Desiderio o el arte de la familia
A salto de línea
Braulio Peralta
Desiderio Däxuni siempre quiso volar y por eso se hizo bailarín. Pero la técnica de la danza en el Ballet Nacional de México lo asfixiaba. No le permitía que su sueño se desvaneciera en el aire. Terminó su profesión y emprendió la búsqueda de sus raíces indígenas; ahí donde el pensamiento vale menos que el Sol, la Luna, la Tierra y los prodigios de la naturaleza.
Tlile Tlapali (los que se pintan de rojo y negro), su primer coreografía para graduarse en 1989 fue el comienzo de lo que vendría. Su madre, Doña Rosita, le enseñó el castellano pero no su lengua, el hñahñu (otomí). Por eso el alumno de Guillermina Bravo se inauguró como bailarín pero a la vez cursó el aprendizaje del hñahñu, como un regreso a su origen.
Entre la técnica dancística y el conocimiento del idioma indígena la transformación de Desiderio Däxuni fue un viaje de ida y vuelta a su pasado y presente. Un retorno a sí mismo. Un hacer de la danza propósitos absolutamente individuales. La danza adquirió el espectro y la filosofía del mundo indígena. Su regreso al escenario es una deuda personal que quería pagar públicamente.
Veinte años después de su primer coreografía llegó a la Ciudad de México dejando sus bailes en las comunidades indias de la Sierra Gorda de Querétaro, impregnado de las fiestas, lenguas y la antigua sabiduría de los que fueron dueños de estas tierras, los desposeídos. Llegó al Teatro de la Danza con su último trabajo ritual: Las cuatro palabras, el lugar donde el ánima del danzante guerrero y los cantos de la anciana sabia se confunden en una mezcla de añoranza por el arte indígena o —si preferimos ser eurocéntricos—, arte prehispánico.
Apenas 70 minutos para dejarnos boquiabiertos a la experiencia de vivir el rito como propósito de acción. Al ritmo de Julián Carrrillo, poesía y cantos en hñahñu. No sabemos dónde se confunden la música, el teatro y la danza. Pero nos queda claro que la magia que logra Desiderio Däxuni en el escenario la querría cualquier miembro de la comunidad teatral.
El espectáculo es el arte de la familia y sus cómplices. Sí. Porque doña Rosita, la madre, canta en su idioma y nos transporta a la idea indígena de que somos más de lo que pensamos, un camino de sombras y luces, un regreso a la casa primigenia que es memoria olvidada. Pero además, Doña Rosita teje mientras el guerrero baila al Norte, al Sur, al Este y al Oeste para alcanzar el vuelo, para ser caballero águila y finalmente aterrizar en el seno materno de la tierra.
La candidez del rito ancestral hecho teatro nos recuerda a Huizinga en Homo ludens: “Para jugar verdaderamente el hombre, cuando juega, ha de convertirse en niño”. Una sensibilidad como la del gran director de teatro, Julio Castillo (1946-1988), lo entendería mejor que cualquier soberbio y escéptico. Y así, Desiderio Däxuni será un artista incomprendido en esta tierra de mestizos que olvidaron de dónde venimos en al menos la mitad mestiza de nuestra historia.
Un espectáculo digno para Europa y menospreciado en México. Un bailarín de danza contemporánea que prefirió arroparse en su pasado antes que claudicar en la supuesta modernidad de la danza. Valdría la pena que las autoridades culturales voltearan a estos eventos irrepetibles.
Gracias Desiderio, Doña Rosita, Hilaria, Martha; Roberto Zamora, Leonardo y Antonio Cue: una familia en el arte del encuentro con nuestras raíces.
Coda
Si el teatro no regresa a decirnos cosas profundas de nosotros mismos está condenado al olvido. Es necesario despertar.
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