jueves, 12 de septiembre de 2013

LA COLUMNA DE JORGE F HERNÁNDEZ

JORGE F. HERNÁNDEZ

Agua de azar 

Hasta luego 

Con estas líneas llega a su fin la columna Agua de azar que inició su navegación con el nacimiento de Milenio diario, hace casi cinco lustros. Salvo pocos jueves –que se cuentan con la mano y marcan al menos dos infartos, luego de un cáncer—procuré no faltar ni una sola semana a la cita con gratitud creciente por quienes me leían y una confirmada esperanza en que cumplía el afán de poner en tinta sincronías y coincidencias, escribir el azar sin hache que en sucesivas semanas parecía errata: pero estos párrafos no siempre transpiraban el perfume de la flor de los naranjos, ni como bálsamo para los nervios y tampoco como elíxir para ciertos postres. El propósito de las aguas era celebrar las vidas de escritores ya sin vida, eternizados en el estante entrañable donde he de seguir leyéndolos de madrugada y aplaudir –rara vez criticar ni mucho menos, denostar—los libros de escritores vivos, coetáneos y contemporáneos que me llenan de admiración… y envidia. También quise con esta columna digerir la incurable melancolía con la que despedí a mis muertos para precisamente tenerlos ya para siempre a mi lado, como una flor que retoña de tarde en tarde cada vez que se miran sus pétalos y en otras semanas, intentar poner precisamente en tinta las vidas bizarras, inexplicables biografías de almas errantes, amores imposibles y eso que llaman soledad como si no fuese la infalible presencia de uno mismo en cada silencio.

En brotes inesperados hubo más de un jueves en que me resigné a la aceptación dolorosa de no ser ya necesario para quienes me llegué a creer indispensable, a contrapelo de la conmovedora aparición semanal de un nuevo lector que me escribía algún correo o me confiaba de viva voz el entrelazamiento de su voluntad, memoria o imaginación con cualesquiera de mis párrafos. Hubo muchas semanas en que confieso haber escrito con prisas, directamente en la pantalla, olvidando la confección escrita a mano y en tinta morada que puebla las libretas originales de todas las aguas del azar como electrocardiograma de una vocación, mapa de ansias como hormiguitas alineadas renglón a renglón o simplemente lluvia de jacarandas que suelen llover por las tardes para que no se olvide que las calles lloran morado.

En más de una semana, la columna me servía –sin censura ni instrucción alguna—para expresar mis opiniones libremente, desahogar mis iras y compartir alegrías, denunciar injusticias y por lo menos no dejar sin tinta los abusos de quienes siempre creen tener la razón. En realidad, me doy por vencido: estamos condenados a la clonación cíclica de políticos mentirosos, funcionarios disfuncionales, empresarios del abuso, autoritarios sutiles o despiadados y una inmensa neblina de ignorancias, amnesias y desidia que al parecer se imponen sobre todo afán por seguir intentando escribir en voz alta. Veo que no hay remedio ante quien roba impunemente, engaña en cada sobremesa, miente hasta en las falsas etimologías de las palabras con las que logra negociar salvoconductos o una nueva oportunidad para disfrazarse. Me doy por vencido, aunque pretendo seguir escribiendo –con menos prisa—los libros que en realidad intentan convencerme o convertirme en escritor de veras y creo entonces un deber dejar este espacio para otra voz quizá más optimista que esté dispuesta a vivir la adrenalina extenuante, aunque fascinante, de hablar en páginas cada ocho días con una incierta pero fiel, imprecisa pero infaltable, legión de lectores que definen con exactitud la diferencia entre prójimos y próximos.

Me honra que Antonio Muñoz Molina prologó una antología de la primera década de Agua de azar (Escribo a ciegas, Trilce, 2012) y que próximamente, Juan Villoro me confirma la alternativa con otro hermoso texto que sirve de prólogo para Solsticio de infarto y otros instantes, segunda selección de aguas de azar que circulará bajo el sello de Almadía. Me doy cuenta que semana a semana intenté honrar la admiración y el afecto que le profeso a estos y otros escritores, que me duele hasta el Sol de hoy haberme despedido en estas páginas de mis maestros Luis González, José Luis Martínez y los historiadores decanos de Madrid, tanto como lloro haber tenido que escribir adioses para Salvador Elizondo, María Luisa Elío, Eliseo Alberto, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, José Emilio Pacheco y Gabriel García Márquez, entre otras pérdidas tan grandes a contrapelo de la feliz saudade con la que intenté dar la bienvenida a escritores jóvenes que ya son también mis maestros. Aquí me despedí de amigos y de hermanos, la última sonrisa de mi padre y los primeros pasos de algunos niños que ya son hoy lectores. Con Agua de azar intenté compartir todos los libros, toda la música, tantos cuentos, todo poema, algunas películas, muchas ideas y no pocas preocupaciones que se me filtraban en la pluma como desasosiegos, catarsis, entusiasmos y desvelos, pero en realidad ha sido no más que el espejo donde constan las canas, el paso de los años y el peso con el que me reventé las arterias para luego adelgazarme en una renovada versión de mí mismo que creí resucitaba mi corazón y su avispero. Aquí rompí toda forma de anonimato y dejé constancia del triunfo de mi derrota ante el alcohol y otros demonios, aunque hoy veo probable que no me he quitado de la saliva el amargo sabor de seguir siendo el mismo que creí haber logrado olvidar.

No hay medida para la inmensa gratitud que le tengo a los lectores de esta columna y a los directores del periódico que me dieron siempre mi lugar. Con casi quince años de entregas semanales, Agua de azar es la música para la microhistoria maravillosa con la que Santiago se volvió hombre, autor de sus propios ensayos y Sebastián, que llega también a la mayoría de edad, dueño de todas las mejores cuerdas para la música de su vida: mis hijos han sido mis primeros lectores y mejores críticos, la cuadrilla de confianza con la que juntos hemos lidiado amores contrariados, ilusiones esfumadas y noches en vela, pero también la polifonía a tres voces de tantas carcajadas, tantos viajes que se volvieron crónicas en párrafo y tanta vida que nos une. Miento si digo que no lloro sobre estas páginas, pero es sal que se mete bajo los párpados mientras una mínima sonrisa intenta mostrar felicidad y agradecimiento. Supongo que me leo mejor en libros, así que no digamos Adiós, sino hasta luego.


JORGE F. HERNÁNDEZ

Una sombra en La Habana
"La Emperatriz de Lavapiés" es niebla de palabras y el humo de la trama parece no haber envejecido en estos 15 años que hoy mismo cumple.


La Emperatriz de Lavapiés es un homenaje a Madrid, a todos los madriles que le caben a la Villa y Corte, pero también al Madrid que se lleva en mente, ya como recuerdo insaciable de quien anhela volver todo el tiempo o como deseo pendiente para todo viajero. Es una novela que se escribió como confirmación de que hay días obnubilados, madrugadas trasnochadas y atardeceres velazqueños en los que cualquiera podría confundir la Gran Vía con San Juan de Letrán, el Zócalo de la Ciudad de México con la Plaza Mayor (ambas plazas con sombrererías notables en sus portales), el Paseo de la Castellana con Paseo de la Reforma y el Bosque de Chapultepec con el Parque del Retiro. Agreguemos que es una novela escrita con los horarios volteados, con la enrevesada cronometría de quien no tiene por qué ajustar su reloj en cuanto aterriza en Barajas, y así la ciudad donde uno puede pedir coñac a las siete de la mañana se vuelve el confuso escenario donde las horchatas de chufa parecen de coco y los kebabs árabes giran en la mente como tacos al pastor.

La novela es también un homenaje al Quijote de Cervantes y su necio afán por desfacer entuertos y enmendar errancias en búsqueda perpetua de la mujer de su vida, la que él mismo ha convertido en Emperatriz de Lavapiés por obra y gracia de un chotis compuesto por Agustín Lara en una época en blanco y negro, y de allí que el protagonista, D. Pedro Torres Hinojosa, tenga un lío daltónico que no se cura con dioptrías: hay días en que todo lo ve en technicolor y algunos elementos o personas en perfecto blanco y negro, y luego se le suceden los días en que todo lo ve en blanco y negro, tirando al sepia de su propia nostalgia, y de pronto ve caminar a alguien en perfectos colores. Ese recurso ya sale en las películas y se ha vuelto común en la publicidad de cualquier refresco, pero cuando se escribió la novela debo reconocer que solo una peli había intentado pasar el mensaje con unos peces de colores que navegaban de pronto en la pantalla donde había transcurrido una historia en blanco y negro. Ahora creo que LaEmperatriz de Lavapiés es la crónica feliz y no necesariamente infructuosa de un hombre que solo busca recuperar el beso, el primer y único beso ligado al abrazo, ese abrazo individual que solo es capaz de darnos la mujer que ama de veras y ahora, así pasan los años, leo que la novela es también el largo ensayo donde se trata de exponer que la felicidad es fugaz e instantánea, aunque se queda congelada en un vacío de tiempo.

La Emperatriz de Lavapiés es también novela donde el autor pretendía inventar una tertulia de fantasmas. Como es su costumbre, al no encontrar en librerías una historia que narrase la imposible reunión más allá de la muerte de una docena de autores, escritores, poetas y espectros entrañables, se decidió a escribirlos en blanco y negro y meterlos en cursivas en los diálogos con D. Pedro Torres Hinojosa en su incansable búsqueda de su Carmen, jardín y poema, LaEmperatriz de Lavapiés. Desfilan por las calles de Madrid Max Aub, Pío Baroja, Ramón María del Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes y Amado Nervo como alineados en el estante del hostal donde el quijote delirante ha de inventarse un hogar. De sobremesa, en el Gran Café Gijón se leen por una sola vez juntos, intemporales y felices Federico García Lorca, Luis Buñuel, los hermanos Machado y todos los fantasmas que han ayudado a don Pedro en su búsqueda de novela… y sí, parece que al autor se le ocurrió una Medianoche en Lavapiés mucho antes de que la soñara Woody Allen, pero también es cierto que hay mucho de una Rosa púrpura del Cairo en el anhelo a veces incumplido que llevamos todos al querer sacar de la pantalla a la musa que nos habla al oído y camina de veras a nuestro lado, ya para siempre que es hoy.

