a lo largo de todos los
actos de una vida, concatenados entre sí, enlazados por una continuidad nunca
interrumpida: su quehacer histórico personal.
“El viejo vive de recuerdos y para los
recuerdos, pero su memoria se debilita día con día. El tiempo de la memoria
avanza al contrario que las manecillas del reloj: los recuerdos que afloran en
la reminiscencia son tanto más vivos cuanto más alejados en el tiempo estén
aquellos sucesos”, piensa el gran filósofo del poder. Entre más pasan los años
uno recuerda con más nitidez las cosas del pasado más remoto, las más lejanas
en el tiempo, que las cosas que tuvieron lugar ayer o la semana pasada, o en el
desayuno de esta mañana, en una suerte de extraña presbicia de la memoria.
Esté donde esté, cuando uno empieza a
descubrir su vejez, uno se da cuenta de que es el de mayor edad en todos los
lugares y en cualquier circunstancia: al entrar en un elevador, entre los
pasajeros de un avión, en la mesa de un restaurante, al hacer cola en un cine.
Siempre es el más viejo. Y hay que hacerse a la idea. Cuando a uno le empiezan
a gustar los árboles es que ya se está volviendo viejo.
A esa edad las comparaciones resultan, pues,
inevitables. Uno se da cuenta de las diferencias en el uso del lenguaje que
cambia de una generación a otra porque en todas partes de hablan tres lenguas:
la de los jóvenes, la de los de mediana edad y la de los viejos.
Los jóvenes han llegado a la edad de la razón
cuando vocablos como “iniciar” en lugar de “empezar” se han legitimado por el
uso. Dicen “buen día” y no “buenos días”, como los viejos. Hacen la pausa del
“güey” en lugar del “este…”.
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