Rompecabezas en Rojo
Expone Galería Juan Martín 'El salón de la fama', de Vicente Rojo
Por Silvia Cherem S.
Ciudad de México (13 noviembre 2011).- Una exposición y un reconocimiento permiten a los seguidores de Vicente Rojo (Barcelona, 1932) —artista plástico, diseñador gráfico y editor calificado por Carlos Monsiváis con el adjetivo de indispensable para la vida cultural mexicana— armar piezas del rompecabezas de su hermética trayectoria.
El 5 de noviembre fue inaugurada en la Galería Juan Martín su exposición El salón de la fama, homenaje a 12 personajes: escritores, artistas y un cineasta que han determinado su mirada. Y, el 19 de noviembre, en el Museo de Arte Moderno, recibirá la Medalla Bellas Artes. Rojo es críptico, tímido y estoico, un hombre de pocas palabras. Sin embargo, ambos sucesos sacuden su memoria. Son señales y negaciones a pie de página. Escenarios y recuerdos de una trayectoria. Escrituras de su doloroso pasado en una Barcelona en guerra y destellos de luz con los que renació en México.
El Salón de la fama
Como continuación de la exposición Correspondencias, presentada como una propuesta de Isaac Masri en el Centro Cultural Estación Indianilla en junio de 2009, Vicente Rojo tuvo la necesidad de acrecentar su lista de gratitudes incluyendo a personajes que han influido en su mirada de artista. Ahora eligió a 10 figuras más para homenajearlas creando simultáneamente obras de pequeño y mediano formato, en técnicas variadas, como un gran juego de fragmentos sueltos, historias traslapadas y elementos reiterativos de su propia existencia.
Su lista incluyó a cuatro escritores: Italo Calvino, representado con seis construcciones que evocan Las ciudades invisibles; Agatha Christie, quien despertó en Rojo adolescente una afición por las novelas de intriga; Julio Verne, el creador de la idílica isla solitaria en la que Rojo se refugió en su infancia, y el poeta Carlos Pellicer, a quien conoció conmovido por su poesía y a quien representó con flores hechas con coloridos trompos.
Siete fueron los artistas plásticos. Realizó ensamblajes y montajes con brochas, botes de tinta china, lápices, números y letras para representar la intimidad perturbadora de las cajas de Joseph Cornell. Dedicó tres máscaras realizadas con madera y cartón a Germán Cueto, hombre dulce y cariñoso a quien conoció. Recreó las texturas y las "formas feas" con las que Jean Dubuffet lograba crear obras trascendentales. Homenajeó a Paul Klee con obras de gran formato con relieves de cartón. Recordó la eficacia plástica, simple, limpia y definitiva de Piet Mondrian. Bailó creando ensamblajes de madera en movimiento como los de la escultora Louise Nevelson. Y se columpió en el remanso de inquietud de Mark Rothko.
Por último, dedicó su obra a George Méliès, pionero de la cinematografía y creador de una ficción fantástica colmada de elementos novedosos, ingenuos y conmovedores. Rojo quiso acercarse a su Viaje a la Luna, recrear sus cielos, sus formas tiernas, juguetonas y amables con las que lograba conmover a sus espectadores a pesar de los escasos recursos con los que contaba.
Ejecutando una especie de autobiografía, en un acto de reciprocidad y gratitud, usó para estos cuadros materiales atesorados en cajas a lo largo de su vida. Maderas que algún día trajo de Nueva York. Etiquetas que guardó desde 1964, compradas en Bruselas. Trompos y canicas de México que fue coleccionando con la pesada frustración de no ser diestro en ellos y que sirvieron para dar forma a una flor de Pellicer o a la nariz de una máscara de Cueto. Soldaditos y barcos de plomo que compró en un viaje a París en la década de 1970 y que usó para honrar a Italo Calvino y a Julio Verne, respectivamente. Letras y números de todas las familias y variados materiales. Y un caracol hallado sobre la arena.
Reconociendo afinidades, recreando su caminar, en un juego que es rompecabezas de su propia existencia, Rojo —hijo de republicanos exiliados y mexicano por elección— dio vida a El salón de la fama para sumarse a los festejos de medio siglo de vida de la galería Juan Martín, donde expone desde su inauguración.
Para Rojo, esta exposición es también una forma de agradecer la continuidad de la galería y recordar a Juan Martín, vasco que llegó de París a México a mediados de 1950 —invitado por Jaime García Terrés— y a quien recuerda con cariño.
Se conocieron en la Revista de la Universidad, donde Martín fungía como asistente de García Terrés, el director. Rojo colaboraba con la revista en la realización de portadas e ilustraciones y se hizo amigo de Martín, una persona noble, decente y culta, a quien identificó como lector voraz.
Por eso, cuando tras ser exitoso en la venta de grabados y dibujos en la Sala Margolín —propiedad de Walter Gruen, marido de Remedios Varo—, Juan Martín abrió su propia galería en 1961 en la Cerrada de Hamburgo, Rojo no dudó en exponer con él. Aprovechando que la galería de Antonio Souza y la Proteo se estaban diluyendo, Martín invitó también a exponer en su galería a Alberto Gironella, Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Arnaldo Coen, Francisco Corzas y otras individualidades a quienes décadas después se les agruparía en el llamado grupo de la Ruptura.
A Martín lo asistía una mística de respeto al arte. Si alguien quería comprar un cuadro y el galerista intuía que éste no cuidaría de la obra, simplemente no se lo vendía. Según Rojo, Malú Block, antaño colaboradora de Juan Martín en su galería, maneja la misma política
Medalla Bellas Artes
Vicente Rojo agradece la distinción de recibir esta medalla por la estrecha relación que ha tenido con el INBA desde su llegada a México en 1949. Seis meses después de su arribo, en enero de 1950, comenzó a trabajar en el INBA como asistente de Miguel Prieto, quien tenía a su cargo las publicaciones del instituto. Prieto, tipógrafo y pintor, a quien considera su mentor, no sólo le contagió el gusto por el moderno diseño gráfico, sino que le enseñó a poner el mismo interés en diseñar la edición monumental del Canto General de Pablo Neruda, que el pequeño y perecedero boleto de entrada a Bellas Artes.
Prieto se retiró de la Oficina de Ediciones del Instituto Nacional de Bellas Artes en 1953 y Andrés Iduarte, el nuevo director, le ofreció a Rojo encargarse de la oficina.
A sus 21 años, tenía una enorme responsabilidad sobre sus hombros y era tan meticuloso, creativo y perfeccionista que parecía que en el INBA se quedaría a laborar toda una vida.
Sin embargo, antes de dos años hubo un cambio de director y éste apartó a Rojo con la excusa de ser "empleado de confianza", pues quería la plaza para uno de sus allegados. Sin más, lo corrió. Paradójicamente, de Bellas Artes, quien ahora lo premia, fue despedido, la única vez que le sucedió algo semejante.
No obstante, durante más de medio siglo continuó colaborando con el INBA diseñando catálogos y libros, y en las salas del Palacio de Bellas Artes y en el Museo de Arte Moderno ha expuesto su obra pictórica. Por ello, el próximo sábado, Vicente Rojo recibirá orgulloso la Medalla Bellas Artes, con placer y gratitud. El INBA es parte de su renacer artístico en México.
Periodista
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Fecha de publicación: 12-Nov-2011
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