10 de Octubre 2014
Julio Ortega
RAYUELA EN PARÍS, PARÍS EN RAYUELA
La última vez que estuve en París me ocurrió algo que ahora contaré para empezar esta conversación con ustedes acerca de nuestra relación personal con Rayuela. Y eso porque, me doy cuenta ahora que escribo éste párrafo en Barcelona, en el lado de allá, que leeré mañana en París, en el lado de aquí; aun si mañana ya es ahora, y ahora ocurra ayer—me doy cuenta, digo, que mi relación con Rayuela se debe a cada uno de ustedes. Esto es, a nosotros; esos otros que somos juntos. No se trata de documentar ahora mi hipótesis sobre la naturaleza dialógica de la lectura (he propuesto que en la conversación de un libro con el lector hay otra conversación, dentro la cual se despliegan todavía otras conversaciones más, sin confusión ni alarma). Es por ello que toda gran obra postula un gran lector. Alguien que se haga cargo de esta Biblioteca de la Lectura. Por eso, he llegado a creer que estas lecturas configuran nuestra biografía, que habrá que entender como una lectografía.
Son lecturas alternas, superpuestas, que se desplazan a saltos, como quien se lanza y, plaf, empieza otra vez a leer. Tampoco tiene que ser un “plaf” dramático, entre la morgue y el loquero, espacios donde Rayuela desciende al Infierno, que es el mundo literal, donde la conversación, justamente, cesa. Y se debería decir de alguien que parte: Fue un lector y dejó el lenguaje, pero el lenguaje sigue hablado por él. Los buenos lectores, como Cortázar, no mueren, sólo vuelven la página. El salto de la buena lectura puede ser, más bien, ligero, un leve brinco, de una casilla a otra, como si la prosa (que viene de caminar y se debe a su andadura) fuese un andar sobre el aire, la epifanía del juego.
De modo que mi primera conclusión es que nunca leemos a solas Rayuela. La leemos acompañados por otros lectores y lecturas, incluso por algunos, como mis estudiantes, que aún no la han leído, y se les nota: están en la inminencia de hacerlo. Y aun si lo han hecho, todavía no han practicado la lectura como sobresalto, acompañados. Si uno se fija bien, descubre que su lectura presupone un breve coro de oficiantes del acto de leer Rayuela. El cual, a su vez, postula varias tribus de lectores, que leen por sobre los hombros, como en un cuadro de Magritte, sin otra filiación que la figura asociativa que acontece cuando alguien abre esta novela y se abre una calle. Yo la leí por primera vez el mismo año de su publicación (1963) gracias a un amigo, que desesperadamente buscaba pasarle a alguien el libro, para ser parte inmediata de ese planeta. Me aseguró que era “formidable, che, formidable,” no sin regocijo, ansioso de incluirme en su asombro. Y asumí el encargo y lo compartí, de inmediato, con una novia que fumaba Galoise y hablaba a solas, despeinada y distraída.
Pero vuelvo al comienzo de mi relato. Ocurrió que la útima vez que visité París, para estar en esta misma sala e inaugurar un coloquio con una ponencia que llamé “Un paradigma transatlántico: teoría y práctica de la representación dialógica.” Mientras que Álvaro Salvador hablaría esa tarde, sin habernos puesto de acuerdo, que es el modo de acordar que tiene la tribu del libro, de “París, encrucijada trasatlántica.” Ocurrió, digo, que al salir de mi hotel y echarme a andar, si no como el flaneur de Benjamin tampoco como el caminante nocturno de Maupassant en “La noche,” que recorre el terror de un París desértico y muerto—o sea, un París, sin lectores; sí, en cambio, como el paseante asociativo de Nadja, que gracias a su caminata limitada por la familiaridad de su barrio, el quinto, trama una figura, “los vasos comunicantes,” que ya no se debe a la casualidad sino al azar favorecido.
Pero caminando a mi aire, como si nunca me hubiera ido de París, de pronto, caí en cuenta de que caminaba erráticamente. Peor aún, comprendí que caminaba de memoria. Para decirlo todo de una vez, caminaba sin rumbo. ¡Me había perdido! Y, entonces, exclamé: ¡Por fin, lo logré! Me he perdido en París. (Este eco de la lectura se debe a Margo Glantz, quien después de haber escrito sobre naufragios logró, finalmente, naufragar en uno de sus viajes, y lo celebró: ¡Qué maravilla, estoy realmente naufragando!).
París es una excelente plaza de extraviados de todas partes, pero yo tenía que recuperar la memoria para venir a la Maison de l’Amérique Latine.
Di vueltas en redondo, retándome; renunciando a un mapa, y a las señales del tránsito. Miles de famas de todos los países se hacían un selfie con Notre Dame.
Hasta que, metódicamente, que es la inspiración a pie, reconocí de pronto una callejuela de Rayuela, la cual me llevó a una Avenida de castaños, que se abría dichosa a las nuevas calles antiguas del libro.
Estaba, entendí, caminando Rayuela, pero no como un mapa – que tendría que ser del tamaño de la ciudad, una Guía literal de París; si no como su cartografía; esto es, como una metáfora conceptual: la de otro diseño del lenguaje que equivale a todos los lenguajes. Rayuela, me dije, nos ha leído a todos y es nuesto Aleph—el libro donde vive París, la ciudad donde está la idea de la Ciudad. De modo que gracias a la Puerta de Rayuela recuperé la memoria, y estoy aquí para contarlo.
Este es el juego parisino de Rayuela. Rehúsa ser un álbum sentimental de tus mejores postales, el que resultaría banal; y es, más bien, una carta de navegación impredecible, y para cada lector siempre otra. Lo mejor, mon frère, es que Rayuela no se parece a París sino que París se parece a Rayuela.A la Ciudad Luz se le han fundido los plomos, escribió Martín Romaña; no a la novela.
Por eso, ya la primera frase de Rayuela nos pregunta: “¿Encontraría a la Maga?” La forma condicional del verbo, presupone la fragilidad de esa búsqueda, la incertidumbre de caminar la más larga caminata, que el libro emprende. Y tiene, por eso, sentido que Julio Cortázar diga de Horacio Oliveira: Buscar era su signo. Lo cual refuta la amenaza de Picasso: Yo no busco, encuentro.
Buscar, no para encontrar, sino para preguntar por tí, es la definición de la lectura, de su gratuidad y creatividad. En cambio, encontrar estirando la mano, sin buscar, aparte de que inspira cierto temor, anuncia las licencias del que no pregunta, y más bien se debe a sus opiniones; a la soledad, se diría, del Yo sin edad.
En una carta a Carlos Fuentes, Julio Cortázar se quejaba de que su amigo y gran lector le hubiese colocado, en un estudio reciente, al lado de Alejo Carpentier. Tienes que comprender, le decía, que aunque Alejo sea un gran escritor, “él se acuesta con las palabras, yo me peleo con ellas.”
Las palabras, lo sabemos, están vivas para Cortázar. Laten y respiran con su fluidez oral. Lo leemos, y somos parte de esa circulación del habla que podemos llamar tuya y mía.
(Leído en el homenaje a JC organizado por la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, México, el 18 de setiembre de 2014 en la Maison de la Amérique Latine, París, en compañía de Aurora Bernárdez, Julián y Geneviève Ríos, Gustavo Guerrero, Dulce María Zúñiga, Carlos Álvarez, Erandi Barbosa, Florence Olivier, Carlos Henderson, Edgar Montiel, Armando Luigi Castañeda, entreotros)
27 de Junio 2014
Julio Ortega
¿Podemos seguir hablando de “generaciones” en literatura?
En América Latina hemos tenido la hipótesis de que la identidad es proveída, entre otras fuentes, por la nación, la raza, la ideología política, la clase social, por nuestro lugar en las migraciones. Sin embargo, desde fines de los años sesenta todas esas postulaciones de construcción de un horizonte cultural a partir de un sujeto situado, entran en crisis. Hoy exploramos la idea de que nuestros proyectos de identidad se dan en la literatura y en nuestra función de lectores. Entra en crisis el gravamen de literatura nacional, que aparece muy limitada y melancólica. Incluso emerge la idea de una literatura no solamente latinoamericana, sino diversa en la escena global de las lenguas. De un modo más específico, se trata de una literatura trasatlántica, esto es, en interacción, diálogo, intercambio, reapropiación, parodia, intervención en las literaturas europeas y, con ello, en la disputa por otro mundo.
Si las literaturas nacionalistas están en crisis, ¿cómo podríamos entender entonces el entusiasmo de la delegación peruana en la última Feria del Libro de Bogotá?
Las ferias son como un “showcase” de lo que está sucediendo. El problema es que el modelo de la feria es ilusionista. Crea un sentido de presente privilegiado que se diluye muy rápido. La retórica del discurso en las ferias es autocomplaciente, nada crítico, poco sobrio y más bien celebratorio. Quizá el problema sea que el aparato protocolar de las ferias, mesas de cuatro o cinco personas, ya se agotó. Es muy poco lo que se avanza en el sentido crítico y analítico de la lectura, más allá de la celebración retórica del escritor y su comarca. Me temo que ya no son una buena guía para la lectura porque prescinden de lo más nuevo y menos protocolar. Lo que propongo es que en vez de mesas masivas promovamos talleres reflexivos de lectura. Por ejemplo, talleres sobre cuentos o poemas. El público se inscribe, leen antes el cuento, y ese espacio sirve para discutirlo. Una vez lo hice con “Casa tomada” de Julio Cortázar y el resultado fue impresionante. Se acabó con la pasividad del espectador, todos tenían algo que decir, y se barajaron hipótesis válidas. Prefiero esa intimidad del texto, y no la cola obscena de cien personas leyendo Cien años de soledad o elQuijote.
¿Se puede seguir hablando de géneros literarios?
Es difícil. Ahora la diferencia entre vida cotidiana y vida artística no es clara. Por ejemplo, en autores como César Aira o Mario Bellatín donde todo es más conceptual, autorreferencial y abismal. Además, aparecen estos espacios denominados no-lugares. Por ejemplo, en la última novela de Agustín Fernández Mallo, que termina con un capítulo dibujado en el que los personajes son el propio escritor y Enrique Vilas-Matas, quienes en la mera realidad no se conocen pero que en una isla flotante de Repsol, en un comic end, hablan de sus lecturas.
¿Cuál cree que es ahora la tradición de los jóvenes escritores latinoamericanos?
Ahora es muy difícil saber dónde está lo nuevo o por dónde va el proyecto de la escritura. Uno lee un libro y ya no sabe de qué nacionalidad es el escritor porque el lenguaje es contemporáneo, las historias tienen una cierta voluntad de objetividad, los relatos son conceptuales, y se juega con ideas y parodias que no se declaran como tales. Al mismo tiempo, son proyectos que plantean comenzar todo de nuevo. Acabo de leer una antología de poetas jóvenes argentinos, deliberadamente parecidos: micro-relatos contados con desapego, sin drama, que pueden ser de cualquier parte. ¿O serán personajes de Aira?
¿Qué opina de la “nueva” crónica latinoamericana?
Creo que es un género sentimental, en el que el cronista evidencia una fácil emotividad. Es un género menor que no tiene mayor virtud que su brevedad. Hay grandes cronistas, como Alma Guillermoprieto, Carlos Monsiváis, Edgardo Rodríguez Juliá, Tomás Eloy Martínez. Estos cronistas mayores seguían el modelo del periodismo investigativo. Los cronistas de hoy escriben sobre lo que ven en la calle y testimonian sus estados de ánimo, bochornosamente personales. No hay en ello nada intelectual.
¿Qué piensa de las sagas de literatura fantástica, por ejemplo, Game of Thrones?
