miércoles, 25 de septiembre de 2013

PATISHTÁN




UNA VIDA MUTILADA POR LA INJUSTICIA

“No soy culpable, no soy un delincuente, lamentablemente las autoridades no lo ven así, no piensan y ni conciencia tienen para aplicar una justicia que merecemos todos los mexicanos. No se dio porque dicen ellos que mi inocencia está infundada. Mi verdad no puede ser infundada y se dio esta injusticia quizás… por mi color, porque soy indígena, a lo mejor”


PRIMERA PARTE Doña Andrea Gómez Gómez apenas puede caminar. Se desplaza desde una austera habitación amueblada con catres y camastros desvencijados hacia la estancia principal, un cuarto semivacío. Sus parientes la ayudan a sostenerse en un par de muletas desgastadas. Está descalza y tiene los pies ajados. Es la abuela materna de Alberto Patishtán, el maestro rural indígena tzotzil que está preso desde hace 13 años en Chiapas, acusado de siete asesinatos. En el cuarto en penumbra la espera María Gómez Gómez. Taciturna, está sentada en una silla y mantiene las manos cruzadas sobre el regazo. La mujer aparenta más de los años que tiene. Sus ojos se escabullen en un rostro pálido y un semblante demacrado y rígido. Sus trenzas caen como dos hilazas sobre sus hombros esqueléticos. María sufre de ataques epilépticos desde que Alberto era un niño; es su madre y por la enfermedad, no pudo criarlo ella y en su lugar estuvo don Francisco Gómez Gómez, el abuelo materno. Don Francisco es un anciano en calzones de manta que se sostiene en pie sobre dos piernas desnudas y morenas que asemejan zancos hechos de roble. Fue él quien lo envió a la escuela rural para que aprendiera a leer y a escribir. Los tres se sientan uno enseguida del otro, en hilera. Martín Ramírez López, un profesor rural que jugó a las canicas con Patishtán cuando niño, traduce. Los abuelos no hablan español: “Hay noticias de Alberto: lo pueden ver”. Hay un video donde Alberto Patishtán aparece en primer plano. A pesar de que su sentencia por 60 años de prisión fue ratificada hace unos días, el “profe” está tranquilo y sonriente porque se encuentra por unos minutos con su hija Gabriela y su nieta Génesis de tres meses de edad, la primera, en la oficina del director de la prisión del Cereso número 5. Alberto abraza a la niña. Le hace cariños y la pequeña empieza a llorar ante los flashazos de las cámaras. La abuela rompe en llanto y se seca las lágrimas con la esquina del rebozo. El abuelo tiene una sonrisa petrificada y la mirada fija en la secuencia de imágenes: la madre, María, dirige su dedo índice derecho hacia la pantalla y dice palabras en tzotzil. Llora y ríe al mismo tiempo que sacude la mano y la emoción se le desborda. Les habla a todos, a sus parientes y a los extraños. Los abuelos de Patishtán rompen en llanto cuando ven a su nieto en video. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo Doña Andrea, Don Francisco y María tienen 13 años sin ver a Patishtán. Desde que se lo llevaron preso, desde que lo “levantaron” sin una orden de aprehensión en una de las callejuelas de El Bosque cuando Alberto se dirigía al bautizo de un niño de la comunidad para ser el padrino. No lo han visto porque están viejos, enfermos, cansados, pobres y son indígenas que viven en la profundidad de la Sierra de Chiapas; en un municipio donde no hay carretera, ni transporte público y el camino que lleva al lugar, es una vereda de 80 kilómetros carcomida por el agua que escurre de los cerros, plagada de curvas, voladeros, lluvia y niebla. Por eso lloran y ríen. Porque está ahí, en una pequeña imagen. Sobrio, limpio y de buen semblante. Se mueve, abraza a su nieta y sonríe. “Estábamos esperando que las autoridades demostraran un poco de justicia. Sin embargo lo que esperábamos no fue así. Tristemente tenemos que decir que tenemos que salir de México para buscar justicia. Tenemos que ir a Amnistía Internacional. Todos queremos vivir en un México libre y en paz, cosas que no se dan”, dice Alberto. El maestro conocido