10 de Septiembre 2014
Si los directores de un hospital psiquiátrico te dicen que no puedes pasar a las instalaciones de ese lugar a menos de que te otorguen un permiso o que estés loco, entonces busca un cómplice. De lo contrario, sólo te mostrarán las zonas más bonitas y la búsqueda de experiencias se convertirá en un aburrido paseo turístico.
Son las diez de la mañana de un viernes. El día está un poco húmedo a causa de la lluvia de la noche anterior. Esto le da un aspecto más natural al paisaje. En la reja de acceso del hospital se acerca a mí un hombre como de cuarenta años de edad y sin cortesía ni protocolos de por medio arroja una orden: “Dame diez pesos para ir a comprar a la tienda”. “¿Cuál tienda? “, interrogo un poco extrañado.
“Esa que está allá adentro”, dice mientras señala un lugar al fondo de un pasillo pintado de blanco, rodeado de enormes áreas verdes.
Son las instalaciones de un hospital psiquiátrico en el Estado de México. Las únicas a las que logré entrar con la complicidad de un interno. Después de varios intentos fracasados en hospitales del Distrito Federal, un conocido me recomendó ir a este lugar que describiré a continuación.
Lo visité una sola vez. Por error llegué a la oficina del director a preguntar los requisitos necesarios para poder entrar a ese recinto. Si no estás loco, “necesitas un permiso de alguna institución oficial”; de lo contrario “es imposible”. No hubo más palabras de por medio. Fue tajante. Ese doctor se quedó ahí en su oficina con su bata muy blanca, pulcra y deslumbrante. Yo salí a dar un paseo por los alrededores.
Muchos psiquiatras coinciden en que la medicación a este tipo de personas va más dirigida a tranquilizar al profesional, a tratar su propia ansiedad porque la experiencia de la otra persona lo atemoriza. No les produce interés sino miedo.
Esa voz a mi derecha que exigió las monedas es la de un hombre con cabeza rapada. Viste de blanco.
“¿Hay una tienda dentro de este lugar?”, le pregunté de nuevo. “Sí, está allá”, y levantó su delgado dedo índice a la altura de sus hombros. “Vamos”, respondí.
Libré la verja sin dificultad. Estaba mal cerrada. Bastó un movimiento en zigzag para poder estar del otro lado.
“¿Y qué venden ahí?”, pregunté incrédulo. Nunca había estado en un hospital como éste y jamás me imaginé que pudiera haber una tienda. Igual fue para mostrarme amable.
“Hay de todo, yo quiero unas galletas. Pero no les des dinero a ellos. Si te piden, les diré que no tienes, que vienes a visitarme. No te asustes”.
La locura es una palabra que se utiliza en todas las culturas para describir a personas que tienen experiencias que la mayoría no tenemos, como escuchar voces, tener unas creencias muy sólidas pero inusuales, a menudo creencias que dan miedo.
No siempre ha sido así, algunos faraones se valían de personas que escuchaban voces para que les ayudaran a interpretar sus sueños, pero ahora, en la sociedad occidentalizada decimos que tienen alguna enfermedad cerebral y que deberían estar drogados toda la vida o encerrados. No hay todavía una respuesta a qué la produce.
Para protegerlo no diré su nombre, sólo que tiene una rara obsesión por el tiempo. A cada rato me pregunta la hora. “No tardan en venir a visitarme. Siempre llegan los viernes”. Habla de su mamá y de sus hermanos. No sabe cuánto tiempo lleva aquí ni por qué lo encerraron. “Algunas veces me salgo a caminar por las calles, pero regreso porque espero a mi mamá cada semana”. Ya en confianza me dice que le gustaría que yo la conociera, “ahorita que venga te la presento, le diré que eres mi amigo”. Nunca llegará. No se lo comento. Prefiero escucharlo.
“Aquí está la tienda”. Es real. Estamos parados frente a un lugar donde se venden varios productos: refrescos, agua, sándwiches, dulces. “Vamos a dar un recorrido y después compramos algo”, le propongo. Acepta sin problema.
Todas las paredes están pintadas de blanco. Entramos a los dormitorios. Hay camas con las cobijas revueltas, pero entre ellas permea cierta simetría. Están organizadas en dos filas a los costados de los recintos, separadas por pocos metros entre ellas. Nunca una cama toca a la otra.
Caminar entre ellos es como entrar en una bodega llena de maniquíes en posiciones catatónicas. Te siguen con la mirada, sólo con la mirada y de pronto emiten algún gemido o grito que te enfría los huesos. Él se convierte en ese momento en una especie de Beatriz dantesca. No se inmuta y los aparta de nuestro camino al momento en que se juntan a pedir dinero. Lo obedecen sólo a él. Yo en repetidas ocasiones les dije que no tenía monedas pero no me hacían caso. No me entendían. Mi guía sabe tratarlos y a cada rato volteo a mirarlo como para darle una señal de que les explique el motivo de nuestra visita.
En la interacción doctor-paciente se instaura una relación de desigualdad, coloca al médico por encima del sufriente. La dimensión entre especialista y enfermo mental hace de éste último dependiente de aquél. El doctor toma para sí el poder de la razón. Para Foucault esta relación es de control ideológico, como de un poder pastoral a través del cual el paciente relata su malestar y el especialista lo escucha con la intención de resolver su mal, en una especie de catarsis.
Los hospitales psiquiátricos están pensados como lugares de tratamiento, pero en realidad devienen en refugios donde librarse del estigma. Se convierten en espacios de efímera convivencia e interacción entre los internos. Dentro del recinto, deambulan y son incapaces de mantener una conversación más allá del saludo. Juego de contrastes. Una suerte de epifanía.
La limpieza de este lugar es visible, atrás quedaron las leyendas de manicomios insalubres como el de La Castañeda, inaugurado por Porfirio Díaz en 1910 y demolido en 1968. Llegó a albergar a más de sesenta mil pacientes, divididos en pabellones: de pacientes distinguidos, de observación, peligrosos, epilépticos, imbéciles, infecciosos, etcétera.
En ese lugar, José Luis Cuevas realizó dibujos de las ninfómanas internadas, quienes lanzaban “gritos obscenos que me resultaban muy impresionantes”, decía al recordar sus visitas a La Castañeda. Igual trazó la impresión que le causaba el observar a los pacientes que recibían electrochoques. Su intención era “reflejar el dolor humano a través de las enfermedades”. Al respecto Cristina Rivera Garza hizo una fabulosa historia de este sitio.
Mi guía parece una persona normal, pese a no saber su padecimiento. Hila una conversación con otra, sin sentido más que el de querer estar dentro del tiempo. Una vez más pregunta la hora. Me doy cuenta de que hemos pasado más de dos horas ahí dentro. Le digo que me tengo que ir. No acepta, quiere que espere otro rato, no tardan en llegar a visitarlo sus familiares. Pero mi permanencia nos pone en riesgo. Soy un profano y por mi culpa podrían castigarlo o las autoridades me podrían sancionar por entrar sin permiso.
Se lo comento pero me lleva a las áreas verdes, a los baños, a la enfermería, al comedor. No estoy atemorizado por su compañía. Es agradable escuchar a los pacientes y no entenderlos, pero en cualquier momento puede aparecer alguna enfermera o algún doctor y entonces sí me aterroriza saber lo que podría pasar.
Con pasos cortos y disimulados hago que mi acompañante camine conmigo a la salida. Me lleva al mismo lugar en el que nos conocimos. Una vez en las rejas de acceso cumplo con mi parte y le doy unas monedas. Ya en la salida nos damos la mano. Le digo su nombre y él dice algo entrecortado. Lo tomo como una despedida.
Los especialistas seguirán con su balbuceo sobre la locura. La historia nos ha mostrado que el manicomio no cura, oculta.
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