La necesidad de la fábula la provee mejor el cine o la televisión. Es evidente que estamos en un época de anti-fábulas, y estas series responden a esa nostalgia. También creo que tiene que ver con el trasfondo de violencia de estas sagas, y con la idea de que vivimos en la época más violenta de todas, no por el número de muertos sino por el número de los marginalizados. Así se puede entender quizá Game of Thrones, como la historia de un estado en formación que atraviesa la corrupción y la violencia buscándose legitimar, gracias al final feliz de un dragón.
¿Quiénes estarían en su lista actual de mejores escritores latinoamericanos?
César Aira, Mario Bellatín, Diamela Eltit y Rodrigo Fresán. Ahí podríamos hacer un corte. Luego todo se hace más textual, el lenguaje cobra más independencia, la obra de arte es menos importante, y se busca un lector diferente. En Argentina, Matilde Sánchez; En Chile, Alejandro Zambra; en Perú, Carlos Yushimito; en México, Yuri Herrera y Luigi Amara.
Qué diría de los siguientes escritores…
Roberto Bolaño: Un fenómeno de la lectura: más que un autor, un mito.
Rodrigo Fresán: Escribe con mayor libertad y es el más creativo.
Daniel Alarcón: Un escritor global de lo peruano como bochornosa memoria afectiva.
Gabriel García Márquez: Nuestro narrador más clásico. Brujo mayor de la tribu lectora.
Julio Cortázar: Su obra se basa en el asombro, en la revelación, en lo desconocido. Es quien mejor ha explorado el espacio de la subjetividad.
Entrevista de Manuel Sánchez (Universidad Católica del Perú)
27 de Mayo 2014
Julio Ortega
GGM: TEATRO DE LA LECTURA
Ese jueves por la tarde debíamos concluir el abordaje de Cien años de soledad, la última de las novelas de Gabriel García Márquez en el curso, cuando vi que los estudiantes compartían en sus portátiles, demudados, la misma noticia; de inmediato entendí que Gabo había muerto. Guardamos un rato largo de silencio. La semana anterior habíamos tenido un coloquio de estudiantes dedicado a Carlos Fuentes, y esa misma noche una de ellas presentaba su exposición de pintura a partir de Rayuela de Cortázar. Fuentes fue profesor visitante en Brown los últimos 15 años; y Gabo y Cortázar fueron aquí parte de una comunidad de la lectura inclusiva. Uno de los buenos lectores confirmó la lección del autor : “Nunca olvidaremos esta tarde,” dijo. Entre los mensajes que llegaron, otro escribió: “Gabo ha vuelto a Macondo.” Ahora podíamos retomar la clase.
Les conté que en una de sus últimas visitas a la Universidad, Carlos Fuentes se aprestaba a dar una de sus conferencias cuando, de pronto, un señor viejísimo, pequeño, de pelo blanco, y casi transparente, se nos acercó y en un murmullo le preguntó:
-Señor Fuentes, ¿ha publicado un nuevo libro Miguel Angel Asturias?
Carlos se sorprendió y alzando los brazos respondió:
- ¡Miguel Angel Asturias ha muerto hace mucho tiempo!
El señor muy viejo al que sólo le faltaban alas enormes, no se amilanó y volvió:
-¿Y Alejo Carpentier? Sigue escribiendo, ¿verdad?
-¡No! –exclamó Fuentes-. ¡Carpentier también ha muerto!
Imperturbable, el anciano insistió:
-Pero con Julio Cortázar, Ud. sigue conversando...
Carlos dió un paso gigantesco y entramos a la sala. Me dijo, sin aliento:
-¡Yo creo que es un fantasma!
Para tranquilizarlo, respondí:
- Es obvio que no lee obituarios. Pero es el lector ideal. Cree que todos los autores que ha leído siguen vivos.
Su charla estaba dedicada a tres de sus mejores amigos escritores norteamericanos: Arthur Miller, William Styron y Arthur Schlesinger.
Estuvieron más elocuentes que nunca.
II.
Gabo siempre estuvo fascinado por las interpretaciones de sus libros que los estudiantes elaboraban en mis clases. Una de las historias que lo entretuvo fue la de mi estudiante Marisa. Se las conté a él y a Mercedes en la terraza del Quinta Real de Guadalajara, cuando por fin nos dejaron solos. Esta historia empieza cuando Marisa, hija de una pareja de médicos, termina el colegio y sus padres la convocan a una ceremonia de la verdad revelada, que los niños norteamericanos deben temer como otra iniciación puritana. Sus padres le revelaron que ella había sido adopatada de un orfanato colombiano. De inmediato, Marisa decidió visitar Colombia y llamar a las puertas del orfanato. Descubrió en los archivos, me dijo, que su madre la había entregado cuando tenía dos meses, pero que al año la había recuperado; aunque unos meses después – precisé para Gabo, quien creía en los tiempos verbales como la gracia mayor del lenguaje –, ella la había vuelto a entregar al orfanato. La conclusión de Marisa fue extraordinaria: los hechos documentados por las monjas (ahora no estoy seguro si había monjas, o si ésta es una memoria interpolada) demostraban, me explicó, que su madre la quería: la había recuperado pero no podía conservarla, y para protegerla la devolvió. Gabo me escuchaba inmóvil, con una mirada tarda y una sonrisa de humo. Me di cuenta de que la historia recorría los vericuetos de su memoria. Complacida de su hallazgo, asumiendo su orígen como una revelación, Marisa volvió a casa y solicitó admisión a la Universidad de Brown. No había imaginado que la esperaban las novelas de un tal García Márquez, y que en una de ellas encontraría lugar.
Marisa quería ser fotógrafa y deduzco que formó parte del grupo de estudiantes que seguían clases en RISD, la escuela de arte y diseño que está al otro lado de Benefit Street, la magnífica calle gótica del siglo XIX por la que circula la película “Providence,” de Resnais. Ya que no viene al caso, salvo a este ejercicio asociativo, vale la pena recordar que en esa esquina tomaba el té Edgard Allan Poe con su novia local, Sarah Ellen Whitman; y más allá, al fondo, flotaban las rancherías donde vivió su pobreza H.P. Lovecraft. El caso es que para su trabajo final en nuestro curso, ella me propuso un proyecto creativo: fotografiar el árbol genealógico de los Buendía. Lo aprobé profusamente. Sospecho que a Gabo la idea de derivar de su novela otro árbol genealógico debe haberle parecido que mi idea de una biografía de la lectura presupone una Enciclopedia de los afectos. Nunca me ha convencido que sus libros se deban a la genealogía. No se explican como la derivación de un paradigma original arcaico. Más bien, sospecho que huyen del orígen, que es inexplicable, y somete al lenguaje a una relación perversa de causas y efectos. Estoy por creer que sus novelas se apresuran por traspasar el horizonte que abren de futuro. Nos proponen, como el árbol de Marisa, una familia por venir. Después de todo, Cien años de soledad empieza cuando ya la historia ha terminado, porque el único modo de imaginar el futuro es como ciclo: aquello que sucumbe da la vuelta, y retorna. Además, el último lector no es el último Buendía sino uno mismo, el lector, que sustituye a Mauricio Babilonia, leyendo detrás de su hombro. La lectura, nos dice, está hecha por todos, como la verdad aristotélica. Por eso, le dije, Marisa iba a construir un árbol sustitutivo: los personajes de la novela eran los estudiantes de la clase, fotografiados por ella con alguna leve caracterización. Gabo, aliviado, reconoció el artificio. No en vano fue sabio en reformular la orfandad.
Yo temía que Marisa en sus exploraciones de familias colombianas que migraron a Providence encontrara a una señora que le dijera, “Mi’ja”, y que ella lo tomara literalmente. Pero la protegía la novela: en verdad, buscó a su familia entre los personajes de la novela, y los descubrió ente los lectores de su edad.
Al final, Marisa me entregó un gran cartel con las fotos de sus amigos mirando todos al espectador como en un espejo que los nombrara. Pero vi a un chico repetido y con distintos nombres, y le pregunté si le había faltado modelos. Lo que pasa, dijo ella, ya en pleno fraseo garciamarqueziano, es que ilustran el incesto.
Yo quiero estar en tu clase, me dijo Gabo, a modo de epílogo de esta historia. Pero quiero ir sin que me reconozcan, entrar y sentarme en silencio en la última fila. Así puedo escuchar, sin que me vean, sus versiones y comentarios.
Me doy cuenta, al día siguiente de su muerte, que nada de lo que ha dicho Gabo, como si jurara, es en vano. En cada curso sobre sus libros, frente a la clase, poseídos todos por la promesa siempre abierta de una interpretación feliz, la idea de que Gabo está sentado, como un Pepe Grillo caribeño, en un rincón de la clase, me ha hecho más liviana la aventura de demostrar que somos lo que hemos leido. Como Cervantes, García Márquez nos enseña que el mejor lector es el que no sabe leer; y aprende, leyendo, que la mejor lectura incluye otra novela. Nos ha dado lugar en esa biografía de la lectura.
Julio Ortega
"Los poetas bajaron del Olimpo" (gracias a la irreverencia creativa de Nicanor Parra), y la noción de "poeta nacional" se convirtió en un gravamen. Tal vez por culpa de Víctor Hugo, multiplicado por sus monumentos, el único poeta que dejó incompletas sus obras completas: no cesan de aparecer nuevos manuscritos suyos. Antonio Machado fue casi canonizado como emblema trágico de la guerra civil española, y luego casi santificado por la naciente democracia. Un relativo olvido le ha hecho bien a su poesía, ahora podemos leerlo libre del ditirambo, ese mármol de todo oficialismo. No menos redundante es la idea de las "generaciones", casi un directorio telefónico reciclado. Los marcos locales de lectura periódica se han vuelto melancólicos; y los nacionales, museológicos. Hoy predomina un diálogo más civil, la posibilidad de una república literaria sin policías.
Hasta en México, donde el “poder cultural” (un oxímoron, porque si es cultural está exento de poder) era ejercido por una figura emplumada, una voz sumaria y una corte corifea, hoy ya no sería creíble la suma de asesor político, ganador de todos los premios, y responsable de todas las respuestas. El intelectual público se ha vuelto obsceno: casi un exhibicionista. Lo reemplaza hoy el cronista, apremiado por testimoniar sus fáciles afectos.
"El presente es perpetuo", resumió Octavio Paz desde su fe radical en el lenguaje, que fue el centro de su poética. Hoy el presente es una enunciación: lleva la fuerza del instante. Pero el desafío de Paz declara su aventura: no hay sino presente. Los poetas demasiado fecundos nos resultan incómodos porque prolongan la charla. Nuestras normas se han hecho más civiles en los turnos del diálogo. Gracias a esta economía expresiva, Borges ha sido recuperado como poeta de la concisión. José Emilio Pacheco demostró que la voz y la escritura se funden en el acto de devolvernos la palabra. Neruda, en cambio, es nuestro Victor Hugo: sintió la obligación de cantar la historia, el paisaje y los pueblos: su monólogo es planetario. Lo dijo mejor Paz : “la monotonía geográfica de Pablo Neruda.”