como “el profe” por sus allegados no luce cabizbajo ni derrotado. Está sereno. “No soy culpable, no soy un delincuente, lamentablemente las autoridades no lo ven así, no piensan y ni conciencia tienen para aplicar una justicia que merecemos todos los mexicanos. No se dio porque dicen ellos que mi inocencia está infundada. Mi verdad no puede ser infundada y se dio esta injusticia quizás… por mi color, porque soy indígena, a lo mejor”, dice. Luego prosigue: “O porque no soy güero para poder hablar otras lenguas o porque no tengo el poder económico para hacer otras cosas, no sé, pero…yo soy uno de tantos indígenas que están en la cárcel por no poder expresarse bien, porque no tienen dinero para pagar abogados o no pudieron tener un traductor durante su proceso legal. Ellos, los magistrados, no quieren ver. Si yo les prestara mis ojos, las cosas serán muy diferentes. Yo seguiré aquí, pero no voy estar callado”. Alberto habla, pero sus abuelos y su madre no lo entienden, porque solo se comunican en su lengua. “Su madre está feliz, hace 13 años que no veía a su hijo. Para ella es un alivio verlo aunque sea en un video. Al menos ya vio que está entero”, dice Juan Collazo Jiménez, un ex convicto que compartió la cárcel con Alberto y que ahora, afuera desde hace dos meses, ayuda en lo que puede a su buen amigo “el profe”, que en prisión le dio clases clandestinas y le enseñó no sólo el alfabeto, sino que su destino, aún no se termina de escribir. La mayoría de los miembros de la familia tienen más de una década sin verlo. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo *** Alberto creció con sus abuelos, tíos y tías por línea materna porque sus padres se separaron cuando él era aún muy pequeño. María, su madre, se quedó a cargo de los hijos, pero pronto enfermó de epilepsia y los niños se quedaron en manos de sus parientes, pues Patishtán, el papá, no quiso hacerse cargo. Se alimentó de elote y pozol, un alimento típico de la Sierra tzotzil, que asemeja un vaso o un platón de atole, pero que en realidad es una bebida refrescante preparada a base de harina de maíz que se sirve fría o caliente dependiendo del clima. Calzó huaraches de tres puntadas y suela de llanta, calzones de manta y camisas de franela y sujetó con un lazo sus cuadernos para que no se le cayeran, pues el niño no conoció mochila. El recuerdo más vivo que tiene Don Francisco de Alberto niño, es a un pequeño que después de la escuela y de trabajar en los cafetales jugaba a las canicas en el portal o en cualquiera de las dos habitaciones de la casa. El abuelo suelta la carcajada al recordar a su nieto correteando por toda la vivienda y planeando su estrategias para ganarles la canicas a sus amiguitos, uno de ellos el profesor Martín Ramírez. “Era bueno para jugar a las canicas y también le gustaba el futbol ahí en los baldíos llenos de hierba, pero un día se fracturó una pierna y ya no jugó más”, recuerda Ramírez. Pero ese retazo de historia lo conoce bien el abuelo, pues aquel día Alberto llegó lastimado en hombros de sus compañeros de escuela. “Cuando adolescente le gustaba jugar basketball y un día, dice el abuelo, que llegaron sus amigos de la escuela en la mañana con Alberto en hombros, porque se usaba en aquellos tiempos que las clases de las secundaria empezaran a las dos de la tarde. Brincando se fracturó una pierna y lo llevaron con el huesero a que le arreglara los huesos, pero quedó mal”, traduce el profesor Martín Ramírez. Pero Alberto aunque era juguetón de niño, tenía un carácter apacible y era dócil, dicen sus tíos Carmelo y Juan Gómez Gómez. “Se crió con nosotros, a falta de padre, nosotros le enseñamos a trabajar en los cafetales”, dice Carmelo. Los tíos son hombres de campo: usan camisas a cuadros, huaraches y paliacates. Sus tías Manuela y Demetria son mujeres indígenas que tienen trenzas largas y visten trajes típicos bordados de flores con hilazas rojas, faldones y andan descalzas. Carmelo no entiende porqué su sobrino está en la cárcel acusado de un asesinato múltiple por la versión de un testigo que lo señala. Un muchacho que se forjó en el esfuerzo y salió desde abajo, que trabajó la tierra, fue campesino y ahí, en los cafetales un día le hizo una promesa. Esa tarde el Sol estaba entre amarillo y anaranjado y corría una brisa fresca. Era uno de los pocos días soleados, porque aunque El Bosque está ubicado en tierra caliente, durante el verano casi siempre está nublado, lloviznando y envuelto en una neblina espesa. Alberto miraba hacia el cafetal y le dijo a su tío: “algún día voy a dejar este trabajo, voy a echarle muchas ganas al estudio, voy a ser alguien, ya verá”. Un día feliz: ha visto a la familia. Y es feliz a pesar de que le ratificaron la condena de 60 años apenas horas antes. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo *** La fachada de la casa de Alberto Patishtán en El Bosque está como él la dejó. Está pintada de color rosa y tiene la puerta de la entrada y la ventana que da a la calle principal que lleva a Simojovel con un azul celeste. Pero a diferencia de aquella vivienda recién remodelada de hace 13 años, ahora padece los estragos del abandono. Y si la fachada está descuidada, adentro, el panorama es desolador. El que alguna vez fue el hogar que albergó a la familia de Patishtán luce solitario. En su interior aún hay algunos muebles. Un librero con televisión, un aparato de sonido y una videocasetera, rodeados de muñecos de peluche que pertenecieron a sus dos hijos, Gabriela y Héctor. Los pocos sillones, un trastero y una mesa están cubiertos con sábanas para protegerlos del polvo y de los cuadros que Alberto adoraba, solo queda uno de un caballo alvino y el tradicional retrato de las “caritas” de los gestos de Gabriela cuando era bebé. Manuela Ruíz Patishtán, tía abuela de los hijos de Patishtán, acude unas dos veces por semana a la vivienda para asearla, pues vive a dos casas de distancia. El Bosque es un pueblo de 18 mil 559 habitantes, donde todos se conocen. Antes de que Rosemberg Gómez Pérez, hijo de Manuel Gómez Gómez, ex Presidente Municipal de ese municipio, señalara a Alberto de asesinar a siete personas y herir a dos, entre ellos él, el maestro rural tenía una vida plena. Logró ingresar al magisterio y en 1996 empezó con su carrera de maestro. Estaba casado y su primogénita, Gabriela tenía nueve años y Héctor, su segundo hijo, cuatro, cuando fue encarcelado. “Cuando Alberto fue apresado, apenas estaba empezando, tenía cuatro años trabajando, pero le iba bien porque siempre ahorraba su quincenas y ya tenía su casa bien. Eran una familia muy unida, Paulina y los niños eran felices”, recuerda Martín Ramírez. Martín ingresó al magisterio casi a la par de Alberto. Eran grandes amigos desde niños y fue testigo de la debacle y la destrucción de todo lo que aquel profesor rural construyó durante su vida. “La desesperación fue cuando Alberto fue sentenciado por 60 años, la familia se descontroló y se vino abajo. En 2006 Paulina, su esposa decidió irse a vivir con otro hombre, a otra comunidad y los niños se quedaron solos, nunca fueron a vivir al pueblo donde está la señora. Una de las hermanas de Paulina, Rosalinda, ella se pasó a vivir con los sobrinos por un tiempo y estuvo al tanto”, narra Martín. Pero Rosalinda también se fue y Gabriela y Héctor se quedaron completamente solos y fue Candelario Ruíz Patishtán, abuelo materno de los niños y la tía abuela Manuela, quienes terminaron la crianza de los muchachos. “Aquí se criaron, lo ayudamos con la comida, cuando se quedaban solos, que no estaba su tía, se venía Héctor para acá a tomar café. Cuando la mamá se fue se fue con otro hombre, quedaron muy chiquitos y sufrieron mucho. A veces no tenían que comer y nosotros les ayudábamos”, dice Manuela. Manuela es una mujer indígena de más de 70 años que habla un poco de español y como puede cuenta la historia de aquellos niños. “Cuando Héctor empezó a crecer, se sentía muy solo y cayó