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15 de Diciembre 2014
¿Cómo se los dirá? Tengo cáncer. Creo que tengo cáncer. Toquen aquí, es cáncer. Cualquiera de las opciones la hace sentir insatisfecha. Paty se mira en el espejo de nuevo. El pequeño bulto es difícil de distinguir. La primera vez que lo vio pensó que se había lastimado al quedarse dormida sobre un libro viejo. Luego recapituló que el libro había aplastado su mejilla derecha, ¿y entonces? Entonces, quizás era la varilla del sostén. Quizás un piquete de chinche o un tirón muscular…
El dolor es constante. Observa cuidadosamente la piel enrojecida que se abulta debajo de sus primeras costillas. Una mezcla de resentimiento y culpabilidad la invaden. ¿Por qué no acudió al médico de inmediato? Repasa con cuidado las líneas de sus labios al pronunciar de manera metódica y suave: cán-cer. Paty ensaya la escena mientras sus padres duermen silenciosos en su recámara. No saben que en algún momento su hija entrará a su cuarto, les mirará de frente y les dará una escalofriante noticia.
Sin embargo, tiene que ser precisa y rápida. Tiene que ser hábil para convencerlos en una sola frase. Tiene que disparar antes de que la ignoren de nuevo y compartan miradas furtivas de tedio e incredulidad. Sus padres siempre la han acusado de ser una hipocondríaca. Repetidas veces la han castigado por purgarse en las noches con bacitracina. No le creen que esté infestada de parásitos que la atormentan por la madrugada. Simplemente se limitan a regañarla y espetarle una lista larga sobre los peligros de la automedicación. No comprenden la felicidad que experimenta Paty, por medio de la purga, al ver como el excremento y la orina desaparecen en un remolino acuso que desciende torpemente hacia el drenaje.
Sus padres siempre la ignoran. Jamás hacen caso a sus malestares, ni a sus quejas. Paty se acuerda de aquella ocasión cuando descubrió que tenía pericarditis. Sus padres desecharon la idea por completo, pero los síntomas eran claros: le dolía el pecho, no podía respirar, tosía constantemente, se sentía fatigada, la cabeza le daba vueltas. No podía ser otra cosa. Era pericarditis y no hay más que agregar. Después de tanta insistencia su madre la llevó a una consulta médica. Le hicieron una radiografía torácica y luego de ser examinados los resultados, el doctor la miró de reojo y le dijo con una voz gruesa y ronca:
―¡No tiene nada!
―¿Nada? ¿Nada? ¿Cómo que nada?
Su madre permaneció callada durante todo el camino de regreso a casa. En la sala del departamento cuchicheaba con su padre por el teléfono y soltaba ligeras risitas. ¿Nada?
Y ahora, años después, sigue escuchando la misma voz del médico y la de los doctores que le siguieron, diciendo que no es nada, nada. Desde entonces ha tenido que enfrentar la burla de los alópatas que de muy mala gana la atienden en la clínica y siempre le recetan complementos vitamínicos o antidepresivos. ¡Descarados! En las enciclopedias clínicas puede leer claramente los signos de las enfermedades que la afectan. Todos son distintos e indiscutibles. Por eso, ahora cree en la teoría de la conspiración. El sistema de salud quiere convertirla en un número más de las estadísticas de negligencia médica. Pero no caerá en la trampa. Sabe que tiene que tomar el control, ir a las farmacias, robarse medicamentos mientras las cajeras se distraen o inventarse recetas falsas. Tarde que temprano las cosas empeorarán y llegará el día en que el sistema de salud colapse y los enfermos mueran a falta de atención. Pero no ella. Ella no.
Mientras, los años pasan: sus dieciséis años, sus veinte años, sus veintiséis años y ahora sus treinta. Nunca imaginó que la peor de las enfermedades le tomaría por sorpresa justo cuando había decidido qué hacer con su vida y se había convencido que podía enfrentarse con el mundo real.
Las manos le sudan abundantemente mojando la tela de su camisón. No sabe qué estrategia usar para que sus padres la escuchen con detenimiento, asintiendo con la cabeza y abriendo los ojos para no bostezar. Sabe que si lo logra, esta vez no podrán superar la noticia. Que por primera vez sentirán lástima por ella. Pero antes tiene que asegurarse de su enfermedad, conocerla a fondo, detallarla a la perfección. Y así, repasa en su mente la sintomatología de los meses pasados: dolor, cansancio, flojera, pérdida de peso, poco ánimo, verrugas nuevas. El peor de los síntomas: las verrugas.