La Emperatriz de Lavapiés es una novela de amor cursi, guiada por la sentencia de Bioy Casares en La invención deMorel, donde consta que toda cursilería, cuando es humilde, tiene todo el gobierno del corazón, y así se ha ido llenando de claveles la alfombra invisible de la Gran Vía en un cuadro hiperrealista de Antonio López García y ha crecido mi constante nostalgia por volver a Madrid todas las madrugadas, y así se han sumado ya varias ediciones y reimpresiones y tantos lectores a quienes agradezco profundamente haberla salvado de empolvarse en la amnesia.

A mucha honra La Emperatriz de Lavapiés resultó finalista del Primer Premio Internacional de Novela Alfaguara, a la sombra de Margarita, está linda la mar, de Sergio Ramírez, y Caracol Beach, de Eliseo Alberto, quien hoy mismo cumple los primeros tres años de su merecida eternidad; aprendí con ello a digerir el sosiego de que los libros se hacen por leídos y no necesariamente le llegan los premios para garantizarles memoria eterna, y aprendí también que hay historias que se vuelven plurales con leerse al paso de las manos y de los años.

Agradezco a la editorial Alfaguara y Punto de lectura que organicen los 15 años de una novela a la altura de su íntima majestad. Baja una larga escalera con los pasos firmes de quien lleva todo el peso del mundo sobre sus espaldas y no necesita hablar para hipnotizar a los testigos de su belleza. Es Ella, la que no aparece en la novela en acercamientos pues es intemporal y parece siempre etérea; está intacta al paso de los lustros y sonríe porque se sabe leída, que es como saber que alguien la admira con tan solo creer que la ve y alguien la escucha e intenta comprenderla, que es como subrayar que otros solo habían querido condenarla a la vitrina y quizá incluso fingir afecto donde solo han propinado agresión y desprecio. Son 15 años como 15 meses o 15 minutos de conversación en silencio, en el santuario compartido del amor honesto, en medio de tantos fantasmas, con la Gran Vía alfombrada de claveles y ese vapor de trenes antiguos que inunda los andenes cada vez que nos despedimos. Es un ramo de nubes que se filtra en la escenografía sin colores donde parece resucitar a diario un rojo corazón de tinta. Es niebla de palabras y el humo de la trama que parece no haber envejecido en estos 15 años que hoy mismo cumple una novela que ha dado tantas lecturas y tantas alegrías puras que hoy dan ganas de leerla entre hielo seco.


JORGE F. HERNÁNDEZ

Una sombra en La Habana
Me vienen a la mente los párrafos de ensayo de "Lichi" donde hace crónica de corazón y las crónicas donde ensaya la reconciliación de los fantasmas de esta isla quizá cansada de utopías.

Vine a La Habana para buscar una sombra. Hace tres años pensé que me iba de este mundo con la primera cornada grave que abrió mi corazón, y Eliseo Alberto se encargó de sacarme de terapia intensiva con un discurso tan convincente que otro infartado también pidió que lo mudaran al piso de recuperación al contagiarse de todo el afecto y toda la preocupada insistencia con la que Lichi me hablaba de tantos párrafos pendientes, de libros enteros por escribir y de que me faltaba apostar al milagro de que un corazón resucita cuando se sabe acompañado de un sueño. Me dijo todas las cosas que debió decirse a sí mismo en el instante que tanto me duele evocar, pues salí del hospital para llorar ante su féretro apenas unos días después. Lichi se fue en un verso donde confiesa que su sombra se perdía por una bocacalle y pedía que la enterrasen en La Habana.


He venido a La Habana para confirmar que Eliseo Alberto está en la poesía incandescente de su padre, en los versos hipnóticos que lleva en la voz su tía Fina García Marruz y en la música que destila su primo José María Vitier. En el tumbao que llevan las negras al caminar y en la taquicardia anónima de un tres que requinta la melodía, en el atardecer del Malecón y en las sombras del castillo del Morro, está Lichi; en las calles alineadas con los edificios imperiales tallados por espuma de mar y salitre, en el hotel donde dormía ebrio Hemingway y en los libreros interminables de Lezama Lima, está Lichi; en el sabor de los mejores platillos de todo paladar y en los sueños de jóvenes que adoran su isla sabiendo que quizá la vida esté en otra parte, allí está miLichi con las palabras que cantaba llorando, los versos donde consta que en este puerto ya solo flota lo que antes naufragó.



Eliseo Alberto está en cada uno de los dibujos de nuestro hermano Rapi, guerrero que reía para iluminar cualquier mañana, y en la voz hermosa de su gemela Fefé, a quien apenas ahora parece que conozco: gran ensayista y custodia de la memoria de esa familia de poetas, músicos, cirqueros y conversadores que se extienden como un generoso paisaje de prados verdes en medio de todas las frutas que nos concede la vida para azucarar tanta nostalgia. Fefé, la poeta de limericks en español, ripios rizados de rimas para niños, la niña intacta que lleva en sus dedos cada línea de cada poema y de cada ensayo retorcido de Papá Eliseo, con sus perfectas correcciones en diminutas caligrafías que hacen hablar a las palabras que deletrean como murmullo.



Fefé me lleva al lugar donde está Lichi: el puente de Arroyo Naranjo, centenario, por donde sigue pasando el tren, sus vías en medio de la hierba aplanada por tantos años y tantos recuerdos. Intenté no llorar en ese paraíso que Lichi bautizó como la Fincade los comienzos y que Fefé ha publicado como El reino del abuelo. Allí está Lichi y están todos en las palmeras que custodiaban unos jarrones camagüeyanos y en la fuente de agua de tiempo, en el árbol donde se encaramaban los tres niños y sus primos y en el estudio de Papá Eliseo, ubicado aparte de la casa solariega y feliz con sus balcones abiertos a la visita de todos los grandes escritores de la revista Orígenes y todos los grandes autores en libros que florecen en cada ensayo y cada vez que se les recuerda. Allí esta Lichi en el camino a la escuelita y en el silencio de las calles arboladas, en el eco de las fiestas que eran cada comida que se alargaba sin tiempo.



Alguien decidió que el guión de este milagro fuera coreografiado con el Sol más intenso posible y que tanta emoción fuera como buscar una sombra al lado de matorrales verdes o a la vera de algún taxi de coche viejo, recién pintado como los barcos de colores o bajo las alas de un sombrero de yarey capaz de cubrir al menos la mitad de la noche. Alguien dictó que en mis oraciones calladas se escucharan las voces de los personajes más entrañables de las novelas de Eliseo Alberto, sus nombres de musicales sílabas y sus pasiones desatadas en caliente: el viejo actor que vuelve a La Habana para cumplir tres promesas en una obra de teatro existencial, la vieja peluquera que cantaba de noche acostada sobre un piano, el actor que cambia de nombre según el barrio, los miembros de un circo donde una mujer vuela libre sobre los lagos congelados de Irlanda desde su más íntima cubanía, los niños que Lichi hacía inolvidables o el hombre que cayó preso por matar en defensa del amor convencido de que eso es matar en defensa propia. Las lágrimas me estorbaban las palabras que hacía cantar Lichi, tanto como se me vienen a la mente sus párrafos de ensayo donde hace crónica de corazón y las crónicas donde ensaya siempre la urgente reconciliación de todos los fantasmas de esta isla quizá cansada de utopías, en búsqueda urgente de una santa manera de ponerse de acuerdo al saber por fin ponerse en desacuerdo.



Tres años me convenzo de que nadie se va mientras alguien se acuerde.
Nadie deja de estar mientras sus libros se leen en cada vieja calle estrecha donde los coches de décadas pasadas descansan sobre ladrillos, en la devoción del Cobre y en el noviciado apasionado con el que se besan los adolescentes, tan lejos de los discursos, tan cerca del mar. Aquí no ha pasado nada en las conversaciones salpicadas de carcajadas como maracas y en las anchas avenidas alineadas por palacetes cacarizos y en el camino a Arroyo Naranjo, el paraíso de una infancia que cubre más de tres generaciones de niños sonrientes. El sabor de amanecer de la frutabomba, todos los rituales del arroz, cada verso que mece a La Habana como mujer revestida por las olas del mar, la piel de los libros que se leen de noche en voz baja… y así pasan tres años, y no te dejo de pensar, Lichi, aunque ahora sepa perfectamente dónde estás.

JORGE F. HERNÁNDEZ

Negar el saludo
En medio de la multitud se distingue el rostro que parece revelar un gesto de incredulidad cuando en realidad está ejerciendo una muestra insólita de dignidad.


Confieso —no sin cierta culpa— que hay gente a quien le niego el saludo, a contrapelo de tantas personas a quienes de veras deseo el bien con abrazarlos como oso en medio del bosque de las peores desolaciones. Sé perfectamente a quién no quiero ni tengo la menor necesidad de estrechar su mano, manchada de mentira, engaños, hurtos y vilezas aunque ostenten comodidades ficticias y farden tautologías en sus definiciones de palabras básicas o confundan etimologías de los sentimientos primarios supuestamente comunes que deberían identificarnos. A menudo, el carismático que se siente realizado en cualquiera que sea su nefando oficio cree merecer amnistía y amnesia instantánea por sus etílicas embarradas o sus engreídos exabruptos; es el mismo mal que padece quien confunde hacerse el chistosito y creer que cae bien al mundo, cuando en realidad no tiene verdadero sentido del humor y en verdad cae mal, aunque caiga siempre parado. Hablo de quien dicen que es ungüey muy cagado (como metáfora de simpatía) cuando en realidad riega su estercolero imborrable sobre su más íntima biografía; hablo también de los líderes hipnóticos, los políticos nefastos, las doñas del engaño sindicalizado o las fulanas de toda falsedad. Sobre todo, hablo de quienes encarnan el Mal con mayúscula —quizá sin saberlo a ciencia cierta, aunque lleguen a pensar, en algún desliz delirante, que sus atropellos no son más que “bienes necesarios para el equilibrio” del ominoso poder que ostentan.