en el vicio del alcohol porque no tenía papá, ni mamá”, recuerda Manuela. Los niños de llevar una vida holgada, empezaron a padecer carencias y a pesar de que Alberto Patishtán nunca dejó de hablarles por teléfono cada 15 días, el futuro de sus hijos se le salió de las manos. “Como mi papá ya no regresó todo se desintegró. Pasamos por momentos difíciles, en lo económico, en la convivencia, por la escuela, por lo mismo creo yo, por no tener a mi papá y por la falta de dinero, mi mamá se buscó a otra pareja como a los seis o cinco años de mi papá en prisión. No la juzgo ella tendrá sus razones, a lo mejor la angustia, la preocupación fueron los motivos para irse con otra persona y dejarnos solos”, dice Gabriela Patishtán. La hija mayor de Alberto recuerda que su abuelo paterno los alimentaba con lo que ganaba con la siembra de café y maíz y también, las veces que los dos hermanitos salían a las veredas a vender plátanos y naranjas para reunir un poco de dinero para comprar útiles escolares. “A veces no visitamos a mi papá por seis meses. Yo seguí estudiando, aunque con carencias, no había para útiles, uniformes, ni gastos. Mi abuelito me daba mis 10 ó 15 pesos. Héctor dejó la escuela”, dice Gabriela. La familia de Alberto Patishtán además, tuvo que vivir durante los 13 años que él tiene encarcelado, con el ex Presidente municipal que lo acusó como vecino. Manuel Gómez Gómez siempre conoció al maestro, desde niños, como todos en El Bosque. “Yo iba a jugar a las muñecas con la hija del ex Presidente. Las dos familias nos frecuentábamos, pero todo empezó a cambiar cuando empezaron a surgir problemas en el pueblo y la gente lo quiso destituir de su puesto. Mi papá empezó a mover a la gente y a partir de ahí, la buena convivencia se acabó. Es lo que yo recuerdo”, dice Gabriela. No lo han visto porque están viejos, enfermos, cansados, pobres y son indígenas que viven en la profundidad de la Sierra de Chiapas; en un municipio donde no hay carretera, ni transporte público y el camino que lleva al lugar, es una vereda de 80 kilómetros carcomida por el agua que escurre de los cerros, plagada de curvas, voladeros, lluvia y niebla. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo *** El día que se llevaron preso a Patishtán, su hija Gabriela de nueve años, se preparaba para irse a la escuela. El profesor había salido de su casa para asistir a un bautizo, donde él sería el padrino. “De repente unas personas del mercado me dijeron ‘a tu papá se lo acaban de llevar unas personas’, entonces me regresé corriendo a mi casa y mi mamá ya sabía. Estuvimos una semana sin saber de él, pensamos que ya lo habían matado. Después nos enteramos que lo tenían arraigado y pasó un mes y posteriormente lo pasaron al reclusorio”, narra Gabriela. Patishtán fue acusado de una emboscada ocurrida el 12 de junio del 2000, cuando gente armada emboscó en la carretera cerca de Las Limas a una patrulla que llevaba nueve personas. Siete murieron y dos resultaron lesionadas, un elemento de la Policía de Seguridad Pública y el hijo del presidente municipal de El Bosque que conducía el vehículo. Este último señaló al maestro Patishtán como autor material de la balacera. En su declaración dijo que Alberto lo sacó del vehículo jalándolo de los cabellos, se descubrió el rostro y le disparó en la espalda. En las declaraciones, el policía sobreviviente, Belisario, declaró a favor de Patishtán: “Yo no puedo acusar al profesor Alberto porque yo no vi a nadie, cuando fui impactado me tiré dentro del carro. Me hice el muerto. Así fue como sobreviví”. El muchacho Rosemberg dijo haber visto a Patishtán dispararle con un arma de fuego, aunque no vio con qué mano disparó. El juez hizo caso omiso de varios testimonios que confirmaban que el profesor estuvo ese día en la escuela y Alberto fue sentenciado el 18 de marzo de 2002 a 60 años de prisión después de ser un activista y líder en su comunidad. 


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