Con los buenos poetas hay que aprender a conversar. La lectura es, al final, el aprendizaje de protoclos, modelos, y economías del diálogo. Y cada buen poeta nos educa en su propio sistema de convocaciones. Vallejo, es verdad, espera demasiado de su interlocutor, y no sólo nos pone en dificultades sino que nos prueba que la poesía puede ser superior a nuestras fuerzas. La obra de Paz demuestra el largo diálogo con el lector como un auscultante, laborioso y honesto comercio con la poesía misma, con su historia moderna y su afincamiento histórico, con sus poderes prometidos y sus formas insuficientes: el poema, descubrió Paz, es la convocación de la poesía, el ritual de su deseo y, siempre, la búsqueda renovada de su felicidad expresiva. Como los grandes modernistas (Mallarmé, Eliot, Vallejo), Paz supo que la poesía no está en el poeta sino en el lenguaje, y que el poeta oficia entre el lenguaje y el lector. Por eso, la práctica poética de Paz está hecha por el doble movimiento de decir y desdecir. Y también por eso, corregía una y otra vez sus poemas, incluso los publicados. Su método de escritura pasaba por esas etapas de insatisfacción, autocrítica rigurosa, y pasión del oficio. La segunda edición de su poesía reunida fue más breve que la primera. Pero la autocrítica no fue una duda sobre la poesía sino, lo que es más interesante, afirmaba su fe en la poesía.
Por lo pronto, una parte de la crítica ha optado por leer en la poesía de Paz la confirmación elocuente de su teoría y crítica poéticas. Opción equívoca, que maltrata la poesía con la glosa y que convierte al decir del poema en un sobredecir de la prosa. Es preciso evitar esta fácil tentación para que el poema hable por sí mismo, más allá incluso de las opiniones de su autor. Otro sector de la crítica se conforma con un rastreo de fuentes y circunstancias, explicando así el poema en su genealogía literaria. Esta opción no es menos equívoca, porque hace causal al tiempo casual del poema, disolviéndolo en el repertorio escolar de la tipología de los estilos y los postulados. Si la primera tendencia descuida notablemente la calidad específica de esta poesía, que contra-dice su propio proceso evolutivo a nombre del instante que retraza; la segunda tendencia olvida el carácter contradictor de esta poesía frente a los grandes movimientos poéticos europeos e hispánicos, a los que revisa y refuta más de lo que a simple vista parece. Con Paz, tan ensayista como poeta, y en pugna en más de un punto entre ambas validaciones, la critica de la poesía, desde ella misma, se hace sistema. De inmediato reconocemos el ardor de su lenguaje, la tensión de su prosodia, la fuerza de su clara inteligencia.
Para no dejar de leerlo, hay que recuperarlo como intelectual serio (hecho en la capacidad de dudar, incluso de sus propias opiniones); como poeta lúcido (siempre buscando el poema en el mar del lenguaje); como ensayista creativo (provocando un debate que casi nunca logró); y como polemista ardoroso (cuyo afán de actualidad era una verdadera pasión). Al final de su vida llegó a la melancólica conclusión de que lo querían más en España que en México. Sus mayores intorlocutores, hasta donde soy testigo, fueron Carlos Fuentes, Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Pedro Gimferrer, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Eliot Weinberger; y, en México, el más sabio y mundano de todos, Alejandro Rossi, con quien uno sigue conversando. Fue, no sin razón, crítico puntual del voluntarismo de las izquierdas tanto como del fundamentalismo del mercado.
Esta poesía habla al final de la poesía misma. No porque presuma que la poesía se ha hecho improbable sino porque está escrita como si la poesía fuese el último de los sentidos. Sentido final, donde el lenguaje dice por primera vez todo lo que puede decirse por vez última, como si el desmentido de la promesa de la modernidad, que América Latina ilustra, nos dejara muy pocos, si alguno, discursos veraces. Paz nos dice, una y otra vez, que somos una parte excéntrica de Occidente, pero no lo dice con entusiasmo sino con resignación: la modernidad es residual, nos ha hecho perder el mundo natural, y nos ha convertido en sujetos del mercado universal. Dario habia escrito “Yo persigo una forma….”, significando el proceso de una identidad prometida plenamente por la poesía como cristalización del Sujeto en el lenguaje. Paz, más bien, buscaba un centro articulatorio, un afincamiento en el sentido, no sólo en la convicción poética, sino en una significación que hicera del arte la verdadera conciencia del ser y del estar, del pensar y actuar, del hablar y callar. Sus mejores poemas, por eso, son una pregunta por el poema, una búsqueda siempre más allá del lenguaje mismo, de la misma forma, una estrategia desplegada como la convocación de la poesía.
Paz debe haber sido el último poeta del modernismo internacional cuya fe en el poder de la poesía como eje central hacía del poeta una suerte de sacerdote responsable de la palabra, tanto de la privada como de la pública, y cuya idea de la autonomía del arte–o, por lo menos, de su suficiencia- situaba a la poesía entre los lenguajes del esclarecimiento. Por lo mismo, quizá hoy podamos leer esta poesía en su horizonte dialógico, como el intento de una conversación con las grandes operaciones artísticas de la modernidad internacional, en cuya discusión y aclimatación Paz, al final, construyó otro modo de compartir la innovación artística, ensayando su traducción, apropiación y respuesta desde éstas orillas. Casi siempre los poemas de Paz se sitúan frente a un interlocutor o contexto poético del otro lado, de otra lengua, época o tradición, desde el himno y la elegía hasta el poema espacial y contrapuntístico. Por un lado, fue atraído por los poetas capaces de decir plenamente (Breton, William Carlos Williams); por otro, por los poetas capaces de decir cifradamente (Juana Inés de la Cruz, Góngora, Mallarmé); y todavía por otra parte, por los poetas capaces de exceder el habla y jugar con su grafía (los Toponemas, la Renga, el concretismo brasileño). El Premio Nobel de Literatura (1990) reconoció la calidad internacional de ese diálogo latinoamericano.
Así como los objetos de Marcel Duchamp son un despojamiento de la tradición representativa y de la densidad semántica del arte, de su estatuto hermenéutico tanto como de su lugar en este mundo; la forma del poema paziano, ese cuerpo verbograficado de contrapuntos, antítesis, analogías, ese precipitado barroco que se contra-dice mientras se sobre-dice, actúa como la sustancia misma del acto poético, como una figura que la transfigura. Blanco es el momento culminante de este proceso. Porque la operatividad de una forma inductiva ocurre en la misma serialización fragmentaria, secuencial; y porque el espacio poético, se diría, es desplazado de la discursividad: en él es donde la enunciación tiene su código generativo. Pocos poetas han logrado transformar a la modernidad creativa en parte de nuestro propio idioma literario.
El mejor tributo a sus muchos trabajos es leer su poesía en el horizonte dialógico que ayudó a forjar como el proyecto de una conversación inclusiva con las grandes operaciones artísticas de la modernidad, reapropiada como nuestra. Nos ha hecho contemporáneos de la comunidad de la lectura.
Certidumbres del poema
José Emilio Pacheco ha abandonado el lenguaje pero el lenguaje sigue hablando por él. Esta breve suma de lecturas de poesía publicada en 2013 es en memoria de su lector más íntimo y hacedor más fiel.
Diorama (Madrid, Amargord), el espléndido libro de Rocío Cerón (México 1972), cita al lector en una cámara oscura donde su mirada se ve refractada: lector, mirada y cámara transportados en milagro (que significa ver más) del lenguaje. Este libro lo espera todo del lector. Lo convoca a recuperar el verbo desde la acción del poema. Nos dice que la poesía es el lugar del lector en las palabras, restadas aquí por el rigor y el radicalismo de su demanda contra un mundo profuso y redundante. Tal proyecto de otro libro y otro lector, hace de la poesía el instrumento para forjar una nueva sintaxis de re-habitación. "La ofrenda: lengua en tierra propia," afinca en la materialidad emotiva y lúcida, que el poema reorganiza con la claridad del recomienzo, allí donde la tersa enumeración recobra la fuerza primaria del nombre. Dolor y celebración del lenguaje, este libro refulgente despliega un horizonte de libertad por hacerse: una fe cierta en esa margen visionaria y lúcida:
Conocí a Francisco Márquez Villanueva en la primavera de 1988, en la Universidad de Harvard, cuando yo era profesor en la de Brandeis, en el vecindario académico de Nueva Inglaterra. Me habían invitado a dar un seminario de teoría literaria en la división de español del Departamento de Estudios de Lenguas y Literaturas Romances, y el chairman entonces, Per Nykrog, me pidió entenderme con el profesor Márquez, supongo que a cargo de estudios graduados de español. Tenía entonces la fama de crítico puntual de las flaquezas académicas y de severo polemista de la historiografía española y oficial. Yo había estudiado en Lima con Luis Jaime Cisneros, discípulo de Amado Alonso en el Instituto de Filología Española de la Universidad de Buenos Aires, y con Armando Zubizarreta, discípulo de Alonso Zamora Vicente en Salamanca. Ambos maestros eran, a su vez, discípulos de Menéndez Pidal. Pero lamentaba que Menéndez Pidal no hubiese reconocido más y mejor el trabajo de Andrés Bello con el manuscrito de El Cid, y tenía reparos a sus descalificaciones del padre De las Casas. Márquez Villanueva tenía una relación matizada con el gran maestro, con quien, de un modo u otro, uno no cesaba de dialogar. Al año siguiente me mudé a la Universidad de Brown, y esa conversación sobre las tradiciones críticas que dan forma a nuestra biografía, se fueron desplegando, y es probable que yo haya abrumado a Paco con toda clase de indagaciones sobre la historia intelectual hispánica y sus representantes en esta tierra. Había él empezado como historiador americanista, y cultivaba el gusto heterodoxo del grande Marcel Bataillon. “No sé por qué hablas de literatura colonial americana -me dijo-, si la colonia no existió. No pudo haber colonia donde no hubo imperio”.
Paco recordó siempre que aprendió a leer de mano de su madre, que era maestra de escuela, con el Quijote como texto abecedario. Esa escena del nacimiento del sujeto lector (un yo hispánico en el espejo cervantino) no es menos americana, le propuse: todos hemos aprendido a leer literatura en el Quijote. La criada le decía a mi madre al oírme reír: “El niño va a enloquecer si sigue leyendo ese libro”. Sin saberlo, era cervantina. Paco se divertía con la historia de la lectura quijotesca americana, que invariablemente nos llevaba a Borges. Una vez García Márquez me pidió averiguar por ahí cuántos ejemplares de la primera edición del Quijote fueron a América; le pasé la pelota a Paco, quien respondió que era imposible saberlo dado que la contabilidad autorizada era mínima comparada con la del contrabando. Le intrigó la historia que escuché de chico en mi pueblo: un amigo de mi padre me había contado, muy serio, que un hueso fémur de Don Quijote estaba enterrado en la ciudad vecina de Trujillo. Podría tratarse del eco carnavalesco de la primera parodia del Quijoteen América: la pareja disfrazada de Don Quijote y Sancho en las fiestas de un pueblo peruano. ¿O una broma erudita de frailes nostálgicos de alguna reliquia sacra? Paco no creía posible que algún pueblo español se declarase dueño de un hueso triste y sin figura. No hubo tiempo ya de contarle que también en Chile hay un pueblo que se cree tumba del Quijote. Más le sorprendió a Paco que mi personaje favorito haya sido Ricote.