El 13 de junio de 1936 (que es como decir el domingo pasado) una nítida fotografía en blanco y negro congela el momento en que cientos de trabajadores de los astilleros Blohm und Voss, de Hamburgo, extienden sus brazos derechos en estricto saludo nazi al paso de quien llamaban Führer. Cientos de brazos firmes, en ángulo recto a los pechos erguidos, todos a una, menos uno: en medio de la multitud, se distingue el rostro que parece revelar un gesto de incredulidad cuando en realidad está ejerciendo una muestra insólita de dignidad. Se trata de August Landmesser, que al momento de la fotografía se hallaba enamorado y comprometido a casarse con la judía Irma Eckler, ese día en que Adolfo Hitler lanzaba a la mar el buque-escuela Horst Wessel.



Landmesser vivió un instante ejemplar de dignidad. Ahora sabemos que fue hijo único y que su biografía pareció garantizarse un futuro cuando se afilió al partido nazi, que le garantizaba un trabajo en los astilleros de Hamburgo. En 1935, al intentar registrarse para casarse con Irma Eckler, fue expulsado del partido omnímodo, y en octubre de ese mismo año nació su hija Ingrid. Seis meses después, el enano del bigote ridículo hacía zarpar el mentado barco y alguien con lupa de muy mala leche tomó nota del insólito valiente, el hasta entonces anónimo héroe que se atrevió a negarle el saludo (aún de lejos y con posibilidad de simularlo con una mentada de madre) al todopoderoso e incuestionado mandamás.



En julio de 1937 (que es como decir el próximo fin de semana), Landmesser, su mujer y la pequeña Ingrid fueron detenidos en su intento por huir. Ella estaba nuevamente embarazada y él fue declarado culpable de “deshonrar a la raza aria”, de acuerdo con las leyes raciales promulgadas en Núremberg. Ambos declararon desconocer si ella era realmente judía, o lo que llamaban “totalmente judía”; por falta de pruebas, la pareja fue liberada a condición de que suspendieran su relación. Al año siguiente, en mayo de 1938 (como quien dice hace apenas ayer), fueron nuevamente arrestados al ser denunciada la continuidad de su relación, con Ingrid en el regazo y un embarazo ya más que avanzado. Hoy mismo, 15 de julio de 1938, Landmesser fue arrestado por la Gestapo y enviado al campo de concentración Börgemoor y su mujer a la cárcel Fuhlsbüttel, donde dio a luz a Irene, segunda hija de ambos.



Landmesser pasó del campo de Börgemoor al trabajo forzado en Warnemünde en 1941, y tres años después fue obligado a enrolarse en el Batallón 999 de la Wermacht, donde fue declarado “perdido en acción” durante una batalla en Croacia en octubre de 1944 y pronunciado oficialmente muerto hasta 1949. Su mujer pasó de la prisión Fuhlsbüttel a tres campos de concentración: Orianienburg, Lichtenburg y Ravensbrück, hasta que fue ejecutada en el Centro para la Eutanasia de Bernburg; la niña Ingrid fue entregada a sus abuelos maternos hasta 1953, cuando, al morir ellos, pasó en adopción a una familia anónima, como había ocurrido con su hermana. Ambas recuperaron oficialmente su apellido Landmesser hasta 1951, cuando se reconoció de manera retroactiva el matrimonio de sus padres.



Debemos a Irene Eckler el testimonio de esta infamia en el libro Die Vormundschaftsakte 1935-1958: Verfolgungeiner Familie wegen “Rassenschande” (La custodia. Documentos 1935-1958: Persecución de una familia por “Deshonrar a la raza”), que incluye no solo documentos, fichas y papeles que dan fe de su familia desgarrada, sino cartas de la madre Irma desde los campos donde la concentraron, y fotografías, entre ellas en la que su padre niega el saludo al dictador, en medio de un centenar revuelto de convencidos, abnegados, hipócritas o callados brazos que jamás se atreverían a hacer lo que hizo este hombre solo y sólo con infinita serenidad y callada valentía, sin saber que su gesto sería una añadida circunstancia a su desgracia y la de su familia.



Sabemos de quienes se niegan a cruzarse de brazos ante la ocurrencia xenófoba, misógina, racista o ideológica de cualquier chistoso, pero Landmesser es precisamente el ejemplo de quien, cruzándose de brazos, al filo de su propio abismo, por lo menos le negó el saludo a quien por ningún poro posible de su piel engreída merecería siquiera mirarlo directamente a los ojos.

JORGE F. HERNÁNDEZ

Lloran los niños


Ojalá la FIFA destine un poco de los 40 mmdd que obtiene como ganancia para “el reconfortante y engrandecedor beneficio” de los infantes brasileños más necesitados.

Quizá las imágenes más tristes del desastre brasileño por la goliza sufrida ante una máquina aceitada de futbol que se llama Alemania sean las miles de caras llorando, las lágrimas sin palabras de los miles de niños cariocas de todas las edades que asistieron al estadio de Belo Horizonte para confirmar dolorosamente que los catorce mil millones de dólares que invirtió el gobierno de Brasil para la celebración de su Mundial 2014 no bastan para que gane el anfitrión. Hablo de los infantes, pero también de los jugadores que quizá —obnubilados por una suerte de capoeira nacionalista y una dudosa fe en un equipo improvisado— realmente creían estar en el jogo bonito, cuando en realidad afloran sospechas de que hubo incluso intentos por sobornar cuanto factor arbitral y mediático se dejara influir para asegurar una cita con la felicidad que, como dijo Valdano, “se volvió un acercamiento al precipicio”. Hablo también de millones de niños brasileños que no tenían ni manera para acercarse a las inmediaciones de los estadios y, aun así, se dejaron soñar con una alegría que en el fondo ahora se convierte en resignada explicación de lo absurdo: por mencionar solo un sinsentido, al día de hoy queda cerrado hasta nuevo aviso el megaestadio de Manaos, uno de los más caros del mundo, construido a sudor y sangre en medio de la selva, lejos de todo, en donde todos los materiales para izarlo tuvieron que llegar por barco… en una localidad que no cuenta con equipo de futebol, ni de lejos en Primera División, y que no resulta atractivo para otro tipo de espectáculos al estar tan lejos de cualquier posible mercadotecnia para colmar su asistencia.

Hablo también de la más que preocupante crisis humanitaria que viven cerca de cien mil niños en la frontera de México con Estados Unidos. Alrededor de setenta y cinco mil niños centroamericanos y una veintena de miles de niños mexicanos se encuentran en un limbo migratorio apuntalado por un vado de utopía no del todo imposible: consta que de los cincuenta mil menores indocumentados que fueron detenidos el año pasado en esa frontera, sin acompañamiento de adultos, solo dos mil fueron deportados a su país de origen por un lapsus burocrático en donde consta que los niños detenidos en tal situación pasan a custodia del Departamento de Salud y Servicios Humanos del gobierno norteamericano, que al paso de cuatro o cinco semanas, al no poder albergar a tantos niños perdidos, los colocan en una suerte de adopción temporal con familias samaritanas y altruistas a la espera de un juicio en cortes especializadas que puede durar años. Este es el reducto que les espera a los niños indocumentados centroamericanos, pues a los menores de nacionalidad mexicana —e incluso, aunque improbablemente, los canadienses—, son deportados automáticamente, por lo que es de suponerse que más de un mexicanito tenga que fingir acento nicaragüense o afirmar que come pupuchas salvadoreñas y bailar como hondureño para optar por el salvoconducto burocrático que le permita vivir a la espera de un mejor futuro lejos de las guerras del narcotráfico, reclutamientos forzosos del crimen organizado, así como miles de menores centroamericanos prefieren cruzar toda la cancha de la geografía norteamericana con tal de no quedar encerrados en su propia área chica de las bandas tatuadas, dueñas del balón de su propio bienestar.

Durante los ensayos previos al estreno de Peter Pan en Londres, su autor, J. M. Barrie, había instado a los miembros de la orquesta para que amainaran el volumen, o incluso dejaran de tocar y aplaudieran rabiosamente para incitar al público a hacer lo mismo al terminar el 
monólogo inicial (antes de que se levantara el telón), en el instante en que el sofisticado, enjoyado y supuestamente acartonado público londinense fuera sorprendido por el vuelo en pleno proscenio de una niña-niño vestido de verde que, al posarse como pájaro mágico, iniciara el rito teatral con la pregunta: “¿Creen ustedes en las hadas? Pues si de veras creen, ¡agiten sus pañuelos y aplaudan!”. Consta en las crónicas que no hubo necesidad de que la orquestra indujera los aplausos, pues el público en masa irrumpió en un estruendoso aplauso, envuelto en pañuelos agitados, rodeados de tres docenas de niños que el propio Barrie había infiltrado entre las butacas. Según un diario de la época, “la élite de la sociedad londinense sucumbió en ese momento al embrujo de Barrie… y la actriz que protagonizaba el papel de Peter Pan lloró desde el primer vuelo de su papel estelar”.

