La dificultad de todo oficio artístico es la disciplina, dicen algunos avezados. Algunos más creen que es el estar convencido de la determinación que implica la (auto) exploración, la reflexión constante hacia los lenguajes que inventa el artista. Otros opinan que es el compromiso con la sociedad y/o con el trabajo creativo lo que fragua con fortuna las obras. Para los más torrenciales debe haber delirio, locura, “desarreglo de todos los sentidos”. Y en el arte hay que aferrarse vehementemente a alguna de estas búsquedas —o a una mezcla cambiante de todas ellas— para resistir la hostilidad de las convenciones sociales, estéticas y del mercado. En Oaxaca, el conflicto social del 2006 removió también al arte local, resquebrajando la connivencia que padecía el medio artístico al atraer a su movimiento una palabra profunda que también es capital en la práctica artística: osadía.
El trabajo de Alberto Aragón (Oaxaca, México, 1980), quien forma parte de una nueva generación de artistas en Oaxaca, tiene mucho de eso. Durante los últimos tres lustros, ajeno al sistema de becas nacionales, el artista ha ido realizando exploraciones estéticas en esculturas, murales, pinturas e instalaciones. El atreverse a realizar proyectos de largo aliento y tratar de construir un lenguaje estético que cuestiona e interroga continuamente su propia práctica artística, nos habla de un creador que obtiene del arte —y dota a sus obras de ello— esa fuerza vital que lo caracteriza. Esta batalla contra la inercia de lo local ha sido posible gracias al contacto del artista con otras tradiciones, maestros y amigos.
En su trabajo, Alberto Aragón reivindica el esfuerzo creativo y humano que transforma materiales, emociones, sedimentos. La apuesta resulta temeraria en un ambiente artístico oaxaqueño sobrevalorado por un mercado que le exige a los artistas que maquilen obras determinadas, las cuales comúnmente esencializan la identidad en representaciones folclóricas ya exangües. En el peor de las casos, la clase empresarial o algunos potentados les demandan que decoren sus casas con imágenes “artísticas” que aludan a una supuesta oaxaqueñidad. Curiosamente, en un primer momento el joven artista realizó algunas pinturas que encarnan ese realismo atroz al que siempre ha escapado la plástica local, al integrar en su obra a personajes populares (véase El Carnicero). Una exploración de la realidad que se opone frontalmente al “realismo mágico” y al costumbrismo regional. Asimismo, como homenaje a algunos autores renacentistas, Aragón fue fraguando obras a las que transformó integrando diversos símbolos contemporáneos. En ellas se filtran la ironía y un fino humor, tan refrescantes para la excesiva formalidad del medio artístico.
El Carnicero, óleo sobre tela, 2003.
En un ambiente carente de una mirada crítica, no es nada fácil tratar de construir otro camino, otra ruta que hilvane un trabajo artístico distinto. El facilismo y las fórmulas etiquetadas por el mercado o por una elite artística que intenta patentar toda propuesta divergente, anulan la diversidad que tanto se celebra como fruto de la resistencia contra la lacerante uniformidad. Desde adolescente, Alberto Aragón participó en colectivos sociales, como fue el caso de Sagrevsol, donde la expresión artística era fruto de la resistencia, de la rabia, de la marginalidad. Este sentido político seguramente caló muy hondo en sus aspiraciones y en su subjetividad. El trabajo independiente y autónomo que se ha propuesto implica momentos de colectividad y de soledad, de la rebeldía del aislamiento que permite valorar nuevamente todo lo que está negado en las constreñidas apariencias de la sociedad. Quizá por ello confiesa que admira al movimiento artístico fundado en París denominado: CoBrA, “su trabajo en colectivo y su conocimiento de la técnica, pero sobre todo su libertad creativa”. La visión gestada hace tiempo en un colectivo de arte callejero se ha volcado, durante estos últimos diez años, a una exploración estética en la que Aragón ha tratado de develar otros horizontes y misterios. Le fascinan los enigmas, los símbolos, los cantos desgarrados que en el ser humano todavía confirman que existe humanidad. “El diablo para Jung es la alegría”, acota el artista y señala: “Me interesa la lectura del psicoanálisis, las obras que esconden algo, lo que está oculto, lo que aparentemente no somos. Lo naïf me da flojera”.