En cambio, deportivamente, no coincidimos en la historia de la última batalla quijotesca: el juicio de Nabokov, cuando pretendió eliminar a la novela del sílabo de los Grandes Libros, el curso que Harry Levin le impuso. Paco no le podía perdonar a Nabokov semejante disparate, y celebraba que Levin le obligara a incluirlo en su clase. Escribió Paco un elocuente y sarcástico artículo sobre el tema, y le tentaba la idea de convertirlo en una monografía sobre las lecturas arbitrarias de Don Quijote. Yo me atrevía a defender no la quema del Quijote sino la última victoria de Cervantes: las notas de lectura de la novela que Nabokov publicó luego como libro de comentarios. Me parece que esa lectura pausada lo reconcilió con la novela y le reconoció sus méritos. No le reconoció mucho - protestaba Paco-, apenas y a regañadientes... Todavía conservo una cassete con la grabación del coloquio “La cervantiada: El Quijote y la literatura de innovación” que organicé en Brown, en 1993. En reconocimiento del juicio de residencia quijotesca emprendido por Francisco Márquez Villanueva, el encuentro empezó con una conferencia suya sobre “Cervantes, libertador literario”; contó con la presentación de Carlos Fuentes, “My Dinner with Don Quijote”; y con la participación, entre otros, de Alan Trueblood, querido colega nuestro, ya entonces jubilado; Carlos Rojas, novelista y memorialista catalán, entonces profesor de Emory; y Roberto Ruiz, escritor y erudito santanderino, a quien Paco me había sugerido varias veces invitar a nuestros coloquios; Ruiz había vivido en México, exiliado, y enseñó muchos años en Wheaton College, también en éste vecindario. Fue un encuentro memorable también por las contribuciones de varios escritores que proseguían “la tradición de La Mancha”; entre ellos José Balza, Edgardo Rodríguez Juliá, Carmen Boullosa, Julia Castillo, José Antonio Millán, Adolfo Castañón, Francisco Hinojosa, Javier Ruiz y Diamela Eltit. Este encuentro prefiguró el espacio de lectura trasatlántico que se desarrollaría en Brown como una hipótesis del hispanismo internacional del español de las mezclas.
Cada otoño hacíamos el trámite para el nuevo carnet de lector, que me permitía sacar libros de esa biblioteca. Y en cada visita a Cambridge comíamos en los alrededores, casi siempre, en Casa Portugal, su lugar favorito para compartir una botella de vinho verde y los temas de la hora y de siempre: la biografía de Cervantes, en primer lugar, pero también la suerte de Herrera y su libro perdido, de Fray Luis y la traducción, de Mateo Alemán y sus desventuras, de la Universidad y sus extravíos. Fue siempre un intelectual comprometido no sólo con el pensamiento heterodoxo sino con la gran tradición liberal, secular y crítica. Tenía una especial predilección por la prosa de Gabriel Miró y, ciertamente, por el papel crucial de Juan Goytisolo en una España plural y democrática. Había conocido la virulencia de las horas negras de España; y ante el recrudecimiento de esa tradición autoritaria, llegaba a temer por la suerte de los espacios ganados por la transición.
Con Juan Goytisolo acordamos que la jubilación reciente de Francisco Márquez Villanueva era el mejor pretexto, si alguno hacía falta, para dedicarle un coloquio en reconocimiento de su fecundo trabajo. Después de muchos años de investigaciones y novedosas interpretaciones de la historia intelectual española, por fin se daba la extraordinaria sintonía de ésta obra y el momento histórico español de una lectura que buscaba, más allá del historicismo positivista y la filología obligatoria, una imagen fecunda de la España de la mezcla como signo de lo moderno, una práctica crítica capaz de romper la matriz de la censura, y una revelación creativa de las posibilidades de articular las lecciones de la historia como memorias del porvenir. La vuelta de la figura de Francisco Márquez Villanueva a España, aunque extraña al canon crítico complaciente, se hacía lugar entre los estudiosos más alertas y las corrientes de apertura y relevo. Esa labor ilustrada de su trabajo la celebró, no sin gusto polémico, Juan Goytisolo. De manera que cuando Juan me prometió que estaría en Brown para celebrar los trabajos de nuestro amigo, convocamos al encuentro “La tradición crítica. Coloquio en Honor de Francisco Márquez Villanueva” (Mayo 3, 2002). Actualizando, con atención al entramado literario, la crítica y el ensayo de sus modelos, Américo Castro, Asensio y Bataillon, Márquez Villanueva le dio a su formación filológica e histórica una instrumentación analítica y un descernimiento de estilo capaces de revelar la forma cultural elaborada de la imaginación crítica española. Como Auerbach y Curtius, hizo de la crítica una forma de la plenitud que busca proyectarse en la mejor literatura. Goytisolo dedicó la conferencia central a La Celestina, que evocaba su temprana dedicación al Medioevo.
Participaron en el coloquio Beatriz Pastor, Randolph Pope, Ángel Sáenz- Badillos, Irene Zaderenko, Alan Smith, Lola Peláez, Antonio Monegal, Wadda Ríos- Font, Christopher Conway, Fermín del Pino, y recuerdo también la amistosa presencia de Teresa Gilman y Dinah Lida. He encontrado la presentación que leí esa mañana de mayo:
“A la tradición –que un poeta llamó “llama viva”- le debemos la sabiduría de las formas y la justicia del reconocimiento. Nos debemos, en efecto, a esa memoria que, cada tanto, nos concede la extraordinaria posibilidad del agradecimiento. En esta casa hemos tenido la buena fortuna de celebrar el trabajo de nuestros colegas mayores; entre ellos, más recientemente, Alan Trueblood –que por feliz coincidencia hoy cumple 85 años- ; José Amor y Vázquez –quien a sus 80 años acaba de publicar una edición de amor erudito-; y a Geoffrey Ribbans, quien ha hecho del retiro un taller de excelencias. Como uno es hechura de sus maestros, y los escuchó hablar una y otra vez de los suyos, cree haber aprendido que la vida intelectual –o como dice el anglicismo, la “vida académica,” lo que es más conventual que ecuménico- está hecha en la convivencia del diálogo. Reconocer, por ello, el trabajo de un colega vecino, en su turno y a tiempo, es un plazo de tributos que, de paso, nos reconoce en el diálogo mayor. Hace cinco años en esta misma sala de música de Rochambeau House, pudimos dedicarle a Rodolfo Cardona, que se había retirado de Boston University, un cálido tributo. Francisco Márquez Villanueva es, claro está, un vecino excepcional. Varios de los profesores de este Departamento de Estudios Hispánicos lo tenemos por interlocutor, maestro y amigo. Hablando con Juan Goytisolo de lo mucho que el pensamiento crítico español le debe a Márquez Villanueva, acordamos de inmediato que la ocasión de su retiro era propicia para reunirnos en torno a la suerte de la crítica hispánica. Un foro sobre la reflexión crítica iberoamericana sería la mejor forma de reconocer la calidad y riqueza de sus muchos trabajos. Goytisolo –el intelectual que más intensamente ha tratado de actualizar la diversidad de la tradición española, rescatándola del tradicionalismo y el conformismo- había ya prologado El problema morisco (desde otras laderas) (Madrid, 1991), uno de los libros en que Márquez Villanueva demuestra que la complejidad de la trama cultural hispánica está hecha también por el entramado árabe, tanto como por el hilo hebrero, según prueban otros tratados suyos, plenos de erudición, sabiduría y gusto. De modo que la presencia de Juan Goytisolo en este coloquio dedicado a su buen amigo y compañero de travesía no hace sino más vívido nuestro tributo al amigo sevillano, colega harvardiano, y maestro trasatlántico. Acompáñenme a dar la bienvenida a Paco y Teresa a esta su casa.”
Me complace especialmente, en esta melancolía retrospectiva, que Francisco Márquez Villanueva tuviera en Brown un lugar de acogida. Dos semestres, año de por medio, dictó aquí dos seminarios sobre Cervantes, el primero sobre el Quijote y el otro sobre las Ejemplares. Venía en el tren, uno de nuestros estudiantes lo esperaba en la estación, comíamos en el campus, y dictaba su clase a un grupo privilegiado. Pocas cosas le placían más que enseñar, hablar con los estudiantes de sus proyectos, comentar con detalle sus trabajos. Vino también, alguna vez con Teresa, la última a compartir una cena con Juan Luis Cebrián. Me acuerdo que hablando por teléfono para quedar en otra visita suya, le pedí que viniera con nuestro querido Luis Girón, en su coche. ¡Pero Luis no tiene coche, no conduce! -me respondió, y de inmediato escribí esta variación:
Si Luis tuviese coche
y supiera conducir
podría venir con Paco
y comer tan contentos.
Categorías y portentos
de pausas y de afectos
nos gobiernan la vida
entre Harvard y Brown.
Sólo el moro Ricote
de la hora y la distancia
salvaría camino y cogote.
Académicos rimando
y buen vino para tanto.
Por esas simetrías en que la realidad se complace, como decía Borges, Paco Márquez había sido responsable casual del levantamiento de la censura del tratado celestino. Unos meses antes de su partida, cuando había vuelto de un viaje a Sevilla, donde le dedicaron justos reconocimientos de pródigo hijo, recordó que siendo estudiante había acudido a la Biblioteca de su escuela para pedir al bibliotecario el tomo de La Celestina. El buen hombre le respondió que estaba entre los “depurados” por la censura; pero como nadie lo había reclamado nunca y la guerra civil había terminado, era hora de sacarla a la luz. “Es probable que yo contribuyera- decía él, con humor- a terminar su depuración”. También recordó que cuando le negaron plaza en la Universidad de Sevilla, un funcionario del régimen conocido de la familia le había dicho a su madre: “Aconséjele a su hijo que se marche al extranjero, allí le irá mejor”. La madre sólo se lo contó muchos años más tarde, antes de morir. Calló la amenaza para dejar al hijo en libertad de elegir.
Como en el episodio de Ricote, se trata, al final, de la libertad.
Sus relatos son precipitados químicos que desencadenan versiones alternas y secuencias interpuestas de la Ciudad, que se bifurca como si creciera en el lenguaje, rehaciéndose entre rutas contrarias y escenarios fantasmáticos. Esa construcción de un ámbito emotivo ocurre como un escenario de Eschner o de Magritte, donde la “mirada oblicua” desata las formas de un relato tácito. En un discurso sobre las paradojas de la escritura, ha dicho: “A veces he llegado a pensar que Ecuador no es un país, sino una línea imaginaria cuyo nombre fatídico y abstracto se lo debemos a los geodésicos españoles y franceses del siglo XVIII...Este sentimiento contradictorio y equívoco, con el que los ecuatorianos nos hemos habituado a vivir, curiosamente posee su lado enigmático y luminoso.” Como los mejores escritores de su país, Vásconez ha remontado la pesadumbre geográfica, y es de los que mayor horizonte ha abierto para sus lectores. No es casual, por ello, que la diáspara ecuatoriana, hecha de varias migraciones traspuestas, se encuentre ahora con sus ficciones, donde el Ecuador ocurre como un escenario que se despliega, imaginativamente.
No está solo en esa navegación contra la corriente. Acabo de compilar una amplia antología de cuento ecuatoriano que me ha permitido poner al día mis lecturas de tres grandes narradoras de ese país, Hilda Holst, Liliana Miraglia y Gabriela Alemán; recuperar, además a escritores de aliento y destreza poética, como son Leonardo Valencia y Abdón Ubidia; y, sobre todo, sumar a novísimos narradores, de talento, ironía y gracia. Los relatos de Javier Vásconez son un feliz tránsito hacia las otras orillas que el cuento abre en la geo-grafía. Para los más jóvenes es ya un geo-graffiti.
Este martes 15 se presenta en el Centro de Arte Moderno, en Madrid (Galileo 52) un libro-objeto con el manuscrito de uno de los relatos más celebrados de Vásconez, “Un extraño en el puerto” (publicado por Alfaguara en un tomo que lleva ese título, en México, 1998). Y la ocasión es buena para volver a ese puerto dotado por el escritor a un Quito libre, por fin, de la geografía. En ese bautizo del libro que es un puerto, estará su autor, recién desembarcado.
“Un extraño en el puerto” se despliega en nuestra lectura como una ciudad de los espejismos. Pocas veces la narración depende tanto de su lectura, como si el cuento sólo pudiese existir en la leve suspensión de nuestro asombro. La mirada palpita en este relato como el eje del claroscuro de una escena ritual y vital, donde se decide el sentido de los comienzos sin final posible, de procesos revelados como rutas de acceso del deseo y su ritual convocatorio.