George Bernard Shaw criticó el libro de Peter Pan y su puesta en escena como una sórdida artimaña “impuesta por adultos sobre los niños”, mientras que Mark Twain defendió a Barrie y a su obra como “un reconfortante y engrandecedor beneficio para esta sórdida época enloquecida con el dinero”. Se sabe que Barrie inspiró a los “niños perdidos” que pueblan la Tierra de Nunca Jamás tanto en su hermano David, que murió ahogado en un lago congelado a los trece años de edad, y en los hijos de Arthur y Sylvia Llewelyn Davies, náufragos aparentemente rescatados por la compañía e imaginación del dramaturgo al hacerse amigo íntimo de su madre. Merece otra crónica la tragedia de que, ya de adultos y huérfanos, dos de los “niños perdidos” Llewelyn Davies fueron suicidas y otro murió en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, pero valga para estos párrafos insinuar que si acaso la FIFA pudiera destinar unos cuantos miles de los 40 mil millones de dólares que obtiene como ganancia con el Mundial Brasil 2014 para “el reconfortante y engrandecedor beneficio” de los niños brasileños más necesitados, y si de verdad servirá de algo el presupuesto emergente que ha solicitado el presidente Obama para hacer temporalmente frente a la crisis en la frontera o, como bien escribe Carlos Puig en este diario, “el problema es de tal complejidad que se necesita una gran idea. Una. Regional. Con mucho, mucho dinero atrás. Los pequeños gestos humanitarios de alivio serán muy poco frente a lo que viene”, y eso es como recibir, gol tras gol, un naufragio de derrota histórica en la propia conciencia de casa.


JORGE F. HERNÁNDEZ

Vuela la esperanza 


Todo el estadio se concentraba en ver cómo el balón trazaba su perfecta curvatura en el aire, un proyectil que buscaba el área teledirigido por el ánimo de gol inevitable…

La desolación mundialista por culpa de una engañosa naranja y la afortunada publicación de Tiempo de compensación. Para leer en la banca (Ediciones del futbolista, Ficticia/Mantarraya ediciones, 2014) me permite intentar un consuelo con la siguiente confesión: no sin pudor, a menudo la doctora me recuesta en su diván e intenta convencerme. Según sus teorías, todos los problemas que enredan mi vida cotidiana, cualesquier trastocamiento de mi personalidad y el impredecible guiño que pellizca mi párpado derecho sin aviso se deben a la pasionaria filiación que le profeso al F. C. León. No diré que es una religión para no mancillar mi devoción por la Madre Santísima de la Luz (patrona de León, cuyo manto casi curó de la ceguera a Rigo Tovar), y tampoco diré que es un fanatismo irracional (los resultados de la gloria demuestran que hay fundamentos de la lógica para seguirle yendo a mi equipo del alma).

He vivido prodigiosos instantes que convencerían a cualquiera de que el Nou Camp es en realidad un estadio con magia: el gol de cabecita hacia atrás de Uwe Seeler (aunque, jugando para Alemania, en el fondo fue un lance felino), la mítica desbandada por la izquierda de Salomone (que se salió del estadio y llegó a Silao en cuarenta y dos minutos: récord mundial), el vuelo suprahumano de Darío Miranda vestido de Pantera Rosa, iluminado por su tío el obispo. ¿Cómo no evocar la mítica estela de La Tota Carbajal o de Costa, Conrado, Battaglia en el brillo que resguardaba la mirada de mi padre, o los fantasmas de Chepe Chávez y Guillén, Mantegazza y Batocletti, que siguen apareciéndose en el espejo del sauna donde acostumbro bañarme los sábados?

No intento hilar en estos párrafos todas las anécdotas posibles en torno a la grandeza inconmensurable de mi León, ni mucho menos hacer una justificación clínica para la doctora. Lo que quiero registrar de una vez por todas es el milagro, aún no reconocido por Roma, del verdadero vuelo de mi esperanza. Muchos creerán que me refiero a la triste noche en que mi hermano Antoto tuvo a bien lanzar desde la tribuna una hielera de cervezas (para lo que quizá valdría aclarar que estaba vacía y, aunque reprobable el hecho, se debió a una ira colectiva por el evidente cochupo de un empate previamente pactado con el Toluca, nefando equipo que nos ganó un título con elcatenaccio de Ricardo de León); otros pensarán que me refiero al reciente instante en que El Maza o Márquez saltaron como gacelas entrelazadas para rematar ambos un balón colgado o el vuelo del gringo imbatible para detener un penal… Pero no, el verdadero vuelo de mi esperanza se congeló en mi memoria una distante noche que ya ni encuentro en el calendario. Fue una noche templada en la que un León-Atlante no prometía más anécdotas que las predecibles: mi equipo volvería a eclipsar cualquier intento de triunfo de los descendientes del general Núñez (tal como el legendario 10-0 del 58 nos había condenado a ambos equipos para siempre: es decir, siempre le gana el León al Atlante y punto).

El nazareno marcó tiro de esquina y en lo que se cobraba ese córner (sin que pudiera imaginar que estaba a punto de cristalizar el vuelo de mi esperanza), el fiel aficionado verde que se ubicaba a mi derecha lanzó como neblina de su memoria la frase aparentemente innecesaria: “Esto me recuerda cuando representamos a México en los Panamericanos”, refiriéndose —¡claro está!— al hecho jamás repetido, histórico antecedente de orgullo leonés que la Patria olvida injustamente, ese heroico papel cuando el F. C. León representó a México en los Juegos Panamericanos, camiseta verde —cambio de escudo— y calzones blancos en una época en que México jugaba de camiseta color vino, rojo sangre con calzones azules. “¡Y por eso México juega de verde!”, exclamó el anónimo arcángel al instante en que se cobraba el córner, y así como todo el estadio se concentraba en ver cómo el balón trazaba su perfecta curvatura en el aire, un proyectil que buscaba el área teledirigido por el ánimo de gol inevitable que ya llevaba tatuado sobre sus cueros desde el instante en que salió de la falsa hipotenusa de la esquina abanderada, así también yo me concentré en ver el sigiloso acercamiento, auténticamente felino, de J. Concepción Rodríguez, cuya camiseta se veía más verde que nunca precisamente por la intensidad con la que preparaba el milagro: las manos extendiéndose como garras, la mirada fija en el balón que se colgaba en el aire, la cintura como una taquicardia zigzagueante que dejó boquiabiertos a dos rivales del Atlante que no se explicaban el fenómeno indescriptible: al filo de la media luna del área grande, Concho Rodríguez, lanzándose de palomita —“en plancha” dirían si jugara en el Real Madrid—, como ave libre siendo león puro en trance de un zarpazo monumental que le permitió sacudirse la melena en más que cámara lenta, cámara eterna, segundos interminables en los que todos vimos, absolutamente todos —compañeros del León glorioso, rivales del Atlante estupefactos, miles de espectadores enmudecidos, el Universo detenido en las pantallas de la NASA— el autogol más hermoso de la historia.



JORGE F. HERNÁNDEZ


Llanto de guitarra 

La noche en que murió Paco de Lucía se convirtió muy pronto en madrugada. Era como si se multiplicasen los tiempos; todas las épocas que cubre el manto de su arte desde que tocaba flamenco en blanco y negro, con el pelo relamido y vestido de corto hasta las horas diarias que invertía en ensayar y volver a ensayar con todos los colores, descalzo y con la cabellera al vuelo. La madrugada en la que se va Paco de Lucía se llena de esa música que llamamos silencio.

Francisco Sánchez Gómez eligió llamarse De Lucía porque así le decían en las calles de su pueblo, identificándolo con el nombre de su madre que lo escribía con zeta y con apellido portugués: Luzía Gomes, con esa letra ese que en Andalucía se vuelve verso en los labios y luego se pierde en tantas palabras, como cualquiera podría perderse de no llevar siempre a cuestas la íntima música de su querencia. Por algo su hermano –que lo acompañaba en más de un concierto y grabación—adoptó llamarse Ramón de Algeciras. Nadie lo ha dicho mejor que Juan Villoro: “La música produce un peculiar arraigo, una imaginaria composición de lugar. Sin importar dónde estemos, de golpe, el rasgueo de una guitarra nos sitúa en el Mediterráneo: Paco de Lucía transfigura el espacio. En sus manos la guitarra fue mujer, el mar, el cielo o todo eso junto: un pueblo”.

Quien se enamora de una guitarra lleva la patria a cuestas y Paco de Lucía no sólo llevaba en las venas a Andalucía, sino a toda una península en el instante en que jugaba con sus hijos en una playa de un paraíso perdido donde recibió la cornada de un infarto que le partió el pecho. Cargaba con España, con tantos paisajes entrañables que se pintan en seis cuerdas y con tanta literatura que parece deletrearse sobre el brazo de una guitarra, los siglos divididos por trastos e incluso los hechos trascendentales como capotrasto, esa cejilla de madera que agudiza las notas de los días, vuelve más soprano el tenor de una tragedia o enfatiza el lamento de un adiós. Paco de Lucía llevaba todos los sabores y toda la cultura de su querencia no sólo por el mundo, sino por la España misma que despertaba de una larga noche que muchas voluntades aliviaron en un largo amanecer que no volvió a ser madrugada: muestra de ello es el concierto en el Teatro Real, reservado hasta entonces a lo que se había definido como exclusivamente “música culta” y de pronto, con desparpajo, con la pierna cruzada, sin necesidad de inclinar la guitarra como hacía Andrés Segovia o como manan los cánones de la guitarra pautada, Paco de Lucía arremolinaba en el aire la música palpable que todos llevamos en la piel, en el árbol genealógico de siglos.

Párrafo aparte, el milagro de Camarón de la Isla. Esa voz que se rompía como quien rasga un manto en medio de una saeta de Semana Santa en Sevilla y las pausas con lágrima incluida como media verónica de Curro Romero en medio de las estrellas, el infinito albero amarillo de la verdadera Vía Láctea que se llama Real Maestranza. Entre los tres y el anónimo pícaro que hoy mismo quiere ganarse unas monedas inventando una tomadura de pelo, deambula el duende, esa pimienta indefinida que explica el salero con el que camina Ella esta tarde por la calle de la Sierpes o declarada Emperatriz en plena Gran Vía de Madrid. El duende con el que sólo saben batir palmas los que miden con gracia las embestidas del destino, los que saben pararse no al filo del burladero sino en el centro mismo del Universo, burlar las cornadas como estatua y en los oídos intentar clonar la magia de diez dedos que se convierten en treinta y seis cabalísticos apéndices que a su vez convierten seis cuerdas en toda la música del mundo en una taquicardia eléctrica, que de pronto se puede atemperar o sincopar con el sexteto de Paco, con el cajón peruano que él mismo convirtió en flamenco o con los pasos que da una pareja que baila por bulerías un pasaje de la ópera Carmen.

Es inapelable que Sabicas o Manolo Sanlúcar cuajen la perfección mecánica de unos tarantos o que Al DiMeola o John McLaughlin se sincronicen en el oleaje de una rumba (incluso tocando con uña de plástico y no con los cinco dedos que hay que clonar con cada rasgueo), es innegable que una niña japonesa de trece años pueda tocar un fandango de Huelva como si de veras hubiera salido de Yokohama, pero que alguien convierta como lo hacía Paco de Lucía a todos los palos del flamenco en una extensión de su alma, que las cantiñas se le veían en los párpados, las alegrías en su cara seria, las galeras en cada dedo que hacía que sus manos fuesen más grandes que las de los demás mortales, la seguiriya como conversación, los tientos como quien murmura secretos, el zorongo como quien se despeina en altamar en medio de una carcajada y salir por peteneras como quien busca un telón. Eso ya nadie lo puede hacer. Nada más y nada menos.

En 1975 o 76, Paco de Lucía era ya la leyenda que hoy sustituye a por lo menos una constelación completa de estrellas sobre el terciopelo de su eternidad. Viajaba con más de seis guitarras, como quien tiene una espuerta llena de posibilidades sabiendo que sólo una muleta o un capote en particular son los de las grandes faenas. De Contreras y otras firmas, de madera de cerezo y de clavijas a la antigua o de mecanismo reluciente, sus guitarras parecían envidiar el momento que Paco tomaba una entre todas para deletrear una vez más al mundo. De entre todas, la guitarra que firma Ramírez tiene tela: desciende del afán de dos hermanos, José y Manuel, que estrenaron su primera guitarra en 1891. Lauderos minuciosos, artesanos medievales aun siendo decimonónicos, los Ramírez se pelearon por divergencias en las curvas y definiciones de lo que cada uno creía que debería ser la mejor guitarra del mundo. Mientras José se mudó a París y se concentró en fabricar sus muñecas para el mercado de la música clásica y de concierto, Manuel se quedó en Madrid y su estirpe lleva ya cuatro generaciones fabricando con duende guitarras que cobraron fama a partir de que Andrés Segovia se enamoró de una de ellas en 1916, pegado su pecho a la caja de la nena e interpretando milagros que valieron que esa misma guitarra esté hoy expuesta en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. No quiero hacer la microhistoria detallada de qué guitarras esculpiera José II, aunque es obligatorio decir que George Harrison toca en una Ramírez III “And I Love Her” en la películaA Hard Day’s Night (y que gracias al camarógrafo se alcanza incluso a leer la etiqueta de Ramírez por la roseta abierta en flor) y así con tanta historia que cada dueño puede escribirle a la biografía de su guitarra sucedió que por azar y por insistencia incesante –no exenta de mutua simpatía y muchas carcajadas— mi padre logró convencer a Paco de Lucía para que le vendiera una Ramírez, con etiqueta fechada a mano y con la dirección de Concepción Jerónima número 2 (asegurada de incendios) que todo amante de guitarras sabe que es santuario comprobado por sus milagros en música.

La noche en que murió Paco de Lucía se volvió madrugada muy pronto. Entre párrafos escuché que allá abajo se abría una caja. Me asomé temblando con la ingenuidad de quien cree que puede ver algo en plena oscuridad y comprendí sin temor pero con una inmensa tristeza que aquí no se mete ya nadie: más bien, se trata de otro entrañable que se va… las cuerdas parecían agua de río que busca con ansias un mar y reproducían en armonías inverosímiles la dulce melancolía que llaman saudade. La Ramírez estaba llorando, como todas las guitarras del mundo que no encuentran ya cómo conciliar tanto silencio.


JORGE F. HERNÁNDEZ

Oaxaca

Una década, y así pasen más y más, esta Feria Internacional del Libro es entrañable a contrapelo de otras más grandes, de tres pistas, todo el circo, trajín de derechos, trabuco de traducciones; aquí lo que se lee es que se lee.


He decidido leer a Oaxaca como una ciudad que se vive como libro, caminar sus calles viejas del corazón antiguo como páginas de pergamino enrollado en el Convento de Santo Domingo o pliegos de papel tallado a mano en un taller de Francisco Toledo.


He decidido leer cada atardecer con el anuncio de noches que han de ser de temperatura opuesta a la de los párrafos soleados con los que el sol quema las horas: aquí, el libro de las páginas que se escriben en colores y sabores difíciles incluso de pronunciar con la saliva común; allá, los rostros de indígenas que parecen intactos, inmunes al paso de los siglos… aquí y allá, todo el estado inundado por la Feria Internacional del Libro de Oaxaca (FILO), que año con año se consolida como una de las ferias más entrañables, quizá la más por lo que tiene de congreso, reunión de fantasmas donde se convocan y reúnen, los llaman y llegan autores difuntos, espíritus ha tiempo esfumados y escritores de carne y hueso presentes en cada carcajada y cada conversación.

Una década, y así pasen más y más, esta FILO es entrañable a contrapelo de otras ferias más grandes, de tres pistas, todo el circo, trajín de derechos, trabuco de traducciones… Aquí lo que se lee es que se lee. En primer lugar, por el alud conmovedor y constante de los lectores que no solo visitan la feria (antes, con la curiosidad inocente de ver y solo ver) para comprar los libros que sus presupuestos familiares permiten (considerando que el libro no ha logrado considerarse como objeto indispensable de la canasta básica de todo hogar). Hablo de lectores de Oaxaca que en cada presentación aprovechan la oportunidad de hablar con los escritores y pasan de mano en mano el micrófono, no tanto para hacer preguntas, sino para asentar una pequeña conferencia ellos mismos o confesar alguna inquietud. Está el hombre que le dijo a dos poetas que no tenía el gusto de conocerlos, luego de haberlo escuchado leer su poesía, y confiesa que “ni le gustaría, porque me enamoraría de ustedes”, y la señora que vendía gelatinas y se paseó por la presentación de un libro precisamente porque no es misa sagrada ni ceremonia acartonada, y terminó vendiéndole gelatinas a los escritores en escena. Sobre todo, está el nutrido contingente de jóvenes lectores y niños ávidos de letras que todos los días colman no solo las actividades de todas las mañanas, sino que además celebran con sonrisas las visitas diarias que se programan para escritores de todos los tamaños a las universidades, escuelas, primarias, secundarias y terciarias para abonar y fertilizar el milagro de tanta literatura.

En segundo lugar, pero no en ese orden, la ciudad de Oaxaca se lee como libro por la encomiable labor de editorial Almadía —a cuyo timón está Guillermo Quijas—, pero en realidad todos y cada uno de los arcángeles que se desviven por asentar con hospitalidad e interés el paso de cada minuto no solo para los autores, conferenciantes y presentadores, sino también para cada miembro del público, cada lector que recorre los locales de todas las demás editoriales participantes con el afán de leer, regalar un libro, regalarse unos párrafos que sean el mejor boleto para viajar en el tiempo, el medio de transporte más barato y accesible de cualquier mercado, el pasaporte para una mejor vida. Almadía, la casa de páginas que merecen conservar su olor en un perfume que podría delatarnos como lectores, con diseños de Alejandro Magallanes en cada portada que merecería considerarse un objeto de arte, enmarcado al lado de los estantes donde los párrafos de los grandes autores contemporáneos parecen leerse de manera más íntima y coloquial, más cercana y transparente que como se leen en las tipografías impostadas de editoriales elefantiásicas que se olvidan de saludar de mano a sus autores, procurar la existencia de los ejemplares de su sudor y abonar las andanzas de sus obras futuras.

Vine a Oaxaca para leer y ver a escritores que solo se me concedió abrazar en tinta. Creí que habría oportunidad para una larga caminata con Juan Villoro, pero un imprevisto lo llevó a otros paisajes; así también el poeta Francisco Hernández, de quien se quedaron por lo menos ocho versos memorizados en la cantera verde de un templo intemporal, y así el mismo Quino, al que quería yo confesarle mi infatuación con su Mafalda, y no pudo venir más que en video… Pero se me concedió confirmar que el genio César Aira existe de veras, y que se ríe con alegría, si bien reservado como los magistrales párrafos con los que apuntala cada una de sus obras indispensables; y pude estrechar con gratitud cada verso que ha soñado Darío Jaramillo Agudelo como pétalos de una imposible flor que dibuja una nube aquí mismo, en Oaxaca… El libro que vive todos los días Fabrizio Mejía Madrid es la crónica diaria donde dialoga con Diego Osorno que se inquieta por las diferencias entre puro cuento y crónica-crónica… En estas páginas soleadas he vuelto a confirmar la admiración que se combina con el afecto que le tengo a Valeria Luiselli, y el abrazo que tuve que enviar de lejos para Álvaro Enrigue por razones que merecen otros párrafos, en realidad razones que sabemos sus lectores desde la primera vez que lo leímos.

Oaxaca, libro abierto donde campearon los versos de raro aroma de mezcal de un tal Julio Trujillo, quien los dice a media voz como quien habla con la luna, y luego, sin aviso, a la vuelta de una tuerca de circunstancias enrevesadas, la vida me ha concedido leer-vivir otra amistad a primera vista: Hernán Ronsino, genial escritor joven argentino que ha logrado hilar en palabras la sombra ausente del pretérito, el fantasma de Cortázar, la vida de su pueblo y el idioma con el que se construye todos los días un sueño llamado Buenos Aires, y así como recién lo conozco, así se me concedió volver a ver a Martín Caparrós, tan solo para confirmar lo mucho que lo admiro y aprecio su más reciente libro-crónica-novela-biografía de todo aquel que come la vida a puños, todos los males y tanto bien que se puede decir. Casi lo mucho que me hubiese gustado decir, de no haberme quedado mudo, en el largo abrazo que le debía a David Olguín… Por allá parece levitar Francisco Hinojosa, y en una plaza sonríe como siempre sonríe Élmer Mendoza, mientras me voy caminando con Emiliano Monge a charlar en una universidad donde creían que éramos Quijote y Sancho, inventados por una ciudad embelesada en libros que se lee a sí misma como un sueño.

Alteza

magino hoy Oviedo y por invertir, Oviedo hoy imagino nublado, con probabilidad de lluvia, como un aquí que soñaba estar allá hoy mismo que ya es ayer para una posteridad que sonaba desde hace tiempo.


En un futuro intemporal, hoy es ya la misma mañana de idéntico clima con el que amanece México mientras Oviedo abre las puertas de un teatro para que desfile como merece Antonio Muñoz Molina, príncipe de las letras, socialdemócrata y librepensador, republicano de antaño o de siempre, prosista pensante, cronista andante, sabio ciclista, crítico y observador implacable, callado y entrañable, parlante y admirable, Maestro más que profesor, hortelano de ideas y de palabras concretas, habitante de la más grande manzana y de una villa con corte que parece invento de poetas, fantasma de un páramo que parece paisaje lunar, ensayista de puerta grande, cuentista ocasional, novelista consumado, articulista constante, escriba del instante, testigo del siglo… amigo incondicional y sí, seguramente, el avergonzado hombre de bien y sencillamente escritor que se ruboriza por la euforia que no logro mitigar en este párrafo que se escancia como espuma entre las manos.

Hoy, desde ayer, aplaudo a Antonio y a cada uno de sus párrafos, páginas entrañables, lecturas que contagia, pinturas que observa con determinadas dioptrías y señalizaciones para que uno aprenda a desvelar detalles que se escapan a simple vista, y aplaudo los contagios de tanta música en jazz y sutiles cantes flamencos, suites para cello y un perdido violín con los que también ha deletreado la biografía de una amistad ya de larga distancia y duración.

Antonio Muñoz Molina, premio Príncipe de Asturias de las Letras 2013, es escritor con toda la barba, ya canosa, y sin embargo podría afirmar él mismo que así como puede dedicarle tantas horas y tanto apasionado instante a todas las letras y cuanta cultura se desprende de ellas, es un hombre cuyo afán principal se mece en sus afectos, la atenta preocupación y sincero interés… digamos amor, por sus hijos y su mujer, sus padres y biografías de querencia, el paso y peso de los tiempos sobre una sobremesa, la importancia de una conversación en paseo sin prisas, el valor de una sola imagen y el sentido que cobran las palabras cuando sus sílabas se empapan de sinceridad o revelan el engaño de una confusión. Antonio, el de la voz en sosiego y la mirada lenta que recorre cada página de la realidad como quien pasa la yema del dedo índice sobre la primera línea de un párrafo con el que se inaugura cada día.

Imagino que Alteza no es título privativo del Príncipe, y que se me perdonará si por hoy intento la etimología donde Alteza defina altura de la grandeza de una literatura, más que a la admirable estatura de D. Felipe. Alteza, entonces, sinónimo del momento en que el conjunto de libros de un autor ya grande pasa de ser solo su Obra para convertirse en una Literatura, distinguible por el aroma minucioso con el que otea la realidad que rodea a su prosa, el valor para denunciar los abusos de los engreídos que creen siempre llevar la razón, y de los políticos corruptos, los imbéciles infaltables que resuenan con maullidos necios o rebuznan en constante lontananza las tentaciones de sus respectivas falacias. Alteza el instante en que un autor vierte en el espejo de los lectores la chispa lúcida de su imaginación refinada, no de inventos o artificios efímeros al vuelo, sino ficción que se talla sílaba a sílaba en abono de los enredos de la trama y apuntalando las biografías palpables de personajes que parecen de carne y hueso. Alteza el párrafo que se camina a la luz de la reflexión, con la humidad que no se proclama a voz en cuello para no convertirla en soberbia y alteza de quien es capaz de desvivir una tarde entera al timón de su teclado para pergeñar una página que quizá sale volando sin reconocimiento ni agradecimiento alguno. Alteza de quien merece hoy aplauso y encomio, admiración y una salida en hombros.

Imagino que no pocos fantasmas de escritores admirables y entrañables convocan hoy a sidra con gaitas entre nubes de lluvia, ya en Asturias o en México: allá Max Aub con los ojos entrecerrados tomando la lista de la Irreal Academia, donde ocupan más sillones que letras del alfabeto los autores muertos, poetas asesinados, editores infalibles y tipógrafos anónimos, tanta gente buena y de libros que no sobrevivieron a la guerra necia que partiera el alma de España, y acá, Manuel Chaves Nogales, pionero de un periodismo que se celebra más en otros idiomas, lúcido antecesor de los escritores que vierten literatura incluso en papel periódico, a riesgo de que se vuelva hoja amarilla de un otoño idéntico en ambos lados del Atlántico y ambas orillas de vivos y muertos, autores leídos o inéditos, consagrados o desconocidos que hoy celebran el merecido reconocimiento que se le hace a un Escritor que siempre intenta contagiar a sus lectores precisamente de Literatura, sea en los libros que recomienda, en los autores a quienes ofrece refugio en conciencia ajena o músicas que contagia casi tarareando la melodía (aunque en realidad lo que hace es copiar el link del video para que no se nos escape el concierto). Eso es Alteza.

Imagino que las palabras del discurso han sido transpiradas con la conciencia a flor de piel, tal como cuando Muñoz Molina versa pros y contras de una ley que destila injusticia, e imagino que el discurso será en el fondo no más que el honesto deseo de esperanza que puede fincar en cualesquier futuro que ya es hoy un padre feliz de sus hijos, que es al mismo tiempo un hombre de mediana edad que no olvida un centímetro mínimo de la memoria que recubre su propia infancia. Imagino que las palabras de un escritor de Alteza probada contribuyen a la consciente responsabilidad que asume S. A. Felipe de Asturias, y que son más que palabras, mapa silábico con el que Alguien con Alteza ubica en el mapa a España, y de allí el habla que nos une en el mundo. Imagino porque consta que hoy es fiesta para libros, lectores y libreros que le seguimos la sombra a D. Antonio Muñoz Molina con fidelidad semanal, y en algunos casos un afecto inquebrantable desde que se confirma que en la vida, de vez en cuando, hay amistades infalibles desde el primer instante, pero imagino que Oviedo se vuelve a volcar a las calles, con o sin lluvia, para celebrar con o sin sidra, los orgullosos Premios que llevan el nombre de su país particular y España, esa nación de naciones, puede por hoy dormir leyendo, que hay letras grandes para rato.

Cuévano es Guanajuato

Un fantasma recorre los callejones y vías subterráneas de una vieja ciudad colonial que parece que acaba de amanecer.


Parece una tontería informar a los lectores que Cuévano es al fin Guanajuato, pero se impone el subrayado porque hace una década, por no decir dos o incluso tres, mentar referencias de la gran literatura de Jorge Ibargüengoitia en Guanajuato acarreaba el riesgo de algún ofendido, algún personaje retratado en sus novelas o cualquier aludido posible se sintiera con derecho a denostarlo y demeritar sus historias, sus crónicas e incluso sus obras de teatro.


Quiero celebrar los ochenta y cinco años de eterna vida de Jorge Ibargüengoitia, sin importar que a finales de este mismo año tenga que lamentar que se cumplen ya tres décadas de su lamentable fallecimiento. Quiero celebrar cada uno de sus cuentos perfecta conjunción de chiste y chisme, sus crónicas incandescentes, sus novelas indispensables, sus artículos mordaces plenos de sarcasmo, ironía e ingenio, sus obras de teatro, sus ojos, papada, sombra, voz y cada uno de sus párrafos de la mejor manera posible: leyéndolo y cada quién, a su manera, externando las razones de una deuda múltiple.

Mi primera deuda de sincera gratitud con Ibargüengoitia radica en la revelación de su irreverencia ante el pretérito. No en balde, una de las primeras y buenas reseñas que se publicaron sobrePueblo en vilo, la obra maestra de mi maestro Luis González y González, la escribió precisamente Ibargüengoitia, por lo que, como lector y discípulo, debo mucho al entrañable escritor que nos confirmó que todos los héroes se ven mejor sin el bronce de sus estatuas, que nos enseñó que no todo lo grandote es grandioso y también nos hizo imaginar vívidamente al Padre de la Patria azotando de madrugada las puertas de un burdel o el merengue tropical que tanto agria a cualesquiera de los tiranos latinoamericanos que se creen eternos y absueltos y a todos los Revolucionados de hace un siglo enfangados en un desmadre de mentiras épicas y traiciones institucionales.

Celebro de Ibargüengoitia sus novelas que releo como si reviviera la época en que visitábamos las librerías esperando sus nuevos libros.

Soy de la idea que las muchas perfecciones envidiables que cuajó en Estas ruinas que ves(incluyendo sus dos finales), Dos crímenes y Las muertas transpiran —entre la admiración y la envidia— una contagiosa adrenalina por escribir, más allá del placer de su lectura. Celebro hoy, como siempre, que Dos crímenes sea tan perfecta novela, tal como la reseñó Octavio Paz en su momento y me atrevo a importunar al fantasma de Truman Capote para afirmar que Las muertas, al abrevar del expediente verídico de las Poquianchis, es tan obra maestra como A sangre fría, entreverando bajo la sombra de la novela las virtudes y recursos de la crónica y el reportaje.

De literatura en periódicos también supo Ibargüengoitia marcar grandezas. Como un Chesterton de Coyoacán era capaz de escribir como navegación accidentada en altamar el viaje en pesero hasta el Zócalo de la Ciudad de México y como un Stevenson, perdido en islas del lejano Pacífico, nadie como Ibargüengoitia para detectar en cualquier aeropuerto europeo que ese misterioso fulano que lleva pantalón verde, calcetines naranjas y mocasines gastados no es que sea un polaco disfrazado con la ya clásica combinación de los nacidos en Moroleón, Guanajuato, ¡sino que se trata, efectivamente, de un paisano despistado que precisamente nació en Moroleón, Guanajuato!

Un fantasma recorre Guanajuato entre brumas de bochorno y noches de niebla fría: es el amasijo de todos los Festivales Cervantinos pasados, todos los Entremeses y la primera canción que cantó la Estudiantina en ronda etílica como para remolcar un tractor... es el fantasma de un Jorge entrañable que se enamoró de una mujer en San Miguel de Allende, que supo cultivar con ella una amistad inquebrantable más allá del tiempo y la distancia, el mismo que escribe en madrugadas como esta sin pluma pero al paseo, mirando pasar los párrafos de vidas ajenas tan próximas, las palabras que conversan los demás tan prójimos y la sonrisa inquebrantable del paisaje tan propio. Ibargüengoitia era un quijotesco inventor de mundos imposibles que sabía mirar las muchas imposibilidades del mundo y ya era hora de que su clara sombra iluminase sin trabas los escenarios de su inspiración que en algún ayer lo habían querido desterrar.

Pensamiento andante

Si me pongo Wiki puedo avalar que Jesús Silva-Herzog Márquez nació en esta Ciudad de México hace exactamente 48 años, que estudió derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México y una maestría en ciencia política por la Columbia University of New York.


Puedo agregar que me consta que ha sido profesor-investigador en la misma Columbia de Manhattan y en la entrañable Georgetown University de Washington, D.C., donde también anduvo su pensamiento por los distinguidos pasillos del Woodrow Wilson Center for International Scholars.Puedo también corroborar que Silva-Herzog Márquez es actualmente catedrático de tiempo completo en uno de mis Alma Mater que se llama Instituto Tecnológico Autónomo de México y que le alcanza el tiempo para ser lúcido e infaltable columnista del periódico Reforma y del programa de alto debate político Entre tres, de Tv Azteca, y autor que siempre celebro de El antiguo régimen y la transición en México, La idiotez de lo perfectoy las dos hermosas ediciones bajo el sello de DGE-Equilibrista de Andar y ver, hasta hoy dos cuadernos que antologan los ensayos breves de Silva-Herzog, a quien quiero abrazar en este párrafo como felicitación por tantas buenas páginas que suma con los años, porque le guardo afecto imbatible y porque celebro de veras su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (sin saber qué sillón o qué letra le debe corresponder a un sabio paseante como él y sin saber si se ha de lograr la anhelada y utópica Contra-Conquista de la Península Ibérica, pues de seguir cumpliéndose el Protocolo de Correspondencias, este nuevo académico con toda la barba que no usa, pero de frac, partiría plaza en Madrid como honra de México, y eco, más no clon, de uno de los mejores embajadores que hemos enviado a la Villa y Corte).

Desde que Alfonso Reyes tuvo la buena ocurrencia de metaforar al ensayo como “el centauro de los géneros literarios”, muchos acartonados prosistas insípidos han optado por cabalgar sus párrafos al paso cansino de las palabras en tedio, incluso quizá trotando o de vez en cuando rayándose con una idea grandototota, pero pocas son las plumas coetáneas, contemporáneas, actuales que montan al ensayo con la razón en ristre y con las riendas de las palabras con todas sus etimologías sueltas y libres. Pocas plumas de prosa que vuela como crin al vuelo y que llevan además la armadura del pensamiento que camina, capaz de moverse de lugar para no anquilosarse o enquistarse en necias posturas que caducan.

Hablo de quien, por encima de las cuadrículas, piensa como centauro de ajedrez: de una idea a otra, y luego izquierda o derecha, o bien de un argumento a su posible refutación, y de allí pa’lante o pa’atrás, pero siempre en movimiento pensante, ponderando las aristas del tablero, sopesando todos los cuadros. Hablo de quien piensa sin tener que debatir a gritos, sino el que habla con la voz en sosiego precisamente porque está pensando y porque lleva la duda constante en el ceño fruncido o en los ojos que entrecierra para armar un vocablo o dudar de un exabrupto. Hablo de quien —parafraseando a Ortega y Gasset— va nutriendo cuadernos con letras que hablan de paisajes palpables y libros ajenos, vocablos indecibles o en desuso, ideas en ebullición, reflexiones al vuelo, los telones de las culturas y los manteles de la civilización, las tramas y los personajes que son de pantalla y las personas que nos apantallan de vez en cuando, la música en vivo, y luego es el mismo escritor que, ya que vio y anduvo, asume la cátedra o el ensayo de largo aliento, más allá de los recorridos de cercanías para abrir travesías por donde la reflexión quizá no se había atrevido a cabalgar.

Uno aprende de los libros que nos dieron patria y de las lecturas que alguien nos señaló, como no queriendo la cosa, en la mesa de las novedades de las librerías. Uno aprehende los paisajes de matrias que nos son entrañables y las partituras de la música que memorizamos como tatuajes sobre la piel. Uno aprende en la conversación más que en la confrontación a gritos, y creo fielmente en los maestros que predican con el ejemplo, con libros en la mano y el honesto afán por ayudar a pensar al Otro con el imperio de la palabra, los paseos que duran hasta el atardecer y los párrafos que se profesan con la cara en alto. Uno aprende de lo que se escucha claramente porque el interlocutor habla sin mentiras ni la tibieza engañosa de la hipocresía, y uno aprende por el atrevimiento de reconocer rasgos propios y palabras previamente balbuceadas en silencios en el habla y el rostro de quien nos habla de frente.

He repetido muchas veces como credo de sincera gratitud que, habiendo tenido muchos profesores, se me concedió contar con valiosos aunque pocos Maestros (con mayúscula), de veras los de a deveras, y sumo al kárdex de mis créditos inconclusos la sutil maestría de amigos en donde no se estorba la admiración con el afecto. Amigos que sin la amenaza calificativa sugieren lecturas y luego escuchan las ocurrencias, incluso encauzándolas a un puerto de lógica conclusión o de éticas obligaciones o de equilibrio legal para todas las partes que resultan participantes en cualesquier tormenta de las ideas. Hablo de quien revela erudición sin necesidad de caer en la pedantería, y de quien sabe del inmenso valor del silencio o de las pausas por encima del estertor inútil o el volumen que aturde, los trazos que afinan un óleo porque lo definen más allá de los brochazos que en realidad emborronan la tela, la pantalla o la página. Hablo de quien lee sin dejar de mirar lo que se mueve y escucha en la calle y que rompe la necia resistencia de todo aquel que lo critica precisamente porque no lo ha leído o no lo conoce.

Hablo de Jesús Silva-Herzog Márquez, de cuyo abuelo leí con tanta devoción sus mil páginas con las que, al menos, logré que se me aumentaran las dioptrías… que también consta que nuestros padres fueron amigos de luengas carcajadas y muchas cosas serias… y que yo no dejo de presumir ahora con recrecido orgullo que un amigo tan querido sea merecidamente nombrado Académico de la Lengua precisamente por la luminosa sapiencia de su pensamiento andante.

Escribir

En ráfagas ocasionales o en constantes ataques de culpa, a muchos nos asedia la pregunta ¿por qué escribo?


Llega como aliciente de autoestima y a veces se responde como espejo de obviedad, y a menudo es el enigma sin solución que alarga las madrugadas en insomnios de voz alta. Cada día son más las personas que se acercan a los escritores para confiarles sus ganas de escribir, la necesidad imperiosa de poner en tinta no solo las vivencias de un viaje reciente que no merecen perderse en la amnesia, sino las ideas y sentimientos que llevan en la piel como páginas inéditas de una biografía que merece compartirse con prójimos, próximos o extraños, y cada día son más los escritores que veo desde abajo —no sin cierta envidia o recrecida admiración— que campean por las páginas de sus obras, rampantes y a toda pluma, sin necesidad de preguntarse el por qué de sus andanzas. El gran Pete Hamill, periodista de prosas perfectas y novelista de un Nueva York que se lleva en el alma con solo leerlo, acostumbra una cátedra de sobremesa donde aconseja a todo aspirante a escritor que se preocupe por responder en sus párrafos —ya sean de crónica, ensayo, reportaje o, incluso, en cuentos y novelas de ficción— a las preguntas básicas de Quién, Qué, Cómo, Dónde y “solo de vez en cuando, con mucho tacto, Por Qué”. Esta teoría, que podríamos llamar delDesdoblamiento de las W’s (por sus iniciales en inglés: Who, What, HoW, Where… y ese Why), coincide con las enseñanzas de don Luis González cuando guiaba a todo imberbe microhistoriador por los laberintos del oficio aconsejándole nunca dejar sin tinta los Qué-Cómo-Dónde ni mucho menos los Quién-Paraquién-Quiénes, y tenerle mucho cuidado a fardar que uno descubre losPorqués. Sobra decir que don Luis era Maestro (con mayúscula) no solo en el tacto con el que evitaba los Hubieras, sino incluso cuando los permitía como divertimento de sobremesas (“¿Qué hubiera pasado si a Obregón no lo asesina León Toral? ¿Qué hubiera pasado si Hidalgo entra a la Ciudad de México?, el ¿qué hubiera pasado si los aztecas llegan a Cádiz antes que Cortés a Coatzacoalcos?”, e incluso el “hubiera” que inspiró un texto de Octavio Paz...). Pero así como los Maestros aconsejan, a Uno le sorprende la recurrente pregunta de ¿por qué escribo? con el honesto afán por apuntalar una vocación y explicar los entresijos de una voluntad.

Decía George Orwell que uno escribe principalmente por cuatro razones:

1) Puro egoísmo. “Deseo de parecer astuto, que se hable de Uno, ser recordado después de muerto, venganza contra quienes dudaron de nosotros en la niñez, etc.”

2) Entusiasmo estético. “Por el placer del impacto sonoro de los sonidos, la firmeza de la buena prosa o el ritmo que conlleva una buena historia”.

3) Impulso histórico. “Deseo de ver las cosas tal como son, verificar datos y preservarlos para su uso en la posteridad”.

4) Sentido político. “Deseo de dirigir al mundo en un cierto sentido, alterar la idea de cierto tipo de sociedad, etc.”

Digamos que estoy de acuerdo y confieso que hay mañanas en que quiero cuajar un ensayo para que la plebe deje circular a las personas sin estorbar con tanta saliva e intransigente agresividad, o que hay días que me late cuajar una crónica del más reciente viaje en Metro para que nadie lo olvide dentro de 100 años cuando el trayecto de Coyoacán al Zócalo pueda hacerse por ósmosis, y luego hay días en que me entretengo horas y días que se vuelven meses corrigiendo el mismo cuento de siempre, con el delicioso afán de que suenen mejor sus palabras hiladas y quitarle adjetivos con el caprichoso gusto de que todo eso puede convertirse en una obra maestra, y no niego el egoísmo ocasional de saber que escribo no para vengarme de nadie, sino para cumplirle mi palabra a una Maestra adorable, Mrs. Elaine Grabsky, quien me regaló mi primera libreta y me indicó en el intacto bosque de mi infancia el claro remanso de que hay un lugar —en papel— donde, ya sea con dibujos o con palabras, todos podemos escribir ya para siempre el alivio a las más negras incertidumbres y miedos de nuestras vidas al lado de las páginas donde quepan todos los sueños y deseos como somos capaces de echar a volar.

Uno escribe sabiendo que el sortilegio no se completa hasta que alguien, alguno, cualquiera, todos, otros, Nadie… o Ella nos lee. Uno escribe sabiendo que, a diferencia de los buzos de pozos profundos, los pilotos supersónicos, las peinadoras de salón y los cirujanos estéticos, el escritor de veras escribe dudando de lo escrito y vale más quien escribe en gerundio: escribiendo, que es como alabar a quien ama amando y lee leyendo, por encima de quienes fardan todo en pretérito presuntuoso y dan por hecho lo que en realidad se construye construyendo, hilando cada silaba que ha de volverse palabra, para intentar reflejar y refractar un rostro entre tantas caras, un solo nombre entre tantos anónimos, una vida que se va leyendo párrafo a párrafo, conformando las páginas de un calendario que, de no vivirse así, se vuelve monótono video en tercera dimensión del tedio más aplastante. Uno escribe para que las imágenes se vuelvan intangibles y, luego, palpables en la palabra que las evoca, intentando ser verso aunque nos resignemos a ser prosa de todas las noches donde vamos narrando tramas de personajes que se vuelven eternos y entrañables, o desenlaces que quizá contrasten con las conclusiones de la realidad de todos los días. Uno escribe porque estamos solos y porque, en realidad, no estamos solos, sino acompañados en el páramo constante de una página blanca al día, la hoja que vuela para confirmar que vuelve el otoño, hojas en amarillo, naranja, ocre de vientos fríos en un bosque inmaculado donde un niño sueña que escribe los ojos que lo miran, el largo abrazo y la conversación interminable como la cabellera negra donde me llueve la noche.

Sonrisa triste  

Hay una sonrisa triste en las fotografías de quienes se van antes de tiempo,
A menudo sin un respiro para despedirse, y queda la misma topografía en la sonrisa que se dibuja en los rostros de quienes hemos de recordarlos ya para siempre. Sonrisa al fin, no negamos con su esbozo el misterio de esa feliz melancolía con la que llovemos los días, a menudo sin ponderar el sabor del atardecer o el instante callado en que alguien, de pronto, nos mira con afecto. Es el júbilo triste con el que baja la neblina que envuelve a los cerros en amaneceres húmedos que parecen morados, y es la etimología enrevesada de la palabra “saudade”. 


La Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México celebra 35 años y suena como nunca. En días pasados muchos —siempre demasiado pocos—tuvimos ocasión de aplaudir a su director, José Areán, y a cada uno de sus espléndidos músicos: casi una centena perfecta, desde el concertino Jorge Casanova hasta el ciudadano Antero Chávez, percusionista perfecto. Digo aplaudir cuando en realidad la música que contagiaron me hacía llorar; se trataba delConcierto para piano improvisado, de Eugenio Toussaint, interpretado sin mácula por el gran Héctor Infanzón. Se me llenaban los párpados de agua salada y el paso del tiempo que inevitablemente dibuja una sonrisa triste. Con estas líneas quiero abrazar a Alicia y a la hermosa familia que formó Toussaint con ella y sus hijos, sonrientes todos en un amanecer donde no había una sola retina que no transpirase la música de una feliz melancolía, ese lánguido segundo movimiento que lleva nombre de mujer pero que podría pintarse al óleo como un pueblito de calles empedradas y bugambilias moradas donde parece que no pasa nada.


Con esa música en el alma he dejado llover estos días en conversaciones calladas con el amigo que sonríe en una foto que parece ya deslavada por un tiempo que no acaba de pasar, y con el hermano grande que hoy mismo estaría celebrando su cumpleaños si no constara en las enciclopedias que ya es pasajero de un tren llamado Eternidad. Con esa música de Eugenio Toussaint he intentado caminar las calles llovidas que han olvidado su alfombra morada de jacarandas y se consagran a la gris serenidad de otro otoño que se anuncia entre las sombras que nos hablan en silencio. He intentado retomar un diálogo con el rostro que fui en el espejo de otra vida, cuando otro tipo de sonrisa inundaba mi cara sin canas el día que escuché, hace ya tantos años, a un grupo de jazz que se llamó Sacbé, con Toussaint al piano, y el mundo se quedaba mudo. La partitura del tiempo, el paso de ese ritmo implacable, ha permitido que nuestros hijos se abracen… como intento abrazarlo aquí con una sonrisa triste al tiempo que las cuerdas se trenzan con alientos convertidos en una suerte de enredadera verde, lluvia ligera que asciende en vez de caer… y el piano es un remolino de todas las notas, una improvisación que podría memorizar la piel de quien nos ama, si no fuera tan intangible como imposible la descripción de una mirada que parece iluminar la noche.


Es inevitable. La sonrisa es en realidad dicotomía, y así como parece que estos párrafos forman un caudal de lágrimas tristes, en realidad yo quiero abrazar a una mujer que cumple 90 años, cuyo nombre podría traducirse como “Júbilo” o “Pura Alegría”. Se llama Joy Laville y es una de las pintoras más entrañables del lienzo que cubre mi conciencia, no solo por el delicado uso de todos los azules posibles, las arenas ocres que parecen polvo de lilas, las flores que se desbaratan en la saliva de cualquier mirada que las contemple en silencio, sino también porque sus acuarelas, óleos e incluso dibujos han quedado impregnados en las portadas, entre líneas y entre párrafos de los libros de Jorge Ibargüengoitia, que leo y releo casi todos los días en una conversación viva de sonoras sonrisas y continuidad de espejos.


Joy Laville y Jorge Ibargüengoitia se conocieron en un febrero de San Miguel de Allende hace exactamente medio siglo, y se casaron cerca de Cuernavaca, hace exactamente 40 años. El escritor afirmaba que “primero se hicieron amigos” y la pintora no ha dejado de sentir felicidad en la tristeza de que son ya tres décadas desde el trágico accidente en que murió Ibargüengoitia en Madrid, porque su amistad amorosa permanece intacta, en viva conversación de vacíos o gestos invisibles, y no hay un solo lector que logre mitigar la triste sonrisa de leerlo, sabiendo ya para siempre que es inmortal, habitante de esa música donde una lánguida melodía parece convertir al piano de todos los días en una forma impalpable de la conciencia, un cuadro grande donde un pintora inglesa, ya más mexicana por cada trazo de las sombras, ha pintado el callado paisaje donde una pareja parece conversar por el solo hecho de estar sentados juntos o ese jarrón con una sola flor azul que parece salirse del marco para que alguien intente confirmar si los pétalos son labios.


La pintura de Joy Laville es una confirmación de que todos podemos llegar a ver nuestros sueños, incluso sin recordarlos al amanecer. Son lienzos donde se respira el gozo que llora, la congoja que ríe, las sombras que hablan desde el más allá y los cerros que parecen morados de tan entrañable atardecer, tan nuestra la lluvia y ese balcón donde alguien siempre cuida macetas y más macetas con flores diminutas que parecen las conversaciones supuestamente interrumpidas que sostienen las parejas nonagenarias, platicando ya para siempre, cuando nadie los ve, como si volvieran a caminar juntos sobre la playa lila donde no se ven huellas, el traje de encaje invisible, las perfectas filas de palmeras que se inclinan según los vientos, o el oleaje de un azul pálido, acuarela al pastel, casi turquesa líquida, párrafo entrañable, París a media tarde y todas las noches se sueña con México. Intento viajar al cuadro donde todos los verdes son selva de eternidad o meterme en la pintura donde una mujer me espera callada, recostada en un diván. Por la ventana se ve un cielo de azul infinito y la diminuta silueta de un avión… se dibuja en el rostro una sonrisa triste, retrato clonado de escritor entrañable… Al fondo, parece llover. ¿Alguien escucha ese piano?

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