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29 de Diciembre 2014
Su transformación es la historia de un lento pero sostenido e inexorable proceso de corrupción moral. Facebook nació hace exactamente 10 años como una modesta red social, sin fines (confesos) de lucro. Poco a poco fue calando más hondo. Y, sobre todo, sumando adeptos/adictos, que llegaron por oleadas generacionales: primero los adolescentes, luego el adulto contemporáneo, luego el adulto sin adjetivos, y finalmente los miembros de la tercera edad, que antes se llamaba vejez. A diferencia de las redes no virtuales, esta red apretaba más conforme más se estiraba. Algunos se sumaron a ella desde el comienzo, sin dudas. Otros la esnobearon primero y solamente después se engancharon, con todo. Hay devotos vergonzantes: voyeurs que miran, hurgan, disfrutan en el rincón de la pasividad, pero casi nunca se revelan en público. Hay también ambivalentes afectivos: hoy están en línea casi sin pestañear, mañana se dan de baja, pasado mañana vuelven, incólumes. Los más niegan su dependencia, los menos la abrazan sin tapujos. Ya son más de mil millones de usuarios. De todo hay en la viña del Señor, que en el mundo virtual no es otro que el señor Mark Zuckerberg. Es muy significativo: Facebook tiene un padre reconocible; en cambio no tiene madre.
La deriva más vil de Facebook es su presunta “politización,” que es en realidad un “activismo” político haragán: de arengas fáciles y nada más. Facebook es hoy un espacio donde mujeres y hombres de bien deshacen entuertos virtualmente, hacen proclamas políticas, afirman y reafirman sus lazos de solidaridad con los desprotegidos y apoyan las causas sociales/globales. Esta red social disuelve fronteras nacionales para que el mexicano de la Condesa apoye a los oprimidos en Rusia, como las Pussy Riot, y denueste a Putin. Bajo esta modalidad de protesta social no hace falta bordar fino en las consignas: lo bueno, breve, dos veces bueno. Basta decir que “ganó el PRI y ya nos chingamos”. “Que AMLO es un culero”. O que “Calderón es Fecal”. Ése es el logos predominante del animal político de Facebook. En el extremo opuesto, Facebook es un hospicio para analistas políticos huérfanos, sin hogar en alguna revista de opinión y que despliegan sus infinitos saberes bajo la forma de aforismos con sucinta pero incisiva critica social y cultural, y así pontifican sobre lo bueno y lo malo. Pero todo es verbo y nada es acción. El justiciero social que nace, crece y se reproduce en Facebook hila diatribas, una tras otra, en contra de un Enemigo que ni lo ve ni lo escucha. En el peor de los casos este luchador virtual busca el Mal entre sus propios “amigos”, es decir, sus contactos, descubre o les inventa una visión perversa del mundo para luego fustigarlos en público y arrancar encomios de otros luchadores comprometidos con la causa, la que sea. Y juntos hacen revolución en línea, que siempre será menos tediosa que la revolución en tierra firme. La impostura progresista es un defecto moral, pero Facebook la transvalora.
Pero nuestra red social es ecuménica, y también tiene lugar para lo apolítico y lo emocional. Aquí no hay heroísmo humanitario pero sí sensibilidad, demasiada sensibilidad y mucho exhibicionismo. El infame “muro” es mucho más que un simple muro. Es un muro de las Lamentaciones, donde se pone a la vista al yo vulnerable y en desasosiego y se recolectan palabras de aliento. El muro es un espejo para que los Narcisos se vean reflejados en él, para que relaten sus pequeñas grandes hazañas, en ejercicios de autopromoción desvergonzada: para que se sientan vivos. Nunca fue tan fácil vivir del autoelogio. El autoelogio envilece, claro, pero Facebook redime. El muro es un balcón: ahí se lleva serenata a la persona amada, pero el propósito no es levantarla a ella, sino a todo el barrio virtual, porque la mejor forma de amar es en un baño de masas. El muro es un lavadero, suficientemente amplio para ventilar cualquier chisme y suficientemente duro para quebrar cualquier amorío. El muro es un pasarela donde cada quien somete al público virtual su mejor cara, su mejor cuerpo; algunos hasta se colocan en los linderos del soft porn. El muro es un estadio para desahogar los más bajos humores deportivos o celebrar y gritar por las victorias de “los nuestros”, que no tienen a la pulga Messi pero se conforman con el piojo Herrera. El muro es una carpa para los bufones que quieren deleitarnos con sus chistes, porque sin ese circo su vida tiene menos chiste. El muro es la impudicia de lo público hecha virtud.
No soy el primero ni seré el último en tronar contra Facebook. Otros amargados como yo ya han repetido hasta el cansancio el catálogo de males: que lo usamos a costa de nuestra privacidad; que su uso fomenta patologías surtidas o agrava mañas inveteradas; que es un cajón de historias sórdidas (suicidios, cyberbullyings, etcétera) y una galería de imágenes de espanto (narcojuniors, maltrato animal, etcétera). Yo sólo he querido ampliar el inventario de vicios que se sostienen al amparo de Facebook: la holgazanería política solapada, el narcisismo a ultranza, el autoelogio descarado, la sensiblería rampante, y más. Fui uno de los que se extraño al leer que según Jorge Bergoglio, alias el Papa, la Internet (¿y por extensión Facebook?) es un regalo de Dios. No hay duda: las maneras del Señor son misteriosas. Las del señor Zuckerberg, en cambio, son muy claras. Esta red llegó para quedarse, para seguir apretando, para seguir transvalorando. Y la verdad no es ninguna sorpresa. Lo virtual, lo dijo Hegel, siempre quita lo virtuoso.
Juan Espíndola Mata
Doctor en ciencia política. Es autor de El hombre que lo podía todo, todo, todo. Ensayo sobre el Mito Presidencial en México y Transitional Justice and Respect in Germany: Exposing Unjust Collaborators.
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