Leyendo este cuento insondable uno abre otras puertas de la ciudad virtual, aquella que se debe a la magia urbana del azar, que ya no es nuestra, ni siquiera del habla que puntualmente la asedia. Las palabras son la materia emotiva de la que está hecha tanto la ciudad como nuestra aventura.
Un cuento que se hace mientras se escribe y se rehace mientras se lo lee, se resuelve, finalmente, como la construcción de una mirada que desde el crepúsculo comprueba que el velo de la melancolía (la distancia acrecentada ente el deseo y lo real) cae sobre la página. Esa sombra prolongada es la tinta del duelo, la herida de una pérdida. El “extraño” es el viajero que desembarca con una carta en la mano para el narrador. Ese personaje anuncia la misión poética de recrear la voz narrativa. Pero al narrador sólo podría salvarlo la perspectiva de una mirada alternativa, más libre que la geografía y más grande que los nombres.Sueño, pesadilla, imaginación, son los actos de un pensamiento sobre el narrador como producto de su relato.
Este “extraño en el puerto" es, al final, el mismo autor, Javier Vásconez, en una de sus voces más arriesgadas al sobresalto estético de lo nuevo. O, para el caso, cualquier lector es el autor de su propio extravío en las voces de una Ciudad sin mapa. Al final, el narrador no es sino el pretexto que tiene una ficción para convertirse en real.
Y todo ello para que un barco atraque en el muelle de una ciudad, Quito, que no tiene puerto. Todo para que lo imposible sea sólo improbable, y en esa brecha vuelva María, recuperada por el deslumbramiento del deseo, aunque perdida para siempre en el sueño de "una espera de algo que nunca iba a llegar."
Pero lo que llega y está aquí para siempre es este relato haciéndose cargo de la rebeldía mayor:rehacer las tiranías de lo real con el desmentido dellenguaje.
El mejor tributo a sus muchos trabajos es leer su poesía en el horizonte dialógico que ayudó a forjar como el proyecto de una conversación inclusiva con las grandes operaciones artísticas de la modernidad, reapropiada como nuestra. Nos ha hecho contemporáneos de la comunidad de la lectura.
Julio Ortega
José Emilio Pacheco ha abandonado el lenguaje pero el lenguaje sigue hablando por él. Esta breve suma de lecturas de poesía publicada en 2013 es en memoria de su lector más íntimo y hacedor más fiel.
Diorama (Madrid, Amargord), el espléndido libro de Rocío Cerón (México 1972), cita al lector en una cámara oscura donde su mirada se ve refractada: lector, mirada y cámara transportados en milagro (que significa ver más) del lenguaje. Este libro lo espera todo del lector. Lo convoca a recuperar el verbo desde la acción del poema. Nos dice que la poesía es el lugar del lector en las palabras, restadas aquí por el rigor y el radicalismo de su demanda contra un mundo profuso y redundante. Tal proyecto de otro libro y otro lector, hace de la poesía el instrumento para forjar una nueva sintaxis de re-habitación. "La ofrenda: lengua en tierra propia," afinca en la materialidad emotiva y lúcida, que el poema reorganiza con la claridad del recomienzo, allí donde la tersa enumeración recobra la fuerza primaria del nombre. Dolor y celebración del lenguaje, este libro refulgente despliega un horizonte de libertad por hacerse: una fe cierta en esa margen visionaria y lúcida:
Donde los náufragos cantan apunta el ojo. Hacia el rabillo austral de la
mirada -agua de la memoria- el tono plomizo del frío. Uno podría ser
entendimiento crepuscular, avanzada furiosa de jauría humana pero el
vórtice detiene la rebelión. Gotea aún el rompevientos. Y entre el invierno
de milnovecientosetenaydos y el presagio del dosmildocefindelmundo un
día y el otro. Gramática de Babilonia. Descenso.
Alcools (Lima, Paracaídas), del peruano Mirko Lauer (1947), no sólo es su mejor libro de poemas sino el más cercano al lector, gracias a que si bien concibe el lenguaje no como la transparencia del mundo sino como su re-inscripción, esta vez el poema más que un acertijo cifrado es un flujo emotivo. Desde el decurso y la fluidez del soliloquio, el poema recompone una secuencia de imágenes, y aunque no requiere proveer un tema, busca recomponer fragmentos, ensayando una notación músical, el fraseo asociativo que registra la deriva de lo vivido. Más que el sentido de los hechos, el poema cristaliza, por eso, la entonación de la época en el recuento del canto. Parte para ello de una mediación: los Alcools de Apollinaire. Pero no se trata del estilo del poeta que suma los puentes, sino de su dicción, de su capacidad de tramar en el canto la alarma de vivir en el lenguaje; esto es, en la memoria de uno mismo como otro hablante. El poeta, parece decirnos Lauer, no escribe poesía: trama una entonación, en este caso memoriosa de instantes sumarios. El poema ocurre como un plan de asedio y acopio, pero sobre todo como la voz devuelta a la ciudad, cuyo azar favorable el poeta asume como un discurso suficiente y libre. Poesía conceptual que refuta la lógica del lenguaje, que todo lo incorpora a su enciclopedia. Lo vivo, en cambio, es aquí la gratuidad del sentido, que cuaja en el juego que somete a prueba a las palabras, negándoles el beneficio de lo literal para ponerlas en duda, y darle la vuelta a la referencialidad desde el no-lugar del poema; ya no del poeta o del lector, sino de la poesía misma, liberada entre el vejamen del tiempo y la acción del arte: ¨Pájaro sin más mente que su arte”. En Bird Charlie leemos:
Tálamo (Madrid, Hiperión), de Minerva Margarita Villarreal (México, 1957), es de una inmediata enunciación: el poema se abre como una verdad más desnuda, tan breve como suficiente. Su elocuencia brota de lo que no dice. Las palabras nacen de otras palabras, anagramáticamente, pero también con la urgencia de la confesión suscinta. El poema pone a prueba a las emociones: su mesura se alimenta de la desmesura. El lenguaje pasa por el poema con su timbre intenso. Su función es pulir nombres como los huesos de un cuerpo verbal tierno y lúcido. El nombre es la osatura del mundo y sostiene lo real como una revelación. Este es un libro de horas, hecho por la oración más lúcida: al pie de la noche, entre la llamarada de lo vivo y el abismo de la tinta. No se puede decir más con menos:
Diario de la urraca (cuaderno paulista), (México: Universidad de Nuevo León), del cubano Rodolfo Häsler (1958), residente de Barcelona desde los diez años, es una impecable puesta en abismo de su peculiar y distintivo talento para dar a ver y, de inmediato, conocer, una zona inédita de la imaginación de lo real. Con una devoción puntual, ligeramente obsesiva, o sea, clásicamente persuasiva, RH nos ha convencido de que su lección de cosas trama lo visionario y lo mundano, la lírica que todo dice con la otra medida de natura, la mesura. Alguna de ambas hace de luz y la otra de sombra, en el claroscuro de su figuración, cuyo pulso analítico discurre con la lógica de una demostración improbable. Solo el poema (parece no decirnos pero nos dice) habla de la poesía citándola para que completemos su ecuación de ingenio, apetito y drama. Este “cuaderno” de cuaderna vía contempla con pasmo cierto, horror sutil, y humor íntimo la construcción de Sao Paulo, cuyas torres y parques deslumbran al lenguaje con su artificio abismal. Si el Diablo, como dicen, sostiene el artificio de la ciudad y no duerme para que ella sigue despierta y no regrese a la naturaleza, el poeta, no menos demiurgo, gozoso del artificio y capaz de perturbar al Apóstol con sus propias epístolas, imagina a la urraca como el pájaro cantor que trabajando para el Diablo (en las horas libres que le deja Rossini) irrumpe en el poema como una cita de esa Natura que sobrevive en sus aves musicales, algún gato literato y un perro arrollado por un coche. Los poemas asumen el papel de la urraca, la sobrevivencia del canto y el jardin: “El alma del mundo está atrapada en la naturaleza, /basta entrar en el reino del sol.” Al final, las torres, como en la tradición más ilustre, se alzan para caer:
Sínsoras (Barcelona, Seix-Barral) de José Luis Vega (Puerto Rico, 1948) declara con suficiencia que el poeta es producto privilegiado de la gran tradición que ha hecho de su Isla del idioma un término de las sumas fluidas de España y el Caribe, entre formas clásicas y decires de elocuencia mundana. Fresco de voces inmediatas y sabio de sílabas y mediciones, Vega preside en Puerto Rico (feliz metáfora y leve oxímoron) esa herencia de intercambios trasatlánticos. Se entrecurzan en su obra el sabor de la dicción de los siglos de oro y la sensorialidad del modernismo hispanoamericano con las lecciones del clasicismo callejero de Luis Palés Matos. Ser poeta en Puerto Rico implicaba pasar de los ritmos antillanos de Palés a los asombros de intimidad de Pedro Salinas. Estos tres liróforos alertas deben de haber convertido a San Juan en la capital de índice de población poética mayor del mundo. Por eso, en uno de sus poemas de sumas e intercambios modélicos, Vega imagina a Pessoa y a Luis Palés Matos caminando una calle de Lisboa que converge hacia el puerto de San Juan, como si la poesía fuese, precisamente, la vía transitiva de las reconciliaciones:
Virtú (Lima, Hipocampo). Roger Santiváñez (Piura, 1956) forma parte del movimiento artístico peruano que hace suya, y no sin gracia irreverente, las formas del bien decir del repertorio retórico que Rubén Darío fue el primero en descubrir, en toda su extensión formal, en la memoria lírica del español. Carlos Germán Belli fue, sin duda, el poeta peruano que apropió la formidable retórica de los gongorinos menores (¿los hay mayores?), duchos no sólo en relajar el entrecejo del Maestro, como dijo Lezama. Con desenfado, Santiváñez propone, más que una laboriosa hipérbole, un límpido fraseo de estirpe garcilasiana, quizá en el ejemplo de Barahona de Soto, aunque es más claro su franco asalto de Cavalcanti y el petrarquismo. Con talento lúdico y goce festivo, Santiváñez habría aprobado con entusiasmo la genealogía de la Chica de Ipanema, que proviene del paso, no menos fugaz, de la dama florentina en el poema de Dante. Dado el modelo, lo demás es cosecha del habla: “Regia en blue-jean a mi morada/ Volvió lejana al instante desaparecido/ Párpado desliz, curva deslizada.” Esa tensión del repertorio lírico y el habla urbana, logra un contrapunto tan fresco como tenso. El poema, al final, es una estrategia para convocar el ardor del deseo. Lo dice bien Benito del Pliego en su postfacio: “EnVirtú la lengua (hablas que se cruzan con textura Pound) perfila con insospechadas cualidades un texto tangible, un cuerpo textual de respiración marina.” El poeta declara su nombradía: entre coloquialismos juveniles y maestros del arte de desear, canta a las ninfas como fauno urbano y memorioso. El Epílogo es “a la manera de José Maria Eguren”, el poeta que cantó a “La niña de la lámpara azul;” sólo que, nos alarma Santiváñez, se trata de un Eguren “erotizado.” Lo excusa el humor:
Los grandes almacenes (Barcelona, La Rosa Cúbica. Con una imagen de Frederic Amat y dieño de Estela Robles). Quisiera argumentar que David Huerta (México, 1949) no sólo ha probado ser, desde la diversa textura de su voz, jamás beneficiada por un estilo, uno de los poetas latinoamericanos cuya exploración abre, en sucesivos pasajes, la capacidad de la poesía de producir las imágenes de estas épocas interpuestas como un fin del mundo discursivo. Contra ese derroche verbal precario que manejan los poderes en juego, la poesía de David Huerta recomienza la hipótesis de una palabra tan incisiva como fecunda, afincada en su territorio lírico y alerta a la pérdida del lenguaje entre las jergas dominantes. Esta es una poesía de independencia radical, que resiste la socialización compulsiva de los lenguajes institucionales . Y, sin embargo, o por ello mismo, carece de programas, nada impone ni demanda. Leerlo es recuperar la gratuita suficiencia del habla, su inmediatez rebelde, y su inteligencia dialógica. Su Prólogo a este libro es sintomático: cada párrafo excusa el protocolo, para decirnos lo que no dirá. Y concluye: “Basta. Procedo a la consideración asistemática de los grandes almacenes y al cántico de su sabor extraordinario.” Ya en en el primer poema, el libro se anuncia como evento: “No se dónde están los grandes almacenes pero sé, en cambio, que yo estoy en ellos...No estoy en todo almacén simultáneamente...sino de manera alternada...A saltos de esdrújula, de rotos y desgarbados dáctilos, el silencio y el cántico de los almacenes se buscan con denuedo en mi boca.” De inmediato recordamos el desafío de Tzara: “El pensamiento se hace en la boca.” Esto es, la poesía está siempre por hacerse. Los almacenes se transforman: “Son todo lo que ignoro y todo lo que rodea. Y a ellos debo mi sabiduría de fugitivo, mi sedentarismo de vagabundo contradictorio...”. En ese “cosmos autosuficiente pero dudoso” Balzac, Walt Whitman y Kafka, son parte del paisaje funambulesco y, a la vez, de la escritura y la lectura. Es un paisaje Ilimitado y periódico, como la Biblioteca borgeana; pero también una naturaleza artificiosa y una población primaria, registrada por esta historia de un sistema irrisorio y, además, regido por la ley y la abogacía. La implosión del poema da cuenta de la zozobra del mundo almacenero. Pero más que una alegoría traducible a situaciones contemporáneas, el libro (una primera cartografía de esos almacenes omínvoros) sugiere una puesta al revés de las galerías y las avenidas donde Walter Benjamin creyó ver en la forma de la mercancía el espíritu de la época. En los almacenes de hoy, parece sugerir David Huerta, se trata, más bien, de los hombres como la mercancía rizomática: el almacén sería, así, el alma-ceniza, la pérdida de la forma humana en la melancolía de la ciudad residual, tumba activa de la compra-venta universal. El evento del poema, sin principio ni final, despliega la violencia fantasmática que la escritura confronta y discierne:
Es un olor de tinta y toga, de martillazo y venda, sobre los ojos.
