Rojo
Por José Ramón Enríquez
Solía Miguel Ángel Granados Chapa concluir su Plaza Pública con un Cajón de Sastre, en el que comentaba cuestiones memorables o rendía homenaje a personajes queridos. Yo quiero hacerlo al revés. Quiero abrir esta nota con un homenaje a él, periodista ejemplar, hombre de una izquierda de raíz cristiana con la cual me identifico, compañero en algunas empresas y siempre entrañable amigo.
Y de una figura límpida he de pasar a una figura que sufrió la "noche oscura", en medio del torbellino del que se busca huir en el alcohol y al cual el alcohol hace aún peor. Me refiero a Mark Rothko, pintor fundamental lituano-americano y ahora personaje de Rojo, de John Logan, en el Teatro Helénico.
No es fácil que una obra con legítimo interés en la taquilla (se trata de una producción privada) invite a una reflexión estética profunda y supere los lugares comunes del psicologismo comercial. Rojo no sólo se abre a múltiples lecturas (superficial alguna) sino que exige del espectador una información previa sobre el personaje o bien la investigación posterior de temas que no sólo conmueven sino que rozan lo inefable.
La primera señal de entusiasmo me había llegado por el blog La página de Beto Buzali, cuya inteligencia y buen gusto son indudables. Ahí subió una foto de los actores, concentrándose en sus personajes, en la Capilla Rothko de Houston que, por cierto, carece del rojo que titula la obra.
Sin embargo, yo desconfiaba de Víctor Trujillo. Y no porque dudara de sus cualidades actorales, sino por esa manía que tenemos en las izquierdas de enviar al Gulag a quienes dejan de estar en donde uno cree que se debe de estar y, en este caso, se van a Televisa.
La verdad es que Trujillo se la juega y sale más que airoso. Es todo un actor y Lorena Maza es toda una directora de actores, lo cual desafortunadamente no es común en un teatro cada vez más coreográfico. También ayuda a Alfonso Dosal a crecer para su mano a mano con el experimentado Víctor Trujillo.
Aun cuando Rothko llegó niño a Estados Unidos y se le considera clave en la Escuela de Nueva York, sus raíces bálticas, con su misticismo y su abierta búsqueda de mitos, están presentes en su obra desde antes de la abstracción. En los cuarenta, pintó temas bíblicos. Hay unos "Ritos de Lilith" del 45 y un "Gethsemaní" del año anterior.
Algún estudioso de la estirpe mística de Rothko lo hace descender de la pintura italiana medieval. No me siento, por ello, demasiado fuera de lugar si encuentro el rojo de su "Gethsemaní" en el rojo del "Gethsemaní" en la capilla de San Pio de Pietrelcina.
Como sea, Rothko entra a la entraña sangrienta de Jesús en uno de los dos momentos más desgarradores de su humanidad (el otro es el "¿Por qué me has abandonado?" de la cruz). Ese momento que me ha perseguido siempre (incluso me ha obligado a escribir) lo reencuentro en el rojo de Rothko, gracias a la obra de Logan.
Ya sólo por eso agradecería haber ido, pero el choque dialéctico entre los dos personajes resulta actoralmente rico y ejemplar la sobria cuanto intensa dirección de Lorena Maza.
Es una obra que dice mucho y sugiere más. En la misma línea de un Mark Rothko que declaraba: "No existe ningún cuadro de valor que no trate nada. Reafirmamos que el tema resulta crucial y que solo tiene valor aquel tema que sea trágico e intemporal. Por ello profesamos una afinidad espiritual con el arte primitivo y arcaico".
panicoes@hotmail.com
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Granados Chapa
Por Juan Villoro
La Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM tuvo una época gloriosa a la que nos colábamos los que no estábamos inscritos, Gustavo Sáinz, Froylán López Narváez, Fernando Benítez y Miguel Ángel Granados Chapa cambiaban la noción de periodismo.
Granados Chapa estudió Derecho y hablaba en el tono razonado de quien imparte jurisprudencia. Humberto Musacchio ha recordado que le decían El Señor Constitución por su habilidad para referirse a la carta magna. Él mismo mencionaba con ironía su estilo "notarial", pero sabía que ahí radicaba su fuerza argumentativa. No es casual que uno de sus últimos empeños fuera una serie para TeveUNAM dedicada al análisis del estado de la justicia en México.
En su imprescindible crónica Los periodistas, Vicente Leñero recuerda el papel decisivo que Granados Chapa jugó en el Excélsior dirigido por Julio Scherer García y en la fundación de la revista Proceso. En medio de las crisis mantenía una serena perspectiva. Uno de sus rasgos esenciales fue el de captar la realidad con un sentido histórico. Nunca se ocupó de una nota aislada, carente de contexto. Dotado de una memoria amplísima, fue un enciclopedista noticioso: establecía conexiones entre sucesos aparentemente dispersos y mostraba que todo hecho, por sorpresivo que sea, proviene de un pasado que lo explica.
Esta habilidad tenía el mérito adicional de ser incesante. El título de su columna definió los alcances de su aventura: una Plaza Pública abierta a los sucesos.
Los periodistas prolíficos corren el riesgo de parecer normales. Están tan presentes que se convierten en una variante de la atmósfera. Germán Dehesa contaba su vida con tal minucia que transformaba su cotidianidad en parte de la nuestra. En ocasiones, yo olvidaba lo que había hecho en el día pero no que Germán seguía con sarpullido.
Granados Chapa operó con la misma constancia en la arena pública. Seis veces a la semana, contribuyó a perfilar el estilo de Reforma. Leerlo era un requisito para pensar por cuenta propia, como revisar el clima antes de emprender un viaje.
Estar siempre de acuerdo con un comentarista es imposible e innecesario. Más allá de las concordancias, lo decisivo en Granados Chapa era su modo de razonar la información. Al final de sus textos colocaba un "Cajón de Sastre", con efemérides y datos de circunstancia. En su condición de historiador, Enrique Krauze encomió esa mínima y precisa historiografía diaria.
En su versión en Radio UNAM, Plaza Pública demostró que lo actual vale por su entendimiento. En tono pausado, con la voz afectada por una alergia que le producía el estudio, Granados Chapa dotaba de sentido a las noticias. Su ritmo era lo opuesto al vértigo sin contenido de otros noticieros.
Alguna vez lo vi concluir su Plaza Pública en los tiempos de La Jornada. Me sorprendió que citara fechas y datos de memoria. "Consulto cuando es necesario", dijo, para atemperar mi asombro. Esto ocurría antes de internet, cuando los datos pertenecían a la mente y no al disco duro. Aun así, llamaba la atención la forma en que Granados Chapa archivaba sus recuerdos.
Trabajé bajos sus órdenes en Radio Educación, cosa que siempre negó porque, en su opinión, nunca dio ninguna orden. No hacía falta que lo hiciera. Lo leíamos, oíamos sus comentarios, entendíamos que ciertas preguntas eran sugerencias. Aunque rechazaba la condición de jefe, asumíamos con naturalidad su liderazgo.
Siempre nos hablamos de usted, cosa extraña para mí y perfectamente cómoda para él. Poco a poco me acostumbré a ese trato que me hacía sentir amigo de un juez benévolo.
Lector voraz, Granados Chapa estaba muy al tanto de la narrativa; conocía, también, vastas regiones de la música popular. Adalid de la independencia intelectual, defendía los derechos de sus adversarios. En una ocasión coincidimos como jurados de un premio de periodismo y apoyó con denuedo a un colega que lo había criticado con idéntica vehemencia. Vicente Leñero y yo pensamos que quizá había olvidado de quién se trataba. Pero Granados Chapa no olvidaba nada: el incómodo rival le parecía un periodista excelente.
Es imposible no relacionar su muerte con la de Carlos Monsiváis. Ambos fueron figuras claves para la izquierda democrática. Su desaparición provoca un vacío crítico. En un país lastrado por desigualdades, sobran condiciones para la emergencia de una izquierda moderna. Por desgracia, también sobra una izquierda dogmática, clientelista, incapaz de gobernar con eficacia en la mayoría de los sitios donde ha alcanzado el poder.
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