Una etapa significativa de su obra plástica y escultórica, en la que crea la serie de los mono cocoon o mono crisálida, se alimenta de estos tenues cantos de la esperanza. El psicoanálisis desde hace tiempo descubrió que las representaciones plásticas también emanan de los territorios del sueño. Parece que Alberto Aragón se aferra por momentos a estos navíos del subconsciente, a ese discurso del sueño que Walter Benjamin caracterizó como el lenguaje que “no existe en las palabras, sino bajo ellas. El sentido se esconde dentro del lenguaje de los sueños a la manera en que lo hace una figura dentro de un dibujo misterioso. Es incluso posible que el origen de los dibujos misteriosos se encuentre en esa dirección: en calidad de estenograma onírico”. En un primer momento, las obras de esta serie de Aragón suelen parecernos apacibles, armónicas, animadas por estos escenarios oníricos que nos incitan a la contemplación (véase La Procesión). Reflexionando un poco más sobre el sentido de estas pinturas nos percatamos de que son un fruto de la intranquilidad, de las contradicciones o las batallas que libra en su interior el propio artista para conquistar estos recintos de plenitud. Con renovadas alegorías sobre la placidez, el artista profana la imaginería local. Nos conduce a una atmósfera onírica inusitada, invitando a una expedición por paisajes donde nos aguardan personajes espirituales que provienen del pasado, del presente o del futuro, cuestionando desde su equilibrada existencia: ¿quiénes somos?, ¿qué hacemos en este breve viaje?, ¿cuál es el verdadero sentido de “ser” en este mundo?
La Procesión, óleo sobre tela, 2009.
En 2010, Alberto Aragón realizó un viaje extenso para tratar de hallar escenas, paisajes o rostros significativos en América Latina. Como suele sucederle a quien vive o viaja durante largos periodos en Europa, se diluyeron las fangosas particularidades de la nacionalidad mexicana y nació en él la intención de reconocer(se) y esbozar la diversidad fragmentaria de este continente. La idea era generar obras artísticas que resultasen de su travesía por distintos países: Costa Rica, Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y Argentina. La experiencia profunda, resultado del viaje, también fue fructífera: regresó a casa con ciento cincuenta cuadros. Un atardecer en el desierto peruano, El sueño del pescador, Rememoración del carnaval, Flores en el abismo, Migración de las aves, Mensaje del soñante, Pez de gala o Ciudad azul, entre otras obras, forman parte de su afortunado hallazgo para tratar de comprender la profunda diversidad de un continente que no puede ser petrificado en una identidad monolítica y homogénea.
Ya que es imposible atisbar en los múltiples significados que sedimenta cada una de las obras, sólo me detendré en un par de ellas. Hay dos imágenes alegóricas relevantes en esta aventura vivencial y estética: el espantapájaros y Nicanor Parra, el espantapoetas. Los espantapájaros que construye son un referente del terrible abandono de los cultivos y campos. Pero también, aprovechando el vuelo imaginativo que nos provoca, contiene algunas paradojas y contradicciones existentes en toda Latinoamérica. Hay un pájaro que espanta-pájaros, así como un poeta anti-poetas. Para el creador de los artefactos visuales y antipoéticos, el acto creativo no sólo espanta, libera pájaros. En su “Defensa de Violeta Parra”, escribe: “Has recorrido toda la comarca / Desenterrando cántaros de greda / Y liberando pájaros cautivos / Entre las ramas”. En el rostro de este poeta que Aragón lee fervientemente en su camino, anhela esbozar ese imaginario tan huidizo de nuestro continente. No es su fisonomía sino sus creaciones lo que hace emblemático a este personaje que, de algún modo, exhibe esos rasgos que quisiéramos ver más seguido en el arte latinoamericano: la paradoja, la explosividad, la ironía, la corrosión en nuestra cultura. A la vez, Parra nos muestra la inutilidad de tratar de definir los contornos de nuestro continente y su bullente cultura. Si alguien se lo propusiera, seguramente espetaría: “A otro Parra con ese hueso”.
Un tema recurrente al hablar con Alberto Aragón son las potencialidades de los sueños. “A veces recuerdo algunos sueños, a veces los provoco”, me dice sonriente. Y quizá con ello nos sugiere, no sin cierta ironía, dejar al soñador pasivo para reflexionar que los sueños son también invención. Nos invita a una intervención en la obra artística y en la vida, al provocar con osadía e imaginación algunos punzantes sueños.
Espantapájaros, óleo sobre tela, 2013.
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