Una vez violentamente despojada el ave de su poderosa inteligencia,
La tarde se puede llenar de su sonido: gratuitos chirridos
Que no llegan a ser un canto, ni un consejo, ni una queja.
Sonido que nos invita a hacernos cargo
De la indiferencia instalada en el paisaje.
Tálamo (Madrid, Hiperión), de Minerva Margarita Villarreal (México, 1957), es de una inmediata enunciación: el poema se abre como una verdad más desnuda, tan breve como suficiente. Su elocuencia brota de lo que no dice. Las palabras nacen de otras palabras, anagramáticamente, pero también con la urgencia de la confesión suscinta. El poema pone a prueba a las emociones: su mesura se alimenta de la desmesura. El lenguaje pasa por el poema con su timbre intenso. Su función es pulir nombres como los huesos de un cuerpo verbal tierno y lúcido. El nombre es la osatura del mundo y sostiene lo real como una revelación. Este es un libro de horas, hecho por la oración más lúcida: al pie de la noche, entre la llamarada de lo vivo y el abismo de la tinta. No se puede decir más con menos:
La piedra
bajo la lluvia
La piedra
que ve a Dios
Diario de la urraca (cuaderno paulista), (México: Universidad de Nuevo León), del cubano Rodolfo Häsler (1958), residente de Barcelona desde los diez años, es una impecable puesta en abismo de su peculiar y distintivo talento para dar a ver y, de inmediato, conocer, una zona inédita de la imaginación de lo real. Con una devoción puntual, ligeramente obsesiva, o sea, clásicamente persuasiva, RH nos ha convencido de que su lección de cosas trama lo visionario y lo mundano, la lírica que todo dice con la otra medida de natura, la mesura. Alguna de ambas hace de luz y la otra de sombra, en el claroscuro de su figuración, cuyo pulso analítico discurre con la lógica de una demostración improbable. Solo el poema (parece no decirnos pero nos dice) habla de la poesía citándola para que completemos su ecuación de ingenio, apetito y drama. Este “cuaderno” de cuaderna vía contempla con pasmo cierto, horror sutil, y humor íntimo la construcción de Sao Paulo, cuyas torres y parques deslumbran al lenguaje con su artificio abismal. Si el Diablo, como dicen, sostiene el artificio de la ciudad y no duerme para que ella sigue despierta y no regrese a la naturaleza, el poeta, no menos demiurgo, gozoso del artificio y capaz de perturbar al Apóstol con sus propias epístolas, imagina a la urraca como el pájaro cantor que trabajando para el Diablo (en las horas libres que le deja Rossini) irrumpe en el poema como una cita de esa Natura que sobrevive en sus aves musicales, algún gato literato y un perro arrollado por un coche. Los poemas asumen el papel de la urraca, la sobrevivencia del canto y el jardin: “El alma del mundo está atrapada en la naturaleza, /basta entrar en el reino del sol.” Al final, las torres, como en la tradición más ilustre, se alzan para caer:
Cada piedra
alza una jerarquía, y calcinado por el sol
el edificio se desmorona y se convierte en vestigio
abandonado. Y sin embargo, seguimos sin indicar el alcance
de su misterio
Sínsoras (Barcelona, Seix-Barral) de José Luis Vega (Puerto Rico, 1948) declara con suficiencia que el poeta es producto privilegiado de la gran tradición que ha hecho de su Isla del idioma un término de las sumas fluidas de España y el Caribe, entre formas clásicas y decires de elocuencia mundana. Fresco de voces inmediatas y sabio de sílabas y mediciones, Vega preside en Puerto Rico (feliz metáfora y leve oxímoron) esa herencia de intercambios trasatlánticos. Se entrecurzan en su obra el sabor de la dicción de los siglos de oro y la sensorialidad del modernismo hispanoamericano con las lecciones del clasicismo callejero de Luis Palés Matos. Ser poeta en Puerto Rico implicaba pasar de los ritmos antillanos de Palés a los asombros de intimidad de Pedro Salinas. Estos tres liróforos alertas deben de haber convertido a San Juan en la capital de índice de población poética mayor del mundo. Por eso, en uno de sus poemas de sumas e intercambios modélicos, Vega imagina a Pessoa y a Luis Palés Matos caminando una calle de Lisboa que converge hacia el puerto de San Juan, como si la poesía fuese, precisamente, la vía transitiva de las reconciliaciones:
No es Palés, es Pessoa,
dirán los entendidos cargadores del muelle
al verlos, tambaleantes, calle abajo,
izados por un aire de marina,
de brazo rumbo al río.
Virtú (Lima, Hipocampo). Roger Santiváñez (Piura, 1956) forma parte del movimiento artístico peruano que hace suya, y no sin gracia irreverente, las formas del bien decir del repertorio retórico que Rubén Darío fue el primero en descubrir, en toda su extensión formal, en la memoria lírica del español. Carlos Germán Belli fue, sin duda, el poeta peruano que apropió la formidable retórica de los gongorinos menores (¿los hay mayores?), duchos no sólo en relajar el entrecejo del Maestro, como dijo Lezama. Con desenfado, Santiváñez propone, más que una laboriosa hipérbole, un límpido fraseo de estirpe garcilasiana, quizá en el ejemplo de Barahona de Soto, aunque es más claro su franco asalto de Cavalcanti y el petrarquismo. Con talento lúdico y goce festivo, Santiváñez habría aprobado con entusiasmo la genealogía de la Chica de Ipanema, que proviene del paso, no menos fugaz, de la dama florentina en el poema de Dante. Dado el modelo, lo demás es cosecha del habla: “Regia en blue-jean a mi morada/ Volvió lejana al instante desaparecido/ Párpado desliz, curva deslizada.” Esa tensión del repertorio lírico y el habla urbana, logra un contrapunto tan fresco como tenso. El poema, al final, es una estrategia para convocar el ardor del deseo. Lo dice bien Benito del Pliego en su postfacio: “EnVirtú la lengua (hablas que se cruzan con textura Pound) perfila con insospechadas cualidades un texto tangible, un cuerpo textual de respiración marina.” El poeta declara su nombradía: entre coloquialismos juveniles y maestros del arte de desear, canta a las ninfas como fauno urbano y memorioso. El Epílogo es “a la manera de José Maria Eguren”, el poeta que cantó a “La niña de la lámpara azul;” sólo que, nos alarma Santiváñez, se trata de un Eguren “erotizado.” Lo excusa el humor:
En el jardín de Villacampa
Dulce caramelo de limón
Aparece la púber blanca
Los grandes almacenes (Barcelona, La Rosa Cúbica. Con una imagen de Frederic Amat y dieño de Estela Robles). Quisiera argumentar que David Huerta (México, 1949) no sólo ha probado ser, desde la diversa textura de su voz, jamás beneficiada por un estilo, uno de los poetas latinoamericanos cuya exploración abre, en sucesivos pasajes, la capacidad de la poesía de producir las imágenes de estas épocas interpuestas como un fin del mundo discursivo. Contra ese derroche verbal precario que manejan los poderes en juego, la poesía de David Huerta recomienza la hipótesis de una palabra tan incisiva como fecunda, afincada en su territorio lírico y alerta a la pérdida del lenguaje entre las jergas dominantes. Esta es una poesía de independencia radical, que resiste la socialización compulsiva de los lenguajes institucionales . Y, sin embargo, o por ello mismo, carece de programas, nada impone ni demanda. Leerlo es recuperar la gratuita suficiencia del habla, su inmediatez rebelde, y su inteligencia dialógica. Su Prólogo a este libro es sintomático: cada párrafo excusa el protocolo, para decirnos lo que no dirá. Y concluye: “Basta. Procedo a la consideración asistemática de los grandes almacenes y al cántico de su sabor extraordinario.” Ya en en el primer poema, el libro se anuncia como evento: “No se dónde están los grandes almacenes pero sé, en cambio, que yo estoy en ellos...No estoy en todo almacén simultáneamente...sino de manera alternada...A saltos de esdrújula, de rotos y desgarbados dáctilos, el silencio y el cántico de los almacenes se buscan con denuedo en mi boca.” De inmediato recordamos el desafío de Tzara: “El pensamiento se hace en la boca.” Esto es, la poesía está siempre por hacerse. Los almacenes se transforman: “Son todo lo que ignoro y todo lo que rodea. Y a ellos debo mi sabiduría de fugitivo, mi sedentarismo de vagabundo contradictorio...”. En ese “cosmos autosuficiente pero dudoso” Balzac, Walt Whitman y Kafka, son parte del paisaje funambulesco y, a la vez, de la escritura y la lectura. Es un paisaje Ilimitado y periódico, como la Biblioteca borgeana; pero también una naturaleza artificiosa y una población primaria, registrada por esta historia de un sistema irrisorio y, además, regido por la ley y la abogacía. La implosión del poema da cuenta de la zozobra del mundo almacenero. Pero más que una alegoría traducible a situaciones contemporáneas, el libro (una primera cartografía de esos almacenes omínvoros) sugiere una puesta al revés de las galerías y las avenidas donde Walter Benjamin creyó ver en la forma de la mercancía el espíritu de la época. En los almacenes de hoy, parece sugerir David Huerta, se trata, más bien, de los hombres como la mercancía rizomática: el almacén sería, así, el alma-ceniza, la pérdida de la forma humana en la melancolía de la ciudad residual, tumba activa de la compra-venta universal. El evento del poema, sin principio ni final, despliega la violencia fantasmática que la escritura confronta y discierne:
Es un olor de tinta y toga, de martillazo y venda, sobre los ojos.
