domingo, 18 de marzo de 2012

EN EL CENTENARIO DEL JUDÍO EDMOND JABÈS, AQUÍ EL HOMENAJE DE CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ EN EL ÁNGEL, REFORMA Y UN TEXTO DE ESTHER SELIGSON (FRACTAL 1997)






Escalera al cielo / Sabiduría de Jabès

Por Christopher Domínguez Michael

(18 marzo 2012).- Se cumplen 100 años del nacimiento, en El Cairo, de Edmond Jabès (1912-1991), el poeta judío de lengua francesa que nació, verdaderamente, cuando su familia, con muchas generaciones de vida en Egipto, fue expulsada del país por Nasser, en 1957. Esa diáspora -compartida por los judíos egipcios con los cristianos coptos y otras minorías no musulmanas- convenció a Jabès de que toda su obra de poeta, obligado a vivir en la experiencia del destierro, sería un comentario de la Torá, el Libro revelado en el desierto. Así lo dice la introducción que Esther Seligson (1940-2010), la traductora mexicana de Jabès al español y, en buena medida, su discípula, escribió para El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (Vuelta, 1988). En ella, Seligson nos transmite la experiencia física del desierto en Jabès y su obsesión por el Libro que, siguiendo la tradición rabínica, es el modelo ejemplar tomado por Dios para crear el universo.

Otro de los lectores de Jabès fue Maurice Blanchot, quien al menos en tres comentarios, rompió su propósito de no decir nada sobre el egipcio: confiaba en reservar su obra a la discreción, a la lectura en soledad. Pero pudo más en Blanchot (en La amistad, El diálogo inconcluso, La Condition Critique) la urgencia por invadir la austeridad de Jabès, por entrometerse en una obra que, a la luz del Holocausto, recuperó por completo la fusión casi exterminada, del judaísmo con la escritura.

La obra de Jabès, quien murió en París tras haberse ganado la ciudadanía francesa en 1967, ha sido en extremo influyente para el pensamiento moderno, sobre todo por su diálogo con Emmanuel Levinas, diálogo tan fértil para el poeta y para el filósofo. Educado en un medio laico, Jabès es uno de los más grandes poetas judíos de la historia, lo cual lo coloca, justo es decirlo, en la descendencia de los profetas. Él, quizá, hubiera preferido un sitio más modesto entre los maestros jasídicos cuya obra comentó, copió, multiplicó, enriqueció, al grado que entre Jabès y los Cuentos jasídicos (1949) rescatados por Martin Buber impera una emocionante, esperanzadora continuidad.

Enseguida reproduzco fragmentos de Jabès, en su centenario y como homenaje a quienes lo han traducido al español (entre ellos no sólo Seligson sino el también fallecido, muy querido y llorado Saúl Yurkiévich) y lo hago en el entendido de que, aunque lo parezcan, muchas de sus líneas no son aforismos ni sentencias, sino poemas. Jabès fue un gran poeta moderno y en su propiamente desértica monotonía, aunque aparece el comentario, la parábola, el cuento, la anécdota sapiencial y el fragmento filosófico, imperan como dijo Blanchot, esas "palabras errantes que constituyen el subterfugio de un solo poema". Sin el Holocausto y sin la interrogación suprema que motivó, no se hubieran podido encontrar ni escribir las palabras de Edmond Jabès, cuya sabiduría ininterrumpida, a mí, me parece un milagro del siglo veinte.

De El libro de las preguntas (1967-1973) en la traducción de Julia Escobar y José Martín Arancibia.

- La locura y la sabiduría son los dos polos del día. Su porvenir es diferente. Para la aurora, el mediodía es el amo. Para el crepúsculo, la medianoche, la amiga deseada.

- "Ser dos es ser el día, que está formado por la mañana y por la noche". Reb Guened

- Ahora estoy seguro de ello; tras su espectacular victoria en los escombros de su unidad, el mundo será aniquilado por el mundo, igual que lo es, todas las noches, el hombre por el hombre.

- La luz divina es la primera hora del escritor. Infierno, infierno.

- Ningún rostro está en el rostro; ningún lugar en el lugar. El reino es el estrecho paso entre lo que fue entrevisto y lo que ya no vemos.

- Basta una letra compartida para que dos palabras dejen de ignorarse.

De El libro de las semejanzas (1976) en la traducción de Saúl Yurkiévich:

- Lo que está por leerse, queda siempre por leer.

- La eternidad no es más que miríadas de hojas que escaparon a la escritura.

- El mundo deja en paz a quien no libra ninguna confidencia.

- El judaísmo está presente donde quiera que el hombre es maltratado, perseguido: pero el judío está solo, frente a su destino.

- Todo libro será sólo confusa semejanza con el libro perdido.

- Lo que dices se parece un poco a lo que intentas decir; pero nunca es más que la expresión de este esfuerzo.

De El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (1982), en la traducción de Esther Seligson:

- La más pequeña piedra está bañada de infinito.

- Lo cotidiano es agua que se derrama; la duración la filtra.

- Dios desgasta al hombre en Dios. Crueldad de la nada.

- Sin flaquear, la noche espera al Sol.

- "Soy, sin duda, la memoria de mis libros: ¿pero hasta dónde mis libros han sido mi memoria?", decía.

- Sólo en lo desconocido hay salida.

De El libro de la hospitalidad (1991), en la traducción de Françoise Roy:

- Llueve sobre París.

Un transeúnte -¿será él?- alza el cuello de su impermeable y prosigue su camino.

Amar, a pesar de todo.

- "Yo no sé quién eres -decía un sabio- pero sé que a mí te pareces".

- Un texto destinado a un periódico -decía un sabio- es un texto al cual, por común acuerdo, se ha otorgado un día de vida".

- Tú existes porque yo te espero.

- De ti me despido, mas viviré de tu lectura.

elangel@reforma.com



EDMOND JABÉS

La transparencia escrita

(Preámbulo, selección de textos

y traduccción de Esther Seligson)

Edmond Jabès en París, de Anatoli Kaplan

Donde no hay riesgo

no puede haber escritura.*

La escritura es un camino que no tiene fin; un trayecto siempre por hacerse, por andarse. No es posible decir dónde y cuándo –o cómo– termina.

En Edmond Jabès (El Cairo, 1912), exiliado en París desde 1957 donde murió (enero de 1991), la escritura, entre signos de una interrogación permanente, se extiende como el recorrido en un laberinto de cristal desprovisto de muros y diseño.

Sin un punto de partida, o uno de llegada, su escritura traza su propio camino, a la manera como traza el viento surcos sobre las arenas del desierto; o el dedo de la/del enamorad@ repasando en el rostro de la/del amante cada mínimo rasgo.

Escritura como expulsión de, y retorno a, el Libro. Y no que implique connotaciones de paraíso perdido o recobrado, sino un itinerario similar, digamos, al que llevaría una caravana en el desierto cuando se ve sorprendida por una tormenta y pierde el sentido de su ubicación: "Errar en la extensión infinita del verbo".

El desierto y la página en blanco son dos espacios clave en la escritura de Jabès: el perceptible silencio; el indeleble vocablo. El desierto: símbolo del único lugar donde puede ser escuchada y recibida la Palabra. La página en blanco: lugar único donde esa Palabra puede ser leída.

Es obvia la asociación judaica de este binomio dado que, según la Biblia, Dios se manifestó en ese espacio, consagrando a sus escuchas como interlocutores privilegiados de un diálogo que aún está vigente a lo largo de la Historia en forma de una perenne serie de preguntas que, no es que no tengan respuesta, sino que constituyen la esencia misma de la interrogante sobre la condición humana, condición nómada, exiliada, errando tras la huella de su semejanza divina.

"Ser es interrogarse", dice Edmond Jabès, sin reposo ni respuesta porque "errante es la palabra de Dios", y porque "Dios es la elección del judío y el judío es la elección de Dios". No existe otro interlocutor, ni forma de diálogo distinta a la mantenida por ambos desde su encuentro. No se trata, sin embargo, de un asunto de identidad racial pues "la identidad es, a fin de cuentas, lo que uno escoge ser". Por ello "judío" implica para Jabès un proceso de estar siendo; primero, frente a sí mismo en un perpetuo cuestionamiento de aquellos valores con los que el hombre solapa su conformismo, su terror al libre albedrío y su falta de responsabilidad ante su prójimo.

Después, pero simultáneo, aparece el diálogo con esa "metáfora del vacío" llamada Dios. Dialogar es poner en tela de juicio lo que se cree saber para instaurar un nuevo espacio

Edmond Jabès en París. Dibujo de Anatoli Kaplan

donde los interlocutores –vírgenes de palabras, si es que esa inocencia fuese factible– instaurasen, igual, un nuevo lenguaje para una nueva conver(sa)ción.

Dentro de la ortodoxia, Jabès sería considerado o ateo o laico. Es, de cierto, un humanista cuyos rabinos, aunque imaginarios, se inscriben dentro de la Tradición, tanto de la exégesis talmúdica como de la mística de la Kabalá y el Hasidismo. "Los rabinos son, por esencia, los intérpretes privilegiados del libro", de ahí que cualquiera pueda ser un rabino, siempre y cuando acepte esa constante confrotación con todas sus seguridades a la manera como se confronta el talmudista con el Texto, el escritor con la Palabra, el lector con el Libro.

La realidad no nos basta, y vivir es ir escribiendo la propia existencia. "Siempre soñé con un libro que reprodujera el proceso de la vida". Jabès no concibe la escritura más que como un medio de entablar un compromiso con el Otro, ese prójimo –mi semejante hecho a imagen y semejanza divina– encarnado ya desde los profetas bíblicos en el extranjero, el huérfano, la viuda, la víctima de la opresión (política, social, moral, religiosa), el exiliado. Y ese compromiso es un diálogo que apela a la hospitalidad: deber sagrado por excelencia que implica fraternidad y esperanza.

Así, la escritura jabesiana sondea, a tientas casi, los vericuetos de ese laberinto –silencioso y sonoro– que es la propia vida, el libro, y a cuya salida, y únicamente entonces, es posible empezar a hablar, a entablar un diálogo con un interlocutor que puede ser, simultáneo, Dios y/o el lector. "No hay verdadero silencio si no es compartido" expresa Cesare Pavese en sus Diálogos con Leucó; y es justo a partir de ese silencio primigenio, de la asunción de nuestra insoslayable soledad –esa soledad que María Zambrano define como "conquista metafísica"– que la Palabra surge para expresar la bondad fundamental de la Creación: "Y vio Dios que era bueno".

Porque Jabès, como muchos otros escritores y filósofos contemporáneos del Holocausto que plantearon la imposibilidad de seguir pensando de igual manera los valores en que hasta entonces se sustentó "el concepto del hombre", y no obstante Auschwitz, cree en la capacidad hospitalaria, bondadosa, anhelante de justicia y misericordia del ser humano fraterno que acepta a su semejante tal cual es en su diferencia soberana y libre, por el mero hecho de tener acceso a la palabra y, con ella, al diálogo, invencible arma contra el mayor de todos los males: la indiferencia.

Y dado que nuestra posibilidad de dialogar parte del silencio y de la soledad, el encuentro con ese Otro que será mi interlocutor estará punteado por blancos, paréntesis, guiones, comillas, cursivas, ese mundo de acotaciones que caracterizan a la página jabesiana donde la escritura corre pidiéndole al lector que lleve un lápiz en mano para trazar los renglones mientras va leyendo.

Me reconfortaría que mis libros suscitaran una cierta inquietud. No creo que sean ilegibles. No pienso que sean oscuros. Se vuelven ilegibles si uno busca en ellos certezas...

Si quisiera un lector ideal, pensaría en aquel que, a través de mis libros, asumiera sus propias contradicciones, su propio vértigo, y que aprendiera, poco a poco, a no tener miedo...

La selección de textos que a continuación se presenta está constituida por los siguientes libros (aún no traducidos al castellano), en orden cronológico de publicación, todos editados por Gallimard:

Le livre des ressemblances, 1976. Le soupçon. Le désert, 1978. L’ineffaçable. L’inaperçu, 1980. Le parcours, 1985. Le livre du partage, 1987. Un étranger avec, sous le bras, un livre de petit format, 1989. Le livre de l’hospitalité, 1991. Le livre du dialogue, 1994.

Es equivocarse radicalmente asimilar cualquier parte de El libro de las preguntas a una teoría de la escritura.

Si alguna teoría hubiese, nació de un cuestionamiento que concierne al hombre antes que a las palabras; al hombre en el instante en que se escribe a sí mismo, cuando se convierte en vocablo. La inquietud, la angustia, son la base: tête à tête consigo mismo, confrontación y lucha que en el libro se transforman en confrontación y combate de la palabra con la palabra que surge, y que se tolera y se impugna porque, de pronto, ha ocupado nuestro lugar, mientras que lo importante es saber qué ha pasado con uno mismo, en qué universo se anda, a qué ritmo y en qué vía; a través de qué vida o qué muerte que uno se ha apropiado.

Y de qué tachadura ha sido uno víctima.

Todo ocurre en nosotros dentro de un cierto orden, y con nosotros se desbarata. El libro no es sino la imagen de esto que sucede, a menos de que sea lo contrario.

Pensar, escribir, es hacerse semejante. La escritura, el pensamiento, son sólo aproximaciones sutiles a la semejanza, juegos de aproximaciones; fuegos combinatorios en lucha con su vacío, frente al objeto.

Pensar al otro es perpetuar la semejanza.

No existe semejante impensado.

El tiempo marca la semejanza. La eternidad la borra.

El fuego juega su semejanza en el fuego.

En el principio era el verbo que se quería semejante.

De esa manera Dios enfrentó Sus semejanzas en la Palabra, y, el hombre, las propias, en Dios.

Toda creación es cumplimiento de semejanzas; el acto merced al cual ella corre el riesgo de afirmarse.

Lo que creamos se nos parece. La creación del hombre por Dios sólo podía pasar –como se atraviesan los mares– a través de la semejanza.

Decir que Dios nos hizo a su imagen, es la confirmación: una deducción lógica...

"El Libro es la ilógica ausencia de toda existencia escrita; la prueba de Dios", decía.

También decía: "Lo que te parece ilógico sólo es, a menudo, providencial acceso a la lógica divina: una puerta donde no hay puerta."

Dios es el grito del vocablo blanco que nuestras letras trazan para el ojo.

El grito de Dios es el grito de toda ausencia.

(Dios imita a Dios para el hombre que lo imita.)

Mi desierto es espejo divino pulverizado.

El horizonte es siempre el vacío de un rostro.

Dios es una palabra sin fin.

El primero y el último libro tienen en común el imprescriptible silencio.

Toda página escrita es nudo desanudado de silencio.

El abismo es silencioso.

El vacío es espera de vocablo.

Todo lector es el elegido de un libro.

(Tú te asemejas a quien se asemeja a ti durante el tiempo de una semejanza.

No hay imagen eterna.

La eternidad de Dios es ausencia de imagen.)

"Tendrías que habituarte a mirar las palabras como ojos que te miran", había anotado Reb Assayas.

("Nuestros labios conocen Tu libro, Señor, escribía Reb Somekh; ¿pero qué mano fraterna vendrá a dar vuelta a las páginas del nuestro? Vivimos a la sombra de esa mano.")

Frente al hombre está el hombre.

Frente a Dios no hay nada.

("Me inclino a pensar que nuestra nada y la de Dios no tienen la misma amplitud. Una envuelve a la otra. Bajo esta óptica concibo", escribía Reb Hamouna.

Y para ilustrarlo agregaba: "Imagino al día engullendo a la noche, luego a la noche engullendo al día. Nunca seremos otra cosa que nada en la nada, círculo dentro del círculo.")

¿Y si el círculo más pequeño fuera Dios?

Escribir sería, entonces, hacer entrar a Dios en el tiempo parcialmente explorado de nuestros límites.

Nunca es la respuesta, sino la pregunta, la que incendia el edificio.

Soy hombre de escritura. El texto es mi silencio y mi grito. Mi pensamiento avanza soportado por el vocablo, movido por el ritmo de lo escrito. Ahí donde pierde el aliento, me derrumbo.

La experiencia del desierto fue, para mí, predominante. Entre el cielo y la arena, entre el Todo y la Nada, la pregunta es quemante. Arde y no se consume. Arde por sí misma en el vacío. La experiencia del desierto es también la escucha, la extrema escucha. No solamente se oye lo que en ninguna otra parte se oiría, el verdadero silencio cruel y doloroso, porque incluso pareciera reprocharle al corazón sus latidos; sino, igual, cuando por ejemplo está uno acostado sobre la arena y sucede que, de pronto, un ruido insólito nos intriga; un ruido como el de un paso humano o de un animal, más cercano a cada instante, o que se aleja o parece alejarse, que sigue de largo. Después de un buen momento, si uno se encuentra en esa dirección, surge del horizonte el hombre o el animal que nuestro oído nos había anunciado. El nómada ya habrá identificado a esa "cosa viviente" antes de verla; inmediatamente después de que el oído la haya percibido. Porque el desierto es su lugar natural.

Yo he tratado, como el nómada a su desierto, de circunscribir el territorio de blancura de la página; de convertirlo en mi verdadero lugar; como, por su parte, el judío que desde hace milenios ha hecho el suyo del desierto de su libro; un desierto donde la palabra, profana o sagrada, humana o divina, ha encontrado el silencio para hacerse vocablo; es decir, palabra silenciosa de Dios y última palabra del hombre.

El desierto es algo más que una práctica de silencio y de escucha. Es una apertura eterna. La apertura de toda escritura, ésa que el escritor tiene por función preservar.

Apertura de toda apertura.

"No digas nunca que has llegado; porque, en cualquier parte, no eres más que un viajero en tránsito."

Reb Lami

Todos los caminos parten del cuerpo y nos conducen a él. El cuerpo es el camino.

La muerte es el enemigo del camino.

Habiendo agotado todos los caminos, Dios no tiene cuerpo.

El sol inunda el universo de luz. En ninguna parte encontrarás rastro del círculo; incluso, aquí, un punto carecería de objeto.

Blancura del texto.

No hay rostro que no responda al deseo de una mano. No hay mano que no esté obsesionada por el rostro.

"Yo nací en el libro. Crecí en el libro. Moriré en el libro. No he conocido otras moradas, otros caminos, otros paisajes ni otro cielo", decía.

Y agregaba: "Nunca he levantado los ojos del libro."

¿Acaso no escribió Reb Saadia: "Nací con el libro como se nace con la sombra. Durante la noche mi libro y yo somos uno y el mismo"?

Leo y releo el libro que voy a escribir.

El Nombre de Dios es blanco; el del Mesías, "de una blancura aproximante", decía.

"El Mesías se presentará. Las letras de su nombre serán de un blanco visible", decía también.

Tenía un poco de arena en cada mano: "De un lado, las preguntas; del otro, las respuestas. Ambas tienen el mismo peso de polvo", decía también.

"Al crear, creas el origen donde te abismas", escribía Reb Sanua.

No existe nombre que no sea un desierto. No hay desierto que no haya sido, antaño, un nombre.

No busques leer el desierto. Encontrarás ahí todos los libros enterrados bajo el polvo de sus palabras.

Tú percibes lo que, contigo, se borra. No puedes aprehender lo que dura más que tú.

A quien enseña la certeza, no le reproches el método sino la afirmación.

Toda palabra tiene como destino una palabra.

"Aprender a mirar las palabras como el mar, pues él es, para ellas, el primer vocablo; igual como Adam** es, para nosotros, el primer hombre", escribía Reb Siami.

A la edad que un judío declara tener, hay que agregarle cinco mil años.

"La cuestión no está en si Dios existe o no –confesaba Reb Yasri ante su escandalizado auditorio.

"Si yo creo que Dios existe, eso no prueba Su existencia.

"Si no creo que exista, ello tampoco prueba su inexistencia.

"Si hemos podido imaginar a Dios es porque somos capaces de concebirlo y de abismarnos en nuestra invención.

"Dios permanece más allá, fortalecido en Su misterio y protegido por Su secreto."

Y agregaba: "Misterio y secreto son sólo distancia vertiginosa entre una palabra tolerada, y un vocablo inaceptable."

...esta diáfana pared que, en la palabra, separa la parte del silencio por decir de aquella que, apenas dicha, el silencio recupera."

El poeta encuentra; el sabio redescubre.

"Todo descubrimiento no es sino paciente conquista del olvido", decía Reb Rafat.

Las palabras son distraídas. A menudo nos abandonan en el camino.

Con razón o sin ella, Reb Souassi deducía que la muerte no era sino una grosera distracción de la vida que, ¡ay!, nos resulta fatal.

La indiscreción de la página choca con la reserva infinita del libro.

"Dos justos no mantienen, necesariamente, el mismo lenguaje."

Reb Seda

"Hay fuegos que no es posible apagar porque la eternidad los atiza.

"No te acerques demasiado a lo invisible. Su quemadura es, a veces, mortal", escribió Reb Nadler.El exilio es también una elección.

Reb Assira

–¿Cuál es tu bien?

–La transparencia.

"Nunca dos obras transparentes se asemejarán entre sí –decía. Y sin embargo, ¿a qué se parece una gota de agua si no es a otra gota de agua?"

El desierto es universo de transparencia.

"¿Quién te sostiene?", preguntaba Reb Asri a Reb Dabban.

"El vacío", le respondió éste.

Y agregó: "¿Acaso no sostiene al universo?"

La rosa de la muerte tiene un perfume de eternidad con- sumada.

"La palabra de Dios está en la del hombre.

"La palabra del hombre, en el silencio de Dios", decía también.

Como el diálogo, el libro tiene sus niveles de aproximación.

Así, escribir sería escalar los grados de nuestras carencias.

La palabra está en la cúspide.

El corazón del diálogo está pleno de los latidos de la pregunta.

–Vine para interrogarte –dijo el discípulo.

–No esperes de mí ninguna enseñanza –respondió el maestro. Hemos recibido la misma herencia: nuestra humilde sabiduría.

–¿He de irme tan pronto? –dijo el discípulo.

–Paciencia. Trataré de ayudarte de la mejor manera. Te enseñaré, poco a poco, a desaprender. Ésa es la virtud del diálogo –respondió el maestro.

"Desde la ventana miro, con las gaviotas, volar el mar.

"De aquí partiré un día. No llevaré conmigo la imagen de la tierra, sino la visión de la infinita herida celeste", había escrito."

La palabra, decía, como la ola, revienta sobre la playa, pero siempre es sólo un poco de espuma lo que desciframos".

Contrariamente al pájaro, el libro muere con las alas desplegadas.

La palabra debe su fuerza, menos a la certeza que ella marca, al articularse, que a la carencia, al abismo, a la incertidumbre de su decir.

(–¿A partir de qué momento podemos declarar que hemos entablado un diálogo?

–Quizá en el momento crucial en que el universo ya no es nada.)

Nunca seremos dueños de los horizontes.

("La diferencia entre nosotros, decía, es la siguiente: Tú crees firmemente en una verdad reconocida, mientras que la que a mí me fascina, nunca se ha preocupado por ser reconocida.")

Transparentes son los muros del tiempo.

–¿Qué es un extrajero?

–Aquel que te hace creer que estás en tu casa.

(La escritura es violencia en sus esfuerzos por transigir con el vacío. Ahí radica su desesperación.

La réplica de Caín: "¿Acaso soy el guardián de mi hermano?", podría traducirse como, "¿soy acaso la palabra de mi hermano? ¿No tengo derecho a expresarme yo también?"

Abrazar la palabra del otro es, de cierta manera, renunciar a la propia.

Violencia contra violencia.

El verbo es generador de conflictos. Es la expresión agresiva de nuestra condición finita.)

No es la verdad lo que importa, sino el uso que se hace de ella.

"Dios no es nuestra verdad. Su verdad no nos atañe, pero ella es, no obstante, el modelo incuestionable de nuestras verdades perturbadas y, a veces, la coartada", había escrito también.

Encontrar la formulación y el tono justo: más que un arte de escribir, un arte de vivir y de morir.

Una verdad no se distingue de otra verdad más que por la diferencia de destino.

La semejanza del judío con el judío se debe, probablemente, al hecho de que siempre fue mantenido aparte por aquellos que a duras penas lo toleraban. Aunque no hay que confundir semejanza y solidaridad; para el judío, esta solidaridad ejemplar es confesión de semejanza.

Resistir la tentación de redondearse, de convertirse en perla para un collar. Integrarse, en cambio, a cada guijarro del camino.

Partir.

En el comienzo había un punto, y ese punto ocultaba un jardín.

Motivados por su pasado, los judíos, en su práctica cotidiana del Texto, se dieron cuenta de que cada palabra tenía raíces propias. Hicieron, de la consonante, el tronco, y de la vocal, la rama nutricia. Igual como Dios había hecho, de un punto brillante, el astro del día, y, de un mundo deslumbrado, el astro de la noche.

El libro tomó el lugar del árbol. En adelante el mundo podía leer al mundo y crecer aún.

Nuestras vías son diversas, innombrables. Y, no obstante, sólo son dos: la que conduce hacia el Todo que es la Nada, y la que lleva a la Nada que es el Todo.

Una es polvo; la otra, humo.

La parte humana de la escritura es la parte conocida; la parte divina, la desconocida.

El libro está en la semilla.

La semilla es vocablo.

El vocablo está en el libro.

La lectura del libro quizá no sea sino lectura de granos germinados.

No le pidas a Dios que barra a tu puerta. No fue Él quien inventó la escoba.

Escuchar a Dios en Su escritura me parece ser la lección del judaísmo.

Para el judío, mirar hacia atrás es ver el futuro antes de haberlo vivido.

A donde el judío va, el ghetto lo sigue.

Nuestras cadenas están en nosotros mismos.

Están escritas.

Lo que está por abrirse, una vez abierto, abre.

En esta apertura, en esta serie de aperturas, me inscribo.

La verdad de Dios está en el silencio.

Volvernos silenciosos con la esperanza de fundirnos en esa verdad.

Pero sólo podemos tomar conciencia de ella a través de la palabra.

¡Ay! Mas la palabra siempre nos está alejando del objetivo.

¿Quién escribirá jamás la errancia? –Ella se escribe con nosotros.

Errante, yo soy su escritura.

"Y tú escribirás mi libro falsificándolo, y esa falsificación será el tormento que te agitará en extremo.

"Mi libro falsificado inspirará otro, y éste, otro, y así hasta el fin de los tiempos; pues larga será tu descendencia.

"Oh, hijo y nieto del pecado de escribir, la mentira será vuestra respiración, y la verdad, vuestro silencio."

Así habría podido hablarle Dios a Moisés.

Y Moisés habría podido responder: "¿Por qué, Señor, condenar a Tus creaturas a mentir?"

Y Dios hubiera podido agregar:

"Para que cada uno de vuestros libros sea vuestra verdad y que frente a la Mía, esa verdad indigna se hunda y, por sí misma, se haga polvo.

"Ahí radica Mi gloria."

Dios es nombrado en lo más secreto de su ausencia.

Imagen del vacío anterior al vacío.

¿Sabía Eva que al morder la manzana era su alma lo que devoraba?

Eva y Adam amaron de antemano, en su fragilidad, a su futura descendencia, a través de la infancia que ellos mismos nunca tuvieron; pues Dios ya los había abandonado a su suerte con el fin de ser también Él abandonado por ellos.

Pues su libertad –oh, soledad herida– deriva innegablemente de este doble abandono.

Pero dos preguntas subsisten.

Al crear al hombre, ¿sabía Dios que nunca llegaría a ser de él un hombre puesto que es a éste a quien le corresponde llegar a serlo por sí mismo?

¿La debilidad de Eva se le reveló a Dios, más tarde, como una lección, y a Adam como la prueba esencial sobre una cierta conciencia de existir, sobre la aceptación de la vida y de la muerte?

Más que al sentido, apégate al silencio que ha modelado a la palabra.

Aprenderás más sobre ella y sobre ti cuando ambos sean, únicamente, escuchas.

"Si se me preguntara cuál, de entre todos los misterios, es el que permanece por siempre impenetrable, yo respondería sin dudar: la evidencia", había anotado.

Hermanas siamesas separadas por la cabeza: el pensamiento y la poesía.

Como el pensamiento para el pensamiento, o como el amor para el amor, la poesía sólo puede ser salvada por la poesía.

Respiramos como leemos.

Al mismo ritmo.

No hay que confundir claridad de la lengua y claridad del texto.

Una brilla al exterior; la otra, al interior.

Ondulantes fronteras.

"¿Qué es lo que te pertenece? –Casi nada, e incluso ese casi está de más.

"...de más como el vaso de agua que se le tiende a quien no tiene sed", había escrito.

No dejes a las palabras agriarse. Tienen la misma longevidad que el vino.

Mis límites son mi libertad.

Si se te ocurriera evocar mi relación con el judaísmo, no digas el judaísmo, sino ese judaísmo.

Entre tu noche y mi noche está el obstinado infinito de una noche incondicional.

...este mundo tiene un rostro: el nuestro.

El mar no tiene más confidente que el mar, ni más testigos que el cielo.

Sólo hay un infinito único.

Cuando la ceniza se hace libro póstumo, las palabras renacen de sus primeros sonidos.

"Un sabio ciego, un sabio mudo y un sabio sordo formarían juntos tres sabios baldados si no fuera porque, en realidad, se trata del mismo sabio: ciego frente a Dios; mudo frente al texto; sordo a las seducciones de nuestras frívolas palabras", había dicho.

¡Separación de las aguas! Nuestros límites son internos.

Un solo vocablo basta para designar al universo –decía– pero, ¿a cuántas palabras nos hace falta recurrir para entreabrirlo?"

El extranjero te permite ser tú mismo al hacer de ti un extranjero.

"La singularidad es subversiva."

–Mi pregunta no es "¿quién eres?", sino "¿qué me aportas?"

–Lo que yo te aporto es lo que soy –le fue respondido.

No le preguntes al extranjero su lugar de nacimiento; sino su lugar de destino.

Invisible Auschwitz en su horror visible. Nada hay que ver que no haya sido visto ya.

Serenidad del mal.

"Qué infeliz ha de sentirse Dios al haber cometido tantos errores.

"Sus lágrimas son ahora las mías", escribía un sabio.

"El hombre –le respondieron– llora por Dios que ya no tiene más lágrimas desde que, con cada una de ellas, Él hizo una estrella.

"El dolor es un cielo constelado. Toda la noche está en nosotros."

Sólo podemos comunicarnos a través de la palabra, pero, ésta, al expresarnos parcialmente, vuelve imperfecta nuestra relación tanto con Dios como con el prójimo.

"Dios nos observa, dicen. Sin duda porque ha renunciado a escucharnos.

"Dios ha muerto de soledad reservando a Su creatura una suerte similar", decía.

Y agregaba: "¿Es Dios quien fracasó en Su ambición de ser el Verbo, o es el verbo el que, al no haber logrado ser Dios, se resignó a transigir con la Nada?"

La estrella siempre estará separada de la estrella. Lo que las acerca es únicamente su voluntad de brillar juntas.

"Una mirada basta para rayar lo invisible, como raya la punta de un diamante la superficie pulida del vidrio", decía un sabio.

"Así como fuiste hecho y deshecho, haz y deshaz al mundo", escribía un sabio.

"Lo desconocido nos subleva, lo desconocido nos tritura, lo desconocido nos da forma.

"Piensa. Apégate a tu pensamiento como a una mujer de la cual estuvieses locamente enamorado.

"No hay pensamiento sin deseo."

El santo está solo. El sabio tiene la edad de su soledad.

La pregunta es ésta: ¿En qué soy responsable por otro? Y, primeramente, ¿acaso lo soy?

Palabras de Caín a Dios: ¿Soy responsable por mi hermano? Yo las leo así: ¿Soy responsable, yo, propietario de una tierra que he cultivado con el sudor de mi frente, del nómada Abel que ha escogido la errancia y la renuncia a los bienes terrestres?

¿Y si el "¿acaso soy responsable por mi hermano?" de Caín no tuviera otro objetivo que el de atraer la atención de Dios hacia el eterno conflicto entre morada y nomadismo?

¿Puedo ser responsable por la elección del otro? Puedo, en todo caso, aceptarlo y abstenerme de juzgarlo, pero de ninguna manera puedo renunciar a mi propia elección.

El don de Caín a Dios es don de riqueza: el de Abel, es don de pobreza.

"Te ofrezco, con esta parte del fruto de mi trabajo, todo lo que soy", pudo muy bien haberle dicho Caín a Dios; y Abel: "Señor, acepta en Ti la Nada que soy".

Entre el Todo y la Nada, está la brutal escisión de un asesinato.

En el principio estaba el libro en su blanco principio.Como las sabemos fatales, a menudo callamos las palabras que hacen daño.

Así, toda confesión de sufrimiento es palabra silenciada.

Escribir, escribir ese silencio.

No existen palabras para el adiós.

No escribimos más que la blancura donde se inscribe nuestro destino.

"Tú no puedes ver a Dios –decía ese sabio–, pero Dios te ve con tus ojos."

Tantos adioses en cada adiós.

Tantas cenizas para cubrir un poco de ceniza.

Inútil es el libro cuando la palabra es desesperanzada.

"El sabio –decía–, es aquel que ha recorrido todos los grados de la tolerancia y descubierto que la fraternidad tiene una mirada y la hospitalidad, una mano."

"No merezco la hospitalidad que te debo.

"Acéptala. Así sabré que me has perdonado", decía un sabio.

Él decía: "Accesible indefinidamente a lo que se le presenta, la hospitalidad no puede pensarse sino en función de lo que ofrece.

"La responsabilidad aliena. La hospitalidad, aligera.

"Acoger a otro por su sola presencia, en nombre de su propia existencia, únicamente por lo que representa.

"Por lo que es."

"Serás siempre el huésped de mi alma, incluso si ignoro quién eres", decía.

"Un texto destinado a un periódico –decía un sabio–, es un texto al cual, de común acuerdo, se le ha otorgado un día de vida."

"Tenemos derecho de preguntarle al que habla en nombre de qué habla.

Igual, quien nos cuestiona, está en su derecho de esperar nuestra respuesta."

"La solidaridad en la desgracia –decía– no es, quizá, sino la tentativa común de fertilizar un suelo árido."

Que tu memoria sea mi morada.

La noción de hospitalidad le es extraña a Dios. Eva no lo ignoraba.

Y puso a Dios a prueba.

Dios cayó en la trampa y, devuelto a Sí mismo, se hundió en Su ausencia.

"De sus dos creaturas rebeldes Dios exigía obediencia y sumisión.

"La respuesta de Eva y Adam fue sin duda:

"¿Acaso no estamos, aquí en nuestra casa?

"Ustedes están aquí, en casa de Dios, habrá sido probablemente la respuesta del Señor.

"¿No tendremos nunca nuestro lugar propio?

"¿Nunca seremos libres en nuestra casa?

"Yo soy vuestra libertad, como Soy vuestro lugar, fue, a lo que parece, la respuesta del Dueño del mundo.

"Eva y Adam se dedicaron entonces a soñar con un universo a su medida. Era de noche.

"Levantaron los ojos y descubrieron el cielo. Y, en el cielo constelado, una estrella cercana que Adam llamó la estrella de la fuga.

"Su estrella."

Así es el relato que, una vez, hizo un sabio a sus discípulos.

¿Tienes poder para prolongar la vida? –le preguntó un sabio a otro sabio.

Tengo poder para prolongar la esperanza –le respondió.

La disponibilidad total desemboca en la hospitalidad.

Inconmensurable es la hospitalidad del libro.

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* Todas las citas de este prólogo fueron tomadas del libro de entrevistas de Marcel Cohen a Edmond Jabès, Du désert au livre, Editions Pierre Belfond, París, 1980.

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** Adam: Se conservó su fonética original en hebreo por remitir a la condición humana forjada con polvo devuelto al polvo. (N. Del T.)

Edmond Jabès,"La transparencia escrita", Fractal n° 5, abril-junio, 1997, año 2, volumen II, pp. 29-58.

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