01 de Septiembre 2014
“¿Ustedes son escritores, verdad?”, nos preguntó el otro día Javi, el mesero del Café Bar Varela-Varelita.
De cabello encanecido, mofletudo, de una edad indeterminada, a lo Dorian Grey, el hombre es famoso en la ciudad por su carisma; porque juega ajedrez con los clientes; porque cuando sirve las bebidas hace girar los vasos sobre la mesa de una manera que la primera vez te agarra desprevenido. Incluso cuando anda de mal humor, que no es a menudo, Javi tiene para ti una sonrisa y un comentario agradable. Es tan querido que aparece como personaje (hasta donde yo sé) en tres novelas escritas por los parroquianos del café situado en la calle de Paraguay y Scalabrini Ortiz, en el barrio de Palermo (aquí en Argentina es común que los cafés sean además bares y viceversa). Cuando nos metimos ahí la primera vez pensamos que estaríamos a salvo de los escritores de los que veníamos huyendo de México, y de los hipsters del gentrificado Palermo, pero nada es perfecto. Yo por mi parte le ahorraré a Javi aparecer en una novela mía. ¿Qué culpa tiene el hombre de ser tan simpático y trabajar en un lugar frecuentado por artistas que lo quieren inmortalizar a toda costa?
De la carta del Varelita recomiendo el sándwich de lomito y el café con leche, nada del otro mundo, aunque son sabrosos. Otro de los empleados, mi tocayo, Daniel, es tan comprensivo que siempre entiende que cuando digo “una torta de lomo” (aquí la torta es un pastel), me refiero a un sándwich, todo gracias al gran embajador cultural de México en Argentina: el Chavo del Ocho.
“Claro, una torta”, dice Daniel, “como la torta de jamón del Chavo”.
“El sábado va a haber una presentación de un libro aquí a las siete”, dice Javi, como diciendo: “bueno, si ustedes son escritores seguro frecuentan esas cosas raras llamadas presentaciones de libros”. Y señala en la columna central un cartel pegado con cinta adhesiva.
“Claro”, digo.
¿Cómo explicarle a Javi que si estoy a miles de kilómetros de mi patria es en gran parte para huir no solo de las presentaciones de libros sino de la fauna literaria? Tengo cuatro meses sin celular, reviso lo menos posible mis cuentas de internet. No estoy al tanto de quién se ganó tal premio o publicó tal libro, ni de quién se acuesta con quién ni de qué dijo quién. Aquí en Argentina apenas si cruzo palabras con alguien, no miro las mesas de novedades, voy a librerías de viejo, leo a autores que ya están bien muertos o que se casan con supermodelos y salen en películas y nunca he pretendido conocer.
Pero a pesar de ser frecuentado por algunos escritores, el Café Bar Varela-Varelita es un lugar que vale la pena ser visitado. Fundado en los años sesenta, parece que aún posee el mobiliario original (los mingitorios recuerdan a Duchamp): mesas utilitarias y resistentes, una barra funcional, un teléfono de monedas que nadie usa. Hay un gran mostrador con espejo detrás de la barra, aunque el catálogo de bebidas que se sirve es reducido y la mayoría nacional.
“¿Qué es lo que hay en esa botella?”, le preguntó a Javi un amigo mexicano.
“Eso es una botella de ginebra”, respondió Javi, “pero hace años que está vacía. La tenemos de adorno”.
Es un lugar donde uno se siente en casa (“uno limpio y bien iluminado”), y más si es en invierno y el aire antártico acecha en la avenida; tal vez por eso desde siempre ha sido visitado por celebridades, entre ellas un cómico de la televisión, no recuerdo su nombre, y un exvicepresidente de Argentina, el Chacho Álvarez. Ubicado en una esquina con mucho movimiento, uno puede sentarse en una de las mesas que dan a la parada del autobús y mirar a la gente pasar: estudiantes formados en la fila del autobús, ancianas con sus perros falderos, etcétera. Junto a la barra están los veteranos, parroquianos que se toman una copita y juegan al ajedrez, o leen El Clarín, el diario de la oligarquía, o charlan. Siempre verás a los mismos. Hay quienes pasan solamente a tomarse una copa, charlan durante media hora y se van a casa a cenar; la mayoría toma café, incluso a esas horas de la noche. Entonces te das cuenta de que uno de los secretos de la longevidad argentina es esa, disfrutar de la vida y tomarse las cosas con calma, mientras el país se va por el caño por causa de las medidas económicas o la deuda externa, o porque la selección argentina de basquetbol perdió con Croacia, o lo que los argentinos llaman “la inseguridad”. Los hombres mayores del Varelita son como viejos sabios chinos con un vaso de Ginebra en la mano. Recuerdo que la primera vez que estuve ahí, pensé “cuando sea grande quiero ser un viejito argentino”
Lo que más voy a extrañar de Buenos Aires cuando regrese a México (si es que regreso) es ese lugar; sentarme frente a una de las ventanas y pedir un café con leche y tres medias lunas, sin que nadie te moleste o te mire feo porque solo pediste un café, o sin que nadie quiera venderte además otra cosa. Aquí no es como el Starbucks, donde alguien apunta tu nombre en un impersonal vaso de cartón, aquí las personas conocen tu nombre. Y esa es una de las razones por las que Argentina es un gran país, porque en ella aún sobreviven muchas costumbres civilizadas, como aquella de obsequiarte con un vasito de agua junto con el café y una galletita. Venir a Palermo y no pasar al Varelita después de las 3:00 p.m. y saludar a Javi es como viajar al Vaticano y no ver al papa Francisco, al menos de lejos.
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