Pudo haber adivinado que las verrugas eran un indicador indiscutible de su destino. Desde niña tuvo pequeñas carnosidades en todo el cuerpo. Podía contar quince de pies a cabeza. Conforme fue envejeciendo los bultitos desaparecieron, pero nacieron nuevos. La única verruga que permaneció constante fue aquella que tiene debajo de la axila derecha. La misma que provocó todo, junto con la pericarditis y las ondas magnéticas del microondas. Y seguramente el atomizador de aire y el suavizante de telas. Y los rayos solares del mediodía y las lechugas transgénicas.
Un murmullo alegre le llega al oído. Su madre está cocinando huevos fritos. Puede adivinarlo por el olor salado y pesado que envuelve el aire. Le gustan los huevos fritos. Le gusta ponerles salsa de tomate y mostaza. Arrimarlos a su boca con pan tostado. Le gusta sentir como se disuelven en su saliva y separar con la lengua los trozos, amasarlos y darles vueltas hasta que los pueda engullir. A veces no los traga y los esconde en una servilleta. Los huevos tienen colesterol, demasiada grasa saturada que tapa las arterias, impidiendo la buena circulación, varices negras y…sí, quizá fue eso también.
Su padre la llama para que tome la merienda. Ella se hace la sorda, se tapa los oídos y no lo escucha. Prefiere seguirse mirando el espejo, practicando una y otra vez sus gestos y las palabras correctas. Su padre ya la conoce, sabe que cuando ella no responde tiene algo en mente. La voz de su progenitor se evapora con los ecos del pasillo.
Cáncer. ¿Y por qué se llama cáncer? ¿Qué tiene que ver esa enfermedad de células mutantes con los que nacen en agosto? Su último novio era cáncer. Es decir, había nacido bajo la influencia de la luna. Era sereno, pasivo, con una inaudible voz que la tranquilizaba mientras le sobaba las pantorrillas para eliminar las toxinas que le provocaban dolor abdominal. Su mano resbalaba sobre su piel reseca con suma delicadeza, apoyando los dedos en las partes más endurecidas. En repetidas ocasiones tuvo la paciencia (que sus padres nunca tuvieron) para llevarla a la botica y comprarle las medicinas que necesitaba. Pero un día dejaron de verse. Lo último que él le dijo por teléfono fue que estaba harto de sus mentiras. ¿Mentiras? ¿Cuáles mentiras? Hasta la fecha ella no sabe a qué mentiras se refería. Jamás le fue infiel. Todo su mundo giraba alrededor de él: sus citas con el doctor, sus jarabes, sus pastillas, sus pomadas, sus emergencias clínicas, la flojera constante, el dolor en el cuerpo, el insomnio, la apatía.
Lo única mentira que recuerda fue haberle dicho que estaba embarazada. El chico se puso blanco y por un momento largo, lento, no dijo nada. Ella lo miraba ansiosa. Estaba segura. La regla no le venía, tenía asco todo el tiempo, vomitaba por las noches, el cabello se le estaba cayendo. El muchacho permaneció callado, con la mirada hacia el piso, apretando con desesperación las yemas de sus dedos. Repentinamente, alzó la mirada, con los ojos inflamados y pidió que fueran a un ginecólogo para que ella se hiciera una prueba. Paty se negó. Le enfurecía ser cuestionada de esa manera. Quería que él se hiciera responsable, qué le jurará cuidarla por siempre, que se casaran y le prometiera comprarle un seguro médico en caso de que enfermara, que hiciera vigilia todas las noches para comprobar si su respiración era constante, que se desesperara por curarla, que la alabara y la compadeciera.
Pero él insistió en ir y ella insistió en negarse. Al final, ella le dijo que no sabía si era un embarazo o gastritis. Ese comentario hizo que él soltará una risita vaga y molesta, se diera la media vuelta y caminara hasta el final de la calle sin que hiciera caso de los gritos que ella le lanzaba enfurecida. Horas después él le hablo por teléfono, la llamó mentirosa, manipuladora y colgó. No volvieron a verse.