28 de Marzo 2014
Julio Ortega
Memoria de Paco Márquez Villanueva
El "Homenaje afectivo a Francisco Márquez Villanueva"(1931-2013), compilado por Francisco Layna y Antonio Cortijo, incluye este tributo.
Conocí a Francisco Márquez Villanueva en la primavera de 1988, en la Universidad de Harvard, cuando yo era profesor en la de Brandeis, en el vecindario académico de Nueva Inglaterra. Me habían invitado a dar un seminario de teoría literaria en la división de español del Departamento de Estudios de Lenguas y Literaturas Romances, y el chairman entonces, Per Nykrog, me pidió entenderme con el profesor Márquez, supongo que a cargo de estudios graduados de español. Tenía entonces la fama de crítico puntual de las flaquezas académicas y de severo polemista de la historiografía española y oficial. Yo había estudiado en Lima con Luis Jaime Cisneros, discípulo de Amado Alonso en el Instituto de Filología Española de la Universidad de Buenos Aires, y con Armando Zubizarreta, discípulo de Alonso Zamora Vicente en Salamanca. Ambos maestros eran, a su vez, discípulos de Menéndez Pidal. Pero lamentaba que Menéndez Pidal no hubiese reconocido más y mejor el trabajo de Andrés Bello con el manuscrito de El Cid, y tenía reparos a sus descalificaciones del padre De las Casas. Márquez Villanueva tenía una relación matizada con el gran maestro, con quien, de un modo u otro, uno no cesaba de dialogar. Al año siguiente me mudé a la Universidad de Brown, y esa conversación sobre las tradiciones críticas que dan forma a nuestra biografía, se fueron desplegando, y es probable que yo haya abrumado a Paco con toda clase de indagaciones sobre la historia intelectual hispánica y sus representantes en esta tierra. Había él empezado como historiador americanista, y cultivaba el gusto heterodoxo del grande Marcel Bataillon. “No sé por qué hablas de literatura colonial americana -me dijo-, si la colonia no existió. No pudo haber colonia donde no hubo imperio”.
Paco recordó siempre que aprendió a leer de mano de su madre, que era maestra de escuela, con el Quijote como texto abecedario. Esa escena del nacimiento del sujeto lector (un yo hispánico en el espejo cervantino) no es menos americana, le propuse: todos hemos aprendido a leer literatura en el Quijote. La criada le decía a mi madre al oírme reír: “El niño va a enloquecer si sigue leyendo ese libro”. Sin saberlo, era cervantina. Paco se divertía con la historia de la lectura quijotesca americana, que invariablemente nos llevaba a Borges. Una vez García Márquez me pidió averiguar por ahí cuántos ejemplares de la primera edición del Quijote fueron a América; le pasé la pelota a Paco, quien respondió que era imposible saberlo dado que la contabilidad autorizada era mínima comparada con la del contrabando. Le intrigó la historia que escuché de chico en mi pueblo: un amigo de mi padre me había contado, muy serio, que un hueso fémur de Don Quijote estaba enterrado en la ciudad vecina de Trujillo. Podría tratarse del eco carnavalesco de la primera parodia del Quijoteen América: la pareja disfrazada de Don Quijote y Sancho en las fiestas de un pueblo peruano. ¿O una broma erudita de frailes nostálgicos de alguna reliquia sacra? Paco no creía posible que algún pueblo español se declarase dueño de un hueso triste y sin figura. No hubo tiempo ya de contarle que también en Chile hay un pueblo que se cree tumba del Quijote. Más le sorprendió a Paco que mi personaje favorito haya sido Ricote.
En cambio, deportivamente, no coincidimos en la historia de la última batalla quijotesca: el juicio de Nabokov, cuando pretendió eliminar a la novela del sílabo de los Grandes Libros, el curso que Harry Levin le impuso. Paco no le podía perdonar a Nabokov semejante disparate, y celebraba que Levin le obligara a incluirlo en su clase. Escribió Paco un elocuente y sarcástico artículo sobre el tema, y le tentaba la idea de convertirlo en una monografía sobre las lecturas arbitrarias de Don Quijote. Yo me atrevía a defender no la quema del Quijote sino la última victoria de Cervantes: las notas de lectura de la novela que Nabokov publicó luego como libro de comentarios. Me parece que esa lectura pausada lo reconcilió con la novela y le reconoció sus méritos. No le reconoció mucho - protestaba Paco-, apenas y a regañadientes... Todavía conservo una cassete con la grabación del coloquio “La cervantiada: El Quijote y la literatura de innovación” que organicé en Brown, en 1993. En reconocimiento del juicio de residencia quijotesca emprendido por Francisco Márquez Villanueva, el encuentro empezó con una conferencia suya sobre “Cervantes, libertador literario”; contó con la presentación de Carlos Fuentes, “My Dinner with Don Quijote”; y con la participación, entre otros, de Alan Trueblood, querido colega nuestro, ya entonces jubilado; Carlos Rojas, novelista y memorialista catalán, entonces profesor de Emory; y Roberto Ruiz, escritor y erudito santanderino, a quien Paco me había sugerido varias veces invitar a nuestros coloquios; Ruiz había vivido en México, exiliado, y enseñó muchos años en Wheaton College, también en éste vecindario. Fue un encuentro memorable también por las contribuciones de varios escritores que proseguían “la tradición de La Mancha”; entre ellos José Balza, Edgardo Rodríguez Juliá, Carmen Boullosa, Julia Castillo, José Antonio Millán, Adolfo Castañón, Francisco Hinojosa, Javier Ruiz y Diamela Eltit. Este encuentro prefiguró el espacio de lectura trasatlántico que se desarrollaría en Brown como una hipótesis del hispanismo internacional del español de las mezclas.
Cada otoño hacíamos el trámite para el nuevo carnet de lector, que me permitía sacar libros de esa biblioteca. Y en cada visita a Cambridge comíamos en los alrededores, casi siempre, en Casa Portugal, su lugar favorito para compartir una botella de vinho verde y los temas de la hora y de siempre: la biografía de Cervantes, en primer lugar, pero también la suerte de Herrera y su libro perdido, de Fray Luis y la traducción, de Mateo Alemán y sus desventuras, de la Universidad y sus extravíos. Fue siempre un intelectual comprometido no sólo con el pensamiento heterodoxo sino con la gran tradición liberal, secular y crítica. Tenía una especial predilección por la prosa de Gabriel Miró y, ciertamente, por el papel crucial de Juan Goytisolo en una España plural y democrática. Había conocido la virulencia de las horas negras de España; y ante el recrudecimiento de esa tradición autoritaria, llegaba a temer por la suerte de los espacios ganados por la transición.
Con Juan Goytisolo acordamos que la jubilación reciente de Francisco Márquez Villanueva era el mejor pretexto, si alguno hacía falta, para dedicarle un coloquio en reconocimiento de su fecundo trabajo. Después de muchos años de investigaciones y novedosas interpretaciones de la historia intelectual española, por fin se daba la extraordinaria sintonía de ésta obra y el momento histórico español de una lectura que buscaba, más allá del historicismo positivista y la filología obligatoria, una imagen fecunda de la España de la mezcla como signo de lo moderno, una práctica crítica capaz de romper la matriz de la censura, y una revelación creativa de las posibilidades de articular las lecciones de la historia como memorias del porvenir. La vuelta de la figura de Francisco Márquez Villanueva a España, aunque extraña al canon crítico complaciente, se hacía lugar entre los estudiosos más alertas y las corrientes de apertura y relevo. Esa labor ilustrada de su trabajo la celebró, no sin gusto polémico, Juan Goytisolo. De manera que cuando Juan me prometió que estaría en Brown para celebrar los trabajos de nuestro amigo, convocamos al encuentro “La tradición crítica. Coloquio en Honor de Francisco Márquez Villanueva” (Mayo 3, 2002). Actualizando, con atención al entramado literario, la crítica y el ensayo de sus modelos, Américo Castro, Asensio y Bataillon, Márquez Villanueva le dio a su formación filológica e histórica una instrumentación analítica y un descernimiento de estilo capaces de revelar la forma cultural elaborada de la imaginación crítica española. Como Auerbach y Curtius, hizo de la crítica una forma de la plenitud que busca proyectarse en la mejor literatura. Goytisolo dedicó la conferencia central a La Celestina, que evocaba su temprana dedicación al Medioevo.
Participaron en el coloquio Beatriz Pastor, Randolph Pope, Ángel Sáenz- Badillos, Irene Zaderenko, Alan Smith, Lola Peláez, Antonio Monegal, Wadda Ríos- Font, Christopher Conway, Fermín del Pino, y recuerdo también la amistosa presencia de Teresa Gilman y Dinah Lida. He encontrado la presentación que leí esa mañana de mayo:
“A la tradición –que un poeta llamó “llama viva”- le debemos la sabiduría de las formas y la justicia del reconocimiento. Nos debemos, en efecto, a esa memoria que, cada tanto, nos concede la extraordinaria posibilidad del agradecimiento. En esta casa hemos tenido la buena fortuna de celebrar el trabajo de nuestros colegas mayores; entre ellos, más recientemente, Alan Trueblood –que por feliz coincidencia hoy cumple 85 años- ; José Amor y Vázquez –quien a sus 80 años acaba de publicar una edición de amor erudito-; y a Geoffrey Ribbans, quien ha hecho del retiro un taller de excelencias. Como uno es hechura de sus maestros, y los escuchó hablar una y otra vez de los suyos, cree haber aprendido que la vida intelectual –o como dice el anglicismo, la “vida académica,” lo que es más conventual que ecuménico- está hecha en la convivencia del diálogo. Reconocer, por ello, el trabajo de un colega vecino, en su turno y a tiempo, es un plazo de tributos que, de paso, nos reconoce en el diálogo mayor. Hace cinco años en esta misma sala de música de Rochambeau House, pudimos dedicarle a Rodolfo Cardona, que se había retirado de Boston University, un cálido tributo. Francisco Márquez Villanueva es, claro está, un vecino excepcional. Varios de los profesores de este Departamento de Estudios Hispánicos lo tenemos por interlocutor, maestro y amigo. Hablando con Juan Goytisolo de lo mucho que el pensamiento crítico español le debe a Márquez Villanueva, acordamos de inmediato que la ocasión de su retiro era propicia para reunirnos en torno a la suerte de la crítica hispánica. Un foro sobre la reflexión crítica iberoamericana sería la mejor forma de reconocer la calidad y riqueza de sus muchos trabajos. Goytisolo –el intelectual que más intensamente ha tratado de actualizar la diversidad de la tradición española, rescatándola del tradicionalismo y el conformismo- había ya prologado El problema morisco (desde otras laderas) (Madrid, 1991), uno de los libros en que Márquez Villanueva demuestra que la complejidad de la trama cultural hispánica está hecha también por el entramado árabe, tanto como por el hilo hebrero, según prueban otros tratados suyos, plenos de erudición, sabiduría y gusto. De modo que la presencia de Juan Goytisolo en este coloquio dedicado a su buen amigo y compañero de travesía no hace sino más vívido nuestro tributo al amigo sevillano, colega harvardiano, y maestro trasatlántico. Acompáñenme a dar la bienvenida a Paco y Teresa a esta su casa.”
Me complace especialmente, en esta melancolía retrospectiva, que Francisco Márquez Villanueva tuviera en Brown un lugar de acogida. Dos semestres, año de por medio, dictó aquí dos seminarios sobre Cervantes, el primero sobre el Quijote y el otro sobre las Ejemplares. Venía en el tren, uno de nuestros estudiantes lo esperaba en la estación, comíamos en el campus, y dictaba su clase a un grupo privilegiado. Pocas cosas le placían más que enseñar, hablar con los estudiantes de sus proyectos, comentar con detalle sus trabajos. Vino también, alguna vez con Teresa, la última a compartir una cena con Juan Luis Cebrián. Me acuerdo que hablando por teléfono para quedar en otra visita suya, le pedí que viniera con nuestro querido Luis Girón, en su coche. ¡Pero Luis no tiene coche, no conduce! -me respondió, y de inmediato escribí esta variación:
Si Luis tuviese coche
y supiera conducir
podría venir con Paco
y comer tan contentos.
Categorías y portentos
de pausas y de afectos
nos gobiernan la vida
entre Harvard y Brown.
Sólo el moro Ricote
de la hora y la distancia
salvaría camino y cogote.
Académicos rimando
y buen vino para tanto.
Por esas simetrías en que la realidad se complace, como decía Borges, Paco Márquez había sido responsable casual del levantamiento de la censura del tratado celestino. Unos meses antes de su partida, cuando había vuelto de un viaje a Sevilla, donde le dedicaron justos reconocimientos de pródigo hijo, recordó que siendo estudiante había acudido a la Biblioteca de su escuela para pedir al bibliotecario el tomo de La Celestina. El buen hombre le respondió que estaba entre los “depurados” por la censura; pero como nadie lo había reclamado nunca y la guerra civil había terminado, era hora de sacarla a la luz. “Es probable que yo contribuyera- decía él, con humor- a terminar su depuración”. También recordó que cuando le negaron plaza en la Universidad de Sevilla, un funcionario del régimen conocido de la familia le había dicho a su madre: “Aconséjele a su hijo que se marche al extranjero, allí le irá mejor”. La madre sólo se lo contó muchos años más tarde, antes de morir. Calló la amenaza para dejar al hijo en libertad de elegir.
Como en el episodio de Ricote, se trata, al final, de la libertad.
Javier Vásconez contra la geografía
Javier Vásconez (Quito, 1946) es uno de los narradores latinoamericanos que con mayor agudeza ha sido capaz de contaminar de literatura no sólo a lo real sino, lo que es más decisivo, al lenguaje mismo.
Sus relatos son precipitados químicos que desencadenan versiones alternas y secuencias interpuestas de la Ciudad, que se bifurca como si creciera en el lenguaje, rehaciéndose entre rutas contrarias y escenarios fantasmáticos. Esa construcción de un ámbito emotivo ocurre como un escenario de Eschner o de Magritte, donde la “mirada oblicua” desata las formas de un relato tácito. En un discurso sobre las paradojas de la escritura, ha dicho: “A veces he llegado a pensar que Ecuador no es un país, sino una línea imaginaria cuyo nombre fatídico y abstracto se lo debemos a los geodésicos españoles y franceses del siglo XVIII...Este sentimiento contradictorio y equívoco, con el que los ecuatorianos nos hemos habituado a vivir, curiosamente posee su lado enigmático y luminoso.” Como los mejores escritores de su país, Vásconez ha remontado la pesadumbre geográfica, y es de los que mayor horizonte ha abierto para sus lectores. No es casual, por ello, que la diáspara ecuatoriana, hecha de varias migraciones traspuestas, se encuentre ahora con sus ficciones, donde el Ecuador ocurre como un escenario que se despliega, imaginativamente.
No está solo en esa navegación contra la corriente. Acabo de compilar una amplia antología de cuento ecuatoriano que me ha permitido poner al día mis lecturas de tres grandes narradoras de ese país, Hilda Holst, Liliana Miraglia y Gabriela Alemán; recuperar, además a escritores de aliento y destreza poética, como son Leonardo Valencia y Abdón Ubidia; y, sobre todo, sumar a novísimos narradores, de talento, ironía y gracia. Los relatos de Javier Vásconez son un feliz tránsito hacia las otras orillas que el cuento abre en la geo-grafía. Para los más jóvenes es ya un geo-graffiti.
Este martes 15 se presenta en el Centro de Arte Moderno, en Madrid (Galileo 52) un libro-objeto con el manuscrito de uno de los relatos más celebrados de Vásconez, “Un extraño en el puerto” (publicado por Alfaguara en un tomo que lleva ese título, en México, 1998). Y la ocasión es buena para volver a ese puerto dotado por el escritor a un Quito libre, por fin, de la geografía. En ese bautizo del libro que es un puerto, estará su autor, recién desembarcado.
“Un extraño en el puerto” se despliega en nuestra lectura como una ciudad de los espejismos. Pocas veces la narración depende tanto de su lectura, como si el cuento sólo pudiese existir en la leve suspensión de nuestro asombro. La mirada palpita en este relato como el eje del claroscuro de una escena ritual y vital, donde se decide el sentido de los comienzos sin final posible, de procesos revelados como rutas de acceso del deseo y su ritual convocatorio.
Leyendo este cuento insondable uno abre otras puertas de la ciudad virtual, aquella que se debe a la magia urbana del azar, que ya no es nuestra, ni siquiera del habla que puntualmente la asedia. Las palabras son la materia emotiva de la que está hecha tanto la ciudad como nuestra aventura.
Un cuento que se hace mientras se escribe y se rehace mientras se lo lee, se resuelve, finalmente, como la construcción de una mirada que desde el crepúsculo comprueba que el velo de la melancolía (la distancia acrecentada ente el deseo y lo real) cae sobre la página. Esa sombra prolongada es la tinta del duelo, la herida de una pérdida. El “extraño” es el viajero que desembarca con una carta en la mano para el narrador. Ese personaje anuncia la misión poética de recrear la voz narrativa. Pero al narrador sólo podría salvarlo la perspectiva de una mirada alternativa, más libre que la geografía y más grande que los nombres.Sueño, pesadilla, imaginación, son los actos de un pensamiento sobre el narrador como producto de su relato.
Este “extraño en el puerto" es, al final, el mismo autor, Javier Vásconez, en una de sus voces más arriesgadas al sobresalto estético de lo nuevo. O, para el caso, cualquier lector es el autor de su propio extravío en las voces de una Ciudad sin mapa. Al final, el narrador no es sino el pretexto que tiene una ficción para convertirse en real.
Y todo ello para que un barco atraque en el muelle de una ciudad, Quito, que no tiene puerto. Todo para que lo imposible sea sólo improbable, y en esa brecha vuelva María, recuperada por el deslumbramiento del deseo, aunque perdida para siempre en el sueño de "una espera de algo que nunca iba a llegar."
Pero lo que llega y está aquí para siempre es este relato haciéndose cargo de la rebeldía mayor:rehacer las tiranías de lo real con el desmentido dellenguaje.
Néstor Barreto: Construir la Ciudad
La obra grafo-poética de Néstor Barreto (Puerto Rico, 1952)
se ha ido construyendo como un proyecto, en primer lugar, celebratorio de la palabra performativa, aquella que se produce en su espacio más propio, la página en blanco como el equivalente del espacio urbano de la tecnología y el diseño; después, pero al mismo tiempo, como la crítica, sátira, cuestionamiento radical y puesta en duda de los edificios de consolación que el discurso nacional (político, social, narrativo y poético) ha ido postulando como una imagen del mundo desde su breve pero elocuente peñasco caribeño, atlántico y pan-hispano. Frente a la topologia nacional, Barreto se ha propuesto levantar un terreno permanentemente en obras, que desde la gran retórica del Apocalipsis reconstruye la Ciudad de la Crítica, partiendo de la forma poética del diseño como una de las bellas artes del siglo XXI.Con noble furia, bravura y gusto dramático, este artista y poeta ha pulido su intervención en el Archivo del mito puertorriqueño de la nacionalidad irresuelta, y ha terminado proponiendo un Colectivo, que a nombre de un nosotros aloja en el idioma su química disolutiva para sumar restando y multiplicar conjugando. Su último alegato, La actual fantasía de nosotros (Colección Maravilla, 2011) su libro más entrañable y convocatorio, prueba que su proyecto nos incluye y que es hora de tomarle la palabra para devolvérsela asumida en el diálogo con que nos reta.
La actual fantasía de nosotros puede, por eso, ser recorrido (que es la forma de leerlo) como un mapa de la fundación de esa otra Ciudad, una ciudad rizomática, que crece con el lenguaje sin otro centro que la palabra ¨nosotr@s", esa "fantasía", más humana por más libre.
Si la performance acontece como una poética del evento, es porque ocupa todo el presente como un verbo intransitivo, cuyos sujetos son el hablante y el oyente, en un mismo cuerpo verbal desplegados. El diseño supone la puesta en página del verbo, diseminado como una fuerza imantadora, que corre todos los riesgos de su propio exceso fecundo; pero también como un principio asociativo, en el cual los sujetos del habla se interrogan en un catálogo pronominal, que ocupa las formas sociales de la identidad: la pérdida del sujeto, precisamente, en las máscaras develadas como otra mascarada. Pero el diseño es también el espacio en blanco, que suma y sigue, como el contrapunto de una letanía que anega la página, saturando su espacio y, a la vez, liberándolo del lenguaje para que aparezca como verbo enunciativo, como puro lugar de enunciación. Se trata, en efecto, de un rito de purificación agonista, según el cual para liberar al lenguaje debemos librarnos, primero, de él mismo, de su carga de representaciones socializadas, cuya Comedia del nombre es la pérdida del nombre propio.
Con audacia y valor, Barreto se somete a este despojamiento y, a poco de habernos iniciado en la expulsión del lenguaje de las puertas del poema, nos deja libres para ser parte de ese Nosotros en construcción, un Colectivo del asombro compartido:
a nosotr@s nos asombra que esta
realidad no sea más (obvia) (diáfana)
que nosotr@s (es) (sea) un(a) (anhelo)
(aspiración) (meta) (telos) (objetivo) (diana)
Esta opción parentética produce la polisemia nominal del poema, convertido, luego de las sumas que restan, en un operativo analítico, no sólo enumerativo sino analógico; capaz, por ello, de ligar lo desacordado, y acordar lo nuevo. El diseño, por lo mismo, es el de una Ciudad por hacerse, cuyo mapa primero es esta figurao esquema. Ciudad saturada de su propia leyenda, en efecto, donde la sátira es el camino a la epifanía; donde una ciudad sin aura, puede plantearse la transparencia del colectivo:
revelarnos para identificarte. esa es la aspiración nuestra.
algun@s lo logramos, algun@s somos el logro mismo de ese incensal.
lava corre entre nuestras penas, queremos comunicarl@.
A nombre de "lo virtual" que llama "lo imaginal" este proyecto resume las exploraciones del espacio liberado por las vanguardias, un espacio intersticial en el habla; pone en práctica una sintaxis tensa y contrapuntística, que se presenta como "fractal", y remonta una crítica del lenguaje despojando al nombre de su referente para que la poesía no sea el mapa del mundo conocido sino el esquema de un mundo por nombrarse.
La furia poética del arrebato verbal pasa por el cuestionamiento de la cultura nacional, de los roles asignados y las posturas identitarias, para recomenzar en una palabra desocializada. Esa fuerza de la negatividad creativa, prevista por Adorno, posee convicción pero también humor, y no se complace en su retórica sino que se resuelve en su poetica, en aquello que está por hacerse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario