8 de Agosto 2014
"Si te preguntan, diles que eres mi sobrina", me dice Rosa antes de llegar al departamento que ese día le toca limpiar. No avisó que llevaría “ayuda”, pero como luego se acompaña del más chico de sus hijos, no cree que se la armen de pedo.
Asiento y me pregunto si creerán que somos familiares y luego me avergüenzo por haberlo pensado. Siento cómo crece el remordimiento social: ¿No es una falta de respeto hacerme pasar por una horas por una empleada doméstica sólo para vivir en carne propia la fatiga de ese trabajo mal pagado, mal reconocido y encima preguntarme si creerán que soy su sobrina?
Nunca he trabajado como empleada doméstica, las únicas casas ajenas que he limpiado —rara vez— son los departamentos por los que he pagado renta. Los único niños que he cuidado —también rara vez— han sido un par de primos. La ropa que he lavado y planchado ha sido mía y sólo he recogido las cacas de mi gato. Pero las vivencias no me son del todo ajenas: mi mamá hace años, durante unas vacaciones escolares, intentó trabajar como empleada del hogar. Tenía 16 años, estudiaba para ser maestra en la escuela Normal de Oaxaca y quería juntar para útiles y ropa. Su hermana mayor se las arregló para ubicarla en una casa en Coatzacoalcos, Veracruz, donde estaba trabajando.
“Me pusieron a dormir en un pasillo, me dieron de desayunar un huevo con una tortilla y una taza de café, de comer un platito con menos arroz de lo que te sirven en una fonda y una piernita de pollo, y de cenar, un bolillo. Me moría de hambre. Me paré a las siete de la mañana a lavar los coches, me pusieron a limpiar la calle y luego a limpiar toda la casa. A las ocho de la noche empecé a planchar y terminé a las 12 cansadísima y con dolor de cuerpo. Al otro día me fui llorando con las personas que me recomendaron. Tu tía llegó a reclamar los malos tratos y con lo que me pagaron me regresé con tus abuelos”, me platicó mi mamá.
Treinta años después leo en el Documento informativo sobre Trabajadoras del Hogar 2014 del CONAPRED que el trabajo está viciado por “resabios de esclavitud y la colonización. Sentimientos de superioridad y caracterización de inferioridad. Desigualdad social sumida como normal. Cultura social centrada en servicios, asistencia, pero no en derechos. Machismo, misoginia, racismo y otras formas de desprecio a lo indígena. Profundo clasismo [...] Abusos laborales legalizados y sin regulación”. A mi mamá la trataron como esclava y no es exageración, lo dice el CONAPRED.
En el departamento sólo está una señora muy mayor. Rosa le dice que fui a ayudarle porque quiero empezar a trabajar, la señora no hace mayor caso y yo apenas saludo.
El sueldo que Rosa recibirá es de 200 pesos por limpiar un departamento de unos 100 metros cuadrados con tres cuartos, donde viven cuatro personas y un perro. Rosa tarda, aproximadamente, cinco horas en limpiar el lugar. Dice que es uno de los lugares más limpios que le ha tocado.
Comenzó a limpiar casas hace ocho años, poco tiempo después de que su esposo la dejó y ni ella ni sus cuatro hijos volvieron a saber de él. Antes de eso, a veces lavaba ajeno en su casa para completar el gasto familiar. Su mamá, que tenía un puestito donde vendía elotes y cobijas en la colonia Granjas México, la ayudó a poner su propio puesto. Todos los días llegaba desde Chalco, donde vive, y preparaba el anafre con carbón para cocer sus elotes. Fue ahí donde empezó a hacerse de clientes para limpiar casas.
"Nomás se fue y nos dejó. ¿Qué iba a hacer? Ni modo de dejar a mis hijos. Tuve que ponerme a trabajar y entre más crecían más tenía que trabajar. Un día una señora me preguntó si no quería ayudarle a limpiar y le dije que sí. Luego me recomendó con otra y luego yo misma le preguntaba a la gente que llegaba a comprar elotes. Salí de pleito con esa primera patrona que tuve. Siempre me reclamaba que no limpiaba bien y mejor ya no volví", comenta Rosa.
Lo primero que hace es acomodar los trastes para lavarlos, seguirá con la cocina, luego los baños, los cuartos y por último la estancia.
En lo que ella descochambra la estufa, yo lavo los pocos trastes sucios que se acumularon. Rosa es rápida, en cambio yo tardo mucho en desenjabonar los tres vasos, los tres platos, los dos tuppers y el sartén. Rosa se da cuenta. Me hace una mueca de burla y desesperación.
"Híjole, Bere, se me hace que nomás me vas a atrasar y hasta me van a cobrar algo", me dice. Me siento más avergonzada.
No sabe nada acerca del caso de #LadyChiles. No sabe que una mujer humilló a otra, la empleada de su hogar, como represalia laboral, que la acusó del robo de un chile en nogada mientras la grababa para luego subir el video en sus redes sociales, que la despidió de un minuto para otro y que justificó su “indignación” con un discurso en el que apelaba a la igualdad: “ella puede comer lo mismo que nosotros”, pero que más bien parecía como si hablara de un perro al que se le cambiaron las croquetas por los guisos.
Rosa ríe divertida al escuchar la historia mientras talla con fibra la estufa.
—Qué loca esa mujer. A mí una vez me reclamaron porque según me había comido dos plátanos. Seguido pasa—, dice Rosa.
—¿Y no te molestaste? ¿No sentiste feo?
—Pues sí se siente feo que te traten de ladrón, pero, ¿qué le iba a hacer? Esto es mi trabajo, no me puedo estar enojando con todos mis patrones cuando sientan desconfianza. Yo vivo al día: día que no trabajo, día que no gano dinero. No puedo perder trabajos.
Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENEO) 2013 del INEGI, en México hay 2.2 millones de trabajadoras domésticas, 96 de cada 100 no tienen un contrato y sólo 2.2% cuenta con servicios de salud como prestación laboral.
—¿Adónde vas al doctor, Rosa?
—Al de similares, gracias a Dios.
La Ley del Seguro Social no contempla a las trabajadoras del hogar como sujetos de aseguramiento y la Ley Federal del Trabajo exime a los empleadores de la obligación de pagar cuotas al INFONAVIT. Como no cotizan semanas de trabajo no pueden pensar en una jubilación.
Además, la Ley Federal del Trabajo dicta como obligación especial de las trabajadoras domésticas guardar consideración y respeto hacia el patrón, su familia y personas que estén en el hogar, cosa que no establece para otros trabajadores.
Son dos baños los que hay que lavar. Rosa no me deja intentar limpiar uno yo sola. Me pide que no me ofenda, pero que seguramente lo voy a hacer mal.
"¿Cómo quitas todo ese mugrero acumulado de años? Quieren que una con una talladita quite todo ese hongo y se enojan porque no se puede", confiesa.
Alguna vez “renunció” porque una señora le dijo que era una floja porque nomás le pasaba el trapo al mosaico. Cuando terminó, tomó sus 200 pesos y ya no volvió. No era la primera vez que esa señora le decía floja. “Vienes a flojear porque traes todos tus problemas personales y no pones atención”, le dijo.
Por ese tiempo, recuerda, su hija salió embarazada. Rosa estaba atribulada, no sabía cómo iba a alimentar otra boca con los dos mil que llegaba a ganar a la semana entre las casas y la venta de elotes. Uno de sus hijos ya trabajaba, pero los otros tres no. Rosa le había contado a su patrona el problema de su hija. Le tenía confianza porque, a veces, cuando le cambiaba el día por el sábado, la señora le daba de desayunar un huarache o un sope. Alguna vez hasta le pidió un adelanto de dos días de trabajo porque su hijo se peleó a golpes y andaba lastimado. La señora le adelantó sólo 100 pesos.
Mientras friega el piso del baño, yo tallo la tasa. Por lo menos no está tan sucia, pienso. Y me sigo con el lavabo.
—Sécale bien, Bere. Seguido se enojan porque se sientan y está mojado.
—¿Te han reclamado por eso?
—Uy, sí.
Seco el asiento con el trapo con el que limpié el lavabo. ¿Qué necesidad? Pienso con un poco asco. Toda la necesidad.
Casi no recuerda nada de su infancia en un pueblito de Veracruz, sólo que su mamá la ponía hacer tortillas. Recuerda el calor del comal, el calor de la masa y el cansancio.
Desde muy chica vivió en Neza y luego, cuando tenía 15 años, se pasó con su familia a Chalco. Ahí conoció a su ex marido, un vendedor ambulante al que le gustaba mucho el chupe.
Estudió hasta segundo de secundaria. Después de eso se puso a vender elotes y luego se casó.
“Yo nomás quería casarme, tener mi casa y a mis hijos", platica.
Para cuando empezamos con los cuartos yo ya estoy cansada, pero me puedo sentar en la cama mientras Rosa dobla ropa y yo sacudo muebles.
Me cuenta que al principio a ella le daba calentura. Cree que no sólo por la chinga de estar parada y haciendo esfuerzo físico todo el día, sino también por la pena de recoger calzones manchados, lavar trastes enmohecidos que nadie quiso lavar en su ausencia, señalar dónde dejó el bonche de moneditas de cinco pesos que la gente de la casa creyó perdido, sentir cómo la vigilan cuando está limpiando una de las habitaciones, escoger entre la ropa que van a tirar algo que le sirva para sus hijos, llevarse en un tupper itacate de la comida que sobró.
Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2010 en México, 25 personas de cada 100 justifican darles de comer alimentos sobrantes a las empleadas del hogar.
—Lo peor, lo peor fue cuando tuve que limpiar una casa en la que hacían, yo creo, brujería o santería, una de esas cosas. Andaba tirando animalitos muertos. Yo tenía mucho miedo de que algo me pasara, de que algo se me fuera a pegar. Sí me sentí mal, eh. Yo creo que sí jalé una mala cosa.
—¿No cobras más por situaciones extrañas, por casas más grandes o sucias?
—Yo no sé cobrar. Llego con ese precio y lo que sea la voluntad de mis patrones.
—¿Has pensado en poner ciertas reglas? ¿Exigir mejores condiciones?
—¿Y que no me den trabajo?
—¿Qué vas a hacer cuando envejezcas?
—Primero dios mis hijos ya van a estar grandes y me van a ayudar.
A Rosa le urge terminar y me dice que entre mi lentitud y la plática la estoy atrasando. Me sienta en un sillón mientras ella hace veloz la estancia. Al terminar, la señora muy mayor le paga 200 pesos mientras me mira de reojo. Yo creo que sí pasé por su sobrina.
—¿Y ahora, Rosa?
—Ya me voy a cocer mis elotes. ¿También en eso me quieres “ayudar”?
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