Desde ese día ella tuvo asma. Todas las noches sentía que el pecho se le comprimía y el aire apenas entraba. Trató de hacerse infusiones, untarse pomadas de mentol en la nariz, tomó pastillas de naproxeno y antidepresivos, pero el malestar no desapareció. Algunos días amanecía con diarrea, otros días con dolor de cabeza, pero la falta de respiración era constante. Permaneció varios días encerrada en su recámara, con cajas de pañuelos desechables a su lado y una pila de medicamentos que se consumía rápidamente.
Sin aviso, un día apareció una carnosidad enorme debajo de su axila, con una punzada insistente que le daba comezón y le dolía al tacto. El asma desapareció por completo, pero ahora una dolencia mucho más grave la afectaba. Seguramente tendría que ser intervenida quirúrgicamente y pasar días enteros en cama tomando sopas aguadas, yendo incesantemente a tratamientos de quimioterapia. Tal vez, agonizaría en una cama blanca, en compañía de un doctor alto, con la barba rubia y ojos verdes, que la tomaría de la mano y la observaría dormir mientras respirara artificialmente.
Paty imagina con deleite las consecuencias de su nueva enfermedad mientras escucha el rastreo de unos pies que se percibe cada vez más cercano. Ahí está su madre, frente a ella, mirándola con el entrecejo apretado. Ella desvía la mirada y carraspea. Este es el momento. Tiene que decírselo. Así que le toma de la mano y le dice con voz segura, incluso alegre:
―¡Mamá, estoy enferma… Tengo cáncer!
La noticia suena con suma energía y felicidad como si hubiera dicho: ¡Mamá, estoy comprometida! ¡Voy a casarme!
Su madre baja la mirada, suspira y hace un esfuerzo por contestarle. Mira el bulto que señala su hija y observa un atascamiento entre los poros cerrados e inflamados. Puede ver con claridad que el absceso no es más que un simple forúnculo, saturado de pus y vello viejo. Pero sabe que su hija no va a entender y seguirá obsesionada con las enfermedades imaginarias de su cuerpo, leyendo toda la noche la enciclopedia médica familiar, anotando y buscando razones para quedarse en casa, debajo de las cobijas, dándole vueltas a sus pensamientos.
La madre se retira sin decirle una sola palabra, sintiendo miedo de su propia hija, temerosa de seguirla oyendo. Mira disimuladamente hacia el techo, pretendiendo no haberla escuchado. Paty siente la bilis salpicar en su estómago. Se van a arrepentir, se arrepentirán cuando tengan que darme papillas y comprarme una silla de ruedas.
La madre avanza rápidamente hacia la cocina para refugiarse en la mirada serena y desgarbada su esposo. Los dos comparten frases nerviosas, llenas de duda e incredulidad. Bajan la cabeza y, como aceptando un castigo, desayunan en silencio, desconcertados de la actitud de su hija, avergonzados de haberla criado. Saben que no tiene sentido iniciar una batalla que hace años estaba perdida.
Como de costumbre, Paty puede escuchar a sus padres, cómo se quejan, cómo insisten en ignorarla o incluso mudarse lejos de ella. Las mejillas se le enrojecen y el estómago le palpita de rencor. Con la garganta a punto de explotarle, se los imagina sufriendo por ella, y con los hombros encogidos se envuelve entre las cobijas de su cama, sintiendo como el calor la sofoca, soñando sobre sus venganzas futuras. Por el momento, su mejor arma es dormitar, olvidarse por completo de la derrota y planear nuevas patologías que tendrá que estudiar con escrutinio y dedicación al otro día.
Al día siguiente, el sol brilla a través de la ventana como queriendo abrazar suavemente a las nubes que perezosamente se esparcen por el cielo azul. Es una hermosa mañana que ni los enfermos convalecientes pueden ignorar. Paty despierta y se levanta sintiendo su cuerpo animoso, fuerte, lleno de una extraña vitalidad que hace días, meses, años, no sentía. La mañana es cautivadora. Un deseo ferviente de salir a conocer un museo o de pasear en bicicleta la invade.
Se acuerda de aquella vez que salió con aquel novio a una caminata larga por las calles de la ciudad, anónimas y sucias, llenas de bolsas de basura, botes de refresco, perros sarnosos y vagabundos enmohecidos. La vista le provocó urticaria en todo el cuerpo. Su nariz comenzó a congestionarse con el gas de los autos. Las manos le temblaban del miedo y se ahogaba en su propia saliva, que no paraba de correr abundantemente en su boca seca. El chico la miraba preocupado, queriendo hurgar en sus síntomas algún consuelo para seguir caminando y llegar a un café popular, donde según él, servían el mejor té verde del rumbo.
Paty no pudo soportar el ataque de nervios que sufría en ese momento. Claro, ¿cómo no intoxicarse con los fluidos venenosos que se acumulan en las banquetas? ¿Cómo evitar sentir las flemas en la garganta y los ojos resecos? Aquella fue la última vez que se aventuró a salir de manera tan imprudentemente a pasear por las calles de la ciudad. Pero ahora, el día era tan esplendoroso, tan lleno de luz, con el cielo abierto, claro y despejado, que seguramente una pequeña caminata no le haría daño.
Al ir al baño para lavarse los dientes, Paty nota un aroma pestilente que emana de alguna parte de su cuerpo. Inhala el tufo de su propio aliento, olfatea con fuerza sus axilas, se rasca las nalgas y luego huele sus dedos para comprobar la procedencia de aquella extraña emanación. Se lava los dientes, se mete a la regadera y se enjabona tres veces el cabello, cuatro o cinco veces el cuerpo. Luego se seca con una toalla limpia y se perfuma con la colonia de su padre, pero el hedor permanece. Es un tufo que golpea con la intensidad del cloro. Es un efluvio pútrido que recuerda a los frijoles fermentándose en una cacerola o a la de las ratas aplastadas en las alcantarillas. Es un olor persistente, que de pronto sube a la nariz y corrompe el aire que se inhala.
Paty se horroriza. Jamás en su vida había experimentado algo similar. Por un rato se mantiene desnuda, contorsionándose casi acrobáticamente para olfatear todas las partes del cuerpo que le son posibles. La fetidez parece provenir de su piel entera. Cada vez que frota su dermis acartonada, el olor emana con fuerza, merodeando sin compasión el aire. Un miedo incontrolable comienza a surgir de sus entrañas, cada vez más pulsante. Esto no es como las enfermedades sintomáticas y fáciles de clasificar. Esto es algo mucho más real, más vivo y lleno de poder. Es algo tan natural y poderoso como el olor de su propia piel.
La mañana crece cada vez más azul. Un hermoso sol amarillo y chispeante comienza a alumbrar suavemente sobre las banquetas grises que brillan como piedras de río y sobre los árboles opacados que se iluminan como esmeraldas. Los insomnes abren los ojos en éxtasis tratando de absorber los hermosos rayos de sol que caen sumisos y cálidos sobre la tierra. Las palomas, caracoles, arañas, perros y demás fauna citadina, parecen haber vuelto al paraíso. Pero la piel de Paty desprende aquel olor repugnante que llena de lúgubres pensamientos al mismo oxígeno.
Paty se olvida por completo de su cáncer y de su asma y de su menopausia prematura y de sus úlceras y de todos aquellos padecimientos que orgullosamente celebraba. Trata de organizar su mente y pensar en todos aquellos síntomas y enfermedades que podrían provocar una peste tan horrenda. Pero el hedor no la deja concentrarse y con cada respiración el olor se impregna en sus narices como cemento seco, aferrándose por completo a las cavidades nasales, haciéndola enfurecer de asco.
De pronto, escucha los pasos arrastrados de su madre y las pantuflas torpes de su padre, caminando sobre el pasillo, ambos yendo a la cocina para preparar algo de desayunar. El pánico se apodera de su cuerpo. Alcanza a vislumbrar la sutil sombra de su madre por debajo de la escotilla que se detiene y toca la puerta.
―¿Paty? ¿Vas a..?
Sniff, sniff, olfatean sus padres.
―¿A qué huele?
Paty, sintiéndose como un animal salvaje a la defensiva y con miedo de ser descubierto, alza la voz. Con gritos histéricos comienza a recordar su privacidad, su independencia y amenaza que si no se retiran de su puerta la tumbará a patadas. Otra vez Paty y sus rabietas violentas, dramáticas y sin sentido. Las sombras reanudan su paso chillando sigilosamente por el pasillo.
La mañana se filtra dejando el glorioso recuerdo de su esplendor. La tarde cae, perezosa, la noche avanza atribulada. Paty sigue encerrada en su cuarto. Ha encendido las varas de sándalo que compró en una tienda hindú. El olor dulzón del incienso se mezcla con la pestilencia, provocando que el ambiente sea seco, caliente, viciado. El aire es casi inexistente, haciendo difícil la respiración. Paty sigue concentrada buscando en la enciclopedia algo que le ayude a descubrir lo que le pasa. Pero no encuentra nada. Todo es sobre la piel, los huesos, los músculos, la sangre, las uñas, los hongos, la caspa, los pulmones, y el olor que emanan las infecciones las heridas, las protuberancias, la pus, los mocos, la saliva y la sangre coagulada. Todo aquello podría referirse al olor de su piel, sin embargo no lo es.
La desesperación comienza a invadirla. Llora al saber que su existencia es atacada por algo tan etéreo, intangible e impalpable. Le viene a la mente la bata blanca de los médicos, la luz brillante y estéril de los hospitales, el frío de los pasillos de espera y las ojeras marcadas de cansancio de sus padres y todo aquello que con anterioridad le provocaba un placer recóndito que gozaba secretamente. Ahora no puede pensar al respecto. La fatiga comienza a impacientarla. Paty se siente como una hormiga encerrada en un envase de vidrio, sin aire, sin libertad, confinada a un destino que no conoce y no puede controlar. Y los ojos se le desmayan, cayendo pesadamente en el suelo y la respiración se le hace insoportable, la vida se evapora mientras la fetidez la envuelve en una nube fría y fuliginosa.
Durante los días siguientes, el aroma sulfuroso y mefítico de Paty se vuelve cada día más desagradable. Sus padres la ven salir de su cuarto para ir al baño y tardar horas tratando de eliminar el hedor de su piel. Saben que algo está mal, no obstante tienen miedo de intervenir. No quieren ir al doctor, no quieren que los vecinos se enteren. No soportan la idea de pasar por la puerta de su hija e inhalar la pestilencia proveniente de la habitación. Se sienten culpables, deseosos de hacer algo al respecto, pero a la vez no. Sienten miedo de que la situación por fin merezca visitas al doctor, cuentas interminables, deudas en el banco, la sonrisa de Paty al ser observada por enfermeras, especialistas e internistas, ellos esperando en la soledad de sus especulaciones, preocupándose, arrancándose las uñas, sintiendo que la vejez los consume, y permanecen callados. Apenas han esbozado una opinión al respecto de su hija. Se comportan como si nada pasara, aguantan la respiración cuando se cruzan con ella, enmascaran una deslavada sonrisa y le preguntan si se encuentra bien. Por supuesto saben que no está bien. Sufren al tenerla cerca, al percibir su molesto tufo, al verla a los ojos, cada vez más negros y con orejeras profundas. Pero insisten en no molestar, en no contrariarla, en no juzgarla, en ignorarla y olvidarse de ella por completo.
La piel de Paty comienza a mostrar pequeñas fístulas que se quiebran cada vez que el jabón pasa por encima. El miasma de su ser es tan insufrible que el alivio llega por medio de la irritación constante de su piel, cada vez más sensible al frotamiento, al agua caliente, al alcohol, al aceite de almendra y al agua de rosas. Paty pasa horas en el baño, tratando de ordenar sus pensamientos. Tiene miedo de salir de casa y encontrarse de frente con la gente. Le angustia el posible hecho de que la miren mientras fruncen el ceño y dilatan las fosas nasales de manera involuntaria, en la contradicción de tratar de descubrir a qué huele y de no respirar. No quiere ser revisada por especialistas, ni quiere que los doctores la toquen y se le acerquen. No quiere radiografías, ni ser exhibida en un cuarto blanco, con la luz tenue, mientras miles pares de ojos se asoman, mirándola con lástima y recelo, interviniendo en su intimidad. Por primera vez en su vida, siente ganas de ser libre, olvidarse de su cuerpo, de las excrecencias de la vida cotidiana y caminar descalza por la banqueta, por la ciudad, hasta llegar a un lugar recóndito y aspirar aire puro, limpio, reconfortante, que huela a lavanda o alcanfor, que inflame de gusto a los pulmones y los llene de aire, aire, aire.
Por las noches, sale del cuarto y va a la cocina, donde sus padres le han dejado un plato con la cena preparada: jitomate, pepino, lechuga, zanahoria y semillas de anís. Esperan que la dieta blanda desintoxique a su hija y la limpie de aquello que este pudriéndola por dentro. Pero la dieta no hace más que debilitarla, así que decide comer cada vez menos, en parte por el asco que le produce el tener que respirar mientras mastica la fresca carne de los vegetales, en parte por el abandono que siente sobre su propio cuerpo.
Han bastado apenas tres semanas para que Paty pierda peso y su figura se vuelva raquítica y fantasmal. Su piel se transforma en un cartón agrietado, áspero, con moretones en los brazos y en las piernas de tanto frotarse con jabones, esencias, champú y aceites aromáticos. Sus padres han comenzado a sentir desesperación, y en una ocasión su madre le ha reprochado oler tan horrible.
―¡Es insoportable! ―le espetó, con llanto en los ojos, más de coraje y desesperación que de compasión. Paty sintió que la ira le incendiaba el cuerpo y se acercó a su madre, como una medusa rabiosa, rodeándola con la intensidad del olor de su piel, mientras le gritaba, con la mirada hinchada.
―¿Porqué no me quieren?
Luego se tiró al piso para seguir berreando, repitiendo la misma pregunta una y otra vez, pero con una idea distinta en la mente, que exploraba la frustración, el odio, el miedo, la soledad, la venganza. Desde entonces sus padres la evitaron. Aceptaron el castigo. Ya lo sabían y se sentían avergonzados de no reconocerlo: la guerra estaba perdida.
Paty recela de su situación. Se ha cansado de hojear las revistas y enciclopedias médicas del hogar que ha acumulado a través de los años. Está aburrida, fatigada, irritable y temerosa de que la pestilencia no la abandone nunca. Pasa los días, con la mirada entreabierta, pensando en la idea de ser libre, de huir del mundo, salir al sol, acurrucarse debajo de un árbol, abrazar sus rodillas y dejarse consumir por la tierra, hasta sentir que las raíces de los tréboles comiencen a hacerle cosquillas en los huesos, hasta sentir que se vuelve humedad y vida. La idea de libertad se convierte en un sueño, en una ilusión inalcanzable. Pero el sueño se esfuma tan pronto la fetidez vuelve a golpear sus sentidos. El aroma la persigue hasta en sus pensamientos más ocultos, rodeándola como un fantasma que se aloja en su propio cuerpo.
Los días siguen abriéndose como flores que marchitan al anochecer. Paty lo ha decidido: debe irse, debe encontrarse a sí misma, debe liberarse. Así que espera a que el calendario marque algún día, cualquiera, en el cual sienta las fuerzas necesarias para salir de su encierro.
Y, de pronto, aquella ocasión llega con el brillo inmaculado de la luna llena, que alumbra los callejones obscuros y vacilantes. Paty abre la puerta de su casa, la puerta que la separa de los demás, del mundo, del caos, de la libertad. Camina, descalza, sintiendo la tierra clavarse en los pies. Papeles rotos, chicles mascados y roídos, orina de perro, cáscaras de pepitas, todo se arremolina bajo sus pisadas. La ciudad duerme y uno que otro gato callejero deambula como sombra entre los autos aparcados o sobre las jardineras de las banquetas. La esencia de su piel no desaparece, ni se refresca con la brisa fría. Paty siente una fuerza que la eleva más allá del horizonte, donde la luna se cruza con la línea de la tierra, donde nace el arcoíris, donde nadie jamás ha ido y la hierba aún es verde. Tiene que caminar hacia allá. Encontrase y disolverse con el reflejo astral, con el camino infinito del olvido y la liberación. Paty continúa caminando, hasta que su raquítica figura se pierde en la lobreguez de la noche, hasta que sus cabellos son un ligero soplido de viento citadino y sus pisadas un eco vacilante, mudo e inexistente.
Al otro día, como de costumbre, los padres de Paty se levantan, arrastrando los pies, temerosos de pasar por la puerta de su hija y sentir el hostigamiento del mal olor que se cuela por debajo. Sin embargo, la puerta está abierta, la recamará intacta, la cama tendida y varios mejunjes y medicamentos permanecen ordenados en el taburete. El tufo ha desaparecido y también ella. Una luz suave y amarillenta se cuela por la ventana. El día resplandece y las tórtolas grises cantan. Los padres sienten que el corazón se les hincha de una especie de alegría súbita. La madre se sonroja. Siente una ráfaga de culpabilidad que le eriza el cuello al descubrirse feliz, y adivinando el mismo sentimiento en su esposo, rápidamente yergue el rostro, rectifica la postura de su espalda y dice con una voz suave y firme:
―Y bien, ¿qué hay para